Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Una bruma espesa se elevaba del suelo, captaba esa bellísima iluminación y la difundía hasta las grietas y recodos más minúsculos, debajo de hojas y flores.
Miré en torno y mi tristeza aumentó, o mejor dicho, me sentí en carne viva, como si me hubieran despellejado. La palabra "tristeza" es demasiado suave y dulce. Pensé muchas veces en Gretchen, pero sólo en imágenes sin palabras. Y cuando evocaba a Claudia sentía un embotamiento, un recuerdo silencioso e inexorable de las palabras que le dije en mi sueño febril.
Como una pesadilla, el viejo médico de patillas entrecanas. La niña - muñeca en su sillita. No, ahí no. Ahí no. Ahí no.
¿Y qué importaba si hubiesen estado allí? No importaba en absoluto.
Bajo esas profundas emociones, no me sentía desdichado; y tomar conciencia de ello, saberlo a ciencia cierta fue quizá lo más maravilloso.
Oh, sí, volvía a ser el de siempre.
¡Tenía que contarle a David lo de esa selva! David tenía que viajar a Río antes de regresar a Inglaterra. Yo lo acompañaría, quizás.
Quizás.
En el templo encontré dos puertas. La primera estaba trabada con pesadas piedras irregulares, pero la otra no, ya que hacía tiempo que las piedras se habían caído y yacían amontonadas en una pila informe. Trepé por ellas, encontré una empinada escalera por la que bajé, recorrí varios pasajes hasta llegar a recintos donde no entraba la luz. Fue en uno de esos ámbitos, frío, totalmente aislado de los ruidos de la selva, donde me tendí a dormir.
Habitaban allí diminutos seres resbaladizos. Cuando apoyé la cara contra el piso, frío y húmedo, sentí que esas criaturas me caminaban por las yemas de los dedos. Luego el peso sedoso de una serpiente cruzó por mi tobillo. Todo eso me arrancó una sonrisa.
Cómo se habría erizado mi antiguo cuerpo mortal. Pero también es cierto que mis ojos humanos no habrían podido ver dentro de ese lugar recóndito.
De pronto comencé a temblar, a llorar una vez más, muy quedo, pensando en Gretchen. Sabía que jamás volvería a soñar con Claudia.
— ¿Qué pretendías de mí? —murmuré—. ¿Sinceramente creías que podía salvar mi alma? —La vi tal como en mi delirio, en ese viejo hospital de Nueva Orleáns donde la tomé de los hombros. ¿O acaso habíamos estado en el viejo hotel? —Te dije que lo volvería a hacer. Te lo advertí.
Algo se había salvado en aquel momento. La siniestra condena de Lestat se había salvado, y se mantendría intacta para siempre.
—Adiós, mis seres queridos —musité.
Después me dormí.
Miami, ah, mi bella metrópolis sureña que yace bajo el cielo brillante del Caribe, digan lo que digan los mapas! El aire me pareció más dulce aún que en las islas y soplaba, suave, sobre las multitudes de rigor del bulevar Ocean.
A medida que trasponía rápidamente el hall art déco del Park Central camino a las habitaciones que allí tengo, iba sacándome la ropa que usé en la selva. Saque de mi placard una remera blanca, chaqueta color caqui con cinturón, pantalón y un par de finas botas marrones de cuero. Me agradó la sensación de no tener que usar más la ropa del Ladrón de Cuerpos, por bien que me quedara.
Acto seguido llamé a conserjería; me enteré así de que David Talbot se hallaba desde el día anterior en el hotel y en esos momentos me aguardaba no lejos de allí, en el patio delantero del restaurante Bailey.
No tenía ánimo para estar en lugares muy concurridos. Trataría de convencerlo de que volviéramos a mis aposentos. Con toda seguridad él debía estar agotado por todo lo vivido. La mesa y sillones que había frente a las ventanas serían un ambiente ideal para conversar, como ciertamente íbamos a hacer.
Salí a la atestada acera, tomé hacia el norte y divisé Bailey y su inevitable letrero de neón sobre bellos toldos blancos. Ataviadas con manteles rosados y velas, las mesitas ya estaban ocupadas por los primeros contingentes nocturnos. En el rincón más apartado del patio vi la elegante figura de David, vestido con el mismo traje de hilo que había usado en el barco. Aguardaba mi llegada con su habitual expresión alerta.
Pese al alivio que sentí, a propósito lo tomé por sorpresa: me senté con tanta velocidad en la silla de al lado, que lo sobresalté.
—Ah, demonio —susurró. Vi un duro rictus como si realmente estuviera fastidiado en su boca, pero luego sonrió. —Gracias a Dios estás bien.
— ¿Te parece?
Cuando apareció el camarero le pedí una copa de vino, para que no siguiera insistiéndome si dejaba pasar el tiempo. A David ya le habían servido una bebida exótica, de aspecto asqueroso.
—; Qué diablos pasó? —pregunté, acercándome un poco más para poder tapar el ruido del ambiente.
—Fue un caos total. El trató de atacarme y a mí no me quedó más remedio que usar el arma. Se fugó por la terraza porque yo no pude sostener firmemente el maldito revólver. Hra demasiado grande para estas manos viejas. —Suspiró. Se lo veía exhausto, desmejorado. — Después, sólo tuve que comunicarme con la Casa Matriz y pedir que pagaran mi fianza. Llamadas que iban y venían a la sede de Cunard, de Liverpool. —Restó importancia al asunto con un gesto. —Al mediodía abordé un avión para Miami. No quería dejarte desprotegido en el buque, pero no pude hacer otra cosa.
—No corrí el menor peligro. Más bien temía por ti. Te dije que por mí no te preocuparas.
—Sí, eso fue lo que pensé. Los envié tras James, desde luego, con la esperanza de desalojarlo del barco. Era evidente que no podían emprender una búsqueda cuarto por cuarto. Por eso supuse que no te molestarían. Estoy casi seguro de que James bajó a tierra luego del jaleo.
De lo contrario, lo habrían aprehendido. Les di una descripción fiel, por supuesto.
Se interrumpió, bebió cautelosamente un trago de su extraña bebida y la dejó.
—Se ve que eso no te gusta —le dije—. ¿Por qué no pediste el horrible whisky de siempre?
—Es la bebida de las islas y tienes razón, no me gusta, pero no importa.
¿Cómo te fue a ti?
No le respondí. Puesto que, desde luego, lo veía con mi antigua capacidad visual, su piel aparecía más translúcida y quedaban en evidencia todos sus pequeños achaques. Sin embargo, poseía ese halo de lo maravilloso que los vampiros ven en todos los mortales.
Lo noté cansado, abrumado por la tensión. Hasta tenía los ojos enrojecidos, y una vez más advertí cierta rigidez en su boca. ¿Lo habría avejentado más el suplicio vivido? No soportaba ver eso en él. Pero, cuando me miró, distinguí preocupación en su rostro.
—Te ha pasado algo malo —dijo! al tiempo que estiraba un brazo y apoyaba una mano sobre la mía. Qué tibia >. sentí. —Lo noto en tus ojos.
—No quiero hablar aquí. ¿Por qué no vamos a mi habitación del hotel?
—No, prefiero quedarme —rae pidió con suavidad—. Estoy muy ansioso después de todo lo que pasó. Sinceramente fue una pesadilla para un hombre de mi edad. Me siento agotado. Supuse que ibas a llegar anoche.
—Perdóname; tendría que haber venido. Me imagino lo difícil que debe resultar te, pese a lo mucho que lo disfrutabas mientras sucedía.
— ¿Eso te pareció? —Me dirigió una sonrisita cansada. —Necesito otro trago. ¿Qué dijiste? ¿Whisky?
— ¿Qué dije yo Pensé que era tu bebida preferida.
—De vez en cuando. —Hizo señas al camarero. —A veces me resulta demasiado aburrido. —Preguntó por una única marca, que no tenían; entonces aceptó un Chivas Regal. —Gracias por darme el gusto. Me agrada este lugar, el ambiente agitado, el estar a la intemperie.
Hasta su voz sonaba cansada, carecía de una chispa que le diera vida. No era, en absoluto, el momento para proponerle un viaje a Río. Y la culpa era mía.
—Como gustes —acepté.
—Ahora cuéntame lo que pasó. Veo que lo vives como una gran carga en tu interior.
Entonces tomé conciencia de cuánto quería hablarle de Gretchen, que ésa era la razón por la que estaba yo ahí, no sólo porque él me preocupara.
Me sentí avergonzado, y sin embargo no pude dejar de decírselo. Giré para mirar hacia la playa, con el codo aún apoyado sobre la mesa, y se me nubló la vista, de modo que los colores de la noche me parecieron más luminosos que antes. Le conté que había ido a ver a Gretchen porque se lo había prometido, aunque en lo profundo del corazón tenía la esperanza de poder traerla a mi mundo. Luego le expliqué lo del hospital, lo peculiar que era, el parecido del médico con el otro, el de siglos atrás, el pequeño pabellón mismo, la idea loca de que Claudia se encontraba ahí.
—Quedé desconcertado —murmuré—. Jamás imaginé que Gretchen pudiera rechazarme. ¿Sabes lo que pensé? Ahora me parece una tontería.
¡Que yo le resultaría irresistible! Pensé que las cosas tenían que ser así que no podían ser de otra manera, que cuando me mirara a los ojos —¡los de ahora, no aquellos ojos mortales!— vería el alma verdadera que ella amó. Nunca pensé que fuera a sentir asco, una repulsión tan total —en lo físico como en lo moral—, que en el mismo instante de comprender lo que somos fuera a echarse atrás tan por completo. ¡No entiendo cómo pude ser tan tonto, por qué todavía insisto con mis ilusiones! ¿Será por vanidad? ¿O acaso estoy loco? A ti nunca te di asco, ¿verdad, David? ¿O en
eso también me engaño?
—Eres hermoso —respondió en voz baja, con palabras cargadas de emoción—. Pero también eres monstruoso, y eso fue lo que vio ella. —Qué perturbado lo noté. Jamás lo había visto tan solícito en sus pacientes charlas conmigo. De hecho, parecía sentir el mismo sufrimiento que yo, de una manera aguda y total. —No era una compañera adecuada para ti, ¿no te das cuenta? —agregó serenamente.
—Sí, me doy cuenta, claro que sí. —Apoyé la frente en la mano. Qué pena que no estuviéramos en el silencio de mis habitaciones, pero no quise forzarlo. Volvía a ser mi amigo, como no lo había sido nunca ningún otro ser de la tierra, y me propuse darle el gusto. —Sabes que tú eres el único —exclamé de repente, y a mis propios oídos mi voz sonó discordante, cansada—. El único que no me da vuelta la cara cuando fracaso.
—¿Por qué lo dices?
—Mis compañeros me condenan por mi temperamento, por mi impetuosidad. Lo disfrutan, pero cuando muestro alguna debilidad, me cierran la puerta. —Pensé en el rechazo de Louis, en que muy pronto volvería a verlo, y me inundó una malsana satisfacción. Oh, se iba a sorprender tanto. Luego se apoderó de mí cierto temor. ¿Cómo haría para perdonarlo? ¿Cómo podría dominar mi temperamento y no explotar?
—Nosotros volveríamos superficiales a nuestros héroes —respondió lentamente, casi con pesar—. Los volveríamos frágiles. Son ellos quienes deben recordarnos el verdadero significado de la fortaleza.
— ¿Tú crees? —Me di vuelta, crucé los brazos sobre la mesa y clavé la mirada en la fina copa de vino blanco. — ¿Soy realmente tan fuerte?
—Sí, claro, siempre lo has sido. Por eso te envidian, te desprecian y se enojan tanto contigo. Pero no hace falta que te diga todas estas cosas.
Olvida a esa mujer. Habría sido un error, un error muy grande.
—¿Y tú, David?. Contigo no habría sido un error. —Levanté la mirada y, sorprendido, vi que tenía los ojos húmedos y otra vez la rigidez de la boca. —¿Qué pasa, David?
—No, no habría sido un error. Ahora no creo que lo fuera, en absoluto.
—¿Quieres decir que...?
—Hazme ingresar, Lestat —pidió en susurros; luego se hizo hacia atrás, transformado en distinguido caballero inglés que censura sus propias emociones y miró, tras la multitud, el mar lejano.
—¿Lo dices en serio, David? ¿Estás seguro? —Honestamente, no quería preguntarlo. No quería hablar ni una palabra más. Pero, ¿por qué? ¿Qué lo había hecho tomar la decisión? ¿Qué le había producido yo con mi absurda escapada? Si no fuera por él, yo no habría vuelto a ser el vampiro Lestat. Pero qué precio debió haber pagado.
Recordé el episodio en la playa de Grenada, cuando se negó al simple acto de hacer el amor. Estaba sufriendo igual que en aquella oportunidad. Y de pronto no me pareció un misterio que hubiera llegado a esa decisión. Lo había llevado yo a ella con la aventura que compartimos para enfrentar al Ladrón de Cuerpos.
—Ven —dije—, ahora sí llegó el momento de irnos, de poder estar solos.
—Me estremecí. Cuántas veces había soñado con ese instante.
Pero había llegado muy rápido, y quedaban muchas preguntas que me parecía necesario formular.
De improviso me dominó una terrible timidez. No podía mirar lo. Pensé en la intimidad que pronto íbamos a experimentar, y no pude mirarlo a los ojos. Dios mío, me estaba comportando como lo había hecho él en Nueva Orleáns, acosándolo con mi deseo desenfrenado cuando yo habitaba el cuerpo mortal.
El corazón me latía de emoción. David, David en mis brazos. Su sangre que se mezclaría con la mía, la mía con la de él. Luego iríamos juntos a la orilla del mar, cual misteriosos hermanos inmortales. Me costaba hablar, y hasta pensar.
Me levanté sin mirarlo, crucé el patio, bajé la escalinata. Sabía que él me seguía. Me sentí como Orfeo: bastaría una mirada atrás para que me quedara sin él. Tal vez las luces intensas de algún auto iluminarían de tal manera mi pelo, mis ojos, que de pronto él quedaría paralizado de terror.
Recorrí el camino de regreso, dejé atrás el desfile de mortales con atuendo playero, las mesitas al aire libre de los bares. Fui derecho al Park Central, crucé el hall de pomposa elegancia, y subí a mis habitaciones.
Oí que entraba y cerraba la puerta tras de mí.
Me paré ante los ventanales y de nuevo me puse a mirar el reluciente sol del anochecer. ¡Quieto, corazón mío! No apresures las cosas. Es importante poder dar cada paso con cuidado.
Mira las nubes, cómo corren alejándose del paraíso. Las estrellas, meros puntitos resplandecientes luchando bajo el torrente de la clara luz crepuscular.
Tenía que decirle algunas cosas, explicarle otras. Dado que él iba a conservar eternamente el aspecto que tenía en ese momento, le pregunté si quería realizar algún cambio físico, como por ejemplo, afeitarse mejor, recortarse el pelo.
—Nada de eso me importa —repuso con su típico acento de británico culto—. ¿Qué te pasa? —Muy amable, como si fuese yo el que necesitaba que lo tranquilizaran. —¿No era lo que querías?
—Sí, claro que sí. Pero tú también tienes que estar seguro de quererlo —le
contesté, y sólo entonces me volví.
Estaba de pie en las sombras, muy sereno, vestido con su traje de hilo blanco y corbata de seda correctamente anudada. La luz de la calle brillaba sobre sus ojos, y en un momento dado se reflejó sobre el minúsculo alfiler de su corbata.