Aproximó los nudillos mientras se mordía los labios y apretó los puños. Sus brazos temblaban más que su cuerpo. Esperó un instante y por fin llamó.
Sólo respondió el silencio. Al tercer intento comprendió que nadie le abriría. Cejó en su empeño y emprendió el regreso a su casa.
Nada más abrir la puerta, su padre se apresuró a recriminarle la tardanza. El juez Feng había acudido a cenar y llevaban un rato esperándole. Al ver al invitado, Cí juntó los puños frente a su pecho y se inclinó ante el invitado a modo de disculpa, pero Feng no se lo permitió.
—¡Por los monstruos del infierno! —Sonrió condescendiente el juez—. ¿Pero qué comes aquí? ¡El año pasado aún parecías un muchacho!
Cí no era consciente de ello, pero a sus veinte años ya no era el chico endeble del que todos se burlaban en Lin’an. El campo había transformado su cuerpo enfermizo en el de un joven fibroso cuyos delgados músculos parecían un ramillete de juncos firmemente entrelazados. Cí sonrió con timidez, dejando entrever una hilera de dientes perfectamente ordenados, y contempló la figura de Feng. El anciano juez apenas había cambiado. Su rostro serio sembrado de finas arrugas seguía contrastando con su bigote cano cuidadosamente arreglado. Coronaba su cabeza el gorro
bialar
de seda que indicaba su rango.
—Honorable juez Feng —le saludó—. Excusad mi retraso, pero...
—No te preocupes, hijo —le interrumpió—. Anda, pasa, que vienes empapado.
Cí corrió hacia el interior de la casa y regresó con un pequeño paquete envuelto en un primoroso papel rojo. Hacía un mes que esperaba aquel momento. Justo desde que había sabido que el juez Feng les visitaría después de tanto tiempo. Como de costumbre, Feng rechazó tres veces el presente antes de aceptarlo.
—No deberías haberte molestado. —Guardó el paquete sin desenvolverlo, pues lo contrario habría significado que otorgaba más importancia al contenido que al hecho en sí del regalo.
—Ha crecido, sí, pero, como veis, continúa igual de irresponsable —terció el padre de Cí.
Cí titubeó. Las reglas de cortesía le impedían importunar al invitado con asuntos ajenos a la visita, pero un asesinato trascendía cualquier protocolo. Se dijo que el juez lo comprendería.
—Perdonad la descortesía, pero he de comunicaros una noticia horrible. ¡Han asesinado a Shang! ¡Lo han decapitado! —Su rostro era una mueca de incomprensión.
Su padre lo miró con gesto serio.
—Sí. Ya nos lo ha contado tu hermano Lu. Ahora, siéntate y cenemos. No hagamos esperar más a nuestro invitado.
A Cí le exasperó la flema con la que Feng y su padre se tomaban el suceso. Shang era el mejor amigo de su padre y, sin embargo, él y el juez seguían comiendo tranquilamente como si nada hubiera sucedido. Cí les imitó, aderezando con su propia hiel el resto de la cena. Su padre lo advirtió.
—Deja a un lado esas muecas. En cualquier caso, hay poco que podamos hacer —argumentó finalmente el patriarca—. Lu ha trasladado el cuerpo de Shang a las dependencias gubernamentales y sus familiares ya le están velando. Además, sabes que el juez Feng no tiene competencia en esta subprefectura, de modo que sólo nos resta aguardar a que envíen al magistrado que se hará cargo del caso.
En efecto, Cí lo sabía, del mismo modo que sabía que para entonces el asesino podría haberse esfumado. Y aun así, lo que más le irritaba era la calma de su padre. Por fortuna, Feng pareció leerle el pensamiento.
—No te preocupes —le tranquilizó el juez—. He hablado con los familiares. Mañana iré a examinarlo.
Hablaron de otros asuntos mientras la lluvia golpeaba con violencia el tejado de pizarra. En verano, los tifones solían sorprender a los incautos con diluvios inesperados, y aquel día Lu parecía haber sido el infortunado. Apareció empapado, apestando a licor y con los ojos turbios. Nada más entrar tropezó con un arcón y cayó de bruces al suelo, pero se levantó y pateó el mueble como si éste fuera el culpable de la caída. Luego saludó con un balbuceo estúpido al juez y se fue directamente a su cuarto.
—Creo que ha llegado el momento de retirarme —anunció Feng tras limpiarse los bigotes—. Espero que pienses en lo que hemos discutido —le dijo al padre de Cí—. Y en cuanto a ti... —se volvió hacia el joven—, nos vemos mañana a la hora del dragón, en la residencia del caudillo local donde estoy alojado.
Se despidieron y Feng partió. Nada más cerrar la puerta, Cí escrutó el rostro de su padre. Su corazón latía expectante.
—¿Lo ha hecho? ¿Ha mencionado cuándo volveremos? —se atrevió a preguntar. Sus dedos repiquetearon sobre la mesa.
—Siéntate, hijo. ¿Otra taza de té?
El padre se sirvió una bien colmada y luego vertió otra para su hijo. Le miró con tristeza antes de bajar la vista.
—Lo siento, Cí. Sé cuánto ansiabas volver a Lin’an... —Dio un sorbo sonoro a la infusión—. Pero a veces las cosas no salen como uno planea.
Cí detuvo la taza a un suspiro de su boca.
—¡No entiendo! ¿Ha sucedido algo? ¿Acaso Feng no os ha ofrecido la plaza?
—Sí. Lo hizo ayer. —Sorbió despacio otro trago.
—¿Entonces? —Cí se levantó.
—Siéntate, Cí.
—Pero, padre... Lo habíais prometido... Dijisteis...
—¡He dicho que te sientes! —alzó la voz.
Cí obedeció mientras sus ojos se empañaban. Su padre añadió té hasta que el líquido se desbordó. Cí hizo ademán de limpiarlo, pero su padre se lo impidió.
—Mira, Cí. Hay situaciones que no alcanzarías a comprender...
El joven no entendía qué era lo que debía comprender: ¿que hubiera de tragarse el desprecio que su hermano Lu le regalaba cada día? ¿Que aceptara de buen grado renunciar al porvenir que le aguardaba en la Universidad Imperial de Lin’an?
—¿Y nuestros planes, padre? ¿Dónde quedan nuestros...?
Un bofetón lo interrumpió mientras su padre se erguía como un resorte. La voz del hombre temblaba, pero su mirada desprendía fuego.
—¿Nuestros planes? ¿Desde cuándo un hijo tiene planes? —gritó—. ¡Permaneceremos aquí, en la casa de tu hermano! ¡Y así será hasta que yo muera!
Cí enmudeció mientras su padre se retiraba. Por un momento la rabia le envenenó.
«¿Y vuestra hija Tercera enferma...? ¿Tan poco os importa ella?».
Cí recogió las tazas y se dirigió al cuarto que compartía con su hermana.
Nada más acostarse, percibió en sus sienes los latidos de su corazón. Desde el mismo momento en que se habían instalado en la aldea, había soñado con regresar a Lin’an. Como cada noche, cerró los ojos para evocar su antigua vida. Recordó a sus viejos compañeros compitiendo en los concursos de conocimientos de los que a menudo salía victorioso; a sus profesores, a los que admiraba por su disciplina y empeño. Evocó la imagen del juez Feng y el día en que le admitió como asistente de sumarios. Anhelaba ser como él, presentarse algún día a los exámenes imperiales y obtener un puesto en la judicatura. No como su padre, que, después de años intentándolo, sólo había logrado una humilde plaza de funcionario.
Se preguntó por qué no querría regresar su padre. Acababa de confirmarle que Feng le había ofrecido la vacante por la que antes suspiraba y, de la noche a la mañana, sin motivo aparente, cambiaba radicalmente de opinión. ¿Sería por su abuelo? No lo creía. Las cenizas del difunto podían trasladarse para continuar celebrando los ritos de piedad filial en Lin’an.
La tos de Tercera le sobresaltó, haciendo que se girara. La niña dormitaba a su lado, temblorosa, con la respiración entrecortada. Le acarició el pelo con ternura y sintió lástima por ella. Tercera se había mostrado más resistente que Segunda y Primera, como demostraba el hecho de que ya hubiera cumplido los siete años, pero, al igual que sus hermanas, no creía que superara la decena. Era el sino de su enfermedad. Por un instante quiso imaginar que al menos en Lin’an habría dispuesto de los cuidados adecuados...
Cerró los ojos y volvió a girarse. Pensó en Cereza, con quien debía contraer nupcias una vez que aprobase los exámenes estatales. A aquellas horas estaría destrozada por la muerte de su padre y se preguntó si eso cambiaría sus planes de boda. No quiso responderse. De repente, se sintió mezquino por imaginar algo tan egoísta.
Habían transcurrido seis meses desde la repentina muerte de su abuelo...
Se desnudó porque el calor le sofocaba. Al desprenderse de la chaqueta, encontró el trapo ensangrentado que había extraído de la boca del pobre Shang. Lo miró con extrañeza y lo dejó junto a la almohada de piedra. Luego escuchó a través de la ventana unos gemidos procedentes de la casa vecina, que achacó a su vecino Peng, un pilluelo aquejado de dolores de muelas desde hacía días. Por segunda noche consecutiva, no logró descansar.
* * *
Cí se levantó al alba. Había acordado encontrarse con Feng en la residencia de Bao-Pao, el lugar en el que habitualmente se alojaban las visitas gubernamentales, para ayudarle en el examen del cadáver. En la habitación contigua, Lu roncaba con fuerza. Para cuando se despertara, él ya estaría lejos.
Se vistió en silencio y se marchó. La lluvia había cesado, pero el calor de la noche evaporaba el agua caída sobre los campos convirtiendo cada bocanada de aire en un trago de bochorno. Cí aspiró con fuerza antes de adentrarse en el laberinto de callejuelas que conformaban la aldea, una sucesión de casuchas calcadas las unas a las otras cuyas maderas carcomidas se repetían a escuadra como viejas fichas de dominó descuidadamente alineadas. De vez en cuando, titilantes farolillos teñían con su resplandor las portezuelas abiertas de las que emergía el olor a té mientras hileras de campesinos se dibujaban en los caminos como almas fantasmagóricas. Y aun así, el pueblo dormía. Tan sólo se escuchaban los lamentos de los perros.
Cuando alcanzó la casa de Bao-Pao, ya estaba amaneciendo.
Divisó a Feng bajo el soportal, ataviado con una bata de arpillera teñida de azabache a juego con su gorro. Su rostro era pétreo, pero sus manos tableteaban impacientes. Tras la reverencia de rigor, Cí le reiteró su agradecimiento.
—Sólo voy a echar un vistazo, así que ahórrate los aspavientos. Y no pongas esa cara —añadió Feng al comprobar su decepción—. No es mi jurisdicción, y ya sabes que últimamente no me dedico a resolver crímenes. Pero no te apures. Éste es un pueblo pequeño. Encontrar al asesino será tan fácil como sacarse un guijarro del zapato.
Cí siguió al juez hasta un cobertizo anexo donde montaba guardia su asistente personal, un hombre callado de rasgos mongoles. En el interior aguardaba el caudillo Bao-Pao, acompañado por la viuda de Shang y los hijos varones del difunto. Cuando Cí divisó los restos de Shang, le sobrevino una arcada. La familia había aposentado el cadáver sobre un sillón de madera como si aún siguiera vivo, con el cuerpo erguido y la cabeza unida al tronco mediante unos juncos entrelazados. Aun lavado, perfumado y vestido, parecía un espantapájaros ensangrentado. El juez Feng presentó sus respetos a la familia, departió un momento con ellos y les solicitó permiso para inspeccionar el cadáver. El primogénito se lo concedió y Feng se acercó lentamente al muerto.
—¿Recuerdas lo que debes hacer? —le preguntó a Cí.
Se acordaba perfectamente. Sacó un pliego de papel de su bolsa, la piedra de tinta y su mejor pincel. A continuación, se sentó en el suelo, cerca del cuerpo. Feng se aproximó al cadáver lamentando que lo hubieran lavado y comenzó su trabajo.
—Yo, juez Feng, en la vigesimosegunda luna del mes del loto, del segundo año de la era Kaixi y decimocuarto de reinado de nuestro amado Ningzong, hijo del Cielo y honorable emperador de la Dinastía Tsong, con la autorización familiar pertinente, emprendo investigación previa y auxiliar a la oficial que deberá practicarse en no menos de cuatro horas a partir de su conocimiento por el magistrado que designe la prefectura de Jianningfu. En presencia de Li-Cheng, primogénito del fallecido, la viuda de este último, señora Li, sus otros hijos varones, Ze y Xin, así como de BaoPao, caudillo del poblado, y de mi ayudante Cí, testigo directo del suceso.
Cí escribió al dictado, repitiendo en voz alta cada una de las palabras. Feng continuó.
—El fallecido, de nombre Li-Shang, hijo y nieto de Li, que en palabras de su primogénito contaba unos cincuenta y ocho años de edad en el momento de su muerte, de profesión contable, labriego y carpintero, fue visto por última vez anteayer a mediodía después de atender sus tareas en el almacén de Bao-Pao, donde ahora nos encontramos. Su hijo manifiesta que el fallecido no padecía enfermedades más allá de las propias de su edad o de las estaciones, y que carecía de enemigos conocidos.
Feng miró al primogénito, quien se apresuró a confirmar los datos, y luego a Cí para que recitara lo redactado.
—Por desconocimiento de sus familiares —continuó Feng con gesto de reprobación—, el cuerpo ha sido lavado y vestido. Ellos mismos confirman que en el momento en que les fue entregado no advirtieron más heridas que el tremendo tajo que separaba su cabeza del tronco y que sin duda fue el que acabó con su vida. Presenta la boca exageradamente abierta... —intentó cerrársela sin éxito— y rigidez en la mandíbula.
—¿No vais a desnudarle? —se extrañó Cí.
—No será necesario. —Feng alargó su mano hasta rozar el tajo del cuello. Se lo señaló a Cí esperando su respuesta.
—¿Doble corte? —sugirió el joven.
—Doble corte... Como a los cerdos...
Cí observó con detenimiento la herida libre de cieno. En efecto, en su parte anterior, bajo el lugar que antes ocupaba la nuez, presentaba un tajo horizontal limpio similar al que se les practicaba a los cochinos para desangrarlos. Acto seguido, la herida se ensanchaba a lo largo de toda su circunferencia mediante pequeñas dentelladas, como las producidas con alguna especie de serrucho de matadero. Iba a comentar aquello cuando Feng le pidió que relatara las circunstancias del descubrimiento. Cí obedeció, refiriéndolas tan pormenorizadamente como las recordaba. Cuando concluyó, el juez le miró con severidad.
—¿Y el trapo? —le preguntó.
—¿El trapo?
«¡Seré estúpido! ¿Cómo he podido olvidarlo?».
—Me decepcionas, Cí, y no acostumbrabas a hacerlo... —El juez guardó silencio un instante—. Como ya deberías saber, la boca abierta no obedece ni a una mueca de socorro ni a un grito de dolor, pues en tal caso se habría cerrado por la relajación posterior al fallecimiento. En conclusión, debieron introducirle algún objeto antes o inmediatamente después de su muerte, el cual hubo de permanecer allí hasta que los músculos se agarrotaron. Respecto a la tipología del objeto, supongo que hablamos de un trapo de lino, si atendemos a los hilos ensangrentados que aún permanecen entre sus dientes.