A la altura de la mesa, el hombre se acuclilló apoyándose en su hijo y autorizó a los demás a sentarse con un ademán. Cí hizo lo propio y, por último, su madre se acomodó en el lado más próximo a la cocina. La mujer sirvió vino de arroz. Tercera no se levantó porque seguía postrada por la fiebre. Como durante toda la semana.
—¿Vendrás a cenar esta noche? —le preguntó su madre a Cí—. Después de tantos meses, al juez Feng le ilusionará volver a verte.
Cí no se habría perdido el encuentro con Feng por nada del mundo. Sin saber el motivo, su padre había decidido interrumpir el luto y adelantar su regreso a Lin’an, a la espera de que el juez Feng accediera a readmitirle como ayudante. Ignoraba si Feng había acudido a la aldea por ese motivo, pero era lo que todos anhelaban.
—Lu me ha ordenado que suba el búfalo hasta la nueva parcela, y después pensaba visitar a Cereza, pero acudiré puntual a la cena.
—No parece que ya tengas veinte años. Esa muchacha te tiene ensimismado —terció el padre—. Si sigues viéndola tanto, acabarás por hartarte de ella.
—Cereza es lo único bueno que tiene este pueblo. Además, vosotros fuisteis los que concertasteis nuestro matrimonio —respondió Cí, dando cuenta del último bocado.
—Llévate los dulces, que para eso los he cocinado —le ofreció la madre.
Cí se levantó y los guardó en su talega. Antes de partir entró a la habitación donde dormitaba Tercera, besó sus mejillas calientes y recogió el mechón de pelo que se le había escapado del moño. La niña parpadeó. Entonces sacó los dulces y los escondió bajo la manta.
—Que no te los vea madre —le susurró al oído.
Ella sonrió, pero fue incapaz de decir nada.
* * *
Sobre el arrozal sembrado de cieno, la lluvia aguijoneó a Cí. El joven se despojó de la camisa empapada y sus brazos se tensaron hasta adquirir la dureza del hierro. Músculos y tendones crujieron cuando vareó al búfalo, que avanzó parsimonioso, como si la bestia adivinase que a aquel surco le seguiría otro, y a ese otro, siempre otro más. Alzó la vista y contempló el lodazal de verde y agua.
Su hermano le había ordenado abrir un canal para drenar la nueva parcela, pero trabajar en los lindes de los campos resultaba dificultoso debido al deterioro de los diques de piedra que separaban los terrenos. Cí, rendido, miró el campo de arroz inundado. Chasqueó el látigo y el animal hundió las pezuñas en el cieno.
Llevaba un tercio de jornada cuando la reja se enganchó.
«Otra raíz», se maldijo.
Arreó al búfalo bajo la lluvia. La bestia alzó el testuz y mugió de dolor, pero no avanzó. Los siguientes varetazos sólo sirvieron para que el animal sacudiese los cuernos intentando zafarse del castigo. Cí maniobró para hacerle retroceder, pero el apero quedó atrapado por el lado contrario. Entonces miró al animal con resignación.
«Esto te dolerá».
A sabiendas del sufrimiento que le provocaría, tiró de la argolla que pendía del hocico de la bestia mientras jalaba las riendas. Al hacerlo, el animal saltó hacia adelante y el apero crujió. En ese instante se dio cuenta de que debería haber arrancado la raíz con sus propias manos.
«Si he roto el arado, mi hermano me molerá a palos».
Inspiró con fuerza y hundió los brazos en el lodo hasta toparse con una maraña de raíces. Tiró de un manojo sin éxito, y tras varios intentos optó por dirigirse a la alforja que colgaba del costillar del animal para buscar una sierra afilada. Luego se arrodilló de nuevo y comenzó a trabajar bajo el agua. Extrajo un par de raigones que arrojó lejos y serró otros de mayor tamaño. Cuando se empleaba con el más grueso, notó un tirón en un dedo.
«Seguro que me he cortado».
Pese a no percibir dolor alguno, se examinó con detenimiento.
La culpa la tenía la extraña enfermedad con la que los dioses le habían maldecido desde su nacimiento y de la que fue consciente el día en que su madre tropezó y vertió sobre él un perol de aceite hirviendo. Contaba sólo cuatro años y apenas sintió lo mismo que cuando le lavaban con agua tibia. Pero el olor a carne quemada le advirtió de que algo horrible estaba sucediendo. Su torso y sus brazos sufrieron las consecuencias, quedando abrasados para siempre. Desde aquel día aquellas cicatrices le recordaron que su cuerpo no era como el de los demás niños y que aunque se sintiera afortunado por la ausencia de dolor, debía prestar sumo cuidado a cualquier herida que pudiera producirse. Porque, si bien era cierto que no sufría con los golpes, que el dolor causado por la fatiga apenas si le afectaba y que podía esforzarse hasta el agotamiento, también lo era que en ocasiones podía superar los límites de su cuerpo sin advertirlo y enfermar.
Al sacar la mano del agua, vio que la tenía cubierta de sangre. Alarmado ante la aparente magnitud del tajo, corrió a limpiarse con un paño. Sin embargo, tras enjugarse la mano con un trapo, sólo distinguió un pellizco amoratado.
«¿Qué demonios...?».
Extrañado, volvió al lugar donde se había trabado la reja y apartó las raíces mientras advertía cómo el agua cenagosa comenzaba a teñirse de rojo. Aflojó las riendas para liberar la reja y arreó al animal para que se apartara. Luego se detuvo y miró el agua mientras la respiración se le aceleraba. La lluvia repicaba sobre la superficie del arrozal, apagando cualquier otro sonido.
Entre el estupor y el miedo, caminó lentamente hacia el pequeño cráter que se había formado en el lugar donde se hincaba la reja. Mientras se acercaba, sintió cómo el estómago se le encogía y percibió en las sienes el martilleo de su corazón. Pensó en alejarse, pero se contuvo. Entonces observó un leve burbujeo que afloraba rítmicamente del cráter y se confundía con el repicar de la lluvia. Lentamente, se arrodilló entreabriendo las piernas, que abarcaron las pegajosas crestas de cieno. Acercó la cara al agua, pero sólo apreció otro borbotón sanguinolento. Pensó que si se aproximaba más, acabaría por probarla.
De repente, algo se movió bajo el agua. Cí dio un respingo y apartó la cabeza sorprendido, pero cuando advirtió que se trataba del aleteo de una pequeña carpa, suspiró aliviado.
«Estúpido bicho».
Se levantó y pateó al pez mientras intentaba calmarse. Entonces avistó otra carpa, con un jirón de carne en la boca.
«¿Pero qué diablos...?».
Intentó retroceder, pero perdió pie y cayó al agua entre un remolino de cieno, suciedad y sangre. Sin pretenderlo, abrió los ojos al sentir un manojo de tallos golpearle en la cara. Lo que vio le detuvo el corazón. Frente a él, con un trapo metido en la boca, la cabeza decapitada de un hombre flotaba entre la maraña.
* * *
Gritó hasta desgañitarse, pero nadie acudió en su ayuda.
Tardó en recordar que la parcela llevaba tiempo desatendida y que los campesinos se concentraban al otro lado de la montaña, así que se sentó a unos pasos del arado para mirar a su alrededor. Cuando dejó de temblar, se planteó abandonar al búfalo y bajar a buscar ayuda. La otra posibilidad consistía en esperar en el arrozal hasta que su hermano regresara.
Ninguna de las opciones le convencía, pero a sabiendas de que Lu no tardaría, optó por aguardar. Aquel lugar estaba infestado de alimañas y un búfalo entero valía mil veces más que una cabeza humana mutilada.
Mientras esperaba, terminó de cortar las raíces y liberó la reja. El arado parecía en buen estado, así que, con suerte, Lu sólo le recriminaría el retraso en el laboreo. O, al menos, eso era lo que él esperaba. Cuando terminó, enganchó de nuevo el arado y reanudó la faena. Intentó silbar para distraerse, pero en su interior sólo reverberaban las palabras que su padre pronunciaba de vez en cuando: «Los problemas no se resuelven dándoles la espalda».
«Sí. Pero éste no es mi problema», se respondió Cí.
Aró dos pasos más antes de detener al búfalo y regresar junto a la cabeza.
Durante un tiempo contempló receloso cómo se mecía sobre el agua. Luego se fijó un poco más. Tenía las mejillas aplastadas, como si se las hubieran pisoteado con saña. Advirtió sobre su piel amoratada las pequeñas laceraciones producidas por los mordiscos de las carpas. Después observó los párpados abiertos e hinchados, los jirones de carne sanguinolenta colgando junto a la tráquea... y el extraño trapo que salía de su boca entreabierta.
Nunca antes había contemplado algo tan aterrador. Cerró los ojos y vomitó. De repente acababa de reconocerlo. La cabeza decapitada pertenecía al viejo Shang. El padre de Cereza, la muchacha a quien amaba.
Cuando se recuperó, prestó atención a la extraña mueca que formaba la boca del cadáver, abierta exageradamente a causa del paño que surgía de entre sus dientes. Con cuidado, tiró del extremo y poco a poco la tela salió como si deshiciera un ovillo. Se la guardó en una manga e intentó cerrarle la mandíbula, pero estaba desencajada y no lo consiguió. De nuevo vomitó.
Se lavó la cara con el agua enfangada. Luego se levantó y desanduvo el terreno arado en busca del resto del cuerpo. Lo encontró a mediodía en el extremo oriental de la parcela, a pocos
li
de distancia del lugar donde había tropezado el búfalo. El tronco del cadáver aún lucía el fajín amarillo que le identificaba como varón honorable, al igual que su batín de cinco botones. No halló rastro del bonete azul que siempre portaba.
Le resultó imposible continuar laboreando. Se sentó sobre el dique de piedra y mordisqueó con desgana un mendrugo de pan de arroz que fue incapaz de tragar. Miró el cuerpo decapitado del pobre Shang abandonado sobre el lodo, como el de un criminal ejecutado y desahuciado.
«¿Cómo se lo explicaría a Cereza?».
Se preguntó qué clase de desalmado podría haber segado la vida de alguien tan honrado como Shang, un hombre dedicado a los suyos, una persona respetuosa con la tradición y con los ritos. Sin duda, el monstruo que había perpetrado aquel crimen no merecía permanecer en el mundo de los vivos.
* * *
Su hermano Lu llegó a la parcela en plena tarde. Le acompañaban tres jornaleros cargados con plantones, lo cual significaba que había cambiado de idea y que pensaba trasplantar el arroz sin aguardar a que el terreno se drenase. Cí dejó el búfalo y corrió hacia él. Al llegar a su altura, se inclinó para saludarle.
—¡Hermano! No vas a creer lo que ha sucedido... —Su corazón latía acelerado.
—¿Cómo no voy a creerlo si lo estoy viendo con mis propios ojos? —rugió señalando el campo, que permanecía sin arar.
—Es que he encontrado un...
Un varetazo contra su frente le hizo caer al fango.
—¡Maldito vago! —escupió Lu—. ¿Hasta cuándo te creerás mejor que los demás?
Cí se llevó la mano a la brecha para apartar la sangre que manaba de su ceja. No era la primera vez que su hermano le golpeaba, pero Lu era el mayor y las leyes confucianas le impedían rebelarse. Apenas podía abrir el párpado, pero aun así se disculpó.
—Lo siento, hermano. Me retrasé porque...
Lu lo empujó.
—¡Porque el delicado estudiante no tiene arrestos para trabajar! —Le propinó un nuevo empellón—. ¡Porque el delicado estudiante piensa que el arroz se planta solo! —Otro más que dio con sus huesos en el fango—. ¡Porque el delicado estudiante ya tiene a su hermano Lu para que se deslome por él!
Lu se limpió el pantalón mientras permitía que Cí se levantara.
—En... contré un ca... dáver... —logró articular.
Lu enarcó una ceja.
—¿Un cadáver? ¿A qué te refieres?
—Ahí... en el dique... —agregó Cí.
Lu se giró hacia el lugar en el que unos grajos picoteaban el terreno. Empuñó su vara y, sin aguardar más explicaciones, se encaminó hacia el punto señalado por Cí. Cuando llegó junto a la cabeza, la movió con el pie. Frunció el ceño y se revolvió.
—¡Maldita sea! ¿Lo encontraste aquí? —Sujetó la cabeza por el cabello y la balanceó con asco—. Ya imagino que sí. ¡Por las barbas de Confucio! ¿Pero no es Shang? ¿Y el cuerpo...?
—Al otro lado... Junto al arado.
Lu frunció los labios. Acto seguido se dirigió a sus jornaleros.
—Vosotros dos, ¿a qué esperáis para ir a cogerlo? Y tú, descarga los plantones y mete la cabeza en un canasto. ¡Malditos sean los dioses...! Regresamos al poblado.
Cí se acercó al búfalo para quitarle el arnés.
—¿Se puede saber qué diablos haces? —le interrumpió Lu.
—¿No has dicho que regresábamos...?
—Nosotros —escupió—. Tú volverás cuando termines tu trabajo.
C
í pasó el resto de la tarde tragando el hedor que despedía el bamboleante trasero de su búfalo mientras se preguntaba qué delito habría cometido el viejo Shang para haber acabado decapitado. Que él supiera, carecía de enemigos y jamás nadie le había amenazado. De hecho, lo peor que le había sucedido era haber engendrado demasiadas hijas, lo cual le había obligado a trabajar como un esclavo para reunir una dote que las hiciese atractivas. Aparte de eso, Shang había sido siempre un hombre honesto y respetado.
«La última persona en quien pensaría un asesino».
Para cuando quiso darse cuenta, el sol ya se estaba ocultando.
Además de labrar, Lu le había ordenado que extendiese un mogote de lodo negro, de modo que dispersó unas paletadas de la mezcla de excrementos humanos, barro, ceniza y rastrojos que habitualmente empleaban como fertilizante y aplanó el resto del montículo para disimularlo. Luego vareó al animal, que retrocedió con pesadez, como si no estuviera adiestrado para esa tarea, se encaramó sobre su lomo de un salto y emprendió el camino de regreso al poblado.
Mientras descendía, Cí comparó el hallazgo del cuerpo de Shang con el de otros casos similares cuyos detalles había tenido la oportunidad de conocer durante su estancia en Lin’an. En todo ese tiempo había asistido a Feng en numerosos crímenes violentos. Incluso había presenciado brutales crímenes rituales cometidos por miembros de sectas, pero jamás había contemplado un cuerpo tan salvajemente mutilado. Por fortuna, el juez estaba en la villa y no le cabía duda de que encontraría al responsable.
Cereza vivía con su familia en una casucha que a duras penas se sostenía sobre unos carcomidos pilotes de madera. Cuando alcanzó la casa, la angustia le atenazaba. Había barajado dos o tres frases para contarle lo sucedido, pero ninguna le había convencido. Aunque diluviaba, se detuvo frente a la puerta, intentando pensar lo que le diría.
«Algo se me ocurrirá».