A Cí le dolió el reproche. Un año antes no habría fallado, pero la falta de práctica le había vuelto torpe y lento. Se mordió los labios y rebuscó en su manga.
—Pensaba entregároslo —se excusó extendiendo el trozo de tela cuidadosamente doblado.
Seguidamente, Feng lo examinó con detenimiento. La tela era grisácea, con varias marcas de sangre reseca; su tamaño, el de un pañuelo de los usados para cubrirse la cabeza. El juez lo marcó como prueba.
—Termina y entinta mi sello. Luego haz una copia para cuando venga el magistrado.
Feng se despidió de los presentes y salió del cobertizo. Llovía de nuevo. Cí se apresuró a seguirle. Lo alcanzó justo a la entrada de los aposentos que Bao-Pao le había asignado.
—Los documentos... —tartamudeó.
—Déjalos ahí, sobre mi mesilla.
—Juez Feng, yo...
—No te preocupes, Cí. A tu edad, yo era incapaz de distinguir una muerte por ballesta de otra por ahorcamiento.
A Cí aquello no le reconfortó, porque sabía que era incierto.
Contempló al juez mientras éste organizaba sus diplomas. Anhelaba ser como Feng. Ansiaba su sagacidad, su honradez y su conocimiento. Había aprendido de él y deseaba seguir teniéndolo como maestro, pero nunca lo conseguiría encerrado en un poblado de labriegos. Esperó a que terminara antes de hacérselo saber. Cuando Feng depositó el último pliego, le preguntó por la contratación de su padre, pero el juez cabeceó resignado.
—Ése es un asunto entre tu padre y yo.
Cí paseó entre las pertenencias de Feng como un comprador indeciso.
—Es que anoche hablé con él y me dijo... En fin: yo pensaba que volveríamos a Lin’an, y resulta que ahora...
Feng se detuvo a mirarle. La humedad recubría los ojos de Cí. Inspiró fuerte antes de depositar su mano sobre el hombro del muchacho.
—Mira, Cí, no sé si debería decírtelo...
—Os lo ruego —le imploró.
—De acuerdo, pero habrás de prometerme que mantendrás la boca cerrada. —Esperó a que Cí asintiera. Luego tomó aire y se sentó, abatido—. Si he realizado este viaje ha sido sólo por vosotros. Tu padre me escribió hace unos meses comunicándome su intención de retomar su puesto, pero ahora, después de hacerme venir hasta aquí, no quiere ni hablar de ello. Le he insistido prometiéndole un trabajo cómodo y un sueldo generoso, e incluso le he ofrecido una casa en propiedad en la capital, pero, inexplicablemente, ha rehusado.
—¡Pues llevadme a mí! Si es por ese olvido del trapo, os prometo que trabajaré duro. ¡Trabajaré hasta despellejarme si es preciso, pero no volveré a avergonzaros! Yo...
—Sinceramente, Cí, tú no eres el problema. Ya sabes cuánto te aprecio. Eres leal y me agradaría volver a tenerte como ayudante. Por eso le hablé a tu padre de ti y de tu porvenir, pero ha sido como estrellarse contra un muro. No sé qué le ocurre, se ha mostrado inflexible. De verdad que lo siento.
—Yo... yo... —Cí no supo qué decir.
Un trueno resonó en la lejanía. Feng le dio una palmada en la espalda.
—Había dispuesto grandes planes para ti, Cí. Incluso te había reservado plaza en la Universidad de Lin’an.
—¿En la Universidad de Lin’an? —Sus ojos se dilataron. Regresar a la universidad era su sueño.
—¿No te lo ha dicho tu padre? Supuse que te lo había contado.
A Cí le flaquearon las piernas. Cuando Feng le preguntó qué le sucedía, el joven permaneció en silencio, con la misma sensación que si le hubieran estafado.
E
l juez Feng anunció a Cí que precisaba interrogar a algunos vecinos, de modo que acordaron separarse hasta después del almuerzo. Cí aprovechó la pausa para regresar a su casa. Quería visitar a Cereza, pero necesitaba que su padre le diera permiso para faltar al trabajo.
Antes de entrar, se encomendó a los dioses y pasó sin llamar. Sorprendió a su padre leyendo unos documentos que se le escurrieron de entre los dedos. El hombre los recogió del suelo y los guardó precipitadamente en un cofre lacado en rojo.
—¿Se puede saber qué haces aquí? Deberías estar arando —le espetó airado. Cerró el cofre y lo guardó debajo de la cama.
Cí le contó su intención de visitar a Cereza, pero su padre se mostró reacio.
—Tú
s
iempre posponiendo tus obligaciones a tus deseos —masculló.
—Padre...
—Y no se morirá, te lo aseguro. No sé por qué complací a tu madre cuando se empeñó en emparejarte con una muchacha más peligrosa que un avispero.
Cí tragó saliva.
—Os lo ruego, padre. Será sólo un momento. Luego terminaré de arar y ayudaré a Lu con la siega.
—Luego, luego... ¿Acaso crees que Lu va al campo de paseo? Hasta su búfalo está más dispuesto a trabajar que tú. Luego... ¿Cuándo es «luego»?
«¿Qué os está ocurriendo, padre? ¿Por qué sois así de injusto conmigo?».
Cí no quiso replicarle. Todos, incluido su padre, sabían de sobra que durante los últimos seis meses había sido él, y no Lu, quien se había partido el espinazo cosechando el arroz; que habían sido sus piernas las que se habían cuarteado cuidando los plantones en los semilleros, sus manos las que habían encallecido cosechando, trillando, cribando y clasificando; quien había arado de sol a sol, nivelado, trasplantado y abonado, y quien se había dejado la vida pedaleando en las bombas y trasladando los sacos a las barcazas del río. Todos en aquel maldito pueblo sabían que, mientras Lu se emborrachaba con sus putas, él se había matado en el campo.
Por eso odiaba tener conciencia: porque le obligaba a aceptar las decisiones de su padre...
Fue a por su hoz y su hatillo. Encontró la talega, pero no la hoz.
—Usa la mía. La tuya la ha cogido Lu —le aclaró su padre.
Cí no puso objeciones. La metió en su hatillo y salió hacia la parcela.
Estuvo vareando al búfalo hasta que se hizo daño en la mano. El animal mugía como si le mataran, pero tiraba como un demonio en un intento desesperado de evitar los golpes de Cí, quien se aferraba al arado tratando de sepultarlo en la tierra mientras el campo se afanaba por engullir la interminable cortina de lluvia que se vaciaba desde un cielo cercano a la tormenta. A cada surco le seguía otro repleto de maldiciones, esfuerzo y varetazos. Cí no distinguía el frescor del agua, que cada vez caía con más fuerza. Tronó y el joven se detuvo. El cielo se veía tan negro como el lodo que pisaba. Cada vez sentía más calor. Se asfixiaba. A un chasquido le siguió otro trueno. Luego un rayo más. Y otro.
De repente, el cielo se abrió sobre su cabeza y un fogonazo de luz seguido de un estampido hizo que temblara la tierra. El búfalo se encrespó asustado y dio un brinco, pero el arado aguantó encallado, y al caer, el animal se desplomó sobre su pata trasera.
Cuando Cí recuperó el aliento, vio a la bestia tumbada en el cieno debatiéndose desesperada. Se apresuró a levantarla, pero no lo consiguió. Soltó el arnés y le dio de palos, pero el animal sólo elevó el testuz intentando librarse del castigo. Entonces comprobó aterrorizado que su pata trasera mostraba una espantosa fractura abierta.
«Dioses, ¿en qué os he ofendido?».
Sacó una manzana de su talega y se la acercó al animal, pero éste intentó cornearle. Cuando se apaciguó, Cí le ladeó la testa hasta hundir un cuerno en el fango. Miró sus ojos, tan abiertos por el pánico que parecía que deseasen escapar de la prisión de su cuerpo lisiado. Los ollares se expandían y contraían como un fuelle, expulsando un reguero de babas. Ni siquiera merecía la pena levantarlo. Aquel animal ya era carne de matadero.
Estaba acariciándole el hocico cuando sintió que lo aferraban por la espalda y le arrojaban al agua. Al volverse, se topó con la figura iracunda de Lu enarbolando una vara.
—Desgraciado inútil. ¿Así es como pagas mis desvelos? —Su rostro era la viva imagen de un diablo.
Cí intentó protegerse cuando la vara descendió. Creyó sentir una quemadura lacerándole la cara.
—Levántate, miserable. —Le azotó de nuevo—.Te voy a enseñar a palos.
Cí intentó incorporarse, pero Lu lo golpeó otra vez. Luego aferró al joven del pelo y lo arrastró por el cieno.
—¿Sabes cuánto vale un búfalo? ¿No? Pues ahora vas a averiguarlo.
Lo arrojó sin piedad al lodo y le pisó la cabeza hasta que se la sumergió. Cuando se hartó de verle patalear, lo sacó y lo empujó bajo el arnés.
—¡Déjame! —gritó Cí.
—Te asquea trabajar en el campo, ¿eh? Te desespera que nuestro padre me prefiera a mí... —Intentó atarle a las correas.
—Padre no te querría ni aunque le lamieses los zapatos. —Cí se resistió.
—Cuando acabe contigo me los lamerás tú. —Y volvió a golpearlo.
Mientras se enjugaba la sangre del varetazo, Cí miró con rabia a su hermano. Como mandaban los ritos de piedad filial, nunca le había replicado, pero había llegado el momento de demostrarle que él no era su esclavo. Se levantó y lo golpeó en el vientre con todas sus fuerzas. Lu no lo esperaba y acusó el impacto. Sin embargo, se revolvió como un tigre y le devolvió un puñetazo en el costado. Cí cayó en redondo. Su hermano le aventajaba en peso y en envergadura. En lo único que no le superaba era en el odio que ahora le impulsaba. Intentó levantarse, pero Lu lo pateó. Cí sintió que algo crujía en su pecho, pero no le dolió. Antes de que pudiera quejarse, recibió otra patada en el vientre. Las sienes le palpitaron y el cuerpo le ardió. De nuevo otro golpe lo derribó. Trató de incorporarse, pero no lo consiguió. Sintió la lluvia limpiándole la sangre del rostro.
Creyó escuchar a su hermano tratándole como a un despojo, pero no pudo asegurarlo porque la negrura le invadió y perdió la conciencia.
* * *
Feng se encontraba frente al cadáver de Shang cuando apareció Cí arrastrando los pies como un espectro.
—¡Por los dioses! ¡Cí! ¿Quién te ha hecho...? —El juez lo acogió entre sus brazos antes de que se desmayara.
Feng lo tendió sobre una estera. Advirtió que apenas podía abrir uno de los ojos, pero la herida de la mejilla no parecía seria. Rozó el borde abierto con sus dedos.
—Te han marcado como a una mula —se lamentó mientras le descubría el torso. Se alarmó al descubrir el hematoma del costado, pero, por suerte, la costilla no estaba fracturada—. ¿Ha sido Lu? —Cí negó semiinconsciente—. No mientas. ¡Ese maldito animal! Tu padre hizo bien en dejarlo en el campo.
Feng terminó de desnudar a Cí e inspeccionó el resto de las heridas. Respiró aliviado al comprobar que su pulso se percibía rítmico y poderoso, pero aun así mandó a su ayudante en busca del curandero local. Al poco apareció un viejo desdentado cargado de hierbas y un par de tarros con brebajes. El hombrecillo examinó con exasperante lentitud a Cí, le aplicó unas friegas y le administró un tónico. Cuando terminó, lo vistió con ropa seca y recomendó a Feng que reposara.
Al cabo de un rato, un extraño zumbido alarmó a Cí. El joven se incorporó con dificultad y miró a su alrededor para advertir que se encontraba en la misma estancia en penumbra en la que se custodiaba el cadáver de Shang. Afuera llovía, pero el calor había comenzado a corromper la carne muerta, extendiendo el hedor como el de un pozo de excreciones. De nuevo escuchó el extraño murmullo procedente del cuerpo de Shang y se preguntó a qué obedecería. Enfocó la vista hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad. El murmullo crecía y se agitaba siguiendo el ritmo de una sombra fantasmagórica que se mecía contrayéndose y expandiéndose sobre el cadáver. Al acercarse al muerto, advirtió que el zumbido procedía de un enjambre de moscas que revoloteaba sobre la sangre reseca que orlaba su garganta.
—¿Cómo va ese ojo? —preguntó Feng.
Cí dio un respingo. No se había percatado de la presencia de Feng, que permanecía sentado en el suelo, a unos palmos de distancia.
—No lo sé. No siento nada.
—Parece que saldrás de ésta. No tienes ningún hueso roto y... —Un trueno cercano resonó con violencia—. ¡Por la Gran Muralla! ¡Los dioses del cielo se están enfadando!
—Conmigo llevan tiempo así —se lamentó Cí.
Feng le ayudó a caminar mientras otro trueno retumbaba en la lejanía.
—Pronto vendrán los familiares de Shang con los ancianos del pueblo. Los he convocado para comunicarles mis hallazgos.
—Juez Feng, no puedo seguir en esta aldea. Por favor, llevadme con vos a Lin’an.
—Cí, no me pidas imposibles. Debes obediencia a tu padre y...
—Pero mi hermano me matará...
—Disculpa, llegan ya los ancianos.
Los familiares de Shang entraron llevando a hombros un ataúd de madera sobre cuya tapa habían garabateado unos dibujos. Encabezaba la comitiva el padre, un anciano angustiado por haber perdido al vástago que debería haberle honrado a él después de muerto, seguido de otros parientes y algunos vecinos. Dejaron el ataúd junto al cadáver y entonaron un cántico fúnebre. Cuando concluyeron, se situaron a los pies del difunto, indiferentes ante la fetidez que desprendía.
Feng les saludó y todos le hicieron una reverencia. Antes de tomar asiento, el juez espantó las moscas que acosaban la garganta de Shang, pero los insectos volvieron al festín en cuanto el hombre cesó el manoteo. Para impedirlo, ordenó que le cubrieran la herida con un paño. Luego tomó asiento en el sillón que acababa de preparar su ayudante mongol tras una mesa lacada en negro.
—Honorables ciudadanos, como ya sabéis, esta tarde se personará el magistrado enviado desde la prefectura de Jianningfu. Sin embargo, y de acuerdo con la petición de la familia, se me ha rogado que investigue cuanto estuviera en mi mano. Así pues, me ahorraré los detalles protocolarios y pasaré a enunciar los hechos.
Cí lo miró desde el rincón en el que se había aposentado. Admiraba su sabiduría y la sagacidad con la que se desempeñaba. Feng ordenó sus notas y comenzó.
—De todos es conocido que Shang carecía de enemigos y, pese a ello, fue brutalmente asesinado. ¿Cuál pudo ser el motivo? Para mí, sin duda, el robo. Su viuda, mujer tenida por honrada y respetuosa, afirma que en el momento de su desaparición, el difunto portaba tres mil
qián
ensartados en una cuerda atada a su cintura. Sin embargo, el joven Cí, quien ya esta mañana nos demostró su perspicacia al identificar los cortes de su cuello, asegura que, cuando descubrió a Shang, éste no llevaba dinero alguno. —Se levantó y entrecruzó las manos mientras paseaba ante los campesinos, que evitaron su mirada—. Por otra parte, el propio Cí halló un trapo en la cavidad bucal del cadáver, de cuya autenticidad doy fe, y que obra en mi poder, contabilizado y numerado como prueba. —Sacó el trapo de una cajita y lo desplegó ante los asistentes.