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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (41 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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—Se corresponden con los informes de las tres muertes: los de la primera investigación y también los de la segunda. Aquí tienes pincel y tinta. Consúltalos sin límite y luego escribe tu opinión. —Sacó un sello cuadrado y se lo entregó—. Cada vez que tengas que acceder a alguna dependencia, preséntalo a los centinelas para que lo impriman en los correspondientes libros de registro.

—¿Quiénes practicaron los exámenes? —se atrevió a preguntar.

—En los informes encontrarás sus firmas.

Cí echó un vistazo.

—Aquí sólo figuran los magistrados. Me refiero a los exámenes técnicos.

—Un
wu-tso
como tú.

Cí frunció el ceño. Un
wu-tso
era el término despectivo empleado para denominar a los que practicaban las mortajas y lavaban a los muertos. No quiso discutir. Asintió y continuó con el legajo. Al cabo de unos instantes, lo apartó a un lado.

—Aquí no consta nada sobre el peligro del que me habló el oficial de enlace. Bo mencionó una terrible amenaza, un mal de dimensiones inabarcables, pero aquí sólo se habla de tres cadáveres. Ni un móvil, ni una sospecha... Nada.

—Lo siento, pero no puedo suministrarte más información.

—Pero, excelencia, si pretendéis que os ayude, necesitaré saber...

—¿Que me ayudes? —Se acercó a un palmo de su cara—. Parece que no has entendido nada. Personalmente no me importa en absoluto si descubres algo o no, de modo que haz lo que se te ordena y, de paso, ayúdate a ti mismo.

Cí apretó los puños y se mordió la lengua. Volvió su vista hacia los informes y comenzó a repasarlos. Cuando terminó, los cerró con un carpetazo. Allí no había nada. Hasta un labriego podría haber escrito aquello.

—Excelencia —se levantó—, necesitaré un lugar adecuado para examinar a fondo los cadáveres y que trasladen todo mi material allí. A ser posible, esta misma tarde. También que localicen a un perfumista. El más reputado de Lin’an. Necesito que presencie hoy la inspección que he de practicar. —No se inmutó ante el gesto de sorpresa de Kan—. En el caso de que se produzcan nuevos asesinatos, deberán informarme de inmediato, independientemente de la hora o el lugar del hallazgo. El cuerpo no podrá ser tocado, trasladado o limpiado hasta que yo no me persone. Ni siquiera un juez podrá moverlo. Si hay testigos, se les detendrá y se les separará. Igualmente, será convocado el mejor retratista disponible. No de esos que embellecen los rostros de los príncipes, sino uno que sea capaz de plasmar la realidad. También necesito conocer cuanto se sepa de ese eunuco: qué cargo ocupaba en palacio, cuáles eran sus gustos, sus vicios, sus flaquezas y sus virtudes. Si tenía amantes masculinos o femeninos, si mantenía lazos familiares, qué posesiones acumulaba y con quién se relacionaba. Necesito saber qué comía, qué bebía y hasta cuánto tiempo pasaba en las letrinas. Me será de utilidad un listado de todas las sectas taoístas, budistas, nestorianas y maniqueístas que hayan sido investigadas por ocultismo, hechicería o actos ilícitos. Por último, quiero una relación completa de todas las muertes que se hayan producido en los últimos seis meses en extrañas circunstancias, así como cualquier denuncia, desaparición o testigo que, por raro que parezca, pudiera estar relacionado con estos asesinatos.

—Bo se ocupará de todo.

—También me resultaría práctico un plano del palacio en el que se identifiquen las distintas dependencias y sus funciones, así como aquéllas a las que puedo acceder.

—Intentaré que un artista te elabore uno.

—Una última cosa.

—¿Sí?

—Necesitaré ayuda. No podré resolver esto solo. Mi maestro Ming podría...

—Ya me he ocupado de ello. Alguien de tu confianza, espero.

El consejero se levantó, dio unas palmadas y aguardó. Al poco se escuchó un chirrido al final de un corredor. Cí dirigió su mirada hacia el punto de luz sobre el que se recortaba una silueta espigada que avanzaba hacia ellos. Entornó los ojos, pero no la distinguió. Sin embargo, conforme se acercaba, la figura se fue aclarando hasta resultarle familiar. Cí supuso que se trataría de Ming. Sin embargo, un escalofrío le sacudió la espalda al advertir que el rostro sonriente correspondía a Astucia Gris. Por un instante enmudeció.

—Excelencia, disculpad mi insistencia —dijo, finalmente—, pero no creo que Astucia Gris sea la persona más adecuada. Preferiría...

—¡Ya está bien de exigencias! Este juez se ha hecho acreedor de mi confianza, cosa que aún no has logrado tú, de modo que menos hablar y más trabajar. Compartirás con él cualquier descubrimiento, del mismo modo que él lo hará contigo. Mientras dure esta investigación, Astucia Gris será mi boca y mis oídos, así que más te vale colaborar.

—Pero este hombre me ha traicionado. Él jamás...

—¡Silencio! ¡Es el hijo de mi hermano! ¡Y no hay más que hablar!

* * *

Su antiguo compañero aguardó a que Kan se retirara. Luego sonrió a Cí.

—Volvemos a encontrarnos —dijo.

—Una desgracia como otra cualquiera. —Cí ni le miró.

—¡Y cómo has cambiado! Lector de cadáveres del emperador... —ironizó. Cogió el legajo y se sentó.

—En cambio, tú sigues apropiándote de lo que encuentras. —Le arrebató los informes que acababa de coger.

Astucia Gris se levantó como un relámpago, pero Cí se enfrentó a él. Sus narices casi se rozaron. Ninguno se apartó.

—¿Sabes? La vida está llena de coincidencias —dijo Astucia Gris mientras retrocedía con una sonrisa en los labios—. De hecho, mi primer encargo al llegar a la Corte fue investigar la muerte de aquel alguacil. El que examinamos juntos en la prefectura. Kao...

Un escalofrío recorrió a Cí.

—No sé a qué te refieres —logró balbucear.

—Es curioso. Cuanto más averiguo sobre ese alguacil, más extraño me parece todo. ¿Sabías que había viajado desde Fujian en busca de un fugitivo? Por lo visto, había una recompensa de por medio.

—No, ¿por qué habría de saberlo? —titubeó.

—En fin, tú procedes de allí. O, al menos, eso es lo que mencionaste en la academia el día de tu presentación.

—Fujian es una provincia grande. Cada día llegan desde allí miles de personas. ¿Por qué no se lo preguntas a ellos?

—¡Qué suspicaz, Cí! Si te lo comento, es porque somos amigos. —Sonrió falsamente—. Pero no deja de ser una coincidencia curiosa...

—¿Y sabes el nombre del fugitivo?

—Aún no. Por lo visto, el tal Kao era un tipo reservado y apenas habló del asunto.

Cí respiró. Pensó en callar, pero resultaría sospechoso no mostrar interés.

—Es extraño. La judicatura no ofrece recompensas —dijo para disimular.

—Lo sé. Quizá la oferta procediera de algún hacendado privado. Ese fugitivo debe de ser alguien importante.

—Tal vez el alguacil encontrara alguna pista y se planteara apropiarse él de la recompensa —sugirió Cí—, o tal vez la cobró y por eso fue asesinado.

—Tal vez. —Pareció valorarlo—. Por lo pronto, he enviado un correo a la prefectura de Jianningfu. En dos semanas espero tener el nombre del prófugo y su descripción. Atraparlo será como quitarle una manzana a un niño.

____ 25 ____

D
urante la comida, Cí fue incapaz de ingerir un solo grano de arroz. Saber que Astucia Gris sería su compañero de investigación había logrado soliviantarle, pero averiguar que andaba indagando en el asesinato del alguacil Kao le había hecho palidecer. Disponía de dos semanas antes de que llegara cualquier información que pudiera relacionarle con Kao. Mientras tanto, debía concentrarse en descubrir lo que sucedía en la Corte. Si resolvía el caso, tal vez disfrutara de una oportunidad.

Astucia Gris sorbía la sopa con la avidez de un cerdo. Cí apartó el platillo y se alejó de él, pero éste le siguió. Acababan de confirmarles el traslado de los cadáveres a un depósito en las mazmorras y ninguno deseaba perderse la oportunidad de estudiarlos antes de que la podredumbre avanzara. Cí apremió el paso. Sin embargo, cuando llegó a la estancia, comprobó que el instrumental que había solicitado aún no había llegado. Bo, el oficial de enlace, dijo ignorar cualquier orden al respecto.

Cí maldijo a Kan. Se apoderó del sello que le franqueaba la entrada y sin aguardar a que Bo le diera permiso, le anunció su intención de trasladarse personalmente a la academia, sugiriéndole que le acompañara. No esperó su respuesta. Simplemente, abandonó la sala y se marchó. El oficial le siguió. Por fortuna, Astucia Gris no le imitó.

En la academia, mientras Bo se ocupaba de que un criado trasladase el instrumental, Cí buscó desesperadamente a Ming. Lo encontró en su despacho, encorvado sobre sus libros. Sus ojos estaban enrojecidos. Cí presintió que había llorado, pero no lo mencionó. Tan sólo se inclinó ante él y le pidió que le atendiera con un ápice de su misericordia.

—¿Ahora me necesitas? —le reprochó—. Toda la academia sabe que el emperador te ha contratado como asesor. El lector de cadáveres... «El soberbio joven que superó a su estúpido maestro...», eso es lo que ahora murmuran. —Sonrió con amargura.

Cí bajó la cabeza. El tono de Ming destilaba un halo de resentimiento, pero fue sólo un parpadeo que se evaporó de inmediato dejando espacio a un poso de tristeza. Se sentía en deuda con aquel hombre acabado, la persona que le había acogido y enseñado a cambio de nada. Quiso contarle que le necesitaba, que había demandado su presencia en palacio, pero que no le habían dado opción. Iba a decírselo cuando se presentó el oficial reclamando su regreso.

—Se hace tarde —le advirtió.

—Ah, ya veo a lo que has venido... —dijo Ming al reparar en el criado cargado con el instrumental y la cámara de conservación.

Cí frunció los labios.

—Lo siento. Debo irme... —musitó.

—Vete, sí.

Los ojos de Ming volvieron a empañarse, pero esta vez Cí sintió que no lo hacían por rencor, sino por lástima.

Cuando Cí llegó al depósito, Astucia Gris ya no estaba. Según le informaron, el joven se había marchado tras una breve inspección de la que no había trascendido nada. Cí decidió aprovechar su ausencia para completar su examen. Se disponía a ordenar el instrumental cuando advirtió que junto a la puerta de la estancia aguardaba un hombrecillo bien vestido de aspecto asustadizo. Al preguntar a Bo, éste le aclaró que era el perfumista que había solicitado. Se llamaba Huio y era el suministrador oficial de palacio.

Cí lo saludó, pero el hombrecillo no se enteró. Sus ojillos temblaban pendientes de la espada que sostenía el centinela de la entrada, como si temiese que fuera su cuello el que peligrara. Cí lo advirtió, pero no logró tranquilizarle.

—¡Le repito que no he hecho nada! —aseguró—. ¡Se lo expliqué a los guardias que me detuvieron, pero esos salvajes no me escucharon!

Cí comprendió que realmente el hombrecillo desconocía el motivo de su detención. Antes de que pudiera explicarle lo que sucedía, Bo se le adelantó.

—Obedece a este hombre —le dijo señalando a Cí—. Y si quieres conservar la lengua, mantén la boca cerrada.

No hizo falta que dijera más, porque el hombrecillo se postró gimoteando a los pies de Cí, rogándole que no le mataran.

—Tengo nietos, señor...

Cí lo levantó con cuidado. Huio temblaba como un perrillo asustado. Cí lo calmó.

—Sólo necesitamos que nos deis vuestra opinión sobre un perfume. Sólo eso.

Huio lo miró incrédulo. Cualquiera en su sano juicio sabía que los guardias imperiales no detenían a nadie para pedir consejo sobre aromas, pero las palabras de Cí parecieron tranquilizarle. Sin embargo, cuando el oficial abrió la puerta y el hombrecillo contempló los tres cadáveres putrefactos, se derrumbó como un saco de arroz.

Cí lo espabiló con las sales que habitualmente empleaba para reanimar a los familiares de los asesinados. Huio dio un respingo y gritó hasta cansarse. Cuando la voz se le quebró, Cí le explicó cuál sería su misión.

—¿Sólo eso? —Aún desconfiaba.

—Sólo distinguir el perfume —le aseguró Cí.

Le explicó a Huio que, por fortuna, los gusanos aún no habían invadido los bordes de las heridas, tal vez repelidos por el propio perfume. Luego le mostró cómo usar las hilas de alcanfor para combatir la fetidez, pero el hombrecillo las rechazó. Huio aspiró una bocanada de aire y se adentró en el depósito. Cí se las colocó y le siguió. El hedor anegaba la sala y se aferraba a la garganta como un asqueroso vómito. Huio dio una arcada al advertir el festín de moscas y gusanos que pululaban sobre los cuerpos, pero avanzó, tembloroso. Sin embargo, antes de llegar, negó con la cabeza y salió de la sala espantado. Cuando Cí le alcanzó, ya estaba vomitando.

—Es... es espantoso —logró decir entre espasmos.

—Por favor, intentadlo de nuevo. Os necesitamos.

Huio se limpió la boca e hizo ademán de coger las hilas, pero finalmente las dejó. Esta vez entró decidido, armado con unas pequeñas astillas de bambú. Una vez frente a los cuerpos, las frotó contra los bordes de las distintas heridas, las introdujo en unos frasquitos y salió corriendo del depósito. Cí le siguió y cerró la puerta al salir.

—Ahí dentro es imposible respirar —suspiró Huio—. Es el hedor más repugnante que haya olido jamás.

—Yo le aseguro que no —contestó Cí—. ¿Cuándo podremos saber algo?

—Resulta difícil de predecir. En primer lugar, debería discernir entre los restos de perfume y el hedor de la corrupción. Y si lo consigo, habría de compararlo con los miles de aromas que se venden en la ciudad. Es algo muy complicado... —balbuceó—. Cada perfumista confecciona sus propios perfumes. Aunque provengan de esencias similares, se mezclan en secretas proporciones que alteran la composición final.

—Visto así, no es muy alentador.

—Sin embargo, he advertido una peculiaridad... un detalle que tal vez facilite la tarea. El simple hecho de que, tras varios días, aún permanezcan restos de perfume nos habla sin duda de una altísima concentración unida a un excelente fijador. Quizá no sea determinante, pero por la combinación de la fragancia —destapó uno de los frascos y lo acercó a su nariz—, podría aventurar que no se trata de una esencia pura.

—¿Y eso significa...?

—Que tal vez tengamos suerte. Por favor, dejadme hacer mi trabajo. Quizá en un par de días obtenga alguna respuesta.

* * *

El posterior examen de los cadáveres aportó a Cí un dato relevante que había obviado en su primera inspección. Además de las terribles heridas comunes en el pecho, el anciano presentaba en la espalda, bajo el omoplato derecho, una herida circular, del diámetro de una moneda, cuyos bordes se apreciaban desgarrados y vueltos hacia afuera. Apuntó sus observaciones y continuó la exploración.

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