El lector de cadáveres (68 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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Cí miró a Ming con determinación.

—Os lo agradezco, señor, pero sólo deseo estudiar. Mi único interés reside en superar esos exámenes. —Miró el cofre rojo con los documentos de su padre—. Me lo debo a mí mismo, se lo debo a mi familia y os lo debo a vos.

Ming sonrió mientras asentía. Se levantó para retirarse, pero antes de hacerlo se detuvo.

—Una última curiosidad, Cí. ¿Por qué renunciaste a la oferta del emperador? Bo me contó que, a cambio de tu silencio, Ningzong te brindó todo cuanto podías anhelar: retribuciones generosas, una futura rehabilitación y un puesto en la judicatura. ¿Por qué no aceptaste?

Cí contempló a su viejo maestro con cariño.

—En cierta ocasión, Iris Azul me comentó que Feng conocía infinitas formas de morir. Y puede que fuera verdad. Tal vez sea cierto que existen infinitas formas de morir. Pero de lo que estoy seguro es de que sólo existe una forma de vivir.

N
OTA DEL AUTOR

A
ún recuerdo el día en que con un café cargado en una mano y un puñado de folios en la otra, me senté en mi despacho dispuesto a trabajar en el tema sobre el que trataría mi nueva novela. Por aquel entonces sólo tenía claras dos premisas: la primera, que su argumento tendría que emocionar a mis lectores tanto como a mí. La segunda, que mientras no encontrara ese tema, no comenzaría a escribir.

Debo confesar que durante más de dos meses emborroné decenas de folios. Buscaba una historia vibrante y cautivadora, pero lo único que garabateaba eran tramas cuyos planteamientos sólo eran más de lo mismo. Y no quería eso. Precisaba algo más intenso, más apasionante, más original.

Por fortuna, y como casi siempre suele suceder en estos casos, la suerte llamó a mi puerta en enero de 2007, en forma de una invitación para asistir al VIII ICFMT, el Indian Congress of Forensic Medicine and Toxicology, que anualmente se celebra en Nueva Delhi. Aunque no sea forense, por razones literarias siempre he seguido esa disciplina con extremo interés y, por tal motivo, frecuentaba desde hacía tiempo varios foros sobre medicina legal en los que trabé amistad con algunos de sus miembros. Entre ellos, el doctor Devaraj Mandal, a la sazón ponente del congreso y la persona que me hizo llegar la invitación.

Por cuestiones de diversa índole, no podía desplazarme en esas fechas, pero el doctor Mandal tuvo la amabilidad de enviarme un extenso
dossier
con un resumen de las principales ponencias, que en su mayoría versaban sobre toxicología, patología forense, criminología, psiquiatría forense y genética molecular. Sin embargo, la conferencia que atrapó de inmediato mi interés soslayaba los últimos avances en espectrofotómetros o los hallazgos en el campo del análisis de ADN mitocondrial y se centraba en los inicios históricos de la disciplina forense. Más concretamente, profundizaba en la figura de quien mundialmente está considerado como el precursor y padre de ésta. Un hombre del Medievo asiático. El chino Song Cí.

Al instante supe que lo tenía y mi corazón se aceleró. Abandoné los proyectos en los que estaba trabajando y me dediqué por completo a una novela que de verdad iba a merecer la pena. La extraordinaria vida del primer forense de la historia. Una epopeya fascinante en la antigua y exótica China.

El proceso de documentación resultó sumamente arduo. La biografía de Song Cí se limitaba a no más de treinta párrafos extraídos de una docena de libros, que, si bien dejaban una puerta abierta a la ficción, limitaban las posibilidades de una trama estrictamente biográfica. Por suerte, no podía decirse lo mismo de su obra, ya que los cinco volúmenes de su tratado forense, publicado en el año 1247, el
Hsi Yuan Lu Hsiang i
, a través de sus diferentes traducciones al japonés, coreano, ruso, alemán, holandés, francés e inglés, habían perdurado hasta nuestros días.

Por medio de mi amigo y escritor Alex Lima, profesor adjunto en el Suffolk County Community College, conseguí un facsímil de estos cinco volúmenes editado por Nathan Smith, del Centro de Estudios Chinos de la Universidad de Michigan; concretamente, una traducción del profesor Brian McKnight que incorporaba un valioso prefacio de la edición japonesa de 1854.

La obra, escrupulosamente estructurada, dedicaba el primer volumen al listado de leyes que afectaban a los jueces forenses; a los procedimientos burocráticos empleados, incluidos plazos, número de investigaciones que practicar sobre un mismo crimen y sus responsables; a las jurisdicciones; a los protocolos de actuación de los inspectores; a la elaboración de los informes forenses y a los castigos a los que se expondrían los forenses en caso de dictamen equivocado. Asimismo, preconizaba la forma de actuación ante el examen de cualquier cadáver, incluyendo la obligatoriedad de reseñar testimonios gráficos mediante plantillas con dibujos de cuerpos sobre los que deberían marcarse los distintos hallazgos.

El segundo volumen detallaba las distintas etapas de corrupción de los cadáveres, sus alteraciones en función de las estaciones del año, el lavado y la preparación previa de los cuerpos, el examen de cuerpos insepultos, la exhumación de cadáveres, el análisis de cuerpos descompuestos, los métodos para hallar evidencias en cadáveres con un grado avanzado de descomposición, la entomología forense, el estudio en caso de asfixia o agotamiento, el caso particular de los cadáveres femeninos y el examen de fetos.

El tercer volumen se ocupaba extensamente del examen de los huesos, de su análisis para la extracción de conclusiones mediante el empleo de reveladores químicos, de los rastros de heridas en cadáveres esqueletados, de la discusión sobre puntos vitales, de los suicidios por ahorcamiento, de las simulaciones de suicidios para encubrir asesinatos y de las muertes por inmersión.

El cuarto volumen versaba sobre las muertes producidas por golpes mediante puños y piernas, o con el auxilio de instrumentos contundentes, punzantes o cortantes; el estudio de suicidios mediante armas afiladas; los asesinatos por heridas múltiples en los que se hacía preciso detectar la verdadera herida causante de la muerte; los casos de decapitación, incluidos aquéllos en los que el tronco o la cabeza no estuvieran presentes; la muerte por quemaduras; la muerte por vertidos de líquidos hirvientes; los envenenamientos; los decesos por enfermedades ocultas; la muerte producto de tratamientos de acupuntura o moxibustión y el registro de muertes naturales.

Por último, el quinto volumen atendía a las investigaciones sobre muertes ocurridas en reos de prisión; las producidas como consecuencia de torturas; las producidas por caídas desde grandes alturas; las muertes por aplastamiento, por asfixia, por estampida de caballos o búfalos, por atropellamiento; los fallecimientos por caídas de rayos, por ataques de fieras, por picaduras de insectos y mordedura de serpientes o reptiles; los decesos por intoxicación etílica, por golpes de calor; las muertes por heridas internas a consecuencia de excesos alimentarios; las muertes por excesos sexuales y, finalmente, los procedimientos para la apertura de cadáveres así como los métodos para dispersar el hedor y para restaurar la vida en aquellos casos en los que la muerte fuera sólo aparente.

En definitiva, un auténtico arsenal de técnicas, métodos, instrumentales, preparados, protocolos y leyes a los que habría que añadir los numerosos casos forenses resueltos por el propio Cí Song que, incluidos en el mismo tratado, me permitirían construir una historia no sólo apasionante, sino también, y lo que es más importante, absolutamente fiel a la realidad.

Tras el sorprendente descubrimiento extendí el periodo de documentación doce meses más para recopilar información en los ámbitos político, cultural, social, judicial, económico, religioso, militar y sexual, junto a exhaustivas referencias en los campos de la medicina, la educación, la arquitectura, la alimentación, el mobiliario, la vestimenta, los sistemas de medición, la moneda, la organización estatal y la burocracia en la China medieval de la Dinastía Tsong. Una vez organizados y cotejados, descubrí datos tan asombrosos como la convulsa situación en la que se hallaba la Corte del emperador Ningzong ante la constante coacción de los Jin, los pueblos bárbaros del norte que tras conquistar la China septentrional amenazaban con completar la invasión; las complejas y estrictas normas de comportamiento en el seno familiar, donde los miembros más jóvenes debían no sólo respeto absoluto, sino también una obediencia incuestionable a sus mayores; la importancia de los ritos como eje y motor de la vida; la omnipresencia del castigo físico, generalmente de una violencia inusitada, como correctivo para cualquier falta por nimia que ésta fuese; el extensísimo código penal en el que quedaban regulados todos los aspectos de la vida; la ausencia de religiones monoteístas y la coexistencia de filosofías no excluyentes como la budista, la taoísta y la confucianista; la avanzada y equitativa norma que garantizaba el acceso al poder mediante la superación de exámenes trienales abiertos a cualquier aspirante; el generalizado sentimiento antimilitarista o los asombrosos avances científicos y técnicos —la brújula, la pólvora militar, la imprenta de tipos móviles, los billetes bancarios, el frigorífico, los buques de compartimentos estancos…— que eclosionaron durante la Dinastía Tsong.

Por curioso que parezca, y una vez bosquejados los principales trazos de la trama, la primera dificultad a la que me enfrenté fue bautizar a los protagonistas de la novela.

Cuando ojeamos un libro cuyos personajes son extranjeros, podemos memorizar sus nombres y apellidos e identificarlos con los individuos a los que representan porque, por lo general, dichos nombres poseen raíces hebreas, griegas o latinas que, de algún modo, pese a lo arcaicas, nos son conocidas. Así, patronímicos poco usuales hoy en día como por ejemplo Jenofonte, Asdrúbal, Suetonio o Abderramán no sólo son fácilmente reconocidos, sino que también nos resulta sencillo diferenciarlos y recordarlos. Algo parecido sucede con los nombres anglosajones. Así, Erik, John, Peter o Wolfgang, debido a la familiaridad derivada de su empleo en los medios audiovisuales, nos son casi tan familiares como Juan, Pedro o José. Desafortunadamente, esto no ocurre con los nombres orientales. Y menos aún, con los chinos.

El idioma chino —en realidad, sus numerosas lenguas— es extremadamente complejo. La mayoría de sus palabras son monosilábicas, con la particularidad de que una misma sílaba puede articularse hasta con cinco entonaciones diferentes. Pues bien, imaginemos ahora una novela cuyos personajes poseyeran los siguientes nombres: Song, Tang, Ming, Peng, Feng, Fang, Kang, Dong, Kung, Fong y Kong. A la tercera página no habría lector que no hubiese abandonado el libro con un profundo dolor de cabeza.

Para sortear este problema, aunque mantuve los nombres de los principales personajes históricos, me vi obligado a alterar aquellos que, por su parecido con otros ya utilizados, podrían inducir a confusión. Por idéntica razón, para denominar a personajes secundarios, me ayudé de una costumbre típica de la época, consistente en sustituir los nombres de nacimiento por apodos que revelaban las cualidades de las personas a las que representaban.

Pero las dificultades continuaban. El pinyin es un utilísimo sistema de transcripción fonética que ha permitido plasmar los complicados ideogramas chinos en palabras alfabéticas para que puedan ser leídas, pronunciadas y escritas por cualquier occidental. Sin embargo, la diversidad tonal de la pronunciación china ha provocado que una misma palabra sea transcrita de diferentes formas, en función de la percepción del oyente de turno. Así, según la fuente que consultemos, podremos encontrar al protagonista Song Cí bajo la denominación de Tsong Cí, Tsung Cí, Sung Cí, Sun Tzu o Sung Tzu.

Y aún hay más. En China, el apellido siempre se pronuncia delante del nombre, si bien este último apenas se emplea y sólo se usa el apellido. Así, nuestro protagonista, al que a lo largo de la novela denomino Cí Song, y a menudo, solo Cí, en realidad habría sido llamado por sus contemporáneos Song Cí y, comúnmente, sólo Song.

¿Por qué alteré el orden? Principalmente, por tres motivos. El primero, por asemejar la denominación a nuestra costumbre occidental, en la que el apellido figura siempre a continuación del nombre. El segundo, para evitar los problemas de comprensión que surgirían cuando en un mismo párrafo se hiciese referencia a hijos y padres cuyos nombres resultarían indistinguibles (Song y Song). Y el tercero, y aún más sorprendente, debido a la extraña coincidencia de que en aquel periodo la familia del emperador también portara el apellido Song (Tsong).

Una vez resuelto este problema, pasé a enfrentarme a un dilema mayor. Quizá uno de los escollos más importantes que afronta cualquier escritor cuando resuelve escribir una novela con un trasfondo histórico es establecer cuánto de verdad y cuánto de ficción contendría un manuscrito que, por sus características, debía respetar escrupulosamente los datos disponibles.

A menudo he asistido a mesas redondas donde el tema de discusión consistía en discernir el concepto de novela histórica, debates en los que generalmente acababa dirimiéndose, con mayor o menor vehemencia, el grado, la calidad y la cantidad de historia que debía contener una novela —que, por definición, es un relato de ficción—, para considerarse realmente histórica. En numerosas ocasiones, los contertulios finalmente se avinieron a defender la clasificación que en su día hiciera el semiólogo Umberto Eco, quien en repetidos artículos estableció tres modalidades distintas: la novela romántica o de ambientación fantástica, en la que tanto los personajes, los hechos narrados y el trasfondo histórico resultaban absolutamente ficticios, pero cubiertos de una apariencia de veracidad (un ejemplo de esta división serían las novelas del ciclo artúrico de Bernard Cornwell). En segundo lugar, lo que Eco plantea como «obras de capa y espada», novelas en las que personajes históricos reales se ven embarcados, merced a la imaginación del autor, en situaciones ficticias que nunca sucedieron (en este apartado encontraríamos a autores como Walter Scott, Alejandro Dumas o León Tolstoi). Y, por último, las que el autor italiano bautiza como «novelas históricas propiamente dichas», que define como aquellas que emplean personajes ficticios que se desenvuelven en una situación históricamente real (y donde, obviamente, encaja su icónica
El nombre de la rosa)
.

En voces de muchos, faltarían aquí las biografías noveladas, las falsas memorias y los ensayos más o menos rigurosos.

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