—En efecto. Me los reveló —afirmó el emperador.
—Detalles tan curiosos, tan agudos y tan escondidos que ningún otro juez había observado con antelación...
—Así es.
—Sucesos que aquí no se han revelado...
—¡Estás colmando mi paciencia!
—Entonces, Majestad, aclaradme, ¿cómo es posible que también los conozca yo? ¿Cómo es posible que yo sepa que Kan fue obligado a redactar una falsa confesión, que fue narcotizado, desnudado y, aún con vida, colgado por dos personas que movieron un pesado arcón?
—¿Pero qué clase de necedad es ésta? —intervino Feng—. Lo sabe porque fue él mismo quien lo preparó.
—¡Yo os demostraré que no! —Cí clavó la mirada en Feng, quien no pudo evitar una mueca de temor—. Honorable soberano... —se volvió hacia Ningzong—. ¿Os contó Astucia Gris el curioso detalle de la vibración de la cuerda? ¿Os explicó que Kan, drogado como estaba, no se agitó al ser colgado? ¿Os detalló que la marca dejada por la soga sobre el polvo de la viga era nítida, sin muestras de agitación?
—Sí. Así es. Pero no veo la relación...
—Permitidme una última pregunta. ¿Aún permanece la cuerda atada a la viga?
El emperador lo consultó con Astucia Gris, quien se lo confirmó.
—Entonces podréis comprobar que Astucia Gris miente. La huella que él os señaló no existe. La borré yo accidentalmente al comprobar el movimiento de la cuerda, de modo que jamás pudo ser descubierta por Astucia Gris. Sólo sabía de ella porque se lo contó Feng, el hombre a quien se lo confié yo.
Ningzong dirigió una mirada inquisidora a la acusación. Astucia Gris bajó la cabeza, pero Feng reaccionó.
—Buen intento, aunque previsible —sonrió Feng—. Incluso la más simple de las mentes puede comprender que, al descolgar el cadáver, las sacudidas provocarían el borrado al que aludes. ¡Por las barbas de Confucio, Majestad! ¿Hasta cuándo habremos de soportar las majaderías de este farsante?
El emperador se atusó sus escuálidos bigotes mientras volvía a ojear la declaración de culpabilidad. El proceso se estaba enquistando. Ordenó al copista que se preparara y se levantó para dictar sentencia, pero Cí se le adelantó.
—¡Os suplico una última oportunidad! Si no os satisface, os aseguro que yo mismo me atravesaré el corazón.
Ningzong dudó. Hacía rato que en su rostro anidaba la incertidumbre. Frunció el entrecejo antes de buscar con la mirada el consejo de Bo. Éste afirmó.
—La última —autorizó finalmente antes de volver a sentarse.
Cí se enjugó un rastro de sangre con la manga. Era su última oportunidad. Hizo un gesto a Bo, quien al instante le acercó la bolsa que había custodiado desde las mazmorras.
—Majestad. —Cí alzó la bolsa ante el emperador—. En el interior de esta talega se encuentra la prueba que no sólo confirma mi inocencia, sino que además desvela la cara oculta de una terrible maquinación. Una trama propiciada por una ambición insana y despiadada, la de un hombre dispuesto a matar gracias a un descubrimiento atroz: el arma más mortífera jamás concebida por el hombre. Un cañón tan manejable que puede ser empuñado sin apoyo. Tan liviano que se puede ocultar y transportar bajo las ropas. Y tan letal que puede matar una y otra vez a distancia sin posibilidad de errar.
—¿Qué estupidez es ésta? ¿Hablaremos ahora de hechicería? —bramó Feng.
Por toda respuesta, Cí metió el brazo en la talega y sacó un cetro de bronce. Al verlo, Ningzong se extrañó y Feng palideció.
—Entre las ruinas del taller del broncista encontré los restos de un singular molde de terracota, el cual, una vez reparado, fue robado de mi habitación. Afortunadamente, había tenido la precaución de sacar antes una copia en yeso, que oculté en la Academia Ming —explicó Cí—. En cuanto Feng supo de su existencia, me sugirió que le confiara su custodia, petición a la que ingenuamente accedí. Por suerte, descubrí su engaño justo antes de entregarle la autorización y cambié la nota por otra en la que especifiqué al depositario que le proporcionara la copia de yeso... pero no la réplica que le había ordenado fabricar. —Dirigió su mirada hacia el juez, para a continuación volverse hacia Ningzong—. Feng destruyó la figura que le inculpaba, sin saber que cuando entregué en la academia el modelo de yeso, no sólo encomendé su custodia, sino que también aproveché, previa entrega de la suma necesaria, para ordenar al sirviente de Ming que a partir de aquel modelo de yeso encargara la fabricación en bronce de una réplica igual al arma original. —Enarboló el instrumento con determinación—. La misma arma que ahora podéis contemplar.
El emperador observó absorto el cañón de mano.
—¿Y qué relación guarda este extraño artilugio con los asesinatos? —preguntó Ningzong.
—En este artilugio, como Su Majestad lo denomina, reside la causa de todas las muertes. —Solicitó permiso al oficial de justicia para entregárselo al emperador, quien, tras cogerlo, lo examinó desconfiado—. Con el único fin de enriquecerse, Feng diseñó y construyó este perverso instrumento, un arma temible cuyos secretos estaba dispuesto a vender a los Jin. Para financiar su fabricación, malversó fondos procedentes de las partidas de sal —continuó Cí—. El eunuco Suave Delfín era un trabajador honesto, dedicado a auditar las partidas de sal. Cuando descubrió los desvíos practicados por Feng, éste intentó corromperle y, al no lograrlo, lo eliminó.
—¡Eso es una calumnia! —gritó Feng.
—¡Silencio! —le acalló el oficial de justicia—. Continúa —ordenó a Cí.
—Suave Delfín no sólo descubrió los mismos desfalcos que ya había observado mi padre, sino que además comprobó que las cantidades desviadas se destinaban a adquirir partidas de sal nívea, un tipo de producto costoso y de difícil elaboración destinado principalmente a la fabricación de pólvora militar. Además, averiguó la existencia de cuantiosos pagos efectuados a tres personas que finalmente fueron asesinadas: un oscuro alquimista, un fabricante de bronces y el artificiero de un taller. Al hacerlo, paralizó las cuentas, cortando el suministro de Feng. —Mostró el informe que acababa de entregarle Bo.
»Sin embargo, Suave Delfín no fue su primera víctima. Ese terrible honor le correspondió al alquimista que acabo de mencionar, un monje taoísta llamado Yu, cuyos dedos carcomidos por la sal, sus uñas impregnadas en carbón y un diminuto yin-yang tatuado en su pulgar establecieron el vínculo que lo relacionaba con el manejo de los componentes de la pólvora. Cuando Feng no pudo afrontar los pagos comprometidos, el anciano alquimista se rebeló. Discutieron, el monje amenazó a Feng y éste le disparó con el arma en la que había trabajado. —Se volvió hacia Feng, retándole con la mirada.
»La bala penetró por el pecho, rompió una costilla y salió por la espalda, quedando alojada en algún objeto de madera. Para evitar cualquier indicio que pudiera incriminarle, Feng no sólo recuperó la bala, sino que además camufló el cerco característico dejado por el proyectil en el fallecido excavando en la herida del pecho hasta hacerla parecer producto de algún macabro ritual.
»Un día más tarde le tocó el turno al artificiero, un joven al que logré identificar merced al extraño patrón de cicatrices provocado por un antiguo estallido y a quien Feng asesinó, por motivos similares, de una puñalada en el corazón. Bo me ha confirmado que estos operarios trabajan con un protector ocular hecho de cristal. De ahí que las cicatrices que plagaban su cara no aparecieran en los ojos. Tras matarlo, Feng excavó en la herida de su pecho hasta igualarla a la que había practicado en el alquimista el día anterior para simular el mismo tipo de crimen ritual.
»Respecto a Suave Delfín, Feng actuó de forma diferente. Al ser alguien cuya desaparición despertaría sospechas, procuró en primera instancia corromperle. Conocedor de la pasión que las antigüedades despertaban en el eunuco, intentó comprar su silencio con una antigua poesía caligrafiada de incalculable valor. Al principio, Suave Delfín aceptó, pero, más tarde, al conocer el alcance de sus verdaderas pretensiones, se negó a encubrirle. Entonces, Feng, pese al riesgo que conllevaba su asesinato, pero a sabiendas de que la denuncia del eunuco acarrearía una investigación inculpatoria, le acuchilló y mutiló, excavando la herida que asemejaría su caso al de los otros asesinados.
»Por último, acabó con la vida del fabricante de bronces, el hombre que había construido el cañón de mano. Lo hizo tras la recepción de los Jin, en vuestros propios jardines, como demuestra el tipo de tierra que apareció en las uñas del cadáver. Lo apuñaló y, con la ayuda de alguien, lo arrastró hasta su palanquín, lo decapitó y abandonó el cuerpo al otro lado de la muralla.
»Así pues, Feng planeó y ejecutó a cada una de sus víctimas, las decapitó y desfiguró para imposibilitar su identificación, practicándoles unas extrañas heridas en el pecho para simular la intervención de una secta criminal.
El emperador se acarició varias veces la barbilla.
—De modo que, según tú, este pequeño artilugio encierra un inmenso poder destructor...
—Imaginad a cada soldado con uno. El mayor poder que mente humana haya concebido jamás.
* * *
Cuando el emperador otorgó el turno de réplica a Feng, éste se adelantó sumido en un perceptible temblor. Su faz, lívida por la ira, resultaba más temible que la propia arma que le acusaba. Buscó el rostro de Cí y le señaló.
—¡Majestad! ¡Exijo que el reo sea castigado de inmediato por unas acusaciones que directamente os salpican a vos! ¡Nunca se ha oído en este tribunal una falta de respeto semejante! Una provocación que ninguno de vuestros antecesores en el trono habría permitido jamás.
—¡Dejad descansar a los muertos y cuidad vuestra impertinencia! —le atajó Ningzong.
La lividez de Feng se tornó en rubor.
—Alteza Imperial, el insolente que se hace llamar lector de cadáveres sólo es en realidad un maestro de la mentira. Pretende acusar a quien os ha servido con denuedo, disfrazando y enturbiando la verdad con el único fin de evitar su condena. ¿En qué basa sus acusaciones? ¿Dónde están las pruebas? Sus palabras son fuegos de artificio, tan volátiles como la imaginaria pólvora de la que habla. ¿En qué lugar se ha visto semejante falacia? ¿Cañones portátiles? Yo no veo más que una flauta de bronce. ¿Y qué disparan? ¿Granos de arroz o huesos de ciruela? —Se revolvió hacia Cí.
El emperador entornó los párpados.
—Calmaos, Feng. Sin que ello presuponga considerar vuestra culpabilidad, las palabras del acusado no parecen insensatas —indicó Ningzong—. Me pregunto por qué razón distinta de la verdad querría acusaros.
—¿Os lo preguntáis? ¡Por despecho! —alzó la voz hasta que se le desgarró—. Aunque no era mi intención desvelarlo en público, tiempo atrás, el padre de Cí trabajó para mí. ¡Ralea de la misma calaña! Descubrí que falsificaba los datos de mis transacciones en su provecho y me vi obligado a despedirle. Por cariño a su hijo, a quien apreciaba como propio, oculté la falta de su progenitor, pero cuando el acusado la descubrió, enloqueció y me culpó a mí de su desgracia.
»Respecto a los crímenes, a mi juicio no ofrecen duda: Kan asesinó a esos desgraciados, Cí se vio incapaz de resolver el caso y, movido por la ambición, simuló el suicidio del consejero para conseguir los favores prometidos. Así de sencillo. El resto de cuanto ha manifestado tan sólo es fruto de su perturbada invención.
—¿También es un invento mío el cañón de mano? —aulló Cí.
—¡Callad! —ordenó Ningzong.
El emperador se levantó empuñando el arma con rabia, luego consultó algo al oído de sus consejeros e hizo un gesto a Bo, quien se apresuró a postrarse a sus pies. Tras hacer que se incorporara, Ningzong ordenó a Bo que le acompañara a un despacho contiguo. Al cabo de un rato, ambos regresaron. Cí advirtió la preocupación que asolaba el rostro de Bo cuando éste se le acercó.
—Me ha pedido que hable contigo —le susurró al oído.
Cí se extrañó al sentir que el oficial lo agarraba del brazo y, con la aquiescencia de Ningzong, le conducía hacia el mismo despacho donde instantes antes habían deliberado ellos. Nada más cerrar la puerta, Bo escondió la mirada y se mordió los labios.
—¿Qué sucede?
—El emperador te cree —dijo el oficial.
—¿Sí? —Cí gritó de júbilo—. ¡Eso es magnífico! ¡Por fin ese bastardo recibirá lo que se merece y yo...! —Se interrumpió al comprobar el gesto circunspecto del oficial—. ¿Por qué esa cara? ¿Ocurre algo? Acabáis de decirme que el emperador me cree...
—Así es. —Bo fue incapaz de sostenerle la mirada.
—¿Entonces...? ¿No cree que yo sea inocente?
—¡Maldición! ¡Ya te he dicho que sí!
—¿Pues queréis explicarme entonces qué demonios sucede? —Le agarró por la pechera mientras Bo se dejaba agitar sin fuerzas como un muñeco de trapo. Cí advirtió su propio desvarío y lo soltó—. Disculpad. Yo... —Le arregló la camisa con torpeza.
Bo consiguió alzar la vista.
—El emperador desea que te declares culpable —consiguió articular en un hilo de voz.
—¿Cómo?
—Es lo que él desea. No hay nada que podamos hacer...
—¿Pero...? ¿Pero por qué...? ¿Cómo que es lo que desea? ¿Por qué yo y no Feng...? —balbuceó mientras avanzaba y retrocedía, sin acabar de comprender.
—Si accedes y firmas tu culpabilidad, el emperador te garantiza un destierro a una provincia segura —dijo sin convicción—. Será generoso contigo. No serás marcado ni golpeado. Te proporcionará una suma suficiente para que te establezcas y escriturará una hacienda a tu nombre que podrás legar a tus herederos. También está dispuesto a asignarte una renta anual que te libere de cualquier necesidad material. Es una oferta muy generosa —concluyó.
—¿Y Feng? —repitió Cí.
—Me ha asegurado que se encargará personalmente de él.
—¿Pero qué significa todo esto? ¿Estáis vos de acuerdo con él? ¿Es eso? ¿Vos también estáis confabulado? —Cí retrocedió como un perturbado.
—¡Por favor, Cí! ¡Cálmate! Yo sólo te transmito...
—¿Que me calme? ¿Pero sabéis lo que me estáis pidiendo? He perdido cuanto tenía: mi familia, mis sueños, mi honor... ¿Y pretendéis ahora que pierda también mi dignidad? —Se acercó a él hasta rozar su rostro—. ¡No, Bo! No voy a renunciar a lo único que me queda. Me da igual lo que me suceda, pero no permitiré que el nombre del bastardo que mató a mi padre quede impune mientras el de mi familia se hunde en el oprobio.
—¡Por el honorable Confucio, Cí! ¿Es que no te das cuenta? Esto no es ninguna petición. El emperador no puede consentir un escándalo semejante. Si lo hiciera, su fortaleza quedaría en entredicho. Entre sus detractores ya hay quien lo juzga débil de carácter. Si deja entrever que en la Corte reinan el desorden y la traición, que no es capaz de gobernar ni a sus propios oficiales, ¿qué esgrimirá ante sus contrarios? Ningzong precisa demostrar que está preparado para regir la nación con la firmeza que requiere la amenaza de los Jin. No puede admitir que sus consejeros sean asesinados por sus propios jueces.