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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (63 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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* * *

La reanudación del proceso trajo consigo a un Astucia Gris ansioso por demostrar que un tigre herido, si atacaba por la espalda, aún era capaz de despedazar a sus adversarios. A su lado, Feng mantenía un semblante distante que Cí interpretó como el espejo de la hipocresía. Cuando el emperador hizo su entrada, todos se inclinaron a excepción de la mujer que acababa de acceder al salón. Cí descubrió que se trataba de Iris Azul.

Una vez obtenido el permiso, Astucia Gris se adelantó.

—Divino soberano: el hecho de que el despreciable adivino Xu haya intentado abusar de nuestra buena fe no exime al acusado Cí de los crímenes que se le imputan. Más bien al contrario, la existencia de un único cargo de asesinato no hará sino allanar el camino que conducirá a su condena. —Avanzó unos pasos para colocarse ante Cí—. Es obvio que el acusado urdió un diabólico plan con la intención de acabar con la vida del consejero Kan, que lo ejecutó meticulosamente y que intentó ocultar su execrable crimen simulando un burdo suicidio. Ése, y no otro, es el verdadero rostro de Cí. El amigo de los invertidos. El prófugo de la justicia. Y el socio de los asesinos.

Ningzong asintió con un imperceptible movimiento de párpados y la emotividad de una efigie. Acto seguido, conforme a lo establecido por el protocolo, otorgó la palabra a Cí para que continuara su defensa.

—Majestad —le cumplimentó—. Pese a haberlo expresado en mi primer alegato, me permito recalcar que jamás pretendí entrar al servicio de Kan y que fue su alteza quien me ordenó participar en la investigación de los crímenes que precedieron a su asesinato. Dicho esto, señalaré un hecho reiterado hasta la saciedad en los diferentes manuales judiciales: para que exista un crimen, es necesaria la concurrencia de un motivo incitador que guíe al homicida. No importa si éste es la venganza, el arrebato, el odio o la ambición. Pero en su ausencia, nos encontraríamos tan desvalidos como yo ante esta falsa acusación.

»En tal sentido, me pregunto por qué querría yo matar a Kan. ¿Para que me enjuiciaran y me ejecutaran? Recordad que, en caso de éxito, Su Majestad me prometió un puesto en la judicatura. Decidme entonces —y se dirigió a Astucia Gris—, ¿talaría un hambriento el único manzano de su huerto?

Astucia Gris no pareció preocuparse. Al contrario, su rostro rezumaba una confianza que intranquilizó a Cí. Con un gesto, solicitó la palabra y esperó a que se la concedieran.

—Guarda tus toscos juegos de palabras para estudiantes y amanerados, porque a nosotros no podrás confundirnos. ¿Hablas de motivos? ¿De venganza, arrebato, odio o ambición? Pues bien, hablemos —le retó Astucia Gris—. De cuanto has relatado, tan sólo una cosa es cierta: que el emperador te prometió un puesto en la judicatura si descubrías al autor de los asesinatos. —Hizo una pausa—. Y bien, ¿lo has descubierto? Porque no recuerdo habértelo escuchado. —Sonrió—. Has mencionado el odio y la venganza, sin referir que ésos fueron los sentimientos que Kan despertó en ti cuando, bajo la amenaza de matar a tu querido profesor, doblegó tu voluntad. Has hablado del arrebato, olvidando el que tú mismo demostraste días atrás cuando acuchillaste el cuerpo del eunuco. Y, por último, has mencionado la ambición, eludiendo relatar que con el suicidio de Kan y su oportuna nota de inculpación, te asegurabas la recompensa prometida por el emperador. No sé qué pensarán los presentes, pero yo encuentro que tu dramática comparación con un hortelano que tala un árbol resultaría más convincente si lo sustituyéramos por el hambriento que, ansioso de carne, mata su única vaca en lugar de conformarse con aprovechar su leche.

»Pero ya que aludes a tratados judiciales, no estará de más recordar otro elemento imprescindible en todo asesinato: la oportunidad. Así pues, Cí, dinos: ¿dónde te encontrabas la noche en que falleció el consejero Kan?

Cí sintió cómo su pulso galopaba al ritmo de su respiración. Miró con urgencia hacia el lugar donde permanecía la mujer de Feng. Lo hizo, porque la noche en la que asesinaron a Kan fue la misma en la que él yació con Iris Azul.

Después de pensarlo, afirmó haber dormido solo, una respuesta que no satisfizo a Astucia Gris ni al emperador. Supo que Astucia Gris intentaría aprovecharlo, así que, tras solicitar permiso para hablar, intentó contrarrestarlo con una maniobra de distracción.

—Vuestros argumentos poseen la cordura de una estampida de elefantes. Son tan vagos y desproporcionados que con ellos podríais acusar a la mitad de los que están en este salón. ¿Pero eso qué importa si lo sustancial es conseguir vuestro propósito? Sabéis igual que yo que Kan era un hombre tan odiado como temido, y que seguramente en esta Corte hay decenas de candidatos con mayores motivos que los que esgrimís como míos. Pero respondedme a esta sencilla pregunta. —Hizo una larga pausa—. ¿Qué estúpida razón guiaría a un asesino a revelar su propio crimen? O más fácil aún: de haber sido yo el ejecutor, ¿por qué motivo habría sido el primero en revelar al emperador que el suicidio de Kan fue en realidad un asesinato?

Cí sonrió ufano, consciente de haber proporcionado el argumento definitivo. Sin embargo, el emperador alzó una ceja y lo miró con desdén.

—Tú no me revelaste nada —le recriminó Ningzong—. Quien desveló el asesinato del consejero fue Astucia Gris.

Cí balbuceó mientras intentaba comprender por qué razón el emperador le negaba la autoría de sus descubrimientos. Aquélla era su baza más importante. Si la perdía, nada ni nadie podría defenderle. Entonces, la sonrisa hipócrita de Feng respondió a su pregunta: Feng no había trasladado sus descubrimientos al emperador. Se los había confesado a Astucia Gris.

* * *

La interrupción del juicio proporcionó a Cí el respiro necesario para superar la animadversión que le producían Feng y Astucia Gris. Los ritos vespertinos reclamaban la presencia del emperador, así que éste decretó el aplazamiento hasta la mañana del día siguiente.

De camino a las mazmorras, Cí distinguió la figura de Feng. El juez aguardaba encorvado, sentado sobre el único taburete que presidía el centro de la celda. Feng hizo un gesto al centinela para que aguardara tras el enrejado de hierro mientras él conversaba con el reo. Junto a sus pies descansaba un plato de sopa. Cí no había probado bocado en todo el día ni tenía intención de hacerlo. El centinela encadenó a Cí al muro y esperó en el exterior.

—Ten. Estarás hambriento —dijo Feng sin levantar la vista. Le acercó el plato hasta sus pies.

Cí pateó el plato, que voló hasta desparramarse sobre la toga del juez. Feng dio un respingo y se levantó. Mientras se limpiaba los restos de comida, miró a Cí como un padre resignado ante el vómito de su recién nacido.

—Deberías tranquilizarte —le dijo condescendiente—. Entiendo que estés indignado, pero aún podemos arreglar todo esto. —Volvió a sentarse junto a Cí—. Las cosas han ido demasiado lejos.

Cí ni siquiera le miró. ¿Cómo había podido considerar alguna vez a aquel traidor como a un padre? De no haber estado encadenado, le habría estrangulado con sus propias manos.

—Comprendo que no quieras hablar —continuó Feng—. Yo, en tu lugar, haría lo mismo, pero ahora no es momento para estúpidos orgullos. Puedes continuar mudo esperando a que Astucia Gris te despedace o escuchar mi propuesta y salvar la piel. —Pidió otro plato de sopa al centinela, pero Cí se lo impidió.

—Bebéosla vos, maldito bastardo —le espetó.

—¡Oh! ¡Parece que aún conservas la lengua! —Se hizo el sorprendido—. ¡Por el viejo Confucio, Cí, escúchame! Hay cosas que aún no comprendes, cuestiones que no llegarás a vislumbrar jamás. Todo este juicio no es asunto tuyo. Olvídalo. Confía en mí y te protegeré. Kan ya está muerto. ¿Qué importa si fue asesinado o se suicidó? Sólo tienes que mantener la boca cerrada. Desacreditaré a Astucia Gris y te salvaré el pellejo.

—¿Que no es asunto mío? ¿Acaso han detenido a otro o le han reventado las costillas a alguien distinto a mí? ¿Es ése el tipo de confianza al que os referís?

—¡Maldita sea! Yo sólo quería apartarte de este asunto para que Astucia Gris se hiciese cargo de la investigación. Con él al mando, todo habría resultado más fácil, pero le pudo la envidia y te acusó.

—¿De veras? ¿Por qué será que no os creo? Si realmente hubierais pretendido ayudarme, lo habríais hecho en el Salón de los Litigios, cuando tuvisteis la oportunidad de confirmar que quien descubrió el asesinato de Kan no fue Astucia Gris, sino que fui yo.

—Y lo habría atestiguado de haber servido para algo, te lo aseguro, pero confesar en ese momento sólo me habría hecho quedar en evidencia ante el emperador. Ningzong confía en mí. Y necesito que siga confiando si pretendes que te salve.

Cí clavó los ojos en el rostro de Feng.

—¿Igual que salvasteis a mi padre? —le escupió.

—No entiendo. ¿Qué quieres decir? —El rostro de Feng cambió.

Por toda respuesta, Cí sacó la misiva que había hallado oculta en la librería de Feng. La desdobló y la arrojó a sus pies.

—¿Reconocéis la letra?

Feng recogió el pliego, extrañado. Al leerla, sus manos temblaron.

—¿De... de dónde has sacado esto...? Yo... —balbuceó.

—¿Por eso no permitisteis que regresara mi padre? ¿Para seguir robando partidas de sal? ¿Por eso acabasteis con el eunuco? ¿Porque también lo descubrió? —bramó Cí.

Feng retrocedió con los ojos desencajados, como si de repente contemplase un espectro.

—¿Cómo te atreves, desagradecido? ¡Después de todo lo que he hecho por ti!

—¡Engañasteis a mi padre! ¡Nos engañasteis a todos! ¿Y aún osáis pedirme agradecimiento? —Cí tiró de las cadenas intentando librarse de ellas.

—¿Tu padre? ¡Tu padre debería haberme besado los pies! —El rostro de Feng permanecía demudado—. ¡Lo saqué de la indigencia! ¡Te traté como a un hijo! —aseguró.

—No ensuciéis el nombre de mi padre o... —Estiró de nuevo las cadenas, que vibraron al sacudirse contra la pared.

—¿Pero es que no te das cuenta? ¡Te enseñé y te eduqué como al vástago que nunca tuve! —Sus ojos parecían iluminados por la locura—. Siempre te he protegido. ¡Incluso te permití continuar con vida después de la explosión! ¿Por qué crees que sólo murieron ellos? Podría haber esperado a que regresaras... —Alargó la mano trémula para acariciar el rostro de Cí.

Al escucharlo, Cí sintió como si lo partieran en dos.

—¿Qué explosión...? ¿Qué queréis decir? —balbució y retrocedió como si el mundo se derrumbara a su alrededor—. ¿Cómo que sólo murieron ellos? ¿Cómo que sólo murieron ellos? —bramó mientras se estiraba hasta descoyuntarse intentando alcanzar a Feng.

Feng permaneció cerca de Cí, con los brazos estirados, como si pretendiera abrazarle. Su mirada era la de un perturbado.

—Hijo —sollozó.

Justo en ese instante, Cí logró aferrarle una manga y lo atrajo hacia sí. Pasó las cadenas por su cuello y comenzó a estrangularle mientras Feng se debatía atolondradamente, incapaz de comprender lo que sucedía. Cí oprimió su cuello con toda su alma mientras el rostro de Feng se azulaba. El joven continuó apretando cada vez más. Una espuma blanquecina comenzaba a brotar de la boca de Feng cuando el centinela se abalanzó sobre Cí.

Lo último que Cí vio antes de perder el conocimiento fue a Feng tosiendo y amenazándole con el peor de los tormentos.

____ 35 ____

E
l centinela pensó que no merecería la pena reanimarle para la ejecución. Sin embargo, obedeció a su superior y derramó varios cubos de agua sobre el rostro ensangrentado de Cí.

Al poco, una figura difusa se agachó junto al cuerpo apaleado. Cí gimió mientras intentaba abrir los párpados inflamados, pero apenas lo consiguió.

—Deberías cuidarte más —escuchó decir a Feng—. Ten. Límpiate. —El juez le ofreció un paño de algodón que Cí rechazó.

Poco a poco, la figura fue perdiendo su vaguedad hasta grabarse con nitidez en su retina. Feng permanecía acuclillado junto a él, como quien observa un insecto reventado después de haberlo pisoteado. Intentó moverse, pero las cadenas le retuvieron contra la pared.

—Siento la brutalidad de estos centinelas. A veces no distinguen a las personas de las bestias. Pero es su trabajo y nadie puede reprochárselo. ¿Quieres un poco de agua?

Aunque le supo a veneno, Cí la aceptó porque le quemaban las entrañas.

—¿Sabes? He de reconocer que siempre admiré tu agudeza, pero hoy has superado todas mis expectativas —continuó Feng—. Y es una lástima, porque, a menos que recapacites, esa misma astucia va a conducirte al cadalso.

Cí logró abrir los párpados. A su lado, Feng sonreía con el cinismo de una hiena.

—¿La misma agudeza que empleasteis para culpar a mi hermano, maldito bastardo?

—¡Oh! ¿También eso has averiguado? En fin. De experto a experto, acordarás conmigo que fue una jugada realmente brillante. —Enarcó una ceja como si hablara de una partida de dados—. Una vez eliminado Shang, debía incriminar a alguien, y tu hermano era el sujeto idóneo: los tres mil
qián
que uno de mis hombres perdió con él en una fingida apuesta... El cambio de la sarta de cuero por la que pertenecía a Shang una vez capturado Lu... El narcótico que le suministramos para impedir que se defendiera durante el juicio... Y el detalle más importante: la hoz que le sustrajimos y que luego bañamos con sangre para que unas inocentes moscas acabaran de inculparlo...

Cí no comprendió. Los golpes aún le percutían en el cráneo.

—En cualquier caso, parece que lo de curiosear libros ajenos es un problema hereditario —continuó Feng—. Tu padre no tuvo suficiente con mirar mis cuentas, sino que además se empeñó en compartir sus averiguaciones con el pobre Shang. De ahí que hubiera que eliminarlo... Fue sólo un aviso que tu padre no comprendió. La noche de la explosión acudí para convencerle, pero tu padre enloqueció. Amenazó con denunciarme y al final hice lo que debí haber hecho desde un primer momento. Necesitaba la copia del documento que me incriminaba, pero se negó a entregármela, así que no me dejó opción. Lo de la voladura con pólvora para encubrir sus heridas se me ocurrió después, al escuchar el ruido de los truenos.

Cí enmudeció. Por eso su hermano había cogido otra hoz al no encontrar la suya. Y en aquel momento no sospechó de su comportamiento porque parecía lógico que el asesino se hubiese deshecho del arma homicida.

—¡Vamos, Cí! —rugió—. ¿Acaso pensabas que fue un rayo perdido el que acabó con tus padres? ¡Por el Gran Buda! ¡Despierta del país de las fábulas!

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