—¿Yo? Pero no entiendo...
—Desde hoy es tu nuevo compañero de habitación. Compartiréis libros y camastros.
—¡Pero maestro...! Yo no puedo vivir junto a un campesino... Yo...
—¡Silencio! —le espetó Ming—. ¡En esta academia no cuentan ni el dinero ni los negocios ni las influencias de tu familia! ¡Obedece y saluda a Cí, o coge tus textos y prepara tu equipaje!
Astucia Gris inclinó la cabeza, pero sus ojos se clavaron en Cí. Luego pidió permiso para retirarse. Ming se lo concedió, pero cuando el joven canoso ya alcanzaba el umbral de la puerta, su voz lo detuvo.
—Antes de irte, recoge el regaliz que has escupido en las baldosas.
Durante el resto del día, Cí tomó contacto con las actividades habituales de la academia. Ming le informó de que debería levantarse a la salida del sol para asearse y cumplir con los ritos hacia sus antepasados. A continuación, desayunaría con el resto de estudiantes y seguidamente se dedicaría a las clases. Harían un alto para comer y pasarían el resto de la tarde estudiando o discutiendo casos prácticos de las distintas disciplinas. Después de la cena trabajaría en la biblioteca para costearse la estancia. Le explicó que aunque el Gobierno de Universidades hubiera clausurado la Facultad de Medicina, él aún dedicaba una parte de su programa al conocimiento médico y al estudio de las causas que provocaban los fallecimientos. De vez en cuando acudían a las dependencias judiciales para observar en vivo los exámenes que los magistrados efectuaban sobre los cadáveres y ocasionalmente asistían a juicios para conocer de primera mano los comportamientos criminales y la forma en que los jueces actuaban para descubrirlos y condenarlos.
—Convocamos exámenes trimestralmente. Hemos de asegurarnos de que los alumnos progresan conforme a lo previsto. En caso contrario, procedemos a la expulsión de quienes no merecen nuestros esfuerzos. Y recuerda que tu plaza es provisional —añadió.
—Conmigo no ocurrirá lo que con alguno de estos hijos de ricos, señor.
Ming le miró por encima del hombro.
—Te daré un par de consejos, muchacho. No te dejes engañar por la apariencia sofisticada de estos jóvenes. Y, menos aún, la confundas con indolencia. Es cierto que pertenecen a la élite del país, pero estudian con ahínco para lograr sus objetivos. —Señaló a unos cuantos que devoraban el contenido de unos libros—. Y si ven que vas contra ellos, te despedazarán como a un conejo.
Cí asintió. Sin embargo, dudó de que las motivaciones de aquellos jóvenes ni siquiera se aproximaran a las que le impulsaban a él.
A media tarde les convocaron para la cena en el Comedor de los Albaricoques, una sala engalanada con primorosas sedas que lucían pinturas de paisajes de pabellones y árboles frutales. Cuando Cí llegó al comedor, los demás alumnos ya habían tomado asiento formando círculos alrededor de pequeñas mesas de mimbre. Le admiró el mar de platillos y cuencos repletos de sopas, salsas y frituras que parecían desbordar los tapetes junto a las bandejas de pescados y frutas variadas que aguardaban en otras mesas. Buscó un lugar libre en el que sentarse, pero cuando encontró el primer hueco, los alumnos desplazaron sus posiciones para evitar que lo ocupara. Lo intentó en la siguiente mesa con idéntico resultado. Al cuarto intento advirtió que quienes le impedían sentarse parecían acatar los gestos de un estudiante espigado situado al fondo del comedor. Cí observó a Astucia Gris. El joven no sólo le sostenía la mirada, sino que le retaba con una sonrisa sarcástica.
Cí supo que si retrocedía, debería soportar los caprichos de aquel estudiante durante el tiempo que permaneciera en la academia. Y no había sufrido tanto para ahora consentir aquella situación.
Avanzó hacia la mesa que ocupaba Astucia Gris y antes de que pudieran impedírselo introdujo el pie entre los dos jóvenes que intentaban quitarle el sitio. Los dos estudiantes le miraron como fieras, pero Cí no se arredró. Al contrario, apretó con la pantorrilla y se hizo hueco a la fuerza. Iba a sentarse cuando Astucia Gris se levantó.
—En esta mesa no eres bienvenido.
Cí se sentó sin prestarle atención. Cogió un cuenco de sopa y comenzó a sorber.
—¿No me has oído? —alzó la voz Astucia Gris.
—Te he oído a ti, pero no he escuchado las protestas de la sopa. —Y siguió sorbiendo sin mirarlo.
—Que no conozcas a tu padre no significa que no puedas conocer al mío —le amenazó.
Cí dejó de comer. Depositó el cuenco de sopa entre los platillos y se incorporó lentamente hasta que sus ojos se alinearon con los de su oponente. Si la mirada de Cí hubiera podido matar, Astucia Gris habría caído fulminado.
—Ahora escúchame tú a mí —le desafió—. Si en algo aprecias tu lengua, procura que jamás vuelva a pronunciar el nombre de mi padre o haré que tengas que hablar por signos. —Y se sentó para seguir cenando como si nada hubiera pasado.
Astucia Gris le miró con el rostro encendido por la cólera. Luego, sin decir palabra, se dio la vuelta y abandonó el comedor.
Cí se felicitó por el resultado. Su oponente había intentado provocar un incidente para desacreditarle en su primer día en la academia y, sin embargo, sólo había conseguido quedar en ridículo delante de sus propios compañeros. Y aunque sabía que Astucia Gris no se conformaría con una derrota, lograrlo en público le resultaría complicado.
Con la llegada de la noche, la tensión se acrecentó. El dormitorio que debían compartir era un pequeño cubículo separado de los restantes por paneles de papel, con lo que la intimidad se limitaba a la penumbra proporcionada por los pequeños faroles que pendían del techo. La celda apenas disponía del espacio suficiente para albergar dos camastros, uno junto al otro, dos mesitas y dos armarios para guardar su ropa, sus enseres y sus libros. Cí observó que el de Astucia Gris rebosaba de sedas como el de una muchacha casadera, pero también albergaba una voluminosa colección de libros lujosamente encuadernados. En el suyo tan sólo habitaban telarañas. Las apartó con la mano y depositó el libro de su padre en el centro de la primera balda. Luego se arrodilló y rezó por sus familiares bajo la mirada despectiva de Astucia Gris, quien para entonces comenzaba a desvestirse para meterse en la cama. Cí hizo lo propio, intentando aprovechar la oscuridad para ocultar las quemaduras de su torso, pero Astucia Gris las descubrió.
Se metió cada uno en su cama y permanecieron en silencio. Cí escuchaba la respiración de Astucia Gris con el temor de quien percibe la proximidad de un animal. No podía dormir. En su cabeza bullían mil pensamientos encontrados: la falta de su hermana, la pérdida de su familia, la terrible revelación sobre su padre... Y ahora que por fin los dioses le ofrecían la oportunidad de su vida, un estudiante malcriado parecía dispuesto a amargársela. Intentó encontrar la forma de apaciguar la animadversión que parecía haber despertado en Astucia Gris, pero tampoco sabía de qué forma lograrlo. Al final, llegó a la conclusión de que debía consultarlo con Ming. Seguramente, él sabría cómo ayudarle, y eso le tranquilizó. Comenzaba a conciliar el sueño cuando un siseo procedente del camastro de Astucia Gris le interrumpió.
—¡Eh, engendro! —rio entre dientes—. ¿Ése era tu secreto, no? Serás listo, sí, pero repulsivo como una cucaracha. —Volvió a reírse—. No me extraña que leas en los muertos, si pareces un cadáver podrido.
Cí no respondió. Apretó los dientes y cerró los párpados intentando no escucharle mientras una rabia ácida le corroía los intestinos. Se había acostumbrado tanto a sus cicatrices que había olvidado lo llamativas que podían resultarles a los demás. Y, aunque a decir de quienes le conocían, su rostro era agraciado y su sonrisa limpia, lo cierto era que su pecho y sus manos eran retales abrasados. Se arrebujó en la manta y apretó su sien contra la piedra que hacía de almohada hasta sentir cómo se aplastaba su cerebro, maldiciéndose por el perverso don que le impedía percibir el dolor y que le convertía en una triste aberración.
Pero justo antes de caer rendido, cuando el sueño comenzaba a vencerle, pensó que tal vez sus quemaduras sirvieran para aplacar la animosidad de Astucia Gris. Y con ese pensamiento logró conciliar el sueño.
* * *
Los días siguientes transcurrieron vertiginosamente. Cí se levantaba antes que nadie y aprovechaba hasta el último rayo de luz para repasar lo aprendido durante la jornada. Los escasos momentos de asueto los dedicaba a releer el libro de su padre, intentando memorizar hasta el último detalle de los capítulos relacionados con los aspectos criminales.
Cuando las clases se lo permitían, acompañaba a Ming en sus visitas a los hospitales. En ellos abundaban los sanadores, los hombres de las hierbas, los acupuntores y los aplicadores de moxa, pero escaseaban los cirujanos pese a su evidente necesidad. La doctrina confuciana prohibía la intervención en el interior de los cuerpos y, por tanto, la cirugía se limitaba a los casos imprescindibles, como la reducción de fracturas abiertas, los cosidos de heridas o las amputaciones. Al contrario que la mayoría de sus colegas, quienes denostaban a cuantos practicaban la sanación, Ming mostraba un inusitado interés por la medicina avanzada. El profesor se quejó amargamente del cierre de la Facultad de Medicina.
—La inauguraron hace veinte años y ahora la han cerrado. Esos tradicionalistas del rectorado afirman que la cirugía es un retraso. Y luego pretenden que nuestros jueces encuentren criminales gracias a sus estudios de literatura y de poesía...
Cí asintió. Había tenido el privilegio de asistir a algunas clases magistrales en aquella facultad, antes de su clausura, y desde entonces añoraba sus enseñanzas. Sin embargo, era de los pocos que las apreciaban. La mayoría de los estudiantes preferían centrarse en los cánones confucianos, en la caligrafía y en la poética, a sabiendas de que les serían más útiles a la hora de afrontar los exámenes oficiales. Al fin y al cabo, cuando accedieran al puesto de juez, la mayor parte de su tiempo lo dedicarían a trabajos burocráticos, y si en alguna ocasión debían enfrentarse a algún asesinato, llamarían a un carnicero o a un matarife para que les diera su opinión y les limpiara los cadáveres.
Cualquier cosa se le antojaba una novedad, y aunque ya lo hubiera vivido durante su época de estudiante, verse rodeado de compañeros con similares inquietudes, volver a discutir de filosofía o ejercitar los ritos le resultaba tan sugestivo como examinar los modelos anatómicos tallados en madera o participar en apasionantes discusiones jurídicas. Por eso era tan feliz en la Academia Ming.
Cada día aprendía algo nuevo y, para sorpresa de sus compañeros, pronto demostró que sus conocimientos no se limitaban a las heridas o a las muertes, sino que también alcanzaban los contenidos del extenso código penal, los trámites burocráticos pertinentes en los juicios o los procedimientos para interrogar a un sospechoso. Ming le había incorporado al grupo de alumnos avanzados, aquellos que al final del curso académico dispondrían de una oportunidad para entrar directamente en la judicatura.
Y a medida que crecía la confianza de Ming en Cí, aumentaba la envidia de Astucia Gris.
Tuvo ocasión de comprobarlo cuando Ming les convocó de urgencia para el examen del mes de noviembre, anunciándoles que en aquella ocasión lo realizarían conjuntamente y se celebraría fuera de la academia, en la sede de la prefectura provincial.
—Tendrá lugar en la Habitación de los Muertos. Se trata de emular el proceso habitual de una investigación y os enfrentaréis a un caso aún no resuelto —les dijo—. Al igual que en la vida real, uno de vosotros adoptará el papel de juez principal y practicará el primer informe. El segundo hará de juez supervisor, es decir, revisará el informe de su compañero y elaborará un segundo. Después, entre los dos deberéis emitir un único veredicto. Competiréis contra otras dos parejas tan preparadas como vosotros, de modo que vuestra fortaleza puede que os enfrente y se convierta en vuestra mayor debilidad. Y ya os auguro que, al igual que harán los criminales, de ella se aprovecharán vuestros adversarios. Es, por tanto, un trabajo en unión, no en competencia. Si sumáis vuestros conocimientos, saldréis vencedores. Si os enfrentáis, sólo triunfará la estulticia. ¿Lo habéis comprendido? —Ming los escrutó sin que ninguno de los dos, Cí y Astucia Gris, moviera un solo músculo. Asintió. Luego inspiró antes de retarles con la mirada—. Hay algo más: los vencedores de esta prueba se situarán en la primera posición para el puesto de Oficial Imperial que cada año nos otorga la Corte. Os hablo del puesto fijo que siempre habéis soñado. Así pues, preparaos bien y trabajad duro.
A Cí no le incomodó que Astucia Gris se le adelantara al solicitar la figura de juez principal. Lo que realmente le molestó fue que arguyera que él no estaba preparado. Ming aceptó el reparto de papeles propuesto por Astucia Gris, no tanto por su alegato como por la antigüedad de cada alumno en la academia, pero se aseguró de que ambos trabajarían juntos sin problemas.
De Cí obtuvo su compromiso. De Astucia Gris, sólo un gruñido.
De camino a la Sala del Silencio, el lugar donde se reunían para estudiar, Cí comprendió que aquella oportunidad era demasiado importante como para mantener vivas estériles rencillas. Además, hasta aquel día no había tenido mayores problemas con Astucia Gris aparte de los insultos y burlas sobre sus quemaduras que desde el primer instante le había dirigido, pero que poco a poco había ido abandonando al comprobar que no le afectaban. Por otra parte, tenía que reconocer que los conocimientos de Astucia Gris sobre cuestiones legales y literarias eran superiores a los suyos y necesitaba su capacidad si pretendían ganar el concurso. Tras la cena, intentaría discutirlo con él.
Encontró el momento oportuno cuando se levantaron de las mesas. Algunos alumnos se habían adelantado para acudir a la biblioteca y continuar con la preparación del trabajo, así que le propuso imitarlos.
—La Habitación de los Muertos... Mañana será un gran día. Podríamos repasar algunos de los casos y...
—¿Llevas aquí cuatro meses y de veras crees que trabajaré contigo? —le interrumpió Astucia Gris burlonamente—. Estamos juntos porque nos lo han ordenado, pero no necesito una babosa a mi lado. Tú haz tu trabajo, que yo haré el mío. —Y se fue a dormir tan tranquilo, como si en lugar de enfrentarse al reto más importante de su carrera, a la mañana siguiente sólo fuera de paseo.
Cí no le siguió. Permaneció despierto hasta tarde revisando sus apuntes, examinando las anotaciones y repasando los temas en los que Ming había incidido.