Read El lector de cadáveres Online

Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (42 page)

BOOK: El lector de cadáveres
11.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La ausencia de marcas de defensa era indicio de que las víctimas no habían opuesto resistencia a su asesino, lo cual a su vez implicaba que o bien las víctimas fueron sorprendidas o bien conocían ya a su verdugo. En cualquier caso, era algo sobre lo que debería meditar. Finalmente, descubrió un detalle hasta entonces inadvertido: las manos del cadáver del más anciano, el que tenía el rostro desfigurado, presentaban una extraña corrosión que partía de los dedos y se extendía por las palmas y el dorso. Era una ulceración fina y uniforme que sólo afectaba a la parte externa de la piel, cuyo aspecto, pese al avance de la putrefacción, era más blanquecino que el del resto del cuerpo. Parecía como si las hubiera atacado algún polvo ácido del color del caolín. También advirtió la presencia, bajo el pulgar de la mano derecha, de lo que parecía ser un pequeño tatuaje rojizo con forma de llama ondulada. Tomó un serrucho y seccionó el miembro a la altura de la muñeca. Luego pidió que lo introdujeran en hielo y lo guardaran en la cámara de conservación. Echó un último vistazo y salió afuera para respirar.

Al poco se presentó Bo acompañado por el artista que debía elaborar el retrato de uno de los cuerpos. Al contrario que el perfumista, el pintor ya había sido advertido de lo espinoso de su tarea, pero, aun así, al entrar en el depósito, exhaló una exclamación de terror. Cuando se repuso, Cí le señaló el rostro que debía reproducir y las zonas que debía interpretar para que se asemejaran a su apariencia en vida. El hombre asintió. Sacó sus pinceles y comenzó a trabajar.

Mientras el artista avanzaba, Cí leyó con detenimiento los informes que acababa de entregarle Bo. En ellos constaba que el eunuco asesinado, de nombre Suave Delfín, había comenzado a trabajar en el Palacio de las Concubinas el día de su décimo cumpleaños. Desde entonces, había prestado sus servicios como vigilante del harén, acompañante cordial, músico y lector de poemas. Su extremada inteligencia le había hecho merecedor de la confianza de los responsables del erario, quienes le asignaron el puesto de ayudante del administrador cuando cumplió los treinta años, cargo en el que se había mantenido hasta el día de su muerte, a los cuarenta y tres años de edad.

A Cí no le extrañó. Era habitual y conocido que los eunucos resultaban los candidatos idóneos para administrar el patrimonio de palacio, ya que, al carecer de descendencia, no se veían tentados a derivar recursos para su propio beneficio.

El informe señalaba que una semana antes de su desaparición, Suave Delfín había solicitado permiso para ausentarse de palacio alegando una llamada de su padre, el cual había enfermado repentinamente. El permiso le había sido concedido, motivo por el que su desaparición no había despertado sospechas.

Respecto a sus vicios o virtudes, las notas sólo apuntaban hacia un desmedido amor por las antigüedades, de las cuales poseía una pequeña colección que custodiaba en sus habitaciones privadas. Por último, se consignaban las actividades que desempeñaba a diario y las personas a las que frecuentaba, principalmente, eunucos de su misma condición. Sin embargo, no constaba nada sobre las pruebas practicadas al cuerpo.

Cí guardó el informe junto al plano del palacio en el que figuraban marcadas las dependencias en las que se alojaría mientras durase la investigación. Observó que la habitación que le habían asignado lindaba con el Palacio de las Concubinas, al que, recordó, tenía prohibido acceder. Recogió sus útiles y echó un vistazo al boceto que estaba rematando el retratista. Sin duda, debía de ser un profesional reputado, pues había recogido hasta el último detalle del rostro del fallecido. Le sería de gran ayuda. Le dejó trabajando, pidió a Bo que encargara a un ebanista la fabricación de una pica de características determinadas y se marchó.

Durante el resto de la tarde se dedicó a recorrer las zonas del palacio por las que se le permitía deambular.

En primer lugar, inspeccionó el exterior, un recinto de planta cuadrada de unos treinta y seis
li
de perímetro protegido por dos murallas almenadas cuya altura estimó que excedería la de seis hombres dispuestos uno sobre otro. En sus esquinas, cuatro torres de vigilancia flanqueaban las cuatro puertas ceremoniales que, orientadas según los puntos cardinales, facilitaban el acceso al palacio, puertas que por su grosor juzgó inexpugnables para cualquiera que las intentara franquear.

Tras el paseo, se internó por el frondoso cinturón de jardines que guarnecía el lugar. Mientras caminaba, se dejó bañar por el jaspeado torrente de verdes intensos, de tonalidades esmeraldas, del musgo húmedo y brillante como recién barnizado, del olivino pardo y la tenue manzana, de los turquesas suaves y desvaídos entremezclados en un exuberante cuadro que hería la vista de tanto esplendor. El aroma fresco y penetrante de los ciruelos, los melocotoneros y los jazmines le limpió del hedor pútrido que se había adherido a sus pulmones. Cerró los ojos e inspiró con fuerza. Sintió que la vida entraba de nuevo en él.

Se concedió tiempo para disfrutar de los macizos de peonías, que se alternaban gozosos con otros de orquídeas y camelias, y admiró los bosquecillos de pinos y bambúes salpicados de riachuelos, estanques, puentes y pabellones. Pensó que aquel lugar reunía todo lo que un hombre podría anhelar.

Finalmente, tomó asiento junto a una formación rocosa artificial que imitaba las pequeñas crestas de una cordillera. Allí, acompañado por el trinar de los jilgueros, desplegó el cuadernillo que se adjuntaba al plano del palacio. Comprobó que se trataba de la sección del código penal reguladora de las obligaciones que afectaban a cuantos obreros permaneciesen en los palacios imperiales tras la finalización de sus trabajos diarios. En ellas se especificaba la hora de
shen
, el periodo comprendido entre las tres y las cinco de la tarde durante el cual los mencionados trabajadores debían presentarse ante el oficial encargado de comprobar sus identidades. El mismo oficial era el responsable de verificar que la salida del palacio se efectuaba por las mismas puertas por las que habían accedido. Si haciendo caso omiso de estas disposiciones, alguno de los obreros permanecía voluntariamente en el palacio, incurriría en la pena de prisión durante el tiempo ordinario y sufriría la muerte por estrangulación.

Cí no entendía la razón de aquella advertencia. El sello que le habían entregado le facultaba no sólo a deambular por las dependencias marcadas, sino también a pernoctar en la habitación que Kan le había asignado. Tal vez su hospedaje fuese sólo provisional o tal vez hubiera de tener más cuidado.

No pudo evitar un estremecimiento.

La normativa continuaba haciendo especial mención a los horarios. Según refería, ningún obrero externo podía permanecer en palacio una vez expirado el turno laboral. Si se descubría lo contrario, los inspectores de trabajo, oficiales responsables, soldados y porteros procederían de inmediato a su búsqueda, informando del hecho al emperador. Respecto a la servidumbre propia de la Corte, aquellos que no se presentaran puntualmente para el desempeño de sus obligaciones o bien cesaran en ellas antes de plazo quedarían sujetos a la pena de cuarenta golpes por día de ausencia. Por último, especificaba que, si el hallado culpable fuera un oficial civil o un militar, la pena impuesta se aplicaría en el grado superior inmediato, sin exceder en ningún caso de sesenta golpes y un año de destierro.

Cerró el cuadernillo. Quiso pensar que nada de lo allí reseñado guardaba relación con él. De repente, todo el esplendor de los jardines no le pareció sino una extraordinaria pero desoladora prisión.

Se levantó y se encaminó hacia los edificios de la Corte exterior erigidos más al sur, en los que se ubicaban las oficinas de la rama ejecutiva del gobierno. Había procurado memorizarlos, de modo que intentó recordar su posición. A la entrada se situaba el Consejo de Personal o Li Bu, dedicado a asuntos como la graduación y distribución de funcionarios. A continuación, se ubicaba el Consejo de Rentas o Finanzas, también llamado Hu Bu, a cargo de los impuestos. Después, más hacia el interior, estaba el Consejo de los Ritos, encargado de supervisar las ceremonias, oposiciones y protocolos estatales. A su lado se encontraba el Consejo del Ejército o Bing Bu, que administraba los asuntos militares. El Consejo de los Castigos, dirigido por Kan, controlaba las cuestiones judiciales y se situaba en el piso superior, junto al Consejo de Trabajos, también llamado Gong Bu, responsable de los proyectos de obras públicas como avenidas, canales y puertos. En el mapa se detallaba la ubicación de las distintas oficinas especializadas en temas menores, como agricultura, justicia, banquetes imperiales, sacrificios imperiales, recepciones diplomáticas, establos imperiales, vías fluviales, educación y talleres imperiales, pero Cí fue incapaz de identificarlas.

Frente a la entrada principal, decidió comprobar su conocimiento del recinto. Mostró su sello al centinela, quien, tras anotar su nombre y la hora, le franqueó el paso. Cí atravesó el enorme recibidor central y comprobó con el mapa lo preciso de su recreación. Luego se dirigió hacia el inmenso
siheyuan
, el patio porticado que establecía la frontera con la Corte interior, donde se erigían el Palacio de las Concubinas y el Palacio Imperial.

Observó desde la puerta la majestuosidad de ambos palacios, cuyas habitaciones, unas doscientas según el plano, quedaban ocultas hacia la fachada interior. En ellas se alojaban, además del emperador, sus esposas y concubinas, los eunucos y un destacamento permanente de la guardia imperial.

Volvió su vista hacia el mapa. Según parecía, en el ala oriental, frente al Palacio de las Concubinas, estaban ubicados los almacenes y las cocinas, y en el ala opuesta, los establos y las caballerizas. Imaginó que las mazmorras se situaban bajo éstos, aunque debido al laberinto que trazaban los sótanos, fue sólo una suposición. Por último comprobó que los dos palacios de verano —Fresco Matinal y Eterno Frescor— quedaban alejados de su vista, en el ala septentrional. Una vez satisfecho, sacó el informe que le habían suministrado para compararlo con sus propias notas. Tras leerlo apretó los dientes.

Hasta aquel momento, sólo podía presumir de una única certeza: la de enfrentarse a un asesino extremadamente peligroso y de una inteligencia superior, cuya habilidad para disfrazar sus crímenes rivalizaba con su crueldad al cometerlos. No mucho más. Contaba a su favor con el descubrimiento de la naturaleza masculina del eunuco, un hallazgo que esperaba que desconociera su ejecutor, pero en su contra jugaban un par de asuntos difíciles de controlar. Por un lado, el absoluto desconocimiento del móvil que había guiado al asesino, dato que, dada la avanzada descomposición de los cuerpos, se revelaba necesario averiguar. Por otro, la manifiesta hostilidad de Kan, para quien su presencia parecía ser más una carga que una solución. Pero esos dos inconvenientes apenas representaban un grano de arroz si se comparaban con el que él juzgaba más peligroso: tener de compañero de pesquisas a una rata como Astucia Gris.

Se dirigió a sus aposentos para reflexionar con tranquilidad.

La habitación era una estancia limpia provista de una cama baja y una mesa de estudio. No necesitaba más y agradeció las vistas al patio interior que le proporcionaba la única ventana. Tomó asiento para reordenar sus ideas y comenzó a trabajar. Desafortunadamente, sus mayores expectativas pasaban por los progresos del perfumista y la distribución del retrato que había ordenado realizar. Y en ambos casos, los resultados no estaban garantizados ni dependían de él. Se lamentó por ello. Detestaba quedar en manos del azar.

Abrió la cámara de conservación que había hecho traer del depósito y extrajo la mano que había cercenado al cadáver para examinarla a la luz del sol. Se fijó en que las yemas de los dedos parecían haber sido atravesadas por decenas de agujas hasta convertirlas en una especie de
fu hai shi
, la rugosa piedra pómez de Guangdong. Juzgó su origen como una corrosión antigua, pero no se atrevió a aventurar más. Luego se fijó en las uñas. Bajo ellas parecía haber unos fragmentos negros similares a astillas. Sin embargo, al extraerlas y presionarlas, comprobó que se deshacían, pues en realidad eran pequeños restos de carbón. Guardó de nuevo la mano y se dedicó a pensar en los extraños cráteres que el asesino había practicado sobre las tres heridas principales. ¿Por qué las habría perfumado? ¿Por qué habría escarbado de aquella brutal manera? ¿En verdad buscaría algo o, tal y como habían sugerido Ming y el magistrado, responderían a un rito o a un instinto animal?

Se levantó y cerró la carpeta de un manotazo. Si pretendía avanzar, tenía que interrogar a las amistades del eunuco Suave Delfín.

* * *

Un oficial informó a Cí de que encontraría a Lánguido Amanecer en la Biblioteca Imperial.

El mejor amigo de Suave Delfín resultó ser un joven eunuco de aspecto aniñado cuya edad no superaría los diecisiete años. Aunque sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, su voz sonaba templada, y sus respuestas, serenas y maduras. Pero cuando le preguntó por Suave Delfín, su tono cambió.

—Ya le dije al consejero de los Castigos que Suave Delfín era muy reservado. Es cierto que pasábamos mucho tiempo juntos, pero hablábamos poco —respondió.

Cí obvió preguntarle a qué dedicaban su tiempo. En cambio, le interrogó sobre la familia de Suave Delfín.

—Casi nunca los mencionaba —respondió aliviado al comprobar que no le responsabilizaba de su desaparición—. Su padre era un pescador del lago, al igual que los de muchos de nosotros, pero a él no le gustaba reconocerlo y solía fantasear al respecto.

—¿Fantasear?

—Exagerar, imaginar... —le explicó—. Cuando se refería a su familia, lo hacía con respeto y admiración, pero no por piedad filial, sino con cierta presunción. Como si descendiese de gente rica y poderosa. Pobre Suave Delfín. Él no mentía por maldad. Lo que le sucedía es que odiaba la miseria de su juventud.

—Comprendo. —Ojeó por encima sus notas—. Según parece, era muy cuidadoso con su trabajo...

—¡Oh, sí, desde luego! Siempre apuntaba lo que hacía, se pasaba las horas muertas repasando sus cuentas y siempre salía el último. Se mostraba orgulloso de haber progresado tanto. Por eso despertaba tantas envidias. Y por eso me envidiaban a mí.

—¿Envidias? ¿De quiénes?

—De casi todos. Suave Delfín era guapo y suave como la seda. Y también rico. Era ahorrador.

BOOK: El lector de cadáveres
11.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Un milagro en equilibrio by Lucía Etxebarria
Walkers (Book 2): The Rescue by Davis-Lindsey, Zelda
Just One More Breath by Lewis, Leigha
Starclimber by Kenneth Oppel
The Wrong Mother by Sophie Hannah
Donuthead by Sue Stauffacher
Gone Crazy in Alabama by Rita Williams-Garcia