La guerra de los treinta años, dijo solamente, y según mi madre, Elías se la contó de cabo a rabo, cuándo empezó, cuándo terminó, y por qué, y quiénes lucharon, y un montón de nombres de batallas. Luego, siempre según ella, le preguntó qué era ene a dos no sé qué, y Elías contestó que la fórmula de algo muy raro, y después le recitó los ríos de España y un montón de cosas más, incluso algo de San Anselmo, y eso que en su casa eran ateos, que Elías nunca había ido a la catequesis ni había hecho la comunión cuando le tocaba, pero hasta a eso supo contestar. Don Eusebio era maestro, tenía delante a un muchacho de catorce años que se lo sabía todo y no podía negarse, no podía decir que no. Bueno, accedió por fin, pásate por mi casa mañana por la tarde, a ver qué podemos hacer. Durante unos meses hicieron mucho, hicieron tanto que don Eusebio le puso el mote que desplazaría ya para siempre al de su padre, Regalito, y cuando alguien le preguntaba por qué, contestaba que Elías era un regalo, sí, pero relativo, y los dos se echaban a reír.
Los vecinos se acostumbraron a verlos al caer la tarde, en la carretera vieja, recorriendo siempre el mismo tramo, arriba y abajo, con un libro que iba cambiando de manos al ritmo de las preguntas y las respuestas, don Eusebio, que tendría ya más de cincuenta años, con traje y corbata, Elías limpio y bien peinado, con una camisa distinta de la que usaba para trabajar en el campo, y era como si nunca se cansaran de andar y de hablar, de hablar y de andar, porque a veces la noche les sorprendía como si hubieran perdido la facultad de medir el tiempo.
Don Eusebio había encontrado a su mejor alumno y Regalito al maestro que necesitaba, pero aquellos eran días de dos caras, complicados días de sonrisas hipócritas y silencios de piedra, días de sálvese quien pueda, en los que levantarse de la cama por la mañana era un triunfo, y volver a ella sano y salvo por la noche, una hazaña similar. Para culminarla, la regla de oro consistía en acatar la voluntad del terror, reducir la vida al mínimo y no hacer nada, no saber nada, no decir nada, mirar sin ver, escuchar sin oír, y no comprender. Quizás en las ciudades fuera distinto, pero en un pueblo como Fuensanta de Martos, ese vivir apenas, vivir sin sentir, era el único recurso al alcance de quienes aspiraban a una supervivencia que nada ni nadie podía garantizarles. Quizás, en una ciudad, un adolescente como Regalito habría tenido algún futuro. Quizás habría podido seguir estudiando, sacarse el bachillerato, ir a la universidad, hacerse con un título, quizás, pero en mi pueblo eso era imposible y él lo sabía, aunque seguramente, el día que escogió para echarlo todo a perder ni siquiera se paró a pensarlo.
Se acercaba el verano de 1941 y hacía mucho calor, eso lo sé porque también me lo contó mi madre. Lo demás lo aprendí después, cuando empecé a ir al cortijo de Las Rubias tres tardes a la semana. Doña Elena lo sabía porque se lo había contado la señorita Rosa, que seguía siendo la maestra de la escuela de las niñas, y estaba presente cuando Elías se revolvió en la silla como si acabara de picarle una avispa. Don Eusebio no se dio cuenta porque todavía estaba regañando al hijo de la Potajilla, que aquel día había ido a clase con el uniforme de verano de los pobres de mi pueblo, unos pantalones cortos con un tirante atravesado en diagonal, sólo sobre un hombro, y sin camisa, porque su madre ya la había guardado para que durara más, y tener algo que ponerle el invierno siguiente.
¿A usted le parece bien venir a la escuela así, medio desnudo, señorito? Severino el Potajillo era muy pequeño. No tendría más de seis o siete años y no entendía por qué el maestro le llamaba de usted, ni por qué le estaba regañando. Pues dígale a su madre que si a ella no le importa traerle presentable, a mí sí que me importa, y con esta indumentaria, no voy a volver a admitirle en mi clase, ¿está claro? No podía estar claro, porque como el crío no se estaba enterando de nada, se echó a llorar. Entonces, Regalito ya había descubierto algo que no sospechaba. El nunca iba a la escuela porque por las mañanas trabajaba en el campo, pero ya faltaba muy poco para la fecha del examen, y don Eusebio había convencido a Pesetilla de que le diera el día libre, y le había colocado en un pupitre alejado del resto, junto a su mesa. La señorita Rosa había conseguido las preguntas del examen de reválida del año anterior y había entrado en el aula de los niños para explicarle a Elías la forma de contestarlas, pero no le dio tiempo a terminar, porque el mejor alumno de don Eusebio se levantó, se acercó a su maestro, y sin levantar la voz, sin chillar, sin enfadarse, le preguntó por qué estaba diciendo esas cosas. Usted conoce a este niño, sabe cómo viven en su casa, y que a su padre lo fusilaron, que su madre trabaja como una muía y no da abasto, porque tiene cuatro más. ¿Por qué le maltrata, si usted no es así, si yo le conozco y sé que usted es un buen hombre, un buen profesor, una persona decente?
Doña Elena, que también era maestra aunque ya no la dejaran dar clase, decía que eso fue lo que don Eusebio no pudo perdonarle nunca a Elías. Que si en lugar de hablarle así, con tanta serenidad, hubiera salido en defensa del Potajillo a gritos, le habría mandado callar, le habría dicho que volviera al pupitre y no habría pasado nada. Pero el candor de Elías, la decepción que no evitaba la cortesía de sus preguntas, la limpia condición de su censura, resultaron demasiado humillantes para un hombre que no se atrevía a mostrarse en público tal y como era en realidad, un hombre débil, pequeño, que en la carretera vieja, por las tardes, escogía sus propias palabras para hablar de historia y de filosofía, de poesía y de ética, con un chico muy inteligente que sin embargo no había podido adivinar la naturaleza ambigua, parcial, tramposa, de las verdades que aprendía en cada paseo. Don Eusebio no pudo sostener la mirada de Elías. No podía hacer otra cosa que echarle de la escuela y eso hizo, con el rostro menos coloreado por la indignación que por la vergüenza. No vuelvas más por aquí, le advirtió al final, y Regalito le miró a los ojos y le dijo que no se preocupara, que no pensaba volver nunca más. Después, como ya estaba matriculado, se fue a Jaén, hizo el examen y contestó bien a todas las preguntas, pero nunca salió su nota.
Desde entonces, cuando coincidían en algún sitio, don Eusebio procuraba esquivar a su antiguo alumno, y si no lo lograba, los dos se cruzaban sin saludarse, como si nunca se hubieran conocido. Hasta que una noche de primavera de 1946, los guardias fueron a buscar a Elías, y como no lo encontraron en casa, se llevaron a Pesetilla. Esa misma noche, su hijo se subió al monte, y allí seguía.
—Tiene que ser él —decía mi padre a todas horas, un año y medio después—. Tiene que ser Regalito, porque además fue él quien estuvo…
De ahí no pasaba, en ese punto se quedaba atascado, y si madre le preguntaba, movía la mano derecha en el aire, para dejar claro que no pensaba decir nada más. Pero casi nunca le preguntábamos, porque sabíamos en qué estaba pensando y todos teníamos motivos para cambiar de conversación, aunque yo no podía contarle los míos a nadie.
Los hijos del capitán Grant
. Era un libro gordo, encuadernado en tela roja, con una ilustración en colores pegada sobre la portada, unos niños rubios, un señor con aspecto de sabio despistado, un capitán de barco y dos marineros andando sobre el hielo con unos artilugios de hierro pegados a los zapatos, en un paisaje imposible con palmeras al fondo, una playa con gaviotas y un barco a lo lejos, ante una montaña sobre la que asomaban unos indios con plumas en la cabeza.
—¿Qué es esto? —pregunté, y hablaba para mí, pero a mi espalda, Pepe el Portugués había vuelto a entrar en su casa.
—Un libro.
La gente siempre dice que en Andalucía hace buen tiempo, pero en mi pueblo, en agosto, nos asábamos de calor. El sol caía sobre nosotros como el instrumento de una vieja venganza, y era algo más que la luz que rebotaba en las paredes encaladas como si pretendiera deshacerlas gota a gota, más que la temperatura que desataba los chorros de sudor que nos empapaban la ropa en el instante en que nos atrevíamos a asomar un pie a la calle, era algo duro, sólido, metálico, como un martillo de llamas sobre la cabeza, un invisible baño de fuego que ardía con la misma crueldad por encima y por debajo de la piel. Ese era el martirio que madre procuraba evitarnos cuando nos prohibía salir después de comer, pero yo ya pasaba bastantes días encerrado sin pisar ni el patio gracias al ratón de los del monte y al gato de los del cuartel, así que en cuanto la oía roncar, abandonada a las delicias de esa siesta a la que yo nunca le había visto la gracia, esperaba un cuarto de hora y me escapaba por la ventana, que para eso estaba en mi mitad del dormitorio.
—¿Adónde vas?
Cuando estaba libre de servicio, Curro era el único que me veía salir. El estaba enamorado sin remedio de Isabel Mariamandil, la nieta de doña Angustias, una chica muy rara, callada y discreta, con un aire monjil que la hacía parecer mayor de lo que era y que jamás le había dado esperanzas. Isabel tenía veinte años, pero vivía como si fuera una anciana, porque se pasaba la vida en el cortijo, cuidando de su abuela, y apenas paseaba por el pueblo, no salía con sus amigas, no llevaba tacones, ni lazos en el pelo, y nunca iba a bailar, ni al cine. Todos creíamos que le traía sin cuidado seguir soltera de por vida, y por eso, su enamorado solía quedarse suspirando por las tardes en la casa cuartel, y sacaba partido del calor que recluía al teniente en su dormitorio para atentar contra el decoro de la vivienda común colgando una hamaca de dos clavos, uno en la fachada de su casa y otro en un pilar del porche que recorría todo el patio. Luego se tumbaba allí, a la sombra, para leer novelas de pistoleros, y levantaba la vista con pereza al verme pasar a su lado.
—Voy a bañarme en el río —contestaba yo en un susurro, para que no me oyeran en mi casa.
—Un día de estos te vas a derretir, Canijo.
—¡Shhhh! —yo pedía silencio con un dedo sobre los labios y, aunque sabía que no era un chivato, apresuraba el paso—. Ya verás como no.
No me derretía, pero, a veces, al llegar a la mitad de la cuesta sentía algo parecido, porque ya no sabía qué hacer conmigo mismo, y la camisa me daba calor, pero si me la quitaba, me mataba el sol, y los tobillos me pesaban, los empeines de mis pies hinchados se clavaban en el borde de las alpargatas para convertir cada paso en un suplicio, y la tentación de no llegar hasta arriba, de tumbarme a la sombra de un árbol y esperar a la fresca allí tirado, sin hacer nada, era cada vez mayor, pero me resistía pensando en el placer que sentiría al entrar en el río, la imaginaria cortina de vapor que se desprendería de mi cuerpo apenas rozara el agua fría que bajaba de la sierra, y así, con la imaginación más que con las piernas, lograba llegar hasta arriba. Entonces sólo tenía que bajar, recorrer unos metros de pendiente favorable a la sombra de los árboles y desnudarme en un segundo. Me metía en el agua muy despacio y reservaba la cabeza para el final, porque me gustaba tocarla, tan caliente, con las manos húmedas y heladas, antes de zambullirme del todo para brindarle el toro imaginario de aquella felicidad a los que preferían perder el tiempo durmiendo en un charco de sudor. De vez en cuando, como si pretendiera demostrarme a tiempo que los dos éramos de la misma clase, Pepe el Portugués aparecía en calzoncillos, con una toalla al hombro y una sonrisa en los labios que quería decir que aquellas pozas eran suyas, pero que no le importaba compartirlas conmigo. Aquella tarde, sin embargo, él ya estaba en remojo cuando yo llegué al río.
—Desde las dos de la tarde llevo aquí —me dijo, y sentado en una piedra oculta por el agua, con la espalda apoyada en una losa plana y las piernas estiradas, parecía un emperador en su trono—. Tengo los dedos arrugados como garbanzos, pero cualquiera sale, con la que está cayendo…
Cuando salimos, yo también parecía una legumbre recién cocida y, lo que era aún mejor, estaba tiritando de frío. Por eso me tumbé al sol, tan furioso todavía que no necesitó más de diez minutos para achicharrarme, pero esperé cinco más, y volví a bañarme, y volví a salir, hasta que el Portugués interrumpió aquel círculo verdaderamente vicioso con una de sus buenas ideas.
—Tengo hambre —y al escucharle, escuché el sonido de mis propias tripas—. ¿Subimos a comer algo?
Desde que compartimos aquellos chorizos que atrajeron sobre nosotros la atención de toda una patrulla del ejército, las meriendas formaban parte del protocolo de mis visitas al molino viejo, aunque la oferta de Pepe no había vuelto a ser tan suculenta. Sin embargo, trucos de hombre solo, en su despensa siempre había embutidos, pan, y con suerte, algún tomate maduro. Con estos ingredientes y un poco de aceite, el Portugués hacía unos bocadillos exquisitos de pan con tomate y cualquier cosa, según la receta que le había enseñado en la mili un sargento catalán. Aquella tarde fueron de queso curado, y estaban tan ricos que me comí el mío y la mitad del suyo, antes de sentarme a hacer la digestión en el sofá que Pepe había rescatado de la basura de la parroquia. Cuando nos lo encontramos en la calle, le dije que sólo iba a servir para hacer leño, porque estaba desvencijado y le faltaba un brazo, pero él había arreglado las patas y habían quedado bastante bien. El muelle saltado en medio del asiento no tenía remedio, pero dejaba dos plazas aprovechables a los lados, y total, como vivo solo, concluyó él, me sobra una. Era muy cómodo además, porque al recostarme junto al único brazo superviviente, sucumbí a un sopor dulce y delicioso, del que me despertó el eco impertinente de unos nudillos en el cristal.
—¿Quién coño tendrá que venir…? —la voz del Portugués, empastada de sueño, se recuperó enseguida cuando Sanchís, el compañero de mi padre, nos dedicó un saludo militar desde el otro lado de la ventana—. ¡Joder, y qué querrá este ahora!
Levantó una mano en el aire, para pedirle que esperara, y fue a la cocina a lavarse la cara, antes de ponerse una camisa que podía llevar varios días enganchada por el cuello al respaldo de una silla, pero no estaba sucia del todo.
—No me gusta este tío —murmuró para sí mismo mientras se la abrochaba.
—A mí tampoco —pero eso sólo era una parte de la verdad. La que me callé era que le tenía tanto miedo que si hubiera seguido viéndole al otro lado de la ventana, ni siquiera me habría atrevido a abrir la boca.
—Tú quédate aquí —antes de salir, me miró como si lo supiera—. Lo más seguro es que sólo tenga ganas de joder un poco.