—¿Qué miras tú, sinvergüenza? —mi madre me levantó por la axila después de darme un capón—. ¡Ea, a bailar!
Cuando me levanté, ellos se marchaban ya, cogidos del brazo, y pensé que, fuera lo que fuese lo que iban a hacer a continuación, ni mi padre ni mi madre serían capaces de suponerlo en su vida.
Aquella noche, mientras se besaba con su mujer, Sanchís casi me cayó bien, pero cuando vino a buscar a Pepe el Portugués, Pastora no estaba con él, y Curro, que era su pareja desde que mataron a Martínez, tampoco. Había venido al molino él solo, y los guardias civiles siempre iban de dos en dos. Por eso, cuando me despejé lo suficiente como para pensarlo, me asusté. Mi padre decía siempre que Sanchís era un fanático, un loco incontrolado y peligroso, pero cuando me levanté del sofá y fui hasta la ventana dando un rodeo para ver qué estaba pasando fuera, comprobé enseguida que me había asustado en vano. Pepe me daba la espalda pero debía de estar hablando y no para defenderse, porque el guardia asentía con la cabeza y una expresión serena, los labios relajados, las manos en los bolsillos. Entonces vi una mancha roja encima de los retales de tela azul que habían sobrado de las cortinas y que el Portugués guardaba en un cesto por si alguna vez servían para algo. Lo cogí, y al darle la vuelta, leí un nombre, Julio Verne, y aquel título,
Los hijos del capitán Grant
, estampado en letras doradas sobre una ilustración a color que mostraba a una extraña comitiva en un paisaje imposible, helado y tropical al mismo tiempo. Aquella imagen me intrigó tanto que seguía mirándola cuando Pepe volvió a entrar en una casa donde nunca había habido libros a la vista.
—¿De dónde lo has sacado?
—Eso… —y se acarició la barbilla con la mano, como si necesitara pararse a pensar—. Creo que se lo dejó aquí uno de Torredonjimeno con el que he ajustado las olivas. Se le debió caer del morral, porque me lo encontré tirado ahí fuera, el otro día.
—¿Y qué tal?
—¿Qué tal qué?
—El libro —insistí, mientras él seguía mirándome como si no me entendiera—. Que qué tal es, que si es bueno…
—¡Ah! —sonrió—. Y yo qué sé. No lo he mirado bien, yo… Bueno, apenas sé leer, ¿sabes? Junto las letras, eso sí, pero con mucho trabajo, y por eso no me gustan los libros.
Eso no era verdad. Yo sabía que no era verdad, porque en los tiempos en los que su casa no tenía cortinas, le había visto una vez por la ventana, escribiendo en un papel con algo que parecía una estilográfica, y tenía varios libros abiertos sobre la mesa, los consultaba deprisa, cogía uno, pasaba las páginas hasta encontrar lo que buscaba, escribía y lo volvía a dejar, y seguía escribiendo hasta que buscaba otro con los ojos, y lo cogía, y volvía a consultarlo, y a escribir otra vez. Eso no puede hacerlo nadie que no sepa leer, que no sepa escribir perfectamente, mejor de lo que podía hacerlo yo a los nueve años, y lo sabía, pero no quise pillarle en aquella mentira porque con él nunca estaba seguro de nada, y me dio miedo calcular lo que podría llegar a contarme si le obligaba a decirme la verdad. Por eso, y porque yo no vivía en Madrid, sino en Fuensanta de Martos, porque mi padre era guardia civil, porque estábamos en agosto de 1947, seguí mirando aquel libro como si de verdad creyera que su propietario accidental era analfabeto.
—Es una novela —dije solamente—. Y tiene buena pinta. Me gustaría leerla.
—¿Sí? —y me miró como si nunca hubiera oído nada tan raro—. ¿Con lo gorda que es? —asentí con la cabeza y nos echamos a reír—. Bueno, pues llévatela. Si alguien la reclama, con decir que no la he encontrado… Pero antes, trae, que quiero ver una cosa.
Me quitó el libro de las manos, lo puso boca abajo sosteniéndolo por las tapas y lo movió de un lado a otro, como si creyera que de su interior podría caer algo valioso.
—Nada —me lo devolvió con un gesto ambiguo, que parecía una sonrisa pero no terminaba de serlo—. A la gente le gusta esconder dinero en los libros. Se me había ocurrido que igual llevaba dentro algún billete de mil pesetas, pero no ha habido suerte.
Y sin embargo, en aquel libro estaba escrita la suerte de varias personas, buena y mala suerte para conocidos y desconocidos, aunque yo sólo la descifraría al llegar al final de la historia que iba a empezar a leer aquella misma noche.
—¿Y qué quería el sargento? —le pregunté al Portugués antes de despedirme de él.
—Miel —me contestó, y ya estaba tan tranquilo como siempre.
—¿Miel?
—Sí. Por lo visto, a su mujer le gusta mucho.
Un excéntrico científico francés, llamado Jacques Panagel visita a Mary y Robert Grant, hijos de un famoso capitán británico al que se creía muerto en un naufragio, para entregarles un mensaje hallado dentro de una botella descubierta en la barriga de un pez gigantesco. El documento, escrito por el propio capitán Grant, aporta una prueba de que sigue vivo en algún lugar de América del Sur. Por eso sus hijos, asesorados por el profesor y exultantes de esperanza, organizan una expedición de salvamento a bordo de un magnífico barco, el
Duncan
, que estaba a punto de zarpar del puerto de Bristol a las órdenes de Lord Glenarvan cuando escuché la voz del Portugués en la cocina de mi casa.
—Buenas noches, Mercedes, venía a ver a su marido.
—¡Pepe! —mi madre se alegró mucho de verle aunque no le trajera ningún regalo—. Pasa, siéntate, por favor. Antonino no está, pero ya no puede tardar mucho. ¡Nino! Ven, mira quién ha venido…
Hacía dos días que no le veía pero apenas pude hablar un momento con él, porque cuando le estaba contando el principio del libro, llegó mi padre. Pepe se le acercó, le dijo en un susurro algo que no pude interpretar y se marcharon enseguida, juntos y muy serios. Lo que pasó después me lo contó Paquito, como siempre, y sin embargo, gracias a Verne lo comprendí mejor, con más color, más intensidad, más detalles que otras veces. Con la misma exactitud con la que veía, gracias a unos ojos sagacísimos que no estaban en mi cara, las peleas y tempestades que habían agitado por dentro a un hombre tranquilo que había estado en la Patagonia o en Australia las mismas veces que yo. Ninguna.
Pepe el Portugués había venido a contarle a mi padre que aquella misma tarde, mientras recorría el monte de árbol en árbol, buscando alguna colmena con la que complacer a Pastora, había visto a dos hombres armados, solos, en un paraje escarpado, más o menos a la altura de las cuevas de la Virgen pero mucho más arriba. Como había sido él quien le había pedido que le informara de todo, a él era a quien había venido a buscar, pero mi padre le llevó inmediatamente a ver al teniente, que reunió a los siete hombres que estaban a su mando, le animó a que repitiera la historia con todos los detalles que pudiera recordar, y pidió voluntarios. Sanchís e Izquierdo, sargento y cabo, fueron los únicos que dieron ejemplo y un paso al frente, así que el teniente escogió a los demás, y decidió que sólo Carmona y Arranz, un guardia mayor al que le faltaba poco para jubilarse, tendrían la suerte de quedarse en el pueblo. Él iría a la cabeza y el Portugués les acompañaría para guiarlos. Antes de salir, el sargento le dio un fusil, por si las moscas, y él torció el gesto. Preferiría no llevar nada, dijo, porque es que yo… Yo no sé… No tengo experiencia en estas cosas… Estaba muerto de miedo, y los guardias se rieron de él, y le dieron palmadas en la espalda y un trago de coñac, antes de prometerle que no tendría que disparar.
Aquella noche de agosto, quieta, tranquila, la luna estaba en cuarto creciente y se veían muchas estrellas. Su luz ayudó al Portugués a orientarse. Él era un hombre de monte, y no necesitaba senderos para ascender con seguridad. Les llevó muy deprisa y sin contratiempos, ningún tropezón, ninguna caída, ningún ruido que pudiera alertar al enemigo, hasta un lugar donde pudieron ver las sombras de dos hombres armados, sentados en el suelo. Los guardias tomaron posiciones, empuñaron los fusiles, se concentraron en el objetivo y en ese instante, como si pudiera olerlos, detectar su presencia con alguna remota facultad animal, uno de los dos hombres se levantó, escopeta en mano, sin saber muy bien en qué dirección mirar, hacia dónde apuntar, de qué defenderse.
Luego, todo se hizo veloz, frenético y confuso, difícil de entender, como la densidad del aire cuando empieza a oler a muerte. El teniente dio el alto y recibió a cambio un tiro que no le acertó, pero le pasó cerca. Entonces, Sanchís, que competía con Carmona por el título de mejor tirador del cuartel de Fuensanta, disparó y mató en el acto, de un disparo en la cabeza, al hombre que estaba de pie. Michelín quiso dejar constancia de que le debía la vida, pero en un instante, el que tardó en volverse y decir dos palabras, gracias, Miguel, volvió a arriesgarla, porque sus hombres recibieron dos tiros más, muy seguidos. El sargento disparó de nuevo, y de nuevo a la cabeza del otro, que cayó con las manos abiertas, levantadas en el aire. Y cesó el tiroteo.
Sólo unos segundos después, cuando el oxígeno volvió a llenar del todo sus pulmones, y la sangre recuperó la calma con la que solía fluir dentro de sus venas, y dejaron de escuchar los latidos de su corazón en el hueco de su cabeza, empezaron a comprender lo que habían visto, lo que habían hecho, lo que había pasado. Romero fue el primero en decirlo en voz alta, hay otro tirador, tiene que haber, como poco, un tercer tirador. Los que no se habían dado cuenta todavía, comprendieron en ese momento que el padre de Paquito tenía razón, pero no se movieron. El primer muerto podría haber hecho fuego sobre el teniente, pero el segundo había caído con las manos en alto, y eso significaba que había alguien más arriba, en un puesto tan ventajoso que había podido elegir el momento para disparar sobre ellos a placer.
¿Qué pasa?, Pepe el Portugués estaba muy nervioso pero nadie podía perder el tiempo en darle explicaciones. ¿Qué ha pasado?, insistió, ¿por qué estamos aquí parados? ¡Calla de una puta vez!, le gritó el teniente, y cuando su voz se apagó, todos oyeron un rumor pequeño y muy lejano ya, como una cascada de piedrecitas desprendiéndose del suelo batido por la carrera de unos pies, o de unas patas, y podría ser un conejo, o una liebre, pero ellos pensaron en otra clase de presa, y aunque se les estaba escapando, aunque se les había escapado ya, el teniente ordenó fuego y todos dispararon sus fusiles a la vez sin saber muy bien hacia dónde apuntar, sobre qué o sobre quién estaban tirando, con la única excepción de mi padre, que juró y perjuró durante toda su vida que él giró la cabeza a la derecha y vio una silueta, un hombre joven, rápido y con flequillo, que se perdía detrás de una peña, donde los demás no pudieron ver absolutamente nada.
Puede ser y puede no ser, pero no te preocupes, Antonino, le dijo el teniente, estamos todos muy nerviosos, en estos casos suelen pasar cosas así… Pero es que yo le he visto, mi teniente, insistió él, le juro por mis hijos que le he visto. Y yo te creo, Antonino, te creo, pero estaba mirando al mismo sitio que tú y no he visto nada. Mi teniente, por favor, Pepe el Portugués intervino de nuevo en una conversación donde nadie le esperaba, ¿puedo irme ahí detrás, a mear? Todos se le quedaron mirando a la vez, y Sanchís se echó a reír. ¿Qué pasa, necesitas ayuda?, le dijo, y Michelín no le regañó por burlarse de un vecino, como otras veces, porque aquella noche, hubiera pasado lo que hubiese pasado, aquel indeseable le había salvado la vida. Pues claro que puedes ir a mear, Pepe, a donde quieras, el monte es tuyo… Luego, sin esperarle, avanzaron por fin, examinaron los dos cadáveres y reconocieron al último en caer. La víctima desarmada de Sanchís era un zapatero de Valdepeñas que se llamaba Sotero, aunque todo el mundo le conocía por Comerrelojes, porque siempre iba con prisas y llegaba con antelación a cualquier cita. Al verle, el teniente respiró, porque era un hombre de Cencerro, uno de sus íntimos, de los que se fueron al monte con él en el 39. Y ya no dejé que Paquito me contara nada más.
—Eso es mentira —le interrumpí, muy ofendido.
—¿Mentira? —él se ofendió tanto como yo—. Pregúntale a tu padre, a ver si es mentira, anda.
—Lo de los bandoleros y el tiroteo sí, eso me lo creo, pero lo del Portugués, que no quisiera coger el fusil, y que pidiera permiso para mear y todo eso…
—Pues es verdad.
—No puede ser. Yo le conozco mucho mejor que tú, para que te enteres, y no es ningún cobarde.
—Pues lo parece.
Y en ese momento, cuando estaba a punto de insistir con los puños en su cara, una misteriosa prudencia me indujo a ceder.
—No, si… Al final tendrás tú razón y será un cobarde. Lo que pasa es que, como en el molino anda siempre con la escopeta y eso…
—Ya, pero una cosa es cazar conejos y otra es luchar con bandoleros, ¿no?
—Sí —admití, con la cabeza muy lejos—. Claro que sí.
La verdad era que no me había gustado nada enterarme de que Pepe el Portugués se había comportado como un chivato, aunque el teniente le diera las gracias por su colaboración y dijera que era un vecino ejemplar, y todo eso. Él era un hombre solitario, que hacía su vida y no se metía en la de los demás, y me costaba mucho trabajo aceptar que de verdad hubiera visto a dos hombres en el monte y, en lugar de seguir su camino, hubiera venido al cuartel a denunciarlos. Él no era así, y mucho menos como lo habían dibujado las burlas de Paquito. El Portugués era mi amigo, y yo le había visto hablar con aquel capitán, el día de los chorizos, y con Sanchís, unos días antes del tiroteo, sin descomponerse, sin romper a sudar ni lanzarse a hablar a lo tonto, gimoteando con los hombros encogidos, como hacían los cobardes de mi pueblo. Pero eso era sólo una pequeña parte del misterio. La más grande, y la más complicada de resolver, era la presencia del tirador que había precipitado las muertes de Sotero Comerrelojes y de su primo Fermín Pilatos, los hombres del monte que habían quedado atrapados entre dos fuegos de los cuales uno, por fuerza, tenía que venir de su lado. Mi padre y sus compañeros se resistieron a reconocer que les hubieran tendido una trampa, pero no tardaron más de un día y medio en comprender que eso era exactamente lo que había pasado.
—¡Me cago en vuestra puta madre y en todos vuestros putos muertos, cabrones! —antes de que padre llegara a casa, nos asomamos a la puerta para ver al sargento fuera de sí, chillando como un energúmeno en medio del patio—. ¡Hijos de la gran puta, os vais a enterar! Voy a acabar con todos vosotros, con todos, os voy a reventar la cabeza uno por uno…