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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (22 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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No estaba resultando fáciL No se había atrevido a acercarse directamente a ellos por temor a que pudieran tener una descripción de ella por el incidente de Bellagio del día anterior. Había comprado un ejemplar de Il
Giorno
y se había sentado en el vestíbulo, aparentando leerlo, mientras en realidad usaba el periódico para esconder su rostro cuando se acercaba algún policía. Leyó el mismo titular por enésima vez sin enterarse de nada.

A su alrededor, los policías estaban de cháchara unos con otros. La típica conversación de macho italiano sobre mujeres y nada más que mujeres. «Vaya intereses variados que tienen», pensó. Y llegó a la conclusión de que los jóvenes italianos eran absolutamente aborrecibles: consentidos por sus madres y sus hermanas, se creían el centro del universo. Para colmo, sus esposas y sus amantes seguían con el engaño cuando crecían. Y lo peor era que ellos estaban absolutamente convencidos y esperaban que las mujeres americanas los trataran de la misma manera.

Dejó de prestarles atención. Cambió de postura en la silla, descruzó y volvió a cruzar las piernas y reacomodó el periódico. Tenía la vista fija en las páginas, pero enfocaba algo muy distante. Pensó en su gato,
Kterkegaard
, un mestizo al que había dejado con su vecina. Pensó en su casa, en la seguridad de su apartamento, y deseó que sus plantas no se secaran antes de su regreso. Pero sobre todo pensó en Vance Erikson, y en los acontecimientos que los habían reunido.

Realmente lo había seguido a Como por la historia. Al menos eso era lo que ella creía. No había sido un viaje del todo desagradable. Elliott Kimball conducía rápido pero bien su Lamborghini alquilado. Ella no sabía de nadie que alquilara semejantes coches.

La aparición de Kimball en el simposio sobre Da Vinci, en Milán, había sido una sorpresa. No lo había visto… desde la universidad. Qué extraño que se hubiese presentado allí, cuando no parecía tener un gran conocimiento de Da Vinci. Se había vuelto un tipo frío, reservado. Había algo sinuoso en él, enigmático. Le dio la impresión de ser alguien… dejó un espacio en blanco, bueno, de ser alguien peligroso.

Sí, en cierto modo la asustaba, la hacía sentir incómoda. Lo atribuyó a sus nervios. Recordó que le había dado un número de su oficina en Bremen donde podía dejarle algún mensaje si quería. Buscó su tarjeta de visita entre las hojas de su cuaderno de periodista y volvió a mirarla. «Tal vez pudiera ayudarnos —pensó—. Tal vez debería llamarlo». Pero tal como había hecho otras dos veces durante el día, vaciló y volvió a guardar la tarjeta en la libreta.

Una nueva voz se había unido a la de los policías y la sacó de sus cavilaciones. Era una voz familiar, la recordaba de alguna parte… De repente se puso tensa y sintió en la boca un regusto metálico, el sabor del miedo. La nueva voz estaba describiendo a una mujer que había participado en un incidente en Bellagio. Trató de tragar el nudo seco y correoso de terror que se le había formado en la garganta. Era él: el fraile de las gafas, el que los había perseguido por la bodega.

¡El hombre que había intentado matarlos estaba a menos de un metro detrás de ella! Tenía que salir de allí como fuera. Seguramente volvería a intentarlo si supiera de su presencia. Correr no iba a servirle de nada. La vería. Tenía que quedarse allí y esperar a que se marchara. Desplegó el periódico y se ocultó de nuevo detrás.

Un hormigueo de miedo le recorría la piel mientras escuchaba al hombre hablar con familiaridad con uno de los policías. Estaba claro que lo conocía. ¿Estarían ayudando al fraile en su búsqueda? Deseó que éste se fuera, pero le pareció que pasaba una eternidad. Tal vez el policía no se fijara en ella. Tenía que volver con Vance. Quería estar con él otra vez.

Las voces de los policías y del fraile alzaron el tono al despedirse. Tenía que moverse, pensó, tenía que salir de allí. Dobló su ejemplar de
Il Giorno
y vaciló, temblando como un paracaidista a punto de saltar de un avión por primera vez. «¡Piernas, moveos! ¡Levántate y márchate! —se decía sin moverse de la silla—. Calma, calma», ordenó luego a sus nervios, que estaban de punta.

Atravesó el vestíbulo y había llegado ya a la entrada, cuando una voz la llamó.

Signorina
! —Era el detective que había estado hablando con el religioso—. Deténgase, por favor —dijo la voz en italiano.

Suzanne siguió caminando. Tras ella oyó los pasos presurosos del hombre corriendo sobre el suelo alfombrado. Ella también corrió. El pasillo era oscuro y corto y acababa en la recepción del comedor. Las puertas acristaladas de la izquierda estaban cerradas. Otra puerta daba a la pequeña terraza donde ella y Vance habían desayunado. La empujó, también cerrada. A sus espaldas oía las pisadas de los detectives.

Signorina
!

Movió frenéticamente el picaporte de la puerta y consiguió abrirlo. Entró y bajó los escalones a toda prisa. Unas sillas bloqueaban la entrada al café y ella las tiró a uno y otro lado mientras corría hacia la piazza Cavour.

Miró primero hacia la entrada del Metropole y luego corrió hacia el lago.

—Buenas tardes,
signorína
. —Era el fraile. Detrás de él venían dos detectives de paisano y dos oficiales de uniforme.

—Yo que usted no trataría de escapar —le advirtió el detective apuntándola con una arma.

Suzanne tembló y después recuperó el control.

—Soy ciudadana americana —declaró formalmente—. Exijo que se me permita ponerme en contacto con mi embajada.

—Eso no será necesario, querida —dijo el fraile.

—Si van a arrestarme, no pueden negarme ese derecho —protestó Suzanne.

—No la van a arrestar —le explicó el fraile.

Suzanne se volvió y miró interrogante al detective y a los dos policías de uniforme que lo acompañaban.

—Tiene razón. —El detective de paisano rompió el confuso silencio.

—Pero… pero qué…

—Vamos a dar un corto paseo —le dijo el religioso.

—Oh, no. —Suzanne estaba horrorizada. Un arresto era algo que podía manejar—. Oh, no. ¡No! —repitió. La policía iba a dejarla en manos del fraile—. No pueden hacer esto —le dijo al detective—. No pueden entregarme a este hombre. Es un asesino, está loco. Arréstenme, llévenme a la cárcel.

Miraba aterrorizada a unos y a otros y en ninguno de ellos veía el menor atisbo de comprensión.

—¿No estará acusando al hermano Gregorio, un hombre al servicio de Dios, de ser un asesino? —preguntó el detective con aire incrédulo.

El grito de Suzanne rompió la paz de la piazza Cavour. Todos los que estaban sentados en los bancos del parque se volvieron a mirar. De repente, cura y policías se le echaron encima. Una mano le tapó la boca, le sujetaron los brazos a la espalda y sintió las esposas frías y molestas en las muñecas. Empezó a repartir puntapiés como una loca. Un gratificante gemido le indicó que su pie había dado contra los testículos de un policía. Pero otro ocupó su lugar y la cogió por las piernas, mientras entre todos la metían en el asiento trasero de un coche azul y blanco de la policía que acababa de parar junto a ellos.

Le taparon la boca y la nariz con algo acre y aromático, y la negrura se cernió sobre ella como una malla de terror que la sumió en un sueño profundo.

Capítulo 15

La noche se presentaba tan sombría como su estado de ánimo. Jamás debería haber permitido que Suzanne se fuera. Vance dejó atrás el solitario camino y se dirigió hacia el lago por la aterrazada ladera de olivos. Claro que Suzanne no era de las que dejan que nadie decida por ellas; hacía lo que quería.

La ropa se la habían traído inmediatamente después de su conversación telefónica con Harrison Kingsbury. Vance no lo había oído nunca antes tan desanimado e inconcreto.

—Déjalo todo —le había dicho con voz letárgica—. Continuar no te llevará a ninguna parte.

Los pies de Vance hacían crujir levemente la hierba. Avanzaba con cautela bajo el cielo estrellado, tanteando con la puntera del pie derecho el borde de las terrazas. Cada una de ellas acababa en escalones gigantescos, de siete, ocho o nueve palmos de altura en la ladera de la montaña.

Vance no podía arriesgarse a caer y hacerse daño. Por otra parte, no quería usar la linterna de bolsillo que había comprado en el mercadillo de Cernobbio, de modo que buscó un sistema para ir bajando, que consistía en sentarse primero y deslizarse después a la siguiente terraza. El tobillo se le quejó un poco, recordándole que se lo había torcido en el Castello Caizzi, pero escalón tras escalón, fue avanzando, aproximándose lentamente al monasterio por el acceso más difícil. Tenía la esperanza de que por allí las medidas de seguridad fueran menos estrictas.

Había llegado en ferry hasta Varenna, y desde la población se había dirigido hacia el norte pasando por delante de la única entrada que había en las murallas del monasterio. Después había bordeado más o menos un kilómetro y medio de muro de unos siete metros de altura hasta donde la carretera se apartaba de éste para atravesar una zona boscosa. Tras el olivar, cruzó un campo recientemente cultivado y, por fin, llegó a los árboles enhiestos que había visto al borde de la carretera. En la oscuridad, vio que el cuadrante luminoso de su reloj indicaba la una de la madrugada. Forzando la vista distinguió finalmente el contorno del muro. Daba la impresión de estar a unos treinta metros.

Cogió varios puñados de tierra húmeda y se frotó con ella las deportivas blancas hasta que casi no se distinguieron del resto de su ropa y, tras adoptar esa precaución, avanzó con todo sigilo protegido por la estrecha franja boscosa. Llegó a la muralla y sintió la presencia fría y áspera de la piedra. La habían construido con todo cuidado para no dejar salientes en los que pudiera afirmarse un pie.

Miró alrededor. Lo más próximo al muro era un esbelto álamo. «Qué lástima —pensó—, ojalá hubiera robles enormes cuyas ramas se extendieran por encima de la muralla». No, claro, los hermanos no eran tan tontos como para permitir eso.

Se dirigió hacia el álamo y empezó a trepar por él con movimientos lentos, silenciosos. Debía de tener unos doce metros de alto. Subió hasta alcanzar el nivel del muro y desde allí miró al otro lado. Lo único que vio fueron más álamos. Formaban un perfecto cortavientos y evitaban las miradas de los curiosos. Vance examinó el muro. Encima de éste había una madeja de alambre de espino con púas afiladas como cuchillas. Además, pensó, debían de tener algún tipo de dispositivo antiintrusos; detectores de contacto, infrarrojos o algo por el estilo. Debía evitar por todos los medios poner el pie sobre la muralla.

Casi media hora permaneció subido al árbol. Se le empezaban a cansar las manos y las piernas. No había visto nada y estaba a punto de bajarse cuando percibió un olor. Miró en la dirección de donde venía el viento y detectó un pequeño brillo rojizo, un punto apenas en la oscuridad. Alguien le había dado una calada a un cigarrillo y a Vance le había llegado el olor a tabaco. Vio cómo el punto se aproximaba y después desaparecía oculto por la pared. No tardó en oír el crujido de unas botas sobre las hojas secas.

El sonido fue decreciendo poco a poco. Esperó diez minutos más. «¡Ahora!», pensó. Trepó más por el álamo y empezó a impulsarse adelante y atrás, haciendo que el árbol se balanceara. El flexible tronco producía pequeños crujidos y estallidos por el esfuerzo, pero de repente se inclinó por encima de la muralla formando un arco y poniendo al alcance de Vance las ramas de uno de los álamos del interior del monasterio. Con un rápido movimiento se agarró a una de ellas y se acercó todo lo que pudo al tronco con la esperanza de lograr saltar a él antes de que el árbol sobre el que estaba se partiera y lo tirara al suelo o lo proyectara sobre el sistema de alarma. «Unos centímetros más», pensó, estirando la mano. Por fin lo consiguió y trasladó a él su peso. El árbol se balanceó un momento para después recuperar el equilibrio en seguida. No oyó ninguna señal de alarma.

Mirando hacia abajo entre el follaje y la profunda oscuridad, Vance distinguió un sendero gris. El fresco aire nocturno soplaba levemente hacia el lago, llevando consigo el frío de los glaciares alpinos situados unos kilómetros más al norte. Vance se estremeció cuando esa brisa le heló el sudor que le cubría la piel.

Por debajo de él, en el kilómetro escaso que había entre la orilla del lago y el muro que acababa de saltar, Vance pudo ver media docena de edificios. A la orilla del agua, una villa de cuatro pisos contemplaba majestuosamente la noche a través de una veintena de altas ventanas iluminadas. Una luminosa fuente marcaba el eje de un paseo circular. Dos coches pequeños esperaban junto al bordillo, al pie de una grandiosa escalinata que daba acceso a la casa. Vance observó que el paseo llevaba por un lado hasta la puerta de la muralla frente a la cual había pasado antes, y por el otro hasta un gran cobertizo para embarcaciones construido junto al agua.

A su izquierda, a unos cien metros, un edificio de piedra con hileras de sencillas ventanas regularmente espaciadas parecía destinado a dormitorio. Más allá había otro edificio arquitectónicamente similar pero más pequeño, con rejas en las ventanas. Ocupando el centro del terreno, se veía una capilla iluminada con reflectores. Unas cuantas figuras solitarias caminaban por paseos tenuemente iluminados, pasando de una fuente de luz a otra.

Vance pensó que la villa debía de ser el edificio principal, y que el que parecía destinado a dormitorio probablemente fuera eso, el alojamiento de los hermanos. Bajó del árbol y se encaminó hacia la villa.

El sendero, flanqueado a uno y otro lado por arbustos ornamentales y macizos de flores, no tenía recodos y resultaba fácilmente transitable. Sigiloso, Vance levantaba y posaba los pies con tanta suavidad que casi ni él mismo oía sus pisadas. Una mezcla de fragancias de flores que no pudo identificar lo acompañó por el camino y después se desvaneció al entrar en un bosquete de coníferas de olor resinoso.

De repente se detuvo. Había oído el débil roce de unos pies pesados sobre el paseo. El sonido se fue oyendo con más claridad. Vance saltó sin dificultad una verja baja que había junto al camino y aterrizó en la tierra húmeda de un macizo. Desde allí buscó refugio entre dos arbustos de azalea que lo cubrían hasta los hombros. Se puso en cuclillas y esperó.

Los pasos se acercaban inexorablemente. Vance empezó a tantear con desesperación el suelo húmedo en busca de algo con lo que defenderse. Sus dedos tocaron uno de los ladrillos que bordeaban los macizos. Tiró de él y lo movió un poco. Vance oía ahora al centinela silbando entre dientes. Volvió a tirar del ladrillo que, finalmente, se soltó y, con él en la mano, siguió esperando, oculto entre las azaleas.

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