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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (23 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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Segundos después, la figura oscura y amorfa del centinela apareció en el sendero. Vance se quedó paralizado, tenso. Un sonido, un grito del centinela y todo estaría perdido.

El hombre, rollizo y achaparrado, surgió de la oscuridad. El blanco de su cara y de sus manos se destacaba contra la negrura de la noche. Vance oyó el sonido de algún tipo de arma que llevaba colgada al hombro y golpeaba suavemente contra su costado.

«¡Ahora!». Vance se lanzó contra el hombre, atacándolo con el frío y áspero ladrillo como si fuera un puño de piedra y lo alcanzó en la nuca con un golpe sordo, como el de una calabaza que cae sobre cemento. El centinela se desplomó sin emitir sonido alguno sobre el paseo de gravilla.

Vance se quedó mirándolo, respirando entrecortadamente y con el ladrillo todavía en la mano. Sentía la lengua seca y pegada al paladar. Permaneció allí unos instantes, mirando la forma oscura que destacaba sobre los guijarros claros, y luego tiró el ladrillo entre los arbustos, se arrodilló y dio la vuelta al hombre. Una mancha oscura se extendía sobre las piedras cerca de su cabeza.

Vance le quitó el arma que llevaba al hombro y empezó a despojarlo de lo que parecía un hábito hecho de una tela basta. «Un monje con ametralladora —pensó Vance—. Fray Tuck con un toque moderno».

Instantes después, aunque a Vance le pareció una hora, había ocultado el cuerpo entre los arbustos, se había puesto el hábito sobre su ropa y reanudaba la marcha por el sendero llevando al hombro la pesada arma del centinela. Era una especie de metralleta Uzi que Vance había visto durante su formación en el ejército.

Provisto de una arma y de un disfraz, ahora se sentía más seguro, aunque sus brazos y piernas sobresalían bastante del hábito del hombre, mucho más bajo que él. ¿De cuánto tiempo dispondría antes de que lo echaran de menos?

El sendero desembocaba en una zona amplia y abierta, pero envalentonado por su disfraz, Vance prosiguió sin esconderse. Había recorrido la mitad de la distancia cuando se dio cuenta de que estaba atravesando un cementerio. «Nada raro —pensó—, especialmente en un monasterio», pero a medida que avanzaba observó un enorme mausoleo de mármol blanco en un extremo apartado, coronado por una esvástica. Tal vez no fuera tan extraño, considerando el largo silencio de la Iglesia católica durante la exterminación de los judíos a manos de los nazis. De todos modos… le picó la curiosidad y dio un rodeo para mirar de cerca la construcción blanca que se elevaba con atrevimiento fantasmagórico en la oscuridad.

Nada de lo que había vivido hasta entonces podría haberlo preparado para lo que vio al llegar al mausoleo. Acercándose a escasos centímetros, una y otra vez leyó lo que en él había escrito. Atónito, pasó los dedos por encima de la inscripción, como si el contacto pudiera cambiar algo, hacer que diera crédito a lo que allí leía: que el cuerpo de Adolf Hitler descansaba en aquella tumba. Y tendría que aceptar además que éste había sobrevivido a la segunda guerra mundial y había muerto en 1957. En su momento, se habían realizado pruebas que supuestamente confirmaban que el Führer había muerto en su búnker. Claro que éstas podrían haberse falsificado, pero él no estaba dispuesto a aceptarlo.

Confuso, anduvo de un lado a otro por el cementerio, examinando algunas lápidas al azar. Tras media hora de deambular se dio cuenta de que, o bien el cementerio era una broma cruel y retorcida de un demente, o bien formaba parte de un engaño cósmico con consecuencias enormes para la historia de la civilización moderna. Porque allí, cerca de la supuesta tumba de Adolf Hitler, había otras lápidas con nombres de personajes de lo más variados de los últimos seiscientos años, y que parecían vinculados tan sólo por el lugar destacado y el reconocimiento de que habían gozado en sus respectivos campos… así como por una muerte ocurrida en circunstancias misteriosas. Allí estaban las tumbas de Amelia Earhart, de Martin Bormann, del escritor Ambrose Bierce, de Dag Hammarskjold y de Glenn Miller, el director de orquesta.

Los nombres seguían y seguían; algunos le eran conocidos, otros no tenían ninguna resonancia para él. ¿Qué diablos estaba pasando allí?

Antes de que pudiera sopesar debidamente la respuesta oyó voces a lo lejos y volvió corriendo al camino para reanudar su marcha.

El sendero de grava dejaba atrás el cementerio y pasaba por encima de un pequeño risco. Vance se detuvo ante una barandilla metálica, y miró desde allí. Por debajo de él, vio a dos hombres que salían de unas sólidas puertas de madera encastradas en la ladera. Una sola bombilla proyectaba una luz azulada sobre la escena.

Vance volvió al sendero para evitar ser descubierto por los que estaban abajo y continuó su ronda. Las voces se hicieron más nítidas, y se dio cuenta de que hablaban en inglés. Rodeó la cresta de una alta colina y se preparó para salirles al encuentro. ¿Lo reconocerían?

—… seguramente llevará apenas un mes más —dijo una voz con acento italiano.

La que le respondió era decididamente americana.

—Eso parece razonable, pero estaría más tranquilo si tuviera una idea más completa de la transacción en su conjunto.

—Lo siento, el hermano Gregorio tiene sus motivos, y me temo que deberemos respetarlos.

—Creo…
Buona sera
. —El americano interrumpió su discurso y saludó a Vance en italiano, tomándolo al parecer por un centinela.

Vance devolvió el saludo y siguió adelante sin detenerse. Los latidos de su corazón sólo volvieron poco a poco a la normalidad al ver que los otros seguían su camino.

Siguió caminando, pero su cerebro daba vueltas como un tiovivo. No había reconocido al italiano, pero el otro… Vance sacudió la cabeza como tratando de ahuyentar una pesadilla. No podía ser. Trent Barbour, el congresista americano, el poderoso presidente del Comité de las Fuerzas Armadas del Congreso que había muerto once años antes en uno de los aviones que se estrellaron el i i-S contra el World Trade Center.

Claro que —Vance trató de recordar más detalles— se dijo que el hombre había muerto en el atentado, pero como había sucedido con muchos otros, su cuerpo no había sido encontrado. Otra muerte misteriosa, como las del cementerio. Sólo que Trent Barbour estaba vivo, sin duda; si es que el hombre que había visto era realmente Barbour.

Vance llegó a unos escalones y bajó el primero con aire pensativo. ¿Qué podía recordar que los conectara a todos? Glenn Miller había desaparecido misteriosamente en 1944 y su cadáver no había sido encontrado. Amelia Earhart se perdió definitivamente tras despegar de Burbank para realizar su travesía del Pacífico. Tampoco se había vuelto a saber nada de Ambrose Bierce desde 1914. Pero el caso de Hammarskjóld era diferente.

Bajó con lentitud los escalones repasando mentalmente los detalles. Dag Hammarskjóld, secretario general de las Naciones Unidas, había muerto en un accidente de aviación en África en 1961. Igual que Barbour.

Pero habían encontrado su cadáver, ¿no? Una nueva idea lo sorprendió. Hammarskjóld podía no haber muerto, y alguien haber reconocido como suyo el cadáver de otro. Cuando un avión se estrella, los cuerpos quedan prácticamente irreconocibles; sólo hacía falta un médico que se dejase sobornar.

Su mente se disparó. Los frailes estaban intentando matarlo. Habían matado ya a los principales especialistas en Da Vinci del mundo, de eso ya estaba seguro. Y esos mismos chalados tenían una colección de personas, vivas y muertas. Nada de eso tenía el menor sentido.

Resistiéndose al impulso de volver al cementerio para ver quién más estaba enterrado allí, Vance llegó al pie de los escalones, y pasando por delante del acceso excavado en la ladera, siguió hacia el pequeño edificio con rejas en las ventanas. Apuró el paso, caminando con decisión pero sin prisa para no llamar la atención en aquel espacio abierto donde se sentía tan vulnerable. Avanzó, con los ojos fijos en el suelo, como si tuviera algo importante que hacer.

Al acercarse al pequeño edificio, echó subrepticiamente una mirada a la entrada, que estaba vigilada por dos monjes armados con Uzis como la suya. ¿Habría una contraseña? Mantuvo la vista baja y evitó cualquier contacto visual. Era mejor parecer ocupado y distraído que decir algo impropio.

Pasó por delante de ellos sin problema y desapareció tras la esquina del edificio, donde se detuvo a escuchar. Silencio. Su paso no había disparado ninguna señal de alarma. Rápidamente se ocultó entre los arbustos que rodeaban el edificio y se puso en cuclillas. En medio del silencio y la oscuridad, esperó… sin saber qué, pero lo hizo.

Tras algunos minutos que le parecieron muy largos, avanzó hacia el edificio, sin abandonar la protección de los arbustos. A la altura de sus pies, a oscuras, había una ventana larga y estrecha que daba a un sótano, pero de otra situada a unos dos metros y medio del suelo, salía luz a raudales. La curiosidad pudo más que la prudencia y se agarró a la barra transversal que sujetaba la reja a la ventana. Allí estaba totalmente expuesto, y cualquiera podía verlo, pero tenía que saber qué había dentro.

Probó la barra con cuidado para asegurarse de que no fuera a ceder en el momento en que se colgara de ella y lentamente se alzó. Estuvo a punto de quedarse sin respiración cuando sus ojos superaron el nivel del alféizar. Allí estaba el profesor Tosi, sentado en el borde de una cama cubierta con un edredón. Tenía el torso desnudo y Vance observó, con los ojos desorbitados por la sorpresa, cómo tendía el brazo para que un enfermero de bata blanca le pusiera una inyección. Justo debajo del esternón se le veía una incisión suturada de unos ocho centímetros de largo. Aparecía roja e inflamada, como si fuera el resultado de una reciente intervención quirúrgica.

«Ya está bien —pensó Vance dejándose caer—. Tengo que entrar ahí».

Oculto todavía por los arbustos, se fue acercando hacia donde estaban los dos centinelas. Como en muchos edificios de esa época, a la entrada principal se accedía por unos cuantos escalones que daban a un porche. Por debajo de éstos una entrada secundaria llevaba al sótano. Vance se deslizó sin hacer ruido por los escalones que bajaban, pero al llegar a la puerta del sótano tuvo que detenerse, impotente, ante la reja de metal que cubría la gran cristalera de la puerta y ante la profusión de sólidos candados.

Una exploración más exhaustiva del perímetro del edificio le había revelado que no había más entradas y que todas las ventanas tenían rejas. «¡Mierda, mierda, mierda!». Maldiciendo en silencio se sentó para intentar dar con una solución.

«Lo que tienes que hacer, compañero —se dijo—, es sacar el culo de este extraño lugar ahora mismo». Sin embargo, sabía que no podía marcharse y dejar a Tosi allí. ¿Y el descabellado cementerio? ¿Y Trent Barbour? ¿Y los monjes asesinos? Descolgó la Uzi que llevaba al hombro y la apoyó en el alféizar de la ventana larga y estrecha del sótano, que tenía a su lado. Al hacerlo rozó con los dedos el cemento en el que estaba encastrada la reja y notó que se desmoronaba.

Cogió un trozo de ese cemento caído y se lo acercó a los ojos. Era viejo, y la proximidad del suelo húmedo no ayudaba. Presa de gran excitación, Vance se puso a gatas y empezó a examinar la reja. Evidentemente, había sido colocada cuando el edificio ya estaba construido y se había encastrado en agujeros practicados en la piedra que rodeaba la ventana para fijarla a continuación con cemento. Con los cambios de temperatura, y con el correr de los años, la piedra y el hormigón al parecer se habían deteriorado. En menos de veinte minutos Vance había concluido su tarea.

La ventana de cristal, casi opaco por la suciedad acumulada año tras año, se abrió sin dificultad hacia adentro. Con cuidado, Vance atisbo el interior, pero no consiguió ver nada en la densa oscuridad. Sin pensarlo dos veces, se quitó el engorroso hábito y se metió con los pies por delante por la estrecha ventana, dejándose caer con un ruido sordo sobre un cajón de madera. Con sumo cuidado, recuperó la Uzi y el hábito y volvió a colocar la reja lo mejor que pudo. Era evidente que no soportaría un examen cuidadoso, pero tampoco era probable que eso fuera a ocurrir esa noche.

Un momento después, las deportivas de Vance se apoyaban sobre suelo de cemento. Permaneció inmóvil un momento, tratando de orientarse en la oscuridad. Había en el ambiente el olor a cerrado de un lugar que ha permanecido así durante mucho tiempo. Bien, pensó. Un almacén no utilizado era mucho más seguro.

Descubrió que había cajones de madera apilados por todas partes, en montones más altos que él, y se fue abriendo camino a tientas entre ellos. Al llegar a una esquina, una rendija iluminada debajo de una puerta le permitió ver un poco, lo que hizo que se desplazara con mayor confianza. Fue hasta la puerta y examinó el pomo y el pestillo de seguridad que había encima y que podía abrirse sin dificultad. Tanteando a ambos lados de la puerta, Vance encontró un interruptor de luz, uno antiguo, con dos botones. Pulsó el que sobresalía más y una bombilla polvorienta de bajo voltaje proyectó sobre la habitación una luz mortecina.

Vance examinó los toscos cajones de madera y nuevamente la sorpresa lo dejó sin habla. Sus nervios, sometidos a tanta tensión, parecían negarse a aceptar lo que veía. Todos los cajones estaban marcados con la esvástica y las alas de las SS de Hitler. Examinó con más detenimiento una etiqueta de embarque manchada y ajada. Era difícil leer la tinta descolorida sobre el papel oscurecido, pero Vance consiguió descifrar el nombre que figuraba en él: «Goering».

Pero ¿qué diablos estaba sucediendo allí?

Se olvidó de Tosi por un momento. Se subió a una de las pilas de cajones y arrancó la tapa del de arriba.

La madera, reseca y deteriorada por el paso del tiempo, cedió fácilmente. Con expresión ceñuda examinó el contenido y se encontró con el marco de un cuadro. Lo que vio al sacarlo lo dejó anonadado. Era un Tiziano, uno de los miles de tesoros artísticos saqueados por los nazis durante la segunda guerra mundial y que nunca habían sido recuperados. Goering había sido un conspicuo coleccionista de obras de arte robadas por los nazis, y aquélla era una de las más valiosas.

Con aire reverente, Vance devolvió el Tiziano a su sitio y colocó nuevamente las tablas. Atónito, miró a su alrededor. Un almacén lleno de cajones. ¿Contendrían todos cosas tan sorprendentes como aquélla? Volvió a ponerse el hábito del monje, confiando en que nadie reparara en sus deportivas, que sobresalían por debajo, ni en los diez centímetros de brazo que las mangas demasiado cortas dejaban al descubierto.

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