Read El legado de la Espada Arcana Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El legado de la Espada Arcana (2 page)

BOOK: El legado de la Espada Arcana
7.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Esto no me gusta nada, señor —dije por señas, mientras él empezaba a girar el pomo para abrir la puerta.

Me adelanté para detenerlo, pero —como había quedado algo aturdido por el repentino discurrir de magia en mi interior— reaccioné con lentitud.

Muchas veces había intentado convencer a mi señor de que, en este mundo peligroso, podía haber alguien que quisiera hacerle daño, que podían forzar la entrada de su casa, robarle y golpearlo, tal vez incluso asesinarlo. Thimhallan podría haber tenido sus defectos, pero tan sórdidos crímenes eran desconocidos para sus habitantes, que temían a centauros y gigantes, dragones y hadas y revueltas de campesinos, pero no a matones y gamberros y asesinos en serie.

—Sería mejor mirar por la mirilla —advertí.

—Tonterías —replicó Saryon—. Debe ser el hijo de Joram. Pero ¿cómo podría reconocerlo por la mirilla en la oscuridad?

Imaginándose a un bebé en una cesta ante el umbral (como ya he dicho, tenía tan sólo una muy vaga idea del tiempo), Saryon abrió la puerta de par en par.

No encontramos ninguna criatura; pero sí vimos una sombra más oscura que la noche de pie ante la puerta, que ocultaban las luces de nuestros vecinos y también la luz de las estrellas.

La sombra adquirió la forma de una persona vestida de negro, con una capucha negra que le cubría la cabeza. Todo lo que distinguí de ella a la débil luz que se filtraba desde la cocina, en el fondo a nuestras espaldas, fueron dos manos blancas, cruzadas educadamente frente a las negras ropas, y dos ojos, que relucían.

Saryon retrocedió, y se llevó la mano al corazón, que había dejado de palpitar, y a punto estaba de detenerse por completo. Recuerdos atemorizadores saltaron de la oscuridad traídos hasta nosotros por la figura vestida de negro y se abalanzaron sobre el catalista.


¡Duuk-tsarith!
—exclamó con los labios temblorosos.

¡Duuk-tsarith!
, los temidos Ejecutores del mundo de Thimhallan. Al llegar por primera vez —bajo coacción— a este nuevo mundo, donde la magia estaba diluida, los
Duuk-tsarith
casi habían perdido todos sus poderes mágicos, aunque habíamos oído rumores de que durante los últimos veinte años habían encontrado el modo de recuperar aquello que habían perdido. Tanto si era cierto como si no, los
Duuk-tsarith
no habían perdido ni un ápice de su capacidad de aterrorizar.

Saryon retrocedió hacia el interior del vestíbulo. Tropezó conmigo y, por lo que recuerdo vagamente, extendió el brazo como si quisiera protegerme. ¡A mí! ¡Cuando era yo quien se suponía que debía protegerlo!

Me apretó contra la pared del pequeño recibidor, dejando la puerta bien abierta, sin que se le ocurriera cerrarla en las narices del visitante, sin pensar siquiera en negar el acceso a la temida figura. A estas gentes no se les podía negar la entrada; yo lo sabía tan bien como Saryon, y si bien hice un intento de colocar mi cuerpo frente al del maduro catalista, no tenía la menor intención de ofrecer batalla.

El
Duuk-tsarith
se deslizó al otro lado del umbral, y con un breve gesto de la mano, hizo que la puerta se cerrara en silencio a su espalda; a continuación echó hacia atrás la capucha, mostró el rostro y contempló con fijeza a Saryon durante varios segundos, como si esperara una respuesta. Pero el catalista estaba demasiado nervioso, demasiado trastornado para hacer otra cosa que permanecer de pie sobre la alfombra trenzada y estremecerse violentamente.

La mirada del Ejecutor se desvió hacia mí, penetró en mi espíritu, se adueñó y aferró a mi corazón, de modo que temí que si desobedecía, mi corazón dejaría de palpitar.

—Primero, os advierto que debéis permanecer en silencio —dijo el
Duuk-tsarith
—. Es por vuestra propia seguridad. ¿Comprendéis?

Las palabras no fueron pronunciadas en voz alta. Fueron letras llameantes, dibujadas en la parte posterior de mis ojos.

Saryon asintió. Comprendía tan poco lo que pasaba como yo, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a discutir.

—Bien —prosiguió el Ejecutor—. Ahora voy a realizar un conjuro mágico. No os alarméis. No os hará ningún daño.

El
Duuk-tsarith
pronunció unas frases inaudibles, que me llegaron sólo en forma de vagos susurros. Atemorizados, no demasiado tranquilizados por la promesa de nuestro visitante, miramos a nuestro alrededor, esperando que sucediera Almin sabe qué.

Pero nada sucedió, al menos que yo pudiera ver. El
Duuk-tsarith
, el dedo sobre los labios, de nuevo para imponer silencio, nos precedió hasta la sala de estar. Lo seguimos con pasos lentos, pegados el uno al otro. Una vez en la sala, el Ejecutor extendió un dedo largo y blanco.

En la pared colgaba un cuadro, un cuadro adquirido junto con la vivienda que mostraba una escena pastoril de vacas en un campo. De detrás de aquel cuadro brillaba ahora una fantasmal luz verde.

El hombre volvió a señalar, esta vez al teléfono, y la misma luz verde rodeó al aparato.

El siniestro visitante asintió para sí, como si hubiera esperado encontrar este fenómeno, fuera el que fuese, aunque no se molestó en darnos explicaciones. Una vez más, y esta vez con gran énfasis, nos exigió silencio.

Y entonces el Ejecutor hizo algo muy extraño: giró a la izquierda y se adentró en la oscura sala de estar con la tranquilidad de aquel a quien han invitado a quitarse abrigo y sombrero y quedarse a tomar el té. Avanzó con silenciosa elegancia por entre el mobiliario hasta llegar a la ventana y, una vez allí, retiró la cortina unos centímetros, y miró al exterior.

Me vi avasallado por una serie de impresiones efímeras mientras mi cerebro intentaba frenéticamente encontrar una explicación al extraño suceso. En un principio, se me ocurrió que el
Duuk-tsarith
hacía señas a sus refuerzos, aunque la lógica no tardó en indicarme que la detención de un catalista maduro y su amanuense no requeriría precisamente la presencia de un equipo de las fuerzas especiales. Esa primera impresión fue reemplazada entonces por otra.

El
Duuk-tsarith
miraba al exterior para comprobar si lo habían seguido.

Sin saber qué otra cosa hacer, más curiosos que asustados, Saryon y yo permanecimos junto al hombre en la sala de estar. Por la fuerza de la costumbre, busqué el interruptor de la luz en la oscuridad.

—No te molestes. No funcionará.

La voz del
Duuk-tsarith
en el interior de mi cabeza era enérgica y me produjo una leve conmoción que me recordó la primera vez que había entrado en contacto con la electricidad en este extraño mundo.

—No os mováis —ordenó la voz mental.

Permanecimos de pie en la oscura habitación. Podía percibir el temblor de Saryon bajo su camisa de dormir, pues había bajado la calefacción de la vivienda y su delgada vestimenta era insuficiente. Me preguntaba si se me permitiría llevar un jersey para mi señor, cuando el hombre nos volvió a hablar en silencio. Y aunque las palabras no iban dirigidas a mí, las comprendí.

—No me reconocéis, ¿verdad, Saryon?

Puesto que había tenido muchos enfrentamientos con los
Duuk-tsarith
—todos ellos muy desagradables—, Saryon me contó más tarde que temía que éste fuera uno de los Ejecutores que lo habían capturado en la biblioteca prohibida de El Manantial, o tal vez incluso uno que hubiera llevado a cabo la Transformación en Piedra, aquel castigo atrozmente doloroso infligido a los catalistas que se rebelaban contra la autoridad de la Iglesia. Qué motivos podía tener una de aquellas personas para visitarlo y conversar en plena noche era algo que a Saryon se le escapaba, y por eso no pudo hacer otra cosa que mirar con los ojos desorbitados y tartamudear y farfullar algo que venía a decir que, si la persona en cuestión nos permitía encender las luces y verle el rostro, tal vez pudiera reconocerlo.

—Todo quedará aclarado dentro de poco —respondió el Ejecutor, y me dio la impresión de que había un dejo de tristeza en sus palabras, como si el hombre (desde luego era un hombre, de eso al menos estaba seguro) se sintiera desilusionado porque el catalista no lo hubiera reconocido—. Ahora seguid mis instrucciones. Regresad a la cocina y preparad el té, como tenéis por costumbre. Llevad la taza al dormitorio, como hacéis normalmente, y os acostáis para leer a este jovencito, como también acostumbráis hacer. No os desviéis de vuestra rutina nocturna ni por un momento, ninguno de los dos. Os pueden ver desde la ventana del dormitorio. No creo que me hayan seguido, pero no puedo asegurarlo.

Esta última frase no contribuyó a mitigar nuestro temor, si bien cumplimos sus indicaciones. Como catalista, Saryon estaba acostumbrado a obedecer, igual que yo, que había sido educado como criado en la corte; además, en este caso, no tenía ningún sentido que mi señor permaneciera levantado en camisa de dormir, discutiendo. Los dos nos fuimos a la cocina.

El
Duuk-tsarith
permaneció en la oscura sala, pero yo sentía sus ojos clavados en mí, lo cual me producía una gran turbación. Hasta ahora, ni Saryon ni yo nos habíamos dado cuenta de que habíamos desarrollado «hábitos nocturnos», y en consecuencia, cuando se nos llamó la atención sobre ello, y nos vimos obligados a pensar en lo que hacíamos cada noche, no pudimos recordar nada.

—No penséis —dijo nuestro visitante—. Dejad que el cuerpo tome la iniciativa. Cuando os hayáis acomodado en vuestro lecho, Padre, entonces hablaremos.

No era éste el modo en que habríamos querido pasar la noche, pero no teníamos mucho donde elegir. Saryon siguió el consejo del Ejecutor e intentó no pensar en lo que hacía. Apagó el fuego de la tetera, que hacía rato silbaba con fuerza, aunque nosotros habíamos estado demasiado turbados para darnos cuenta, y vertió el agua y removió el té. Yo preparé un plato de galletas. Finalmente, nos encaminamos algo tambaleantes —con el té y las galletas— hacia su habitación.

El
Duuk-tsarith
, siempre en las sombras, se deslizó en silencio detrás de nosotros.

Saryon, recordando los deberes de un anfitrión, se detuvo, se dio la vuelta, y alzó la taza de té, inquiriendo con un gesto al visitante si deseaba compartir nuestra pitanza.

—¡No os detengáis! —La voz sonó apremiante en mi cerebro. Luego añadió en tono más amable—: No, gracias.

Saryon se dirigió a su pequeño dormitorio, y puso el té y las galletas sobre la mesilla de noche. Yo acerqué la silla; cogí el libro y localicé el punto donde habíamos dejado de leer la noche anterior.

El catalista se metió en la cama y hasta que no estuvo bien arropado no se dio cuenta de que no se había lavado los dientes. Me miró, hizo el gesto de cepillarse los dientes, y yo me encogí de hombros, incapaz de ayudarlo.

Inquieto, mi señor iba a decírselo al Ejecutor, pero cambió de idea, y me dirigió otra rápida mirada al tiempo que se instalaba cómodamente. Abrí el libro, y tomé un sorbo de té. Por lo general mordisqueaba una galleta, pero en ese momento, debido a la sequedad de mi boca, no podría haber tragado ninguna y temí atragantarme.

El
Duuk-tsarith
, que nos observaba desde las sombras del pasillo, pareció sentirse satisfecho. Desapareció unos instantes, regresó con una silla de la cocina, y se sentó en el pasillo. Las palabras susurradas volvieron a sonar, y tanto Saryon como yo miramos expectantes a nuestro alrededor, preguntándonos cuál de los cuadros de la pared iba a volverse verde.

Ninguno lo hizo.

—Creo que acostumbráis escuchar música, ¿no es así? —inquirió la voz silenciosa.

¡Desde luego! Saryon lo había olvidado. Puso en marcha el reproductor de discos compactos, que para mí era uno de los artefactos más milagrosos y maravillosos de este mundo tecnológico. Una música bellísima —recuerdo que era de Mozart— inundó la habitación. Saryon empezó a leer en voz alta el libro
Adelante, Jeeves
, de P. G. Wodehouse, uno de nuestros autores favoritos, y nos habríamos sentido muy felices de no haber sido por la siniestra figura aposentada, como el cuervo de Poe, en el pasillo.

—Ahora ya podemos hablar —dijo el
Duuk-tsarith
, y en esta ocasión pronunció las palabras en voz alta, retirando la capucha del rostro—. Pero no levantéis la voz. He desactivado los dispositivos de los D'karn-kair, pero pueden existir otros de los que no sé nada.

Ahora que podíamos hablar, todas las preguntas que se habían agolpado en mi mente se esfumaron; aunque no las hubiera hecho yo personalmente, sino que habría dejado que mi señor las hiciera en mi lugar. Me di cuenta de que Saryon se encontraba en una situación similar.

Se limitaba a mascar su galleta, sorber el té y mirar de hito en hito. Ahora que el rostro del visitante quedaba bajo una luz directa, a Saryon le parecía encontrar algo vagamente familiar en aquel hombre. Más adelante, mi señor me contaría que no tuvo la sensación de temor abrumador que se acostumbra sentir en presencia de los Ejecutores; más bien sintió un estremecimiento placentero ante la visión del hombre y, si hubiera podido recordar quién era, sabía que se habría alegrado de verlo.

—Lo siento, señor —farfulló el catalista—. Sé que os conozco, pero entre la edad y una vista cada vez peor...

El hombre sonrió.

—Soy Mosiah —dijo.

2

Uno a uno, a medida que iban siendo rechazados con frialdad por aquel extraño niño de oscuros cabellos, los otros chicos fueron dejando a Joram totalmente solo. Pero hubo uno de ellos que persistió en sus intentos de ser amable. Era Mosiah.

La Forja

Estoy seguro de que Saryon habría lanzado un grito de asombro y placer, pero recordó a tiempo la advertencia de no levantar la voz. Hizo ademán de incorporarse de la cama para envolver a su viejo amigo en un cariñoso abrazo, pero el
Duuk-tsarith
hizo un gesto negativo e indicó a Saryon con la mano que permaneciera donde estaba. Aunque las persianas del dormitorio estaban echadas, la luz era visible desde el exterior y también la silueta del catalista.

—Mosiah... no puedo... Lo siento tanto, mi querido muchacho... Veinte años... Me hago viejo, ¿sabes?, y mi memoria... por no mencionar mi vista... —Fue todo lo que pudo balbucear Saryon.

—No os disculpéis, Padre —respondió Mosiah, regresando a la antigua forma de tratamiento, aunque resultaba difícilmente aplicable ahora—. He cambiado mucho en todos estos años. No es extraño que no me hayáis reconocido.

—Desde luego que
has
cambiado —manifestó él, solemne, dirigiendo una mirada pesarosa a las negras ropas de Ejecutor que llevaba Mosiah.

BOOK: El legado de la Espada Arcana
7.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Terminal by Williams, Brian
The Stager: A Novel by Susan Coll
Victorious by M.S. Force
The Second Empire by Paul Kearney
Why Resist a Rebel? by Leah Ashton
Avenger's Heat by Katie Reus
Todos sentados en el suelo by Connie Willis, Luis Getino