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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El legado de la Espada Arcana (16 page)

BOOK: El legado de la Espada Arcana
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—Y a ti ¿qué libros te gustan? —le pregunté por señas, moviendo las manos muy despacio.

Podría haber usado la agenda, pero me pareció fuera de lugar en este mundo, una intrusión.

—¿Qué libros me gustan? Eso es lo que me has preguntado, ¿verdad? —Se sintió muy satisfecha por haberme entendido—. Los libros de la Tierra. Sé muchas cosas sobre la geografía y la historia, y la ciencia y las artes de la Tierra. Pero mis favoritos son las novelas.

Una expresión de asombro se dibujó en mi rostro. Si había habido libros de la Tierra alguna vez en Thimhallan, debían ser muy antiguos, traídos aquí en la época de Merlin y los fundadores. Si ella había aprendido ciencias en ellos, me dije, pensaría que la Tierra es plana y que el sol gira a su alrededor.

Pero entonces recordé que, según Saryon, Simkin había obtenido en una ocasión una copia de las obras de Shakespeare. Cómo lo había conseguido, Saryon no estaba seguro, aunque tenía la impresión de que antes de las Guerras de Hierro, antes de que los poderes mágicos de Simkin empezaran a declinar igual que empezó a declinar la Vida mágica en Thimhallan, éste había sido capaz de viajar sin problemas entre la Tierra y Thimhallan. Es posible que o bien conociera a Shakespeare o —como Saryon acostumbraba decir con ironía— ¡tal vez Simkin
era
Shakespeare! ¿Había dado Teddy libros a Eliza?

Eliza respondió a mi inquisitiva mirada.

—Después de la destrucción de Thimhallan, las naves de evacuación se llevaron a la gente a la Tierra. Mi padre sabía que él se quedaría aquí y pidió que las naves trajeran suministros, herramientas y comida, hasta que nosotros pudiéramos obtenerla por nosotros mismos. Y les pidió que trajeran libros.

Desde luego. Tenía sentido. Joram había pasado diez años de su vida en la Tierra, antes de regresar a Thimhallan, y sabía muy bien lo que necesitaba para sobrevivir con su familia en el exilio, qué hacía falta para el cuerpo y la mente.

Habíamos llegado ya a la zona de El Manantial donde Joram se había instalado. Pero no entramos, sino que rodeamos los edificios de estilo gótico (que me recordaron Oxford). Recorrimos varios senderos y caminos serpenteantes situados más allá del enorme edificio y pronto me sentí totalmente perdido. Tras dejar las edificaciones a nuestra espalda, seguimos montaña abajo, pero sólo un corto trecho. Delante se extendía una exuberante ladera verde, y corriendo sobre la verde hierba de la colina, distinguí una mancha blanca —un rebaño de ovejas, y un punto negro— el hombre que cuidaba de ellas.

Al ver a Joram, me detuve. Mi presencia no parecía ahora tan buena idea. Señalé a Eliza, luego a su padre. Me llevé la mano al pecho y luego di una palmada sobre la cerca de piedra, que era, por el olor y la visión de una o dos ovejas descansando en cobertizos, el corral de aquellos animales. Con gestos le dije que esperaría aquí a que regresaran.

Ella me miró y frunció el entrecejo. Había entendido lo que le había dicho; a decir verdad, los dos nos comunicábamos con una facilidad que, si me hubiera detenido a pensarlo, resultaba extraordinaria; pero en aquellos momentos estaba demasiado aturdido y agobiado para pensar con coherencia.

—Pero yo quiero que vengas conmigo —respondió ella irritada, como si su deseo pudiera cambiarlo todo.

Hice un gesto negativo. Le indiqué que estaba cansado, lo que era muy cierto. No estoy acostumbrado al ejercicio físico y debíamos haber andado ya dos kilómetros. Saqué mi agenda, y escribí: «Tu madre tiene razón. Deberías ir a verlo sola».

La muchacha miró mi agenda y leyó las palabras.

—Mi padre tiene algo parecido —indicó, tocándolo indecisa con un dedo—. Pero es mucho mayor. Guarda datos en él.

Se quedó callada. La reprobadora mirada se apartó de mí para mirar a las ovejas y la lejana y oscura figura en movimiento que las vigilaba. Desarrugó la frente; pero la mirada aparecía preocupada. Se volvió hacia mí.

—Mi madre le mintió a Saryon, Reuven —dijo con calma—. También se mintió a sí misma, por lo que tal vez no pueda considerarse una mentira. Papá no se siente feliz. Se sentía contento antes de que ese Smythe viniera, pero desde entonces papá ha estado malhumorado y silencioso, excepto cuando habla consigo mismo. No quiere decirnos qué sucede. No quiere que nos preocupemos. Creo que será bueno para él que hable con el Padre Saryon. ¿Qué es —inquirió con una dulce vocecita melosa—, lo que piensa decirle?

Hice un gesto de ignorancia. No era yo quién para decírselo. Volví a decirle que los esperaría aquí y le indiqué con un gesto que fuera en busca de su padre. Esbozó un puchero, pero creo que era más un gesto reflejo, pues en realidad era una persona muy sensata y por fin concedió —si bien de mala gana— que tal vez fuera lo mejor.

Echó a correr colina abajo, con las faldas revoloteando, el sombrero echado hacia atrás y los oscuros rizos revueltos.

Reflexioné sobre ella cuando se hubo ido. Recordaba cada palabra que había pronunciado, cada expresión de su rostro, la cadencia y el tono de su voz. No me estaba enamorando. Todavía no. O puede que sólo un poco. Ya había salido con varias mujeres —en algunos casos en serio, o eso pensaba yo— pero jamás me había sentido tan a gusto, tan relajado con una mujer. Intenté averiguar el motivo. Las insólitas circunstancias de nuestro encuentro, el que ella fuera una persona tan natural y descarada y dijera con toda tranquilidad lo que pensaba. Tal vez fuera el simple hecho de que ambos habíamos nacido en el mismo mundo. Y entonces me vino a la mente un pensamiento curioso.

«No os habéis encontrado como desconocidos. En alguna parte, de algún modo, vuestros espíritus ya se conocían.»

Hice una mueca ante una idea tan romántica, aunque fue una mueca algo temblorosa, considerando la nítida imagen que había tenido de Eliza como la reina y yo como un aburrido y laborioso catalista más.

Desterré tan estúpidas ideas de mi mente, y me deleité con la belleza de lo que me rodeaba. Aunque distinguía heridas en el terreno, heridas provocadas por la guerra y más tarde por las tormentas, terremotos y tempestades eléctricas que habían descargado sobre Thimhallan, esas heridas empezaban a cicatrizar. Árboles jóvenes crecían entre las cenizas de los viejos. Los pastos cubrían las cicatrices y hendiduras del paisaje. El viento constante empezaba a suavizar los afilados farallones.

La soledad resultaba tranquila y silenciosa. No rugía ningún reactor en el cielo, ni parloteaban los televisores, ni gemían las sirenas. El aire era vivificante y limpio, y olía a flores y a hierba y a lluvia distante, no a gasolina ni a la cena del vecino. Me sentía inmensamente satisfecho y feliz sentado allí sobre el muro de piedra. Imaginaba a Joram y a Eliza y a Gwen viviendo aquí, leyendo, trabajando en el jardín, ocupándose de las ovejas, tejiendo telas. Me imaginaba a mí mismo aquí y mi corazón ansió de improviso poder disfrutar de una vida tan sencilla y serena.

Desde luego aquello era una simplificación exagerada, una visión demasiado romántica, pues dejaba deliberadamente fuera el trabajo duro, las penalidades, la soledad. La Tierra no era el lugar horrible que yo imaginaba a modo de comparación. También existía belleza allí.

Pero ¿qué belleza nos quedaría si los hch'nyv destruían nuestras defensas, llegaban hasta nuestro mundo y lo asolaban como habían hecho con todos los demás? ¿Si podía utilizarse el poder de la Espada Arcana para derrotar a los extraterrestres, no debía Joram entregarla? ¿Era ésta la conclusión a la que había llegado Saryon?

Mi mente empezó a preocuparse, a dar vueltas a todas aquellas ideas, a imaginar cosas mientras permanecía sentado allí, contemplando cómo Eliza se desplazaba por la ladera, un punto brillante sobre el verde. Vi cómo llegaba junto a su padre. No podía verlo, desde esta distancia, pero sí pude imaginar a su padre mirando en dirección a donde yo me encontraba. Ambos permanecieron inmóviles, hablando, durante un buen rato. Luego, los dos empezaron a reunir a las ovejas, haciendo que descendieran la colina y regresaran a los corrales.

El muro de piedra sobre el que me sentaba se tornó de repente muy frío y muy duro.

11

La espada estaba hecha de un sólido pedazo de metal, empuñadura y hoja hechas de una sola pieza, sin gracia ni forma. La hoja era recta y apenas si se la podía distinguir de la empuñadura. Un corto travesaño de cantos redondeados separaba ambas partes. La empuñadura aparecía ligeramente redondeada, para encajar en la mano... Había algo horrendo en la espada, algo diabólico.

La Forja

Eliza y su padre regresaron, llevando a las ovejas delante de ellos. No los perdí de vista en todo el trayecto, con las ovejas avanzando por los pastos de la ladera como una gigantesca y lanuda oruga. Joram caminaba con paso firme justo detrás, alargando de vez en cuando el cayado de pastor para guiar a una oveja descarriada de vuelta al rebaño. Eliza corría entre ellas como un perro pastor, agitando el sombrero y moviendo las largas faldas. No tengo ni idea, pues no sé nada sobre el cuidado de las ovejas, de si lo que hacía estaba bien o mal, pero su elegancia y exuberancia llevaban la alegría a los sombríos ojos de su padre y por eso se le permitía hacer lo que quisiera.

Aquella alegría se empañó notablemente y desapareció por completo cuando aquellos ojos oscuros volvieron su intensa y perturbadora mirada hacia mí.

Las ovejas pasaron raudas junto a mí como una oleada lanuda, con un fuerte olor a lana húmeda —pues había llovido en la ladera— entre balidos tan sonoros que era imposible oír nada. Me hice a un lado, para no estorbar, intentando no dificultar la tarea del pastor. Me sentía muy incómodo y me arrepentía de haber venido.

La mirada de Joram me recorrió de pies a cabeza mientras ascendía por el sendero, y cuando llegó a mi altura y yo empecé a inclinarme a modo de saludo, apartó bruscamente los ojos de mí y no volvió a mirarme. Su rostro aparecía tan frío y rígido que podrían haber reemplazado con él la pared granítica de la montaña de enfrente y nadie habría advertido la diferencia.

No me prestó la menor atención, pero como estaba ocupado en sus tareas, yo aproveché para estudiarlo, curioso por ver al hombre cuya historia había escrito.

Joram estaba ya próximo a los cincuenta, y como su semblante era serio y sombrío, parecía más viejo aún de lo que era. La vida rigurosa, pasada en su mayor parte al aire libre, bajo el clima duro y caprichoso de Thimhallan, había tostado su piel hasta darle un profundo bronceado y dejado su rostro curtido y lleno de arrugas. La negra melena era tan espesa y abundante como la de su hija, aunque la suya empezaba a blanquear en las sienes y hebras de plata se entremezclaban con el negro por todas partes.

Siempre había sido fuerte y fornido, y su cuerpo bien formado y musculoso podría haber pertenecido al de un atleta olímpico. Sin embargo, su rostro tenía demasiados años dibujados en él; años de sufrimientos y tragedias que los años más felices que los habían seguido no podrían nunca borrar.

No era extraño que apenas me prestara atención y probablemente deseaba de todo corazón que me esfumara en aquel mismo instante. Y ni siquiera sabía el mal augurio que nuestra llegada significaba, aunque estoy seguro de que lo sospechaba. Yo era el destino de Joram.

Una vez que las ovejas quedaron bien guardadas, abrevadas y dispuestas para pasar la noche, Eliza tomó a su padre de una de sus manos encallecidas y endurecidas e hizo intención de llevarlo hasta donde yo estaba. Sin embargo, él retiró la mano de la suya; no de un modo violentó, ya que jamás podría mostrarse violento o áspero con aquel ser tan querido para él. Pero dejó bien claro que nosotros dos, él y yo, no teníamos nada de que hablar.

No podía culparlo ni echárselo en cara. Me sentía tan culpable en mi interior —como si todo esto fuera culpa mía— y tan lleno de dolor y compasión por él, cuya idílica vida aquí íbamos a destruir, que las lágrimas afloraron a mis ojos.

Parpadeé apresuradamente para librarme de ellas, pues él despreciaría cualquier muestra de debilidad por mi parte.

—Papá —dijo Eliza—, éste es Reuven. Es casi un hijo para el Padre Saryon. No puede hablar, papá. Al menos no con la boca. Pero es capaz de hablar por los codos con los ojos.

Sonrió, atormentadora. Aquella sonrisa y su belleza —tenía el rostro enrojecido por el ejercicio, los cabellos despeinados y alborotados por el viento— no me ayudó a mantener la serenidad. Hechizado por Eliza, atemorizado por Joram, consumido por la culpa y la tristeza, incliné la cabeza para presentar mis respetos, contento de tener la oportunidad de ocultar el rostro e intentar recuperar mi autodominio.

No era fácil. Joram no pronunció ninguna palabra de bienvenida. Cuando levanté la cabeza, vi que había cruzado los brazos sobre el pecho y me contemplaba con sombrío desagrado, con las gruesas cejas fruncidas.

—Papá —dijo ella, regañándolo con suavidad—, ¿dónde están tus modales? Reuven es nuestro invitado. Ha venido desde la Tierra sólo para vernos. Tienes que hacer que se sienta bienvenido.

La muchacha no comprendía. No podía comprender. Levanté la mano para rechazar sus palabras y sacudí la cabeza ligeramente, sin dejar de mantener la mirada fija en Joram. Si, como Eliza había dicho, yo podía hablar con los ojos, esperaba que él leyera en ellos comprensión. Tal vez fue así. Siguió sin hablarme; dio media vuelta, y empezó a subir los escalones que recorrían la ladera, pero antes de que se diera la vuelta, observé que su aspecto enfurruñado parecía haberse aclarado un poco, aunque sólo fuera para ser reemplazado por la pena.

Creo que, bien mirado, yo habría preferido su desagrado.

Subió los peldaños a toda velocidad, de dos en dos o de tres en tres. Me maravilló su resistencia, pues los peldaños ascendían por la colina; por lo menos había setenta y cinco, y yo no tardé en jadear sin aliento. Eliza se mantuvo a mi lado, y estaba preocupada, pues se mantuvo en silencio y con la mirada fija en la espalda de su padre.

—Está ansioso por ver al Padre Saryon —dijo de improviso, como disculpa por la descortesía de Joram.

Hice un gesto de asentimiento para indicarle que lo comprendía. Cuando me detuve para recuperar aliento e intentar mitigar los calambres que sentía en las pantorrillas, le dije por señas que no me sentía ofendido y que no debía preocuparse por mí.

No me entendió, de modo que saqué la agenda electrónica y lo escribí en ella, mostrándole las palabras. Las leyó, me miró. Yo asentí, sonreí, tranquilizador, y ella me devolvió la sonrisa, indecisa, y luego suspiró.

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