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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Novela, Fantástico, Juvenil

El Libro de los Tres (13 page)

BOOK: El Libro de los Tres
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Dejando atrás el Ystrad, treparon por laderas más empinadas y rocosas que cualquiera de las que habían recorrido antes. Puede que fuese sólo su imaginación, pero la atmósfera que rodeaba al Castillo Espiral le había parecido a Taran pesada y opresiva. Al acercarse a las Montañas del Águila, Taran sintió que su carga se hacía más ligera al inhalar el aroma seco y picante del pino.

Había planeado proseguir la marcha durante la mayor parte de la noche; pero el estado de Gurgi había empeorado, obligando a Taran a ordenar un alto. A pesar de las hierbas, la pierna de Gurgi estaba muy hinchada y temblaba de fiebre. Tenía un aspecto triste y enflaquecido; la sugerencia de morder y mascar era incapaz de animarle. Incluso Melyngar parecía preocupada. Mientras Gurgi yacía con los ojos medio cerrados, los labios apergaminados pegados a los dientes, la yegua blanca le rozó delicadamente con el hocico, relinchando y resoplando ansiosamente, como si intentase consolarle lo mejor que pudiese.

Taran se arriesgó a encender un pequeño fuego. Él y Fflewddur tendieron a Gurgi junto a él. Mientras que Eilonwy sostenía la cabeza de la enferma criatura y le daba a beber un poco del odre, Taran y el bardo se apartaron un poco y hablaron quedamente entre ellos.

—He hecho todo lo que sé —dijo Taran—. Si queda algo más, se encuentra más allá de mis capacidades. —Apenado meneó la cabeza—. Hoy ha empeorado mucho y queda tan poco de él que creo que podríamos sostenerle con una mano.

—Caer Dathyl no está lejos —dijo Fflewddur—, pero me temo que quizá nuestro amigo no viva para verlo.

Esa noche, los lobos aullaron en la oscuridad más allá del fuego.

Los lobos les acompañaron durante todo él día siguiente; a veces en silencio, a veces ladrándose el uno al otro como si se hiciesen señales. Permanecieron siempre fuera del alcance del arco, pero Taran distinguió las flacas y grises figuras que se escurrían entre el ralo arbolado.

—Mientras no se acerquen más —le dijo al bardo—, no tenemos que preocuparnos de ellos.

—Oh, no nos atacarán —respondió Fflewddur—. Por lo menos, no ahora. Pueden ser irritantemente pacientes si saben que alguien está herido. —Miró con ansiedad a Gurgi—. Para ellos, es sólo cuestión de esperar.

—Bueno, debo decir que sabes cómo animarnos —señaló Eilonwy—. Oyéndote, parece que sólo debemos esperar a que se nos traguen.

—Si atacan, les rechazaremos —dijo con calma Taran—. Gurgi estaba dispuesto a dar su vida por nosotros; yo no puedo hacer menos por él. Por encima de todo, no debemos dejar que nuestros corazones flaqueen tan cerca del fin de nuestro viaje.

—¡El corazón de un Fflam jamás flaquea! —gritó el bardo—. ¡Vengan lobos o lo que sea!

Sin embargo, la inquietud fue apoderándose de todos ellos a medida que las grises figuras continuaron siguiéndoles; y Melyngar, dócil y obediente hasta entonces, se volvió asustadiza. La yegua de doradas crines agitaba la cabeza y se le desorbitaban los ojos cada vez que intentaban hacerla avanzar. Para empeorar las cosas, Fflewddur declaró que el avance a través de las colinas era demasiado lento.

—Si vamos más hacia el este —dijo el bardo—, nos toparemos con algunas montañas realmente altas. En nuestro estado posiblemente no lograríamos escalarlas. Pero aquí estamos prácticamente encerrados entre muros. Cada camino nos hace girar en círculo. Esos riscos —prosiguió, señalando hacia la masa rocosa que se alzaba a su izquierda—, son demasiado escarpados para rebasarlos. Pensé que encontraríamos un paso antes. Bien, así están las cosas. Lo único que podemos hacer es seguir dirigiéndonos hacia el norte.

—Los lobos no parecen tener problemas para encontrar su camino —dijo Eilonwy.

—Mi querida muchacha —dijo en respuesta al bardo, con cierta indignación—, si fuese capaz de correr a cuatro patas y oler mi comida a una milla de distancia, dudo que yo tampoco fuese a tener dificultades.

—Me encantaría ver cómo probabas —dijo Eilonwy con una risita.

—Tenemos algo que puede correr sobre cuatro patas —dijo de pronto Taran—. ¡Melyngar! Si alguien puede hallar el camino a Caer Dathyl, es ella.

El bardo chasqueó los dedos.

—¡Eso es! —exclamó—. ¡Todos los caballos conocen el camino de regreso a su casa! Vale la pena intentarlo… y no podemos estar peor de lo que estamos ahora.

—Para ser un Aprendiz de Porquerizo —le dijo Eilonwy a Taran—, se te ocurren ideas interesantes de vez en cuando.

Cuando de nuevo emprendieron la marcha, Taran soltó las riendas y dejó que Melyngar encabezase el grupo. Con el semiinconsciente Gurgi atado a la silla, la yegua blanca avanzó con un trote rápido y decidido.

A media tarde, Melyngar descubrió un paso que Fflewddur tuvo que admitir que se le habría pasado por alto. Mientras el día tocaba a su fin, Melyngar les condujo rápidamente a través de rocosos desfiladeros hasta la cima de riscos escarpados. Pero apenas si podían seguir el paso de la yegua. Cuando se metió en una prolongada garganta, Taran la perdió de vista un instante y se lanzó hacia adelante a tiempo de distinguir cómo la yegua rodeaba un saliente de piedra blanca.

Llamando al bardo y a Eilonwy para que le siguiesen a toda prisa, Taran corrió hacia adelante. De pronto se detuvo. A su izquierda, en lo alto de una cornisa de roca, se agazapaba un enorme lobo de ojos dorados y colgante lengua roja. Antes de que Taran pudiese desenvainar su espada, el enjuto animal saltó sobre él.

13. El valle oculto

El impacto del pesado cuerpo peludo golpeó de lleno a Taran en el pecho y le hizo caer rodando. Al caer, distinguió fugazmente a Fflewddur. También el bardo había caído al suelo bajo las zarpas de otro lobo. Eilonwy seguía en pie, un tercer animal agazapado ante ella.

La mano de Taran voló hacia su espada. El lobo gris le aferró el brazo. Con todo, los dientes del animal no se hundieron en su carne, pero mantuvieron inmóvil su cuerpo. De pronto, una enorme figura encapuchada apareció al extremo de la garganta. Melyngar se hallaba detrás de ella. El hombre alzó el brazo y pronunció una orden. De inmediato, el lobo que retenía a Taran aflojó las mandíbulas y se apartó, tan obediente como un perro. El hombre se acercó a Taran, quien se puso en pie con cierta dificultad.

—Nos has salvado la vida —empezó a decir Taran—. Te estamos agradecidos.

El hombre habló de nuevo dirigiéndose a los lobos y los animales le rodearon, gañendo y meneando la cola. Era una figura de extraño aspecto, corpulento y musculoso, con el vigor de un viejo pero robusto árbol. Su blanca cabellera le llegaba hasta debajo de los hombros y la barba hasta la cintura. Alrededor de la frente llevaba una delgada banda de oro, con una solitaria joya azul engastada en ella.

—Vuestras vidas jamás estuvieron en peligro a causa de estas criaturas —dijo, con una voz profunda y austera, aunque, sin carecer de bondad—. Pero debéis abandonar este lugar. No es morada para la raza de los hombres.

—Nos perdimos —dijo Taran—. Estábamos siguiendo a nuestro caballo…

—¿Melyngar? —El hombre volvió sus agudos ojos verdes hacia Taran. Centelleaban bajo su profundo entrecejo como la escarcha en un valle—. ¿Melyngar me trajo a cuatro de vosotros? Entendí que el joven Gurgi estaba solo. Si sois amigos de Melyngar, no importa. Es Melyngar, ¿verdad? Se parece tanto a su madre; y son tantos que no siempre consigo acordarme de sus nombres.

—Sé quién eres —exclamó Taran—. ¡Eres Medwyn!

—¿Lo soy ahora? —preguntó el hombre con una sonrisa que llenó su rostro de arrugas—. Sí, me han llamado Medwyn. Pero, ¿cómo sabes tú eso?

—Yo soy Taran de Caer Dallben. Gwydion, el príncipe de Don, era mi compañero y me habló de ti antes…, antes de su muerte. Viajaba hacia Caer Dathyl, tal y como lo estamos haciendo ahora nosotros. Nunca esperé encontrarte.

—Estabas en lo cierto —respondió Medwyn—. No podrías haberme encontrado. Sólo los animales conocen mi valle. Melyngar te condujo hasta aquí. ¿Taran, dices? ¿De Caer Dallben? —Se llevó su mano enorme a la frente—. Déjame ver. Sí, estoy seguro de que hay visitantes de Caer Dallben.

El corazón de Taran dio un brinco.

—¡Hen Wen! —gritó.

Medwyn le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿Estabas buscándola? Vaya, eso si que es curioso. No, no está aquí.

—Pero había pensado…

—Hablaremos de Hen Wen más tarde —dijo Medwyn—. Como ya sabes, tu amigo está malherido. Vamos, haré lo que pueda por él. —Les hizo un gesto para que le siguieran.

Los lobos caminaron en silencio detrás de Taran, Eilonwy y el bardo. Medwyn tomó a Gurgi de la silla de Melyngar, que les esperaba al extremo de la garganta, levantando al ser como si no pesase más que una ardilla. Gurgi se quedó totalmente inmóvil entre los brazos de Medwyn.

El grupo descendió por un angosto sendero. Medwyn iba delante, tan lento y poderoso como un árbol que hubiese echado a andar. El anciano llevaba los pies descalzos, pero los guijarros y las afiladas piedras no le molestaban. El sendero describió una brusca curva y luego volvió a girar. Medwyn cruzó una hendidura en la piedra desnuda del acantilado y lo siguiente que supo Taran fue que habían emergido a un valle verde y lleno de sol. Montañas aparentemente infranqueables se alzaban por todos lados. Aquí el aire era más suave y carecía del aguijón del viento; la hierba, jugosa y abundante, se extendía ante él. Entre los macizos de árboles había pequeñas viviendas blancas, semejantes a las de Caer Dallben. Al verlas, Taran sintió que le invadía una sensación de añoranza. Recortándose contra la ladera, detrás de las casitas, vio lo que en principio parecían hileras de tocones cubiertos de musgo; al examinarlos con más atención, para su sorpresa, resultaron ser más parecidos a las cuadernas y maderos de un gran navío, largamente desgastados por el tiempo. La Tierra los cubría casi por completo; la hierba y las flores de la pradera habían crecido sobre ellos para irlos borrando cada vez más y convertirlos en parte de la misma montaña.

—Debo reconocer que el abuelo está bien escondido aquí —murmuró Fflewddur—. Jamás podría haber encontrado el camino de entrada y dudo de que pudiese encontrar el de salida.

Taran asintió. El valle era el más hermoso que jamás había visto. El ganado pacía apaciblemente en la pradera. Cerca de los árboles un pequeño lago reflejaba el cielo en mil destellos blancos y azules. El brillante plumaje de los pájaros parecía relampaguear entre los árboles. Mientras andaba por entre el exuberante verdor del césped, Taran sintió que el cansancio abandonaba su dolorido cuerpo.

—¡Un cervatillo! —exclamó Eilonwy con deleite.

Un cervatillo moteado y de largas patas emergió detrás de las casitas, husmeó el aire y luego trotó rápidamente hacia Medwyn. La grácil criatura no hizo caso de los lobos y empezó a retozar alegremente junto al anciano. El animal se apartaba con timidez de los extraños; pero su curiosidad pronto pudo más que él y no tardó en frotar con su hocico la mano de Eilonwy.

—Nunca he visto un cervatillo tan de cerca —dijo la muchacha—. Achren jamás tuvo animales domésticos… ninguno se hubiese quedado con ella, de todos modos. No puedo culparles. Éste es precioso; te hace sentir llena de cosquillas, como si estuvieses tocando el viento.

Medwyn, indicándoles con una seña que esperasen, llevó a Gurgi al interior de la vivienda más grande. Los lobos se sentaron sobre sus cuartos traseros y observaron atentamente a los viajeros. Taran desensilló a Melyngar y éste empezó a mordisquear la tierna hierba. Media docena de gallinas cloqueaban y daban picotazos alrededor de un gallinero blanco y bien cuidado. El gallo alzó la cabeza para exhibir una cresta llena de muescas.

—¡Esas son las gallinas de Dallben! —exclamó Taran—. ¡Tienen que serlo! Ahí está la marrón, la blanca… conocería esa cresta en cualquier lugar. —Se acercó a ellas y las llamó, imitando su cacareo.

Las gallinas, más interesadas en comer, le prestaron muy poca atención.

Medwyn apareció de nuevo en el umbral. Llevaba una enorme cesta de mimbre cargada con jarras de leche, queso, panales y frutas que, en las tierras bajas, no se hallarían en sazón hasta dentro de un mes.

—Me encargaré de vuestro amigo dentro de un instante —dijo—. Mientras, pensé que podríais disfrutar de… oh, sí, ya veo que las has encontrado, ¿verdad? —dijo, viendo que Taran estaba junto a las gallinas—. Son mis visitantes de Caer Dallben. También debería de haber un enjambre de abejas, rondando por ahí.

—Se escaparon —dijo Taran—, el mismo día en que huyó Hen Wen.

—Entonces, supongo que vinieron directamente hacia aquí —dijo Medwyn—. Las gallinas estaban medio muertas de miedo; no pude sacarles nada en claro. Oh, se acostumbraron muy deprisa pero, por supuesto, para entonces ya habían olvidado lo que las hizo echarse a volar. Ya sabes cómo son las gallinas, imaginando que el mundo se va a terminar dentro de un momento y al siguiente picoteando el maíz. Regresarán volando cuando estén listas, no temas. Aunque es una desgracia que, de momento, Dallben y Coll se hayan quedado desprovistos de nuevos.

»Os diría que entraseis —prosiguió Medwyn—, pero el desorden es tal en estos momentos… tuve osos desayunando conmigo, y ya podéis imaginaros cómo están las cosas. Por lo tanto, debo pediros que cuidéis de vosotros mismos. Si queréis descansar, hay paja en los establos; no debería resultaros demasiado incómoda.

Los viajeros no malgastaron el tiempo y se sirvieron ellos mismos de las provisiones de Medwyn, así como en la búsqueda de los establos. El dulce aroma del heno llenaba todo el achaparrado edificio. Se hicieron nidos en la paja, poniendo al descubierto uno de los invitados al desayuno de Medwyn, hecho una bola y profundamente dormido. Fflewddur, intranquilo al principio, se convenció, finalmente de que al oso no le apetecían los bardos y no tardó en roncar. Eilonwy se quedó dormida a mitad de una de sus frases.

Taran no sentía deseos de descansar. El valle de Medwyn le había refrescado más que toda una noche de sueño. Salió del establo y echó a andar por la pradera. En el extremo más alejado del lago, las nutrias habían construido un tobogán y estaban divirtiéndose deslizándose por él. Al acercarse Taran se detuvieron un instante, alzando las cabezas para mirarle como lamentando que fuese incapaz de unirse a ellas y volvieron a su juego. Un pez hendió las aguas con un centelleo de escamas plateadas; las ondulaciones se fueron ensanchando suavemente hasta que la última de ellas lamió la orilla.

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