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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Novela, Fantástico, Juvenil

El Libro de los Tres (17 page)

BOOK: El Libro de los Tres
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—Deberíais estar avergonzado —dijo Eilonwy, amenazando con su dedo al rey, que parecía sentirse muy incómodo al haber sido descubierto—. Es como desviar la vista cuando alguien va a caerse por un agujero.

—Lo que uno encuentra, uno se lo queda —respondió con brusquedad el Rey Enano—. Una patrulla del Pueblo Rubio la encontró cerca de las orillas del Avren. Estaba corriendo por un desfiladero. Y os diré algo que no sabéis. Media docena de guerreros andaban siguiéndola, los esbirros del Rey con Cuernos. Mis tropas se encargaron de esos guerreros, pues tenemos nuestros propios medios de tratar con vosotros, atontados, trayendo a vuestra cerda hasta aquí, la mayor parte del camino por debajo de tierra.

—No me extraña que Gwydion no pudiese encontrar sus huellas —se dijo Taran a sí mismo.

—El Pueblo Rubio la rescató —prosiguió irritado Eiddileg, cada vez más enrojecido—, y ahí tenéis otro buen ejemplo. ¿Acaso recibo ni una palabra de agradecimiento? Naturalmente que no. Pero consigo que me digan cosas desagradables y que me echen en cara epítetos feísimos. Oh, puedo verlo en vuestros rostros. Eiddileg es un ladrón y un miserable… eso es lo que os decís a vosotros mismos. Bueno, pues a causa de eso no os la devolveré. Y os quedaréis aquí, todos vosotros, hasta que me venga en gana dejaros marchar.

Eilonwy se quedó boquiabierta de indignación.

—Si hacéis eso —gritó—, ¡entonces sí que seréis un ladrón y un miserable! Me disteis vuestra palabra. Y el Pueblo Rubio nunca se vuelve atrás en sus promesas.

—No se mencionó a ninguna cerda. —Eiddileg cruzó las manos encima de su barriga y cerró firmemente los labios.

—No —dijo Taran— no se la mencionó. Pero hay algo llamado honradez y sinceridad. Eiddileg pestañeó y miró de soslayo. Sacó de nuevo su pañuelo color naranja y volvió a secarse la frente.

—Honradez —murmuró—, sí, me temía que acabaríamos llegando a eso. Cierto, el Pueblo Rubio jamás rompe sus promesas. Bien —suspiró—, ese es el precio por ser generoso y tener un corazón desprendido. Que así sea. Tendréis a vuestra cerda.

—Necesitamos armas para reemplazar a las que perdimos —dijo Taran.

—¿Qué? —chilló Eiddileg—. ¿Tratáis acaso de arruinarme?

—¡Y morder y mascar! —trinó alegremente Gurgi. Taran asintió.

—Y provisiones, también.

—Eso es ir demasiado lejos —gritó Eiddileg—. ¡Me estáis chupando la sangre! ¡Armas! ¡Provisiones! ¡Cerdos!

—Y os rogamos un guía que nos enseñe el camino hasta Caer Dathyl.

Eiddileg estuvo a punto de explotar. Cuando, finalmente, logró calmarse, asintió con reticencia.

—Os prestaré a Doli —dijo—. Es el único del que puedo prescindir. —Dio una palmada e impartió algunas órdenes a los enanos provistos de armas, volviéndose luego hacia los prisioneros—. Marchaos ahora, antes de que cambie de opinión.

Eilonwy se acercó rápidamente al trono, se inclinó y besó a Eiddileg en la frente.

—Gracias —susurró—, sois un rey de lo más encantador.

—¡Fuera! ¡Fuera! —chilló el Rey Enano.

Mientras la puerta de piedra se cerraba a sus espaldas, Taran vio al rey Eiddileg acariciándose la frente, con el rostro resplandeciendo de felicidad.

Una tropa del Pueblo Rubio condujo a los viajeros a lo largo de los corredores abovedados. En un principio Taran había supuesto que el reino de Eiddileg no era más que un laberinto de galenas subterráneas. Para su asombro, los corredores no tardaron en hacerse más anchos, convirtiéndose en grandes avenidas. En las grandes cúpulas que se alzaban sobre sus cabezas destellaban las joyas con un resplandor semejante al del sol. No había hierba, pero sí hondas extensiones de verde liquen que parecían praderas. Y había lagos azules, cuyo resplandor igualaba al de las joyas en lo alto; y cabañas, y pequeñas granjas. A Taran y a sus compañeros les costaba mucho acordarse de que seguían estando bajo tierra.

—He estado pensando —susurró Fflewddur—, que podría ser más inteligente dejar a Hen Wen aquí, hasta que podamos volver a buscarla.

—Yo también lo había pensado —respondió Taran—. No es que no confíe en que Eiddileg mantendrá su palabra… bueno, sólo un poco. Pero no estoy seguro de que debamos volver a arriesgarnos con el lago y dudo de que podamos encontrar otra entrada a su reino. Me temo que no va a facilitarnos el regreso. No, debemos llevarnos a Hen Wen mientras tenemos la oportunidad. Una vez que esté nuevamente conmigo, de seguro que no volveré a perderla de vista.

De pronto sus guías del Pueblo Rubio se detuvieron ante una de las cabañas y, procedente de un bien cuidado aprisco, Taran oyó un potente «¡Oink!». Echó a correr hacia la porqueriza. Hen Wen estaba allí, las patas delanteras sobre la valla, gruñendo con todas sus fuerzas. Uno de los enanos abrió la puerta y la cerda blanca salió al galope, meneando la cola y chillando alegremente.

Taran rodeó con los brazos el cuello de Hen Wen.

—¡Oh, Hen! —gritó—. ¡Hasta Medwyn creyó que habías muerto!

—¡Hwch! ¡Hwaaw! —gorgoteó Hen Wen, feliz.

Sus ojillos relucían de alegría. Su gran hocico rosado frotó afectuosamente la barbilla de Taran y estuvo a punto de tirarle de espaldas.

—Parece una cerda magnífica —dijo Eilonwy, rascando a Hen Wen detrás de las orejas—. Siempre es bonito ver a dos amigos encontrarse de nuevo. Es como despertarse y ver que brilla el sol.

—Verdaderamente, es una cerda muy grande —dijo el bardo en tono aprobatorio—, aunque, también debo decirlo, muy hermosa.

—Y el inteligente, noble, bravo y sabio Gurgi la encontró.

—No temas —le dijo Taran con una sonrisa a Gurgi—, que no vamos a olvidarlo. Trotando feliz sobre sus cortas patas, Hen Wen siguió a Taran en tanto que los del

Pueblo Rubio cruzaban los campos hasta el lugar en que les aguardaba una fornida figura. El capitán de la tropa les anunció que era Doli, el guía que Eiddileg les había prometido. Doli, bajo y achaparrado, casi tan ancho como alto, llevaba un jubón de cuero de color rojizo y unas resistentes botas que le llegaban hasta la rodilla. Un gorro le cubría la cabeza, pero no lo bastante como para esconder una franja de cabellos de un llameante color rojizo. De su cinto colgaban un hacha y una espada corta y, al hombro, el grueso arco de los guerreros del Pueblo Rubio.

Taran le hizo una cortés reverencia. El enano se lo quedó mirando con un par de brillantes ojos rojizos y resopló. Luego, para sorpresa de Taran, Doli inspiró profundamente y retuvo el aliento hasta que el rostro se le volvió carmesí y pareció a punto de reventar. Unos instantes después, el enano dejó que se le deshinchasen las mejillas y volvió a resoplar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Taran.

—Aún puedes verme, ¿verdad? —le contestó irritado Doli.

—Por supuesto, aún puedo verte —dijo Taran frunciendo el ceño—. ¿Por qué no debería verte?

Doli le lanzó una mirada despectiva y no contestó.

Dos miembros del Pueblo Rubio se acercaron trayendo a Melyngar. Taran, aliviado, vio que la palabra del rey Eiddileg era digna de confianza. Las alforjas estaban llenas de provisiones hasta rebosar y la yegua blanca transportaba así mismo un buen número de lanzas, arcos y flechas… cortas y pesadas, como lo eran todas las armas del Pueblo Rubio, pero fabricadas con gran cuidado y de enorme resistencia.

Sin decir una palabra más, Doli les indicó con un gesto que le siguieran a través del prado. Gruñendo y murmurando en voz baja, el enano les condujo hasta lo que parecía ser meramente la pared desnuda de un risco. Sólo al llegar junto a ella distinguió Taran los peldaños tallados en la misma piedra. Doli indicó con un gesto de la cabeza las escaleras y todos empezaron a subir por ellas.

Aquel camino del Pueblo Rubio era más abrupto y empinado que cualquiera de las montañas que habían atravesado. Melyngar luchaba por avanzar. Resoplando y jadeando, Hen Wen trepaba penosamente uno tras otro los peldaños. Las escaleras giraban una y otra vez; en un momento dado, la oscuridad era tal que los caminantes dejaron de verse entre sí. Algún tiempo después los escalones desaparecieron y el grupo se halló avanzando por un angosto sendero hecho con piedras hábilmente unidas entre sí. Por delante de ellos ondulaban cortinas de luz blanca y los viajeros terminaron hallándose detrás de una gran cascada. Uno tras otro saltaron por encima de las rocas que brillaban de la humedad, avanzaron chapoteando por un espumoso torrente y, al fin, emergieron al frío aire de las colinas.

Doli alzó la vista, bizqueando, para mirar al sol.

—No queda mucha luz diurna —musitó, con un aspecto aún más huraño que el del mismísimo rey Eiddileg—. No os penséis que voy a andar toda la noche reventándome las piernas. Ya os podéis imaginar que yo no pedí este trabajo. Me escogieron. Guiar un grupo de… ¡de qué! Un Aprendiz de Porquerizo. Un idiota de cabellera amarilla con un arpa. Una chica con una espada. Un lo-que-sea peludo. Y eso sin hablar del ganado. Lo más que podéis esperar es que no nos topemos con una auténtica partida de guerreros. Sin lugar a dudas, os harían picadillo. Ni uno de vosotros tiene el aspecto de saber manejar una espada. ¡Humph!

Ese discurso era el más largo de todos los que Doli había pronunciado desde que abandonaron el reino de Eiddileg y, pese a las poco halagadoras opiniones del enano, Taran esperó que, finalmente, acabaría mostrándose amistoso. Doli, sin embargo, había dicho todo lo que tenía intención de decir por el momento; más tarde, cuando Taran se atrevió a dirigirle la palabra, el enano se apartó enfadado y empezó nuevamente a contener el aliento.

—Por lo que más quieras —exclamó Eilonwy—, me gustaría que dejases de hacer eso. Me hace sentir como si hubiese bebido demasiada agua sólo con verte.

—Sigue sin funcionar —gruñó Doli.

—¿Qué estás intentando hacer? —preguntó Taran. Hasta Hen Wen miraba con curiosidad al enano.

—¿Qué parece que estoy intentando hacer? —respondió Doli—. Estoy intentando volverme invisible.

—Parece bastante difícil que lo consigas de ese modo —señaló Fflewddur.

—Se
supone
que soy invisible —respondió bruscamente Doli—. Toda mi familia puede hacerlo. ¡Así de sencillo! Como apagar una vela. Pero yo no. No es raro que todos se rían de mí. No es raro que Eiddileg me envíe con un grupo de estúpidos. Si hay algo feo o desagradable que hacer, siempre se soluciona con el «buscad al bueno de Doli». Si hay gemas que tallar, espadas que adornar o flechas que emplumar… ¡ese trabajo es para el bueno de Doli!

El enano volvió a retener el aliento, pero esta vez durante tanto tiempo que el rostro se le puso azul y le temblaron las orejas.

—Creo que ahora lo estás consiguiendo —dijo el bardo, sonriendo para darle ánimos—

. No puedo verte en lo más mínimo. —Apenas hubo salido esa frase de sus labios, una cuerda del arpa se partió en dos. Fflewddur contempló apenado el instrumento—. Maldito trasto —murmuró—. Sabía que estaba exagerando un poco; lo hice solamente para que su sintiese mejor. La verdad es que parecía estar empezando a volverse algo borroso por los bordes.

—Si yo fuese capaz de tallar gemas y hacer todas esas otras cosas —le hizo notar Taran amablemente a Doli—, no me importaría el hecho de no ser invisible. Yo sólo sé de hortalizas y herraduras, y de ambas no es que sepa demasiado.

—Es una tontería —añadió Eilonwy—, preocuparse por no poder hacer algo que sencillamente no puedes hacer. Eso es peor que intentar crecer poniéndose cabeza abajo.

Ninguna de esas bien intencionadas observaciones logró animar al enano, el cual continuó andando muy enfadado, balanceando su hacha a uno y otro lado. Pese a su mal temperamento, Taran se dio cuenta de que Doli era un guía excelente. La mayor parte del tiempo el enano hablaba muy poco aparte de sus gruñidos y bufidos, no intentando explicarles el camino que estaban siguiendo o hacer conjeturas sobre cuánto tardarían en llegar a Caer Dathyl. Taran, sin embargo, había aprendido bastante sobre rastreo y vivir al aire libre durante su viaje y se dio cuenta de que habían empezado a torcer hacia el oeste para ir bajando de las colinas. Durante la tarde habían cubierto una distancia mayor de lo que Taran había creído posible, y sabía que eso era gracias a la experta guía de Doli. Cuando felicitó al enano, éste se limitó a contestar con un «¡Humph!»… y contuvo el aliento.

Esa noche acamparon protegidos por la ladera de la última barrera montañosa. Gurgi, al que Taran había enseñado a encender una hoguera, estaba encantado siendo útil; recogió alegremente ramitas, cavó un pozo para cocinar y, para sorpresa de todos, distribuyó equitativamente las provisiones sin guardarse una parte para un morder y mascar posterior.

Doli se negó a hacer nada, fuese lo que fuese. Cogió sus propias provisiones de una gran alforja de cuero que llevaba colgada al hombro y tomó asiento sobre una roca, masticando con expresión huraña; entre bocado y bocado lanzaba resoplidos de disgusto y, de vez en cuando, contenía el aliento.

—¡Sigue insistiendo, viejo! —le animaba Fflewddur—. ¡Puede que en el próximo intento lo consigas! Tienes el perfil borroso.

—¡Oh, cállate! —le dijo Eilonwy al bardo—. No le sigas diciendo todas esas tonterías o puede que decida contener el aliento para siempre.

—No estaba haciendo sino darle un poco de apoyo —explicó el bardo, alicaído—. Un Fflam no abandona jamás, y no veo el motivo por el cual un enano debería hacerlo.

Hen Wen no se había apartado en todo el día de Taran. Cuando éste extendió en el suelo su capa, la cerda blanca lanzó un gruñido de placer, se colocó encima de ella y se tendió al lado de Taran. Sus rugosas orejas se relajaron; apoyó cómodamente el hocico en el hombro de Taran y gorgoteó feliz, una sonrisa de placidez total en el rostro. El peso de su cabezota no tardó en dejar clavado a Taran, resultándole imposible cambiar su postura. Hen Wen roncaba profusamente y Taran intentó conciliar el sueño pese el variado surtido de silbidos y gemidos que tenía justo debajo de la oreja.

—Me alegra verte, Hen —dijo—, y me alegra que te alegres de verme. Pero me gustaría que no lo dijeses tan alto.

A la mañana siguiente volvieron la espalda a las Montañas del Águila y empezaron a dirigirse hacia lo que Taran esperaba que fuese Caer Dathyl. A medida que los árboles iban haciéndose más densos a su alrededor, Taran se volvió para lanzar una última mirada a la cumbre del Águila, cuya gran forma se recortaba serena en la lejanía. Estaba agradecido de que su ruta no les hiciera cruzarla, pero en su corazón tenía la esperanza de volver algún día y trepar hasta sus torres de negra piedra y hielo iluminado por el sol. Jamás había visto montañas hasta realizar aquel viaje, pero ahora comprendía la razón de que Gwydion hubiese hablado con anhelo y nostalgia de Caer Dathyl.

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