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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Novela, Fantástico, Juvenil

El Libro de los Tres (15 page)

BOOK: El Libro de los Tres
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Antes de que Taran pudiese dar la vuelta y expresarle su agradecimiento a Medwyn, el hombre de la barba blanca había desaparecido, como si se lo hubiesen tragado las colinas; y los viajeros se encontraron solos sobre una meseta rocosa barrida por los vientos.

—Bien —dijo Fflewddur, enderezando el arpa que llevaba colgada a la espalda—, no sé por qué, pero tengo la sensación de que si encontramos más lobos, sabrán que somos amigos de Medwyn.

El primer día de marcha fue menos difícil de lo que Taran había temido. Esta vez fue él quien encabezó el grupo, pues el bardo admitió —después de que se hubiesen roto algunas cuerdas del arpa— que había sido incapaz de retener en su memoria todas las indicaciones de Medwyn.

Treparon a buen paso hasta largo tiempo después de que el sol hubiese empezado a hundirse en dirección al oeste y, aunque el terreno era abrupto y escarpado, el sendero que Medwyn les había indicado se destacaba claramente ante sus ojos. Arroyuelos de montaña, de aguas frías y limpias, formaban líneas ondulantes de plata brillante al bajar danzando por las laderas hacia las lejanas tierras del valle. El aire era tonificante, aunque tenía un toque de frío que a los viajeros les hizo agradecer las capas que Medwyn les había entregado.

Taran les indicó que hiciesen un alto en una prolongada hendidura protegida del viento. Habían avanzado mucho durante el día, mucho más de lo que habían esperado, y no vio razón para agotarse andando a marchas forzadas durante la noche. Atando las bridas de Melyngar a uno de los achaparrados árboles que crecían en las alturas, los viajeros instalaron su campamento. Dado que ya no había peligro por parte de los Nacidos del Caldero, y que las huestes del Rey con Cuernos se movían bastante por debajo y al oeste del grupo, Taran creyó que podían encender una hoguera sin ningún temor. Las provisiones de Medwyn no requerían el fuego, pero las llamas les calentaron, dándoles ánimos. Cuando las sombras de la noche descendieron desde los picachos, Eilonwy encendió su esfera dorada depositándola en el hueco formado por una roca caída.

Gurgi, que no había emitido ni un sólo gemido o gruñido durante esa parte del viaje, trepó a un peñasco y empezó a rascarse con fruición; aunque, después del baño y el cepillado de Medwyn, era más por costumbre que por otra cosa. El bardo, tan flaco como de costumbre a pesar de las enormes cantidades de comida que había tragado, se dedicó a reparar las cuerdas de su arpa.

—Has llevado esa arpa desde que te encontramos por primera vez —dijo Eilonwy— y no la has tocado ni una sola vez. Eso es como decirle a alguien que quieres hablar con él y, cuando se ponen a escucharte, quedarte callado.

—Mal podías esperar que fuese entonando cancioncillas con esos guerreros del Caldero siguiéndonos —dijo Fflewddur—. No me parecía apropiado. Pero…, un Fflam está siempre dispuesto a complacer, así que si realmente tienes ganas de oírme tocar… — añadió, pareciendo a la vez encantado y turbado.

Acunó el instrumento con uno de sus brazos y, casi antes de que sus dedos tocasen las cuerdas, una delicada melodía, tan hermosa como la misma curvatura del arpa, se alzó de ella como una voz que cantase sin palabras.

Para los oídos de Taran la melodía tenía sus propias palabras, entretejiendo una hebra esbelta y flexible entre las notas que se alzaban en ella. El hogar, el hogar, cantaban; y más allá de las propias palabras, de un modo tan fugaz que le era imposible estar seguro de ellos, se encontraban los campos y huertos de Caer Dallben, las doradas tardes del otoño y las crujientes mañanas invernales con la rosada luz del sol sobre la nieve.

El arpa se quedó silenciosa. Fflewddur seguía sentado con la cabeza muy cerca de las cuerdas, una curiosa expresión en su flaco rostro.

Bueno, eso fue toda una sorpresa —dijo finalmente el bardo—. Había planeado algo más animado, el tipo de cosa que siempre le encanta a mi jefe de guerreros para darnos un poco de coraje, ya me entendéis. La verdad es —admitió con un leve desánimo en la voz— que no sé en realidad lo que voy a tocar nunca. Mis dedos se mueven, pero a veces pienso que el arpa toca por sí sola.

«Quizá —continuó Fflewddur—, por eso creyó Taliesin que estaba haciéndome un favor cuando me la entregó. Porque cuando fui hasta el Consejo de los Bardos para mi examen, tenía un viejo trasto que se había dejado olvidado un trovador y apenas si pude hacer más que tararear algunas canciones. Sin embargo, un Fflam jamás le examina los dientes a un caballo regalado o, como debería decir en este caso, un arpa.

—Era una melodía triste —dijo Eilonwy—. Pero lo extraño es que la tristeza no te importa. Es como sentirse mejor después de haber llorado un buen rato. Me hizo pensar de nuevo en el mar, aunque no he estado allí desde que era una niña pequeña. —Al oír eso, Taran lanzó un bufido, pero Eilonwy no le prestó atención—. Las olas rompían en los acantilados convirtiéndose en remolinos de espuma y a lo lejos, hasta allí donde alcanzaba la vista, estaban las crestas blancas, los Caballos Blancos de Llyr, así los llaman; pero en realidad no son más que olas esperando su turno de acercarse a la costa.

—¡Qué extraño! —dijo el bardo—, personalmente, yo pensaba en mi castillo. Es pequeño y está lleno de corrientes de aire, pero me gustaría verlo de nuevo; una persona puede hartarse de vagabundear, ya sabéis. Me hizo pensar en que incluso podría volver a establecerme en un sitio y tratar de ser un rey respetable.

—Caer Dallben está más cerca de mi corazón —dijo Taran—. Cuando me marché, nunca había pensado demasiado en él. Ahora pienso mucho.

Gurgi, que había estado escuchando en silencio, lanzó un prolongado aullido.

—Sí, sí, pronto los grandes guerreros estarán en sus salones todos vestidos de negro, contando sus historias con risas y chanzas. Y entonces para el pobre Gurgi estará de nuevo el bosque temible, para tender su tierna cabeza entre ronquidos y bufidos.

—Gurgi —dijo Taran—, te prometo que te llevaré a Caer Dallben, si es que alguna vez vuelvo allí. Y si te gusta, y si Dallben está de acuerdo, puedes quedarte ahí todo el tiempo que quieras.

—¡Qué alegría! —gritó Gurgi—. El honesto y trabajador Gurgi presenta sus agradecimientos y sus mejores deseos. Oh, sí, el cariñoso y obediente Gurgi se afanará…

—Por el momento, mejor haría el obediente Gurgi en dormir —aconsejó Taran—, y eso deberíamos hacer todos. Medwyn nos ha encaminado en buena dirección y ya no podemos tardar mucho. Partiremos de nuevo con el amanecer.

Pero por la noche se alzó un vendaval y a la mañana siguiente una lluvia torrencial azotaba la hendidura. En vez de irse debilitando, el viento cobró fuerza y soplaba aullando por encima de las rocas. Parecía golpear con puños invisibles el refugio de los viajeros, tanteando luego con sus dedos como si quisiese apoderarse de ellos y precipitarlos al valle.

Pese a todo, se pusieron en marcha, tapándose el rostro con las capas. Para empeorar las cosas el sendero desapareció por completo y ante ellos se alzaron desnudos acantilados. La lluvia cesó cuando los viajeros estaban ya empapados hasta los huesos, pero ahora las rocas se habían vuelto resbaladizas y traidoras. Incluso la siempre segura Melyngar tropezó una vez y, por un instante, Taran contuvo el aliento temiendo que fuese a despeñarse.

Las montañas describían un semicírculo alrededor de un lago negro y de aspecto triste cubierto de amenazadores nubarrones. Taran hizo un alto en un promontorio rocoso y señaló hacia las colinas al otro extremo del lago.

—Según lo que nos contó Medwyn —le dijo al bardo—, deberíamos dirigirnos hacia ese paso. Pero me parece inútil ir siguiendo las montañas cuando casi podemos ir en línea recta. La costa del lago, al menos, es llana, en tanto que aquí se está haciendo prácticamente imposible trepar.

Fflewddur se frotó su puntiaguda nariz.

—Incluso contando el tiempo que tardaríamos en bajar y subir de nuevo, creo que podríamos ahorrar varias horas. Sí, decididamente creo que vale la pena intentarlo.

—Medwyn no dijo nada sobre cruzar valles —repuso Eilonwy.

—No dijo nada de acantilados como éstos —contestó Taran—. A él no deben parecerle nada del otro mundo; ha vivido aquí mucho tiempo. Para nosotros, son otra cosa.

—Si no escuchas lo que te dicen —señaló Eilonwy—, es como si te metieses los dedos en las orejas y saltases a un pozo. Para un Aprendiz de Porquerizo que ha viajado muy poco, de pronto resulta que lo sabes todo sobre el asunto.

—¿Quién encontró el camino para salir del túmulo? —le replicó Taran—. Está decidido. Cruzaremos el valle.

El descenso fue arduo, pero una vez llegaron a terreno llano, Taran estuvo cada vez más convencido de que ahorrarían tiempo. Sosteniendo las riendas de Melyngar, condujo al grupo a lo largo de la angosta franja de la orilla. El lago se extendía casi hasta el pie de las colinas, obligando a Taran a ir vadeando las aguas. Se dio cuenta de que el lago no parecía negro porque reflejase el cielo; las mismas aguas eran negras, inmóviles, adustas y pesadas como si fuesen de hierro. Así mismo, el fondo era traicionero como lo habían sido las rocas en la montaña. Pese a todo su cuidado, Taran tropezó y estuvo a punto de caer en el agua. Cuando se giró para advertir a los demás, vio, para su sorpresa, que Gurgí se había metido en el agua hasta la cintura y que iba en dirección al centro del lago. Fflewddur y Eilonwy, igualmente, se estaban alejando, entre chapoteos, más y más de la orilla.

—No os metáis en el agua —gritó Taran—. ¡Manteneos junto a la orilla!

—Ojalá pudiésemos —fue el grito de respuesta del bardo—. Pero estamos atrapados, no sé cómo. Algo tira de nosotros con una fuerza terrible…

Un instante después, Taran entendió a qué se refería el bardo. Una ola inesperada le hizo perder pie y cuando ya caía, extendiendo las manos para protegerse, el lago negro le absorbió. Junto a él Melyngar pataleaba y relinchaba. El cielo giró sobre su cabeza. Estaba siendo arrastrado como una ramita en un torrente. Eilonwy pasó velozmente a su lado. Intentó recuperar el equilibrio y agarrarla. Era demasiado tarde. Pataleando, logró salir a la superficie. Taran pensó que la otra orilla les detendría, mientras luchaba por mantener la cabeza por encima de las olas. Un rugido llenaba sus oídos. El centro del lago era un remolino que le aferraba hundiéndole hacia las profundidades. Las negras aguas se cerraron sobre él y supo que se estaba ahogando.

15. El rey Eiddileg

Se fue hundiendo, trazando círculos, luchando en busca de aire, perdido entre un oleaje que caía sobre él como una montaña que se derrumba. Las aguas le arrastraron cada vez más rápido, lanzándole ora a la derecha ora a la izquierda. Taran chocó con algo, no pudo saber de qué se trataba, pero se agarró al objeto en el mismo instante en que empezaban a abandonarle las fuerzas. Hubo un estruendo, como si la tierra se hubiese hendido; el agua se convirtió en espuma y Taran sintió que era arrojado contra un muro inconmovible. No se acordó de nada más.

Cuando abrió los ojos estaba tendido sobre una superficie dura y lisa, su mano agarrando con fuerza el arpa de Fflewddur. Oía junto a él el estruendo del agua. Cautelosamente tanteó a su alrededor; sus dedos tocaron sólo piedras lisas y mojadas, alguna especie de muelle. Una luz azul pálido brillaba en lo alto. Taran decidió que había ido a parar a una especie de gruta o caverna. Se incorporó y su movimiento hizo sonar las cuerdas del arpa.

—¡Eh! ¿Quién anda ahí?

Una voz resonó a lo lejos en el muelle. Aunque era muy débil, Taran la reconoció como perteneciente al bardo. Se puso en pie trabajosamente y avanzó como pudo en dirección al sonido. Por el camino tropezó con una forma confusa, que de pronto se puso a hablar indignada.

—Lo has hecho muy bien con tus atajos, Taran de Caer Dallben. Lo poco que queda de mí está empapado hasta los huesos, y no puedo encontrar mi juguete… Oh, aquí está, mojado, por supuesto. ¿Y quién sabe lo que ha sido del resto de nosotros?

La luz dorada brilló tenuemente revelando el rostro goteante de Eilonwy, sus ojos azules brillando de enfado.

Gurgi, una sombra velluda y balbuceante, se les acercó.

—¡Oh, mi pobre y tierna cabeza está llena de ahogos y remojos!

Un instante después, Fflewddur les había encontrado. Melyngar, que le seguía, lanzó un relincho.

—Creí oír mi arpa por aquí —dijo el bardo—. Al principio no pude creerlo. Jamás esperé volverla a ver. Pero… ¡un Fflam jamás desespera! Ha sido todo un golpe de suerte.

—Yo creí que nunca más volvería a ver nada —dijo Taran, tendiéndole el instrumento a Fflewddur—. Hemos sido arrastrados por las aguas hasta una especie de cueva; pero no es una cueva natural. Mirad esas losas.

—Si mirases a Melyngar —exclamó Eilonwy—, verías que todas nuestras provisiones han desaparecido. ¡Y todas nuestras armas también, a causa de tu maravilloso atajo!

Era cierto. Las correas se habían partido y la silla de montar había sido arrastrada por el remolino. Por fortuna, todos ellos seguían teniendo sus espadas.

—Lo siento —dijo Taran—. Admito que nos hallamos aquí por mi culpa. No debí seguir este camino, pero lo hecho. hecho está. Os he traído hasta aquí, y encontraré un camino para salir.

Examinó el lugar en que se encontraban. El rugido del agua procedía de un ancho canal por el que discurría velozmente la corriente. El muelle era mucho más grande de lo que había creído al principio. Luces de varios coloro brillaban en las grandes arcadas. Se volvió nuevamente hacia sus compañeros.

—Esto es muy raro. Parece que estemos muy hondo, pero esto no es el fondo del lago…

Antes de que pudiese pronunciar otra palabra, fue agarrado por la espalda y le taparon la cabeza con un saco que olía fuertemente a cebollas. Eilonwy lanzó un grito y luego algo ahogó su voz. Taran era empujado y arrastrado en dos direcciones al mismo tiempo. Gurgi empezó a lanzar gritos de furia.

—¡Aquí! ¡Coge a ése! —exclamó una voz bronca.

—¡Cógele tú! ¿No puedes ver que tengo las manos ocupadas?

Taran lanzó un golpe. Una bola sólida y redonda que debía de ser la cabeza de alguien se estrelló en su estómago. Oyó ruidos de golpes filtrados a través de la oscuridad con olor a cebolla que le rodeaba. Debían ser de Eilonwy. Ahora le gritaban… y se gritaban entre sí.

—¡Por ahí, aprisa!

—¡Estúpido, no les quitaste las espadas!

Después de esto, se oyó otro chillido que procedía de Eilonwy, el ruido de lo que podría haber sido una patada y un instante de silencio posterior.

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