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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (18 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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La puerta, al cerrarse, pareció despertar a Badri. Abrió los ojos.

—Tengo que hacerte algunas preguntas, Badri —dijo Dunworthy—. Necesitamos averiguar a quién has visto y hablado. No queremos que también se pongan enfermos, y necesitamos que nos digas quiénes son.

—Kivrin —dijo él. Su voz era débil, casi un susurro, pero su mano agarraba con fuerza la de Dunworthy—. En el laboratorio.

—¿Esta mañana? ¿Viste a Kivrin antes de esta mañana? ¿La viste ayer?

—No.

—¿Qué hiciste ayer?

—Comprobé la red —respondió débilmente, y su mano se aferró a la de Dunworthy.

—¿Estuviste allí todo el día?

Él sacudió la cabeza, y el esfuerzo produjo toda una serie de pitidos y subidas en las pantallas.

—Fui a verle.

Dunworthy asintió.

—Me dejaste una nota. ¿Qué hiciste después? ¿Viste a Kivrin?

—Kivrin. Comprobé las coordenadas de Puhalski.

—¿Eran correctas?

Badri frunció el ceño.

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Sí. Las comprobé dos veces. —Se interrumpió para tomar aliento—. Hice un chequeo interno y una comparación.

Dunworthy sintió un arrebato de alivio. No se había producido ningún error en las coordenadas.

—¿Y el deslizamiento? ¿Cuánto hubo?

—Qué dolor de cabeza —murmuró Badri—. Esta mañana. Será que bebí demasiado en el baile.

—¿Qué baile?

—Estoy cansado —murmuró.

—¿A qué baile fuiste? —insistió Dunworthy, sintiéndose como un inquisidor—. ¿Cuándo fue? ¿El lunes?

—El martes. Bebí demasiado —volvió la cabeza en la almohada.

—Descansa ahora —aconsejó Dunworthy. Suavemente, retiró la mano—. Intenta dormir un poco.

—Me alegro de que haya venido —dijo Badri, y volvió a cogerle la mano.

Dunworthy la sostuvo, observando alternativamente a Badri y las pantallas mientras dormía. Estaba lloviendo. Oía el repiqueteo de las gotas tras las cortinas echadas.

No se había dado cuenta de lo enfermo que estaba Badri. Estaba demasiado preocupado por Kivrin para pensar en él. Tal vez no debería estar tan enfadado con Montoya y los demás. También tenían sus preocupaciones, y ninguno de ellos se había parado a pensar lo que significaba la enfermedad de Badri excepto en términos de las dificultades e inconveniencias que causaba. Incluso Mary, que hablaba de habilitar Bulkeley-Johnson para una enfermería y las posibilidades de una epidemia, no había captado la realidad de la enfermedad de Badri y lo que significaba. Había recibido las vacunas antivirales, y sin embargo yacía con una fiebre de treinta y nueve coma nueve.

Pasó la tarde. Dunworthy oyó la lluvia y el repicar de los cuartos de hora en St. Hilda y, más distante, los de Christ Church. La enfermera le informó sombríamente de que su turno acababa, y una enfermera rubia, mucho más alegre y más menuda, con las insignias de estudiante, entró a comprobar los goteros y observar las pantallas.

Badri se debatía entre la vigila y el sueño con un esfuerzo que Dunworthy difícilmente habría calificado de «oscilante». Parecía cada vez más exhausto cuando recuperaba el conocimiento, y cada vez menos capaz de responder a las preguntas de Dunworthy.

Pero Dunworthy continuó haciéndolas, implacable. El baile de Navidad se había celebrado en Headington. Badri había ido a un pub después. No recordaba el nombre. La mañana del lunes había trabajado solo en el laboratorio, comprobando las coordenadas de Puhalski. Había llegado de Londres a mediodía. En metro. Era imposible. Pasajeros del metro y asistentes a la fiesta, y toda la gente con quien había contactado en Londres. Nunca podrían localizarlos y estudiarlos a todos, aunque Badri supiera quiénes eran.

—¿Cómo llegaste a Brasenose esta mañana? —le preguntó Dunworthy la siguiente vez que Badri despertó.

—¿Mañana? —dijo Badri, mirando la ventana corrida como si pensara que ya era de día—. ¿Cuánto tiempo he dormido?

Dunworthy no supo qué contestar. Había dormido de forma intermitente toda la tarde.

—Son las diez —dijo, mirando su digital—. Te trajimos al hospital a la una y media. Dirigiste la red esta mañana y enviaste a Kivrin. ¿Recuerdas cuándo empezaste a encontrarte mal?

—¿Qué fecha es hoy? —dijo Badri, de pronto.

—Veintidós de diciembre. Sólo has estado aquí parte de un día.

—El año —replicó Badri, intentando incorporarse—. ¿Qué año es?

Dunworthy miró ansiosamente las pantallas. La temperatura era de casi cuarenta.

—El año es el 2054 —respondió, inclinándose para calmarlo—. Es veintidós de diciembre.

—Apártese —dijo Badri.

Dunworthy se enderezó y se apartó de la cama.

—Apártese —repitió Badri. Se incorporó más y contempló la habitación—. ¿Dónde está el señor Dunworthy? Tengo que hablar con él.

—Estoy aquí, Badri. —Dunworthy avanzó un paso hacia la cama y luego se detuvo, temiendo sobresaltarlo—. ¿Qué querías decirme?

—¿Sabe entonces dónde podría estar? ¿Quiere darle esta nota?

Le tendió una hoja de papel imaginaria, y Dunworthy advirtió que debía de estar reviviendo la tarde del martes, cuando fue a verle a Balliol.

—Tengo que volver a la red. —Consultó un digital imaginario—. ¿Está abierto el laboratorio?

—¿De qué querías hablar con el señor Dunworthy? ¿Del deslizamiento?

—No. ¡Apártese! Va a dejarla caer. ¡La tapa! —Miró fijamente a Dunworthy, con los ojos brillantes de fiebre—. ¿A qué espera? ¡Vaya y recójalo!

Entró la estudiante de enfermería.

—Está delirando —comentó Dunworthy.

Dirigió a Badri una rápida mirada y luego contempló las pantallas. A Dunworthy le parecían siniestras, veloces números que cruzaban frenéticamente las pantallas y zigzagueaban en tres dimensiones, pero la enfermera no parecía especialmente preocupada. Miró por turnos cada una de las pantallas y empezó a ajustar tranquilamente el flujo de los goteros.

—Tiéndase, ¿quiere? —dijo, todavía sin mirar a Badri, y sorprendentemente él obedeció.

—Creía que se había marchado —dijo él, recostado contra la almohada—. Gracias a Dios que está aquí —continuó, y pareció desplomarse de nuevo, aunque esta vez no había ningún sitio al que caer.

La estudiante de enfermería no se dio cuenta. Todavía estaba ajustando los goteros.

—Se ha desmayado —advirtió Dunworthy.

Ella asintió y empezó a leer la pantalla. Ni siquiera miró a Badri, que parecía mortalmente pálido bajo su piel oscura.

—¿No cree que debería llamar a un médico? —dijo Dunworthy, y la puerta se abrió y entró una mujer alta vestida con RPE.

Tampoco miró a Badri. Leyó los monitores uno a uno, y entonces preguntó:

—¿Indicaciones de implicación pleural?

—Cianosis y escalofríos —dijo la enfermera.

—¿Qué le están dando?

—Mixabravina.

La doctora cogió un estetoscopio de la pared, y desenrolló la pieza del cable.

—¿Alguna hemoptisis?

Ella sacudió la cabeza.

—Tengo frío —murmuró Badri desde la cama. Ninguna de ellas le prestó la más mínima atención. Badri empezó a tiritar—. No lo deje caer. Era de porcelana, ¿verdad?

—Cincuenta centímetros cúbicos de penicilina acuosa y una dosis de ASA —ordenó la doctora. Sentó a Badri en la cama y abrió las tiras de velero de su bata de papel. Badri tiritaba más que nunca. La doctora presionó el estetoscopio contra la espalda de Badri en lo que Dunworthy consideró un castigo cruel e inusitado.

—Respire hondo —dijo la doctora, los ojos fijos en la pantalla. Badri obedeció, castañeteando los dientes.

—Consolidación pleural menor inferior izquierda —anunció la doctora crípticamente, y movió el aparato un centímetro—. Otra vez. —Movió el aparato varias veces más—. ¿Tenemos ya una identificación?

—Mixovirus —respondió la enfermera, llenando una jeringuilla—. Tipo A.

—¿Secuenciado?

—Todavía no. —Insertó la jeringuilla en la cánula y la vació. En el exterior sonó un teléfono.

La doctora cerró la bata de Badri, lo volvió a acostar y le cubrió las piernas descuidadamente.

—Déme un gramo —dijo, y se marchó. El teléfono siguió sonando.

Dunworthy ansiaba tapar bien a Badri, pero la estudiante de enfermería estaba colocando otro gotero en la percha. Esperó hasta que ella hubo terminado y se marchó, y luego alisó la sábana y arropó cuidadosamente a Badri hasta los hombros, remetiendo la tela por debajo de la cama.

—¿Estás mejor? —preguntó, pero Badri ya había dejado de tiritar y se había quedado dormido. Dunworthy miró las pantallas. Su temperatura era ya de treinta y nueve coma dos, y las anteriores líneas frenéticas de las otras pantallas eran firmes y fuertes.

—Señor Dunworthy —dijo la voz de la estudiante de enfermería desde algún lugar de la pared—, hay una llamada para usted. Un tal señor Finch.

Dunworthy abrió la puerta. La enfermera, sin su RPE, le indicó que se quitara la bata. Él la obedeció, y tiró las ropas en la gran bolsa que ella le señaló.

—Sus gafas, por favor.

Se las tendió, y ella las roció con desinfectante. Dunworthy cogió el teléfono, entornando los ojos ante la pantalla.

—Señor Dunworthy, le he estado buscando por todas partes —dijo Finch—. Ha ocurrido algo terrible.

—¿De qué se trata? —Dunworthy miró su digital. Eran las diez. Demasiado pronto para que alguien hubiera aparecido con el virus si el período de incubación era de doce horas—. ¿Hay alguien enfermo?

—No, señor. Mucho peor que eso: la señora Gaddson. Está en Oxford. De algún modo ha logrado cruzar el perímetro de la cuarentena.

—Lo sé. Cogió el último tren. Les hizo sujetar las puertas.

—Sí, bueno, llamó desde el hospital. Insiste en alojarse en Balliol, y me acusa de no haber cuidado adecuadamente de William porque fui quien designó a los tutores, y por lo visto su tutor le hizo quedarse durante las vacaciones para estudiar a Petrarca.

—Dígale que no tenemos sitio, que los dormitorios están siendo esterilizados.

—Ya se lo dije, señor, pero respondió que en ese caso se alojaría con William en su habitación. No me gusta hacerle eso, señor.

—No —dijo Dunworthy—. Hay algunas cosas que nadie debería tener que soportar, ni siquiera en una epidemia. ¿Le ha dicho a William que ha venido su madre?

—No, señor. Lo intenté, pero no está en el colegio. Tom Gailey me dijo que estaba visitando a una jovencita en Shrewsbury, así que la telefoneé, pero no me contestaron.

—Seguramente estarán estudiando a Petrarca en alguna parte —ironizó Dunworthy, preguntándose qué sucedería si la señora Gaddson se tropezara con la desprevenida pareja camino de Balliol.

—No comprendo por qué debe hacer eso, señor —comentó Finch, con voz preocupada—. O por qué su tutor le ha asignado Petrarca. Estudia literatura moderna.

—Sí, bueno, cuando llegue la señora Gaddson, alójela en Warren. —La enfermera alzó la cabeza bruscamente mientras terminaba de limpiarle las gafas—. Está al otro lado del patio de todas formas. Ofrézcale una habitación que no dé a ningún sitio. Y compruebe nuestro suministro de pomada contra los sarpullidos.

—Sí, señor —dijo Finch—. Hablé con la administradora del New College. Dijo que antes de marcharse, el señor Basingame le comentó que quería estar «libre de distracciones», pero suponía que le habría dicho a alguien adonde iba y que intentaría telefonear a su mujer en cuanto las líneas queden libres.

—¿Preguntó por sus técnicos?

—Sí, señor. Todos ellos se han ido a casa a pasar las vacaciones.

—¿Cual de nuestros técnicos vive más cerca de Oxford?

Finch reflexionó durante un momento.

—Andrews, en Reading. ¿Quiere su número?

—Sí, y prepáreme una lista con los números y direcciones de los demás.

Finch recitó el número de Andrews.

—He tomado medidas para remediar la situación del papel higiénico. He colocado carteles con la siguiente frase: «El derroche conduce a la necesidad.»

—Maravilloso —dijo Dunworthy. Colgó e intentó llamar a Andrews. Comunicaba.

La estudiante de enfermería le tendió sus gafas y un nuevo fardo de RPE, y él se las puso, procurando colocarse la mascarilla antes que la gorra y dejar los guantes para lo último.

Con todo, tardó una considerable cantidad de tiempo en prepararse. Esperaba que la enfermera fuera muchísimo más rápida si Badri tocaba/el timbre pidiendo ayuda.

Entró de nuevo. Badri estaba dormido, inquieto. Miró las pantallas. Su temperatura era de treinta y nueve coma cuatro.

Le dolía la cabeza. Se quitó las gafas y se frotó entre los ojos. Entonces se sentó en el taburete y miró la lista de contactos que había preparado hasta el momento. Apenas podía considerarse una lista, pues había muchos agujeros en ella. El nombre del pub al que había ido Badri después del baile. Dónde había estado Badri el lunes por la noche. Y el domingo por la tarde. Había llegado de Londres en metro a las doce, y Dunworthy le había llamado para pedirle que dirigiera la red a las dos y media. ¿Dónde había estado durante esas dos horas y media?

¿Y dónde había ido el martes por la tarde después de ir a Balliol y dejar una nota diciendo que había hecho una comprobación de sistemas en la red? ¿De vuelta al laboratorio? ¿O a otro pub? Se preguntó si tal vez alguien de Balliol había hablado con Badri mientras estuvo allí. Cuando Finch volviera a llamar para informarle de las últimas novedades acerca de las campaneras americanas y el papel higiénico, le diría que preguntara a todos los que estuvieran en el colegio si habían visto a Badri.

La puerta se abrió, y la estudiante de enfermería, enfundada en RPE, entró. Dunworthy miró automáticamente las pantallas, pero no detectó ningún cambio dramático. Badri seguía dormido. La enfermera introdujo algunas cifras en la pantalla, comprobó el gotero, y tiró de una esquina de las sábanas. Descorrió la cortina y se quedó allí, retorciendo el cordón en sus manos.

—No pude evitar oír lo que decía por teléfono —comentó—. Mencionó a la señora Gaddson. Sé que es una falta de educación por mi parte, ¿pero es posible que estuvieran hablando de la madre de William Gaddson?

—Sí —contestó él, sorprendido—. William estudia en Balliol. ¿Le conoce?

—Es amigo mío —asintió ella, sonrojándose tanto que él lo notó a través de la máscara impermeable.

—Ah. —Dunworthy se preguntó cuándo tenía tiempo William para estudiar a Petrarca—. La madre de William está aquí, en el hospital —comentó, sintiendo que debía advertirla, pero sin tener muy claro el motivo—. Ha venido a visitarle durante la Navidad.

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