El libro del día del Juicio Final (23 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Buen día, mi señora —dijo una voz de hombre—. Vuestra hija Rosamund me dijo que os encontraría en el salón, pero no os hallé.

El hombre entró en la habitación. Kivrin no pudo verle la cara. Estaba al pie de la cama, oculto por los colgantes. Intentó doblar la cabeza para poder verlo, pero el movimiento hizo que todo girara violentamente. Volvió a tenderse.

—Pensé que os encontraría con la dama herida —dijo el hombre. Llevaba una pelliza acolchada y botas de cuero. Y una espada. Kivrin la oía resonar cada vez que daba un paso—. ¿Cómo se encuentra?

—Parece mejor hoy —contestó Eliwys—. La madre de mi esposo ha ido a prepararle una cocción de vulneraria para las heridas.

Había retirado la mano de la puerta, y el comentario del hombre sobre «vuestra hija Rosamund» indicaba con toda seguridad que se trataba de Gawyn, el hombre que había enviado a buscar a los atacantes de Kivrin, pero Eliwys retrocedió otros dos pasos mientras él hablaba, y su cara parecía alerta. La idea de peligro fluctuó de nuevo en la mente de Kivrin, y de repente se preguntó si tal vez, después de todo, el asesino no había sido un sueño, si ese hombre, con su rostro cruel, podría ser Gawyn.

—¿Habéis encontrado algo que pueda indicarnos la identidad de la dama? —preguntó Eliwys, con cuidado.

—No. Sus bienes y sus caballos habían sido robados. Esperaba que la dama me dijera algo de sus atacantes, cuántos eran y desde qué dirección la asaltaron.

—Me temo que no puede deciros nada.

—¿Es muda, pues? —se extrañó él, y se colocó en un lugar donde Kivrin pudo verlo.

No era tan alto como lo recordaba, y su cabello parecía menos rojo y más rubio a la luz del día, pero su rostro seguía pareciendo tan amable como cuando la colocó sobre su caballo. Su caballo negro Gringolet.

Después de que la encontrara en el claro. No era el asesino (ella había imaginado al asesino, lo había conjurado con su delirio y los temores del señor Dunworthy, junto con el caballo blanco y los villancicos), y debía de estar malinterpretando las reacciones de Eliwys igual que se había equivocado cuando la levantaron de la cama para que usara el orinal.

—No es muda, pero habla en una extraña lengua que no comprendo —explicó Eliwys—. Temo que sus heridas han nublado su entendimiento. —Se acercó al lecho y Gawyn la siguió—. Buena señora. He traído al valido de mi esposo, Gawyn.

—Buen día, mi señora —saludó Gawyn, hablando despacio y en voz alta, como si pensara que Kivrin era sorda.

—Él es quien os encontró en el bosque —informó Eliwys.

¿En el bosque dónde?, pensó Kivrin desesperadamente.

—Me complace saber que vuestras heridas están sanando —dijo Gawyn, recalcando cada palabra—. ¿Podéis hablarme de los hombres que os atacaron?

No sé si puedo decirte nada, pensó Kivrin, temerosa de que él no la entendiera tampoco.

Tenía que hacerlo. Sabía dónde estaba el lugar.

—¿Cuántos hombres eran? ¿Iban a caballo?

¿Dónde me encontraste?, pensó ella, recalcando las palabras como hacía Gawyn. Esperó a que el intérprete pronunciara toda la frase, prestando atención a las entonaciones, comparándolas con las lecciones de lenguaje que le había impartido el señor Dunworthy.

Gawyn y Eliwys esperaban, observándola con suma atención. Kivrin inspiró profundamente.

—¿Dónde me encontrasteis?

Ellos intercambiaron rápidas miradas, la de él sorprendida, la de ella diciendo claramente: «¿Veis?»

—También habló así esa noche —dijo Gawyn—. Pensé que se debía a la herida.

—Y yo también —asintió Eliwys—. La madre de mi esposo piensa que es de Francia.

Él sacudió la cabeza.

—No habla francés. —Se volvió hacia Kivrin—. Buena señora —dijo, casi gritando—, ¿venís de otra tierra?

Sí, pensó Kivrin, otra tierra, y la única forma de volver es a través del lugar de lanzamiento, y sólo tú sabes dónde está.

—¿Dónde me encontrasteis? —repitió.

—Se llevaron todas sus pertenencias —dijo Gawyn—, pero su carreta era de buena calidad, y tenía muchas cajas.

Eliwys asintió.

—Me temo que es de noble cuna y los suyos la estarán buscando.

—¿En qué parte del bosque me encontrasteis? —insistió Kivrin, alzando la voz.

—La estamos asustando —observó Eliwys. Se inclinó sobre Kivrin y le palmeó la mano—. Shh. Descansad.

Se retiró de la cama y Gawyn la siguió.

—¿Queréis que cabalgue hasta Bath a buscar a lord Guillaume? —preguntó Gawyn, fuera de la vista, más allá de los colgantes.

—No —contestó Eliwys, mirándose las manos—. Mi señor ya tiene suficientes motivos de preocupación, y no puede marcharse hasta que el juicio haya terminado. Y os dijo que os quedarais con nosotras y nos protegierais.

—Con vuestro permiso, entonces, regresaré al lugar donde hallé a la dama e investigaré un poco más.

—Sí —dijo Eliwys, todavía sin mirarlo—. Puede que alguna prenda cayera al suelo y nos diga algo de ella.

El lugar donde hallé a la dama, recitó Kivrin para sí, intentando oír las palabras de Gawyn bajo la traducción del intérprete y memorizarlas. El lugar donde me encontraron.

—Me pondré en camino de nuevo —dijo Gawyn.

Eliwys lo miró.

—¿Ahora? Está oscureciendo.

—Mostradme el lugar donde me hallasteis —dijo Kivrin.

—No temo a la oscuridad, lady Eliwys —replicó él, y dio un paso, la espada colgando.

—Llevadme con vos —terció Kivrin, pero no sirvió de nada. Ya se habían marchado, y el intérprete estaba roto. Se había engañado a sí misma al creer que funcionaba.

Había comprendido lo que decían por las lecciones de lengua que le había dado el señor Dunworthy, no gracias al intérprete, y tal vez sólo se estaba engañando a sí misma al creer que los comprendía.

Tal vez la conversación no había tratado sobre quién era ella, sino sobre algo completamente distinto: una oveja perdida, o llevarla a juicio.

Lady Eliwys había cerrado la puerta al salir, y Kivrin no oyó nada más. Incluso la campana había cesado, y la luz a través del lino encerado era levemente azulada. Anochecía.

Gawyn había dicho que iba a regresar al lugar. Si la ventana daba al patio, al menos vería en qué dirección se marchaba. No está lejos, había dicho. Si pudiera averiguar en qué dirección cabalgaba, lograría encontrar el lugar ella sola.

Se incorporó en la cama, pero incluso ese pequeño esfuerzo hizo que el dolor del pecho la apuñalara de nuevo. Pasó los pies por el lado, pero la acción la mareó. Se tendió contra la almohada y cerró los ojos.

Mareo, fiebre y dolor en el pecho. ¿De qué eran síntomas? La viruela empezaba con fiebre y escalofríos, y las pústulas no aparecían hasta el segundo o el tercer día. Levantó el brazo para comprobar si tenía algún indicio. No sabía cuánto tiempo había estado enferma, pero no podía ser viruela, porque el período de incubación era de diez a veintiún días. Diez días antes se encontraba en el hospital de Oxford, donde el virus de la viruela llevaba extinguido casi cien años.

Estaba en el hospital, recibiendo vacunas contra todo: viruela, fiebre tifoidea, cólera, peste. ¿Entonces cómo podría ser nada de eso? Y si no era ninguna de estas enfermedades, ¿qué era? ¿El baile de san Vito? Sí, eso era algo contra lo que no había sido vacunada, pero de todas formas habían potenciado su sistema inmunológico para combatir cualquier infección.

Hubo un sonido de carrera en las escaleras.

—¡Madre! —gritó una voz que reconoció como perteneciente a Agnes—. ¡Rosemund no esperó!

No entró en la habitación con tanta violencia como antes porque la pesada puerta estaba cerrada y tuvo que empujarla, pero en cuanto la atravesó, corrió hacia el asiento de la ventana, gimiendo.

—¡Madre! ¡Yo se lo tendría que haber dicho a Gawyn! —gimoteó, y entonces se detuvo al ver que su madre no estaba en la habitación. Las lágrimas cesaron también, según advirtió Kivrin.

Agnes permaneció un instante junto a la ventana como si decidiera intentar su escena una última vez, y luego corrió hacia la puerta. A la mitad del camino, espió a Kivrin y se detuvo nuevamente.

—Sé quién sois —dijo, acercándose a la cama. Apenas era lo bastante alta para ver por encima de la ropa. Las cintas de su gorrito se habían soltado de nuevo—. Sois la dama que Gawyn encontró en el bosque.

Kivrin temía que su respuesta, confusa como la haría el intérprete, asustara a la niñita. Se incorporó un poco contra las almohadas y asintió.

—¿Qué le ha pasado a vuestro cabello? —preguntó Agnes—. ¿Lo robaron los ladrones?

Kivrin sacudió la cabeza, sonriendo ante la extraña idea.

—Maisry dice que los ladrones os robaron la lengua —Agnes señaló la frente de Kivrin—. ¿Os hirieron en la cabeza?

Kivrin asintió.

—Yo me hice daño en la rodilla —dijo la niña, y trató de levantarla con ambas manos para que Kivrin pudiera ver el vendaje sucio. La anciana tenía razón. Ya se estaba aflojando. Kivrin vio la herida debajo. Había supuesto que sería sólo una rodilla despellejada, pero la herida parecía bastante profunda.

Agnes dio unos saltitos a la pata coja, soltó su rodilla y se apoyó contra la cama otra vez.

—¿Os vais a morir?

No lo sé, pensó Kivrin, recordando el dolor de su pecho. La tasa de mortandad de la viruela era del setenta y cinco por ciento en 1320, y su sistema inmunológico potenciado no funcionaba.

—El hermano Hubard murió —dijo Agnes sabiamente—. Y también Gilbert. Se cayó del caballo. Yo lo vi. Se le quedó la cabeza toda roja. Rosemund dijo que el hermano Hubard murió del mal azul.

Kivrin se preguntó qué sería el mal azul, asfixia tal vez, o apoplejía, y supuso que se refería al capellán que la suegra de Eliwys quería sustituir con tanta premura.

Era habitual que las casas nobles viajaran con sus propios sacerdotes. Al parecer el padre Roche era el cura local, probablemente sin educación e incluso analfabeto, aunque ella había comprendido su latín perfectamente. Y había sido amable. Le había sostenido la mano y le había dicho que no tuviera miedo. También hay buena gente en la Edad Media, señor Dunworthy, pensó. El padre Roche y Eliwys y Agnes.

—Mi padre dijo que me traería una cotorra cuando vuelva de Bath. Adeliza tiene un azor. A veces me deja cogerlo. —Dobló el brazo y lo alzó, el puño cerrado como si hubiera un halcón encaramado en el guantelete imaginario—. Yo tengo un perro.

—¿Cómo se llama tu perro? —preguntó Kivrin.

—Lo llamo Blackie —respondió Agnes, aunque Kivrin estaba segura de que se trataba sólo de la versión del intérprete. Lo más probable era que hubiera dicho Blackamon o Blakkin—. Es negro. ¿Tenéis vos un perro?

Kivrin estaba demasiado sorprendida para responder. Había hablado y se había hecho entender. Agnes ni siquiera había reaccionado como si su pronunciación fuera extraña. Kivrin había hablado sin pensar en el intérprete ni esperar a que tradujera, y tal vez ése era el secreto.

—No, no tengo perro —contestó por fin, intentando reproducir lo que había hecho antes.

—Enseñaré a hablar a mi cotorra. Le enseñaré a decir, «Buenos días, Agnes».

—¿Dónde está tu perro? —dijo Kivrin, intentándolo otra vez. Las palabras le sonaron diferentes, más ligeras, con aquella inflexión francesa que había oído en el habla de la mujer.

—¿Deseáis ver a Blackie? Está en el establo —contestó Agnes. Parecía una respuesta directa, pero por la forma en que hablaba la niña era difícil asegurarlo. A lo mejor sólo le estaba ofreciendo información. Para cerciorarse, Kivrin tendría que preguntarle algo completamente apartado del tema, algo que sólo tuviera una respuesta.

Agnes acariciaba la suave piel de la manta y tarareaba una cancioncilla.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Kivrin, intentando que el intérprete controlara sus palabras. Tradujo su frase moderna a algo parecido a
How are youe clepedf
, cosa que estaba segura no era correcta, pero Agnes no vaciló.

—Agnes —contestó la niñita al instante—. Mi padre dice que podré tener un azor cuando sea lo bastante mayor para montar una yegua. Tengo un pony. —Dejó de acariciar la piel, apoyó los codos en el borde de la cama y descansó la barbilla en sus manitas—. Sé vuestro nombre —dijo, como si estuviera orgullosa y contenta—. Os llamáis Katherine.

—¿Qué? —dijo Kivrin, completamente aturdida. Katherine. ¿Cómo se les había ocurrido eso? Se suponía que se llamaba Isabel. ¿Era posible que creyeran saber quién era?

—Rosemund dijo que nadie sabía vuestro nombre —continuó la niña, orgullosa—, pero oí al padre Roche decirle a Gawyn que os llamabais Katherine. Rosemund dijo que no podíais hablar, pero sí podéis.

Kivrin tuvo una súbita imagen del sacerdote inclinado sobre ella, su rostro oscurecido por las llamas que parecían arder constantemente delante, diciendo en latín: «¿Cuál es vuestro nombre, para que podáis confesaros?»

Y ella, intentando formar la palabra aunque tenía la boca tan seca que apenas podía hablar, temerosa de morir sin que supieran qué había sido de ella.

—¿Os llamáis Katherine? —insistía Agnes, y Kivrin oyó claramente la voz de la niñita bajo la traducción del intérprete. Se parecía a Kivrin.

—Sí —contestó, y le entraron ganas de llorar.

—Blackie tiene un… —dijo Agnes. El intérprete no captó la palabra.
¿Karette? ¿Cbavette?
—. Es rojo. ¿Queréis verlo?

Antes de que Kivrin pudiera detenerla, echó a correr hacia la puerta, todavía entornada.

Kivrin esperó, deseando que volviera y que el
karette
no estuviera vivo, deseando haber preguntado dónde estaba y cuánto tiempo llevaba en ese sitio, aunque probablemente Agnes era demasiado joven para saberlo. No parecía tener más de tres años, aunque, por supuesto, sería mucho más pequeña que una niña de tres años moderna. Cinco, entonces, o tal vez seis. Tendría que haberle preguntado la edad, pensó Kivrin, y entonces recordó que tal vez tampoco lo supiera. Juana de Arco no sabía su edad cuando los inquisidores la interrogaron en el juicio.

Al menos podía hacer preguntas, pensó Kivrin. El intérprete no estaba estropeado después de todo. Debía de haber quedado temporalmente entorpecido por la extraña pronunciación, o afectado de algún modo por su fiebre, pero ahora el problema se había solucionado, y Gawyn sabía dónde estaba el lugar del lanzamiento y podría mostrárselo.

Se incorporó un poco más para poder ver la puerta. El esfuerzo le lastimó el pecho y la mareó, y le hizo doler la cabeza. Se palpó ansiosamente la frente y luego las mejillas. Parecían calientes, pero podía deberse a que tuviera las manos frías. La habitación estaba helada, y en su excursión hasta el orinal no había visto ningún brasero, ni siquiera una copa.

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