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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (27 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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El interior estaba oscuro, y había tanto humo que no distinguió nada. Olía fatal, como un establo. Peor.

Mezclado con los olores de corral había humo, moho y el desagradable olor de las ratas. Kivrin casi tuvo que doblarse para poder pasar por la puerta. Se enderezó, y su cabeza chocó con los palos que servían de vigas.

No había ningún lugar donde sentarse en la choza, si realmente era eso. El suelo estaba cubierto de sacos y herramientas, como si efectivamente fuera un cobertizo, y no había muebles excepto una mesa irregular cuyas toscas patas se desplegaban desde el centro. Pero la mesa tenía un cuenco de madera y una hogaza de pan, y en el centro de la choza, en el único espacio despejado, ardía un pequeño fuego en un agujero poco profundo.

Por lo visto era la fuente de todo el humo, aunque en el techo había un agujero que hacía las veces de tiro. El fuego era pequeño, sólo unos pocos palos, pero los otros agujeros de las irregulares paredes y el techo tiraban también del humo, y el viento, que entraba por todas partes, lo arremolinaba. Kivrin empezó a toser, lo cual fue un terrible error. Sentía como si el pecho fuera a partírsele con cada espasmo.

Apretando los dientes para no toser, se sentó en un saco de cebollas, aferrándose a la azada que había al lado y luego a la pared de frágil aspecto. En cuanto se hubo sentado se sintió inmediatamente mejor, aunque hacía tanto frío que su aliento formaba nubéculas. Me pregunto cómo olerá este sitio en verano, pensó. Se arrebujó en la capa, doblando las puntas como si fuera una manta sobre sus rodillas.

Había una corriente fría en el suelo. Envolvió la capa en sus pies y luego cogió un atizador que yacía junto al saco y removió el exiguo fuego. Las llamas se animaron un poco, iluminando la choza y haciendo que pareciera un cobertizo más que nunca. Una pequeña valla había sido construida en un lado, probablemente para un establo, porque estaba separada del resto de la choza por una valla aún más pequeña que la que tenía la cabaña de antes. El fuego no proporcionaba luz suficiente para que Kivrin pudiera ver el rincón, pero un sonido de roce llegaba desde allí.

Un cerdo, pensó, aunque se suponía que los cerdos de los campesinos habrían sido sacrificados ya por estas fechas, o tal vez una cabra. Volvió a avivar el fuego, intentando iluminar el rincón.

El sonido de roce se produjo delante de la patética valla, procedente de una gran jaula en forma de cúpula. Parecía fuera de lugar en la sucia esquina, con su banda de metal lisa, su complicada puerta y su bonita asa. Dentro de la jaula, con los ojos brillantes a la luz del fuego, había una rata.

Estaba sentada sobre los cuartos traseros, y entre sus patas como manos sujetaba un trozo de queso que la había hecho caer en la trampa. Contemplaba a Kivrin. Había otros pedazos de queso probablemente mohosos en el suelo de la jaula. Más comida que en toda la choza, pensó Kivrin, sentada muy quieta sobre el saco de cebollas. No parecía que tuvieran nada que mereciera la pena proteger de una rata.

Kivrin había visto a una rata antes, por supuesto, en Historia de la Psicología y cuando hicieron pruebas sobre sus fobias en primer curso, pero no de este tipo. Nadie las había visto de este tipo, en Inglaterra al menos, desde hacía cincuenta años. Era una rata bonita, con pelaje negro brillante, no mucho mayor que las ratas blancas de laboratorio, no tan grande como la rata marrón con la que le habían hecho la prueba.

También parecía mucho más limpia que la rata marrón. Ésa parecía pertenecer a las alcantarillas y tuberías de las que sin duda había salido, con su pelaje marrón mugriento y su larga cola obscenamente pelada. Cuando estudió por primera vez la Edad Media, Kivrin no comprendió cómo los contemporáneos habían tolerado a aquellos bichos repugnantes en sus graneros, mucho menos en las casas. La idea de que había una en la pared junto a su cama la llenó de repulsión. Pero esta rata tenía un aspecto bastante limpio, con sus ojillos negros y su lustroso pelaje. Desde luego, estaba mucho más limpia que Maisry, y probablemente era más inteligente. Parecía inofensiva.

Como para demostrar su razonamiento, la rata mordisqueó de nuevo el queso.

—Pero no eres inofensiva —señaló Kivrin—. Eres el azote de la Edad Media.

La rata soltó el trozo de queso y avanzó un paso, cimbreando los bigotes. Se agarró a dos de los barrotes de metal con sus manitas rosadas y miró suplicante a través de ellos.

—Sabes que no puedo dejarte salir —dijo Kivrin, y el animal irguió las orejas como si la comprendiera—. Te comes el grano que es precioso, contaminas la comida, tienes pulgas y dentro de veintiocho años tú y tus amigas acabaréis con media Europa. Lady Imeyne debería preocuparse por ti, y no por espías franceses o curas analfabetos. —La rata la miró—. Me gustaría dejarte salir, pero no puedo. La Peste Negra ya fue bastante mala. Mató a la mitad de Europa. Si te dejo salir, tus descendientes podrían hacer que fuera aún peor.

La rata soltó los barrotes y empezó a correr por la jaula, chocando contra ellos, dando vueltas con movimientos frenéticos y aleatorios.

—Te dejaría salir si pudiera —repitió Kivrin.

El fuego casi se había apagado. Kivrin volvió a removerlo, pero ya no había más que cenizas. La puerta que había dejado abierta con la esperanza de que el niño trajera a alguien se cerró de golpe, sumiendo la choza en la oscuridad.

No sabrán dónde buscarme, pensó, aunque era consciente de que ni siquiera lo estaban haciendo. Todos pensaban que estaba en su habitación, dormida. Lady Imeyne ni siquiera iría a echarle un vistazo hasta que le llevara la cena. Ni siquiera empezarían a buscarla hasta después de vísperas, y para entonces ya habría anochecido.

La choza estaba en silencio. El viento debía de haber cesado. No oía a la rata. Una rama del fuego chasqueó, y las chispas volaron por el suelo.

Nadie sabe dónde estoy, pensó, y se llevó la mano al pecho, como si hubiera sido apuñalada. Nadie sabe dónde estoy. Ni siquiera el señor Dunworthy.

Pero seguramente eso no era cierto. Lady Eliwys podría haber vuelto y subido a ponerle más ungüento, o Maisry habría vuelto a casa enviada por Imeyne, o el niño podría haber ido a traer a los hombres de los campos, y llegarían allí de un momento a otro, aunque la puerta estuviera cerrada. Y aunque no advirtieran que se había ido hasta después de vísperas, tenían antorchas y linternas, y los padres del niño con escorbuto volverían a preparar la cena y la encontrarían y llamarían a alguien de la mansión. No importa lo que pase, se dijo, no estás completamente sola, y eso la reconfortó.

Porque estaba completamente sola. Había intentado convencerse de lo contrario, de que alguna lectura en las pantallas de la red le había dicho a Gilchrist y Montoya que algo había salido mal, que el señor Dunworthy había hecho que Badri comprobara y volviera a comprobarlo todo, que de algún modo sabían lo que había sucedido y mantendrían abierto el lugar de recogida. Pero se equivocaba. No sabían dónde estaba más que Agnes o lady Eliwys. Creían que estaba a salvo en Skendgate, estudiando la Edad Media, con el lugar claramente localizado y el grabador medio lleno ya de observaciones acerca de costumbres curiosas y la rotación de las cosechas. Ni siquiera se darían cuenta de que había desaparecido hasta que abrieran la red al cabo de dos semanas.

—Y para entonces estará oscuro —murmuró Kivrin.

Permaneció inmóvil, contemplando el fuego. Casi se había apagado, y no había más leña en ninguna parte. Se preguntó si habían dejado al niño en casa para recoger leña y qué fuego harían esta noche.

Estaba completamente sola, y el fuego se extinguía, y nadie sabía dónde se encontraba excepto la rata que iba a matar a media Europa. Se levantó, volvió a darse un golpe en la cabeza, abrió la puerta de la choza y salió.

Seguía sin haber nadie en los campos. El viento había cesado, y oía la campana del suroeste doblando claramente. Unos cuantos copos de nieve caían del cielo gris. El pequeño promontorio donde se alzaba la iglesia estaba completamente oscurecido por la nieve. Kivrin se dirigió hacia la iglesia.

Otra campana empezó a sonar. Estaba más al sur y más cerca, pero con un tono más agudo y metálico que indicaba que se trataba de una campana más pequeña. Doblaba con decisión, pero un poco retrasada con respecto a la primera campana, de manera que parecía un eco.

—¡Kivrin! ¡Lady Kivrin! —llamó Agnes—. ¿Dónde habéis estado?

Corrió junto a ella, con la carita encendida por el esfuerzo y el frío. O la excitación.

—Os hemos estado buscando por todas partes. —Corrió en la dirección por donde había llegado, gritando—. ¡La he encontrado! ¡La he encontrado!

—¡No, no lo has hecho! —intervino Rosemund—. Todos la hemos visto.

Corrió delante de lady Imeyne y Maisry, que tenía el poncho sobre los hombros. Tenía las orejas de un rojo brillante. Parecía enfadada, probablemente porque le echaban la culpa de la desaparición de Kivrin o porque pensaba que iban a hacerlo, o tal vez era sólo el frío. Lady Imeyne parecía furiosa.

—No sabías que era lady Kivrin —gritó Agnes, corriendo de vuelta hacia ella—. Dijiste que no era seguro que fuera Kivrin. Yo la he encontrado.

Rosemund la ignoró. Agarró a Kivrin por el brazo.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué os habéis levantado? —preguntó ansiosamente—. Gawyn fue a hablar con vos y descubrió que os habíais marchado.

Gawyn vino, pensó Kivrin débilmente. Gawyn, que podría haberme dicho exactamente dónde está el lugar, y no me encontró.

—Sí, vino a deciros que no había encontrado rastro alguno de vuestros atacantes, y que…

Lady Imeyne se acercó.

—¿Adonde os dirigíais? —preguntó, y pareció una acusación.

—No encontraba el camino de vuelta —respondió Kivrin, intentando pensar qué decir para explicar su paseo por la aldea.

—¿Queríais encontraros con alguien? —demandó lady Imeyne, y era claramente una acusación.

—¿Cómo podía ir a encontrarse con alguien? —le preguntó Rosemund—. No conoce a nadie aquí ni recuerda nada de antes.

—Quería ir al lugar donde me encontraron —dijo Kivrin, tratando de no apoyarse en Rosemund—. Pensé que tal vez si veía mis pertenencias podría…

—Recordar algo —terminó Rosemund—. Pero…

—No tendríais que haber arriesgado vuestra salud para hacerlo —dijo lady Imeyne—. Gawyn lo ha traído todo.

—¿Todo? —preguntó Kivrin.

—Sí —dijo Rosemund—, la carreta y todas vuestras cajas.

La segunda campana guardó silencio, y la primera continuó sola, firme, lentamente, como si se tratara de un funeral. Sonaba como la muerte de la propia esperanza. Gawyn lo había traído todo a la casa.

—No está bien hablar con lady Katherine con este frío —señaló Rosemund, hablando como una madre—. Ha estado enferma. Debemos llevarla dentro, no vaya a resfriarse.

Ya me he resfriado, pensó Kivrin. Gawyn lo había traído todo a la casa, todas las huellas de dónde se encontraba el lugar de recogida. Incluso la carreta.

—Es culpa tuya, Maisry —dijo lady Imeyne, empujando a Maisry para que cogiera a Kivrin por el brazo—. No tendrías que haberla dejado sola.

Kivrin se apartó de la sucia Maisry.

—¿Podéis caminar? —preguntó Rosemund, doblada ya por el peso de Kivrin—. ¿Debemos traer la yegua?

—No —contestó Kivrin. De algún modo no podía soportar la idea de regresar como una prisionera capturada a lomos de un caballo trotón—. No —repitió—. Puedo caminar.

Tuvo que apoyarse en los brazos de Rosemund y Maisry, y fue algo lento, pero lo consiguió. Dejaron atrás las chozas y la casa del criado y los curiosos cerdos, y entraron en el patio. El tocón de un gran fresno yacía sobre el empedrado ante el granero; las raíces retorcidas aparecían cubiertas de copos de nieve.

—Con su conducta habrá atraído la muerte —refunfuñó lady Imeyne, quien indicó a Maisry que abriera la pesada puerta de madera—. Sin duda sufrirá una recaída.

Empezó a nevar con fuerza. Maisry abrió la puerta. Tenía un pestillo como la puertecita de la jaula de la rata. Tendría que haberla soltado, pensó Kivrin. Tendría que haberla dejado ir.

Lady Imeyne dirigió un gesto a Maisry, que regresó para coger a Kivrin del brazo.

—No —dijo ella, y se zafó de su mano y de la de Rosemund y caminó sola sin ayuda hacia la puerta y la oscuridad del interior.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(005982-013198)

18 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). Creo que tengo neumonía. Intenté encontrar el lugar de recogida, y he sufrido algún tipo de recaída. Siento un dolor agudo bajo las costillas cada vez que respiro, y cuando toso, cosa que es constante, noto como si por dentro todo se me rompiera en pedazos. Intenté sentarme en la cama hace un rato y al instante quedé bañada en sudor, y creo que la temperatura me ha vuelto a subir.

Por lo que me enseñó la doctora Ahrens, ésos son los síntomas que indican neumonía.

Lady Eliwys no ha vuelto todavía. Lady Imeyne me puso en el pecho una pócima de olor horrible y luego mandó llamar a la esposa del senescal.

Pensé que quería reprenderla por usurpar la mansión, pero cuando llegó la mujer, llevando en brazos a su hijo de seis meses, lady Imeyne le dijo: «La herida ha enfebrecido sus pulmones», y la esposa del senescal me miró la sien y luego salió y regresó sin el bebé, con un cuenco lleno de una infusión de sabor amargo. Debía tener corteza de sauce o algo porque la temperatura me bajó, y las costillas no me duelen tanto.

La mujer del senescal es delgada y menuda, con cara afilada y cabello color ceniza. Creo que lady Imeyne tiene razón cuando dice que ella es la que tienta «a pecar» al senescal. Entró vestida con una saya forrada de piel con mangas tan largas que casi las arrastraba por el suelo, y el bebé envuelto en una hermosa manta de lana, y habla con un acento extraño que me parece un intento de imitar el habla de lady Imeyne.

«Un embrión de la clase media», como diría el señor Latimer,
nouveau riche
y esperando su oportunidad, que llegará dentro de treinta años, cuando la Peste Negra golpee y un tercio de la nobleza sea aniquilado.

—¿Es ésta la dama que encontraron en el bosque? —le preguntó a lady Imeyne cuando entró, y no había ninguna «modestia aparente» en sus modales. Sonrió a Imeyne como si fueran viejas amigas y se acercó a la cama.

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