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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (31 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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Un momento después Agnes atropello con su coche el pie de Imeyne, y la abuela le dijo que era hija del propio Diablo, y Gawyn entró en el salón. Bajé los ojos y recé para que me dirigiera la palabra.

Lo hizo, hincando una rodilla delante del banco donde yo me sentaba.

—Buena señora —dijo—, me alegra ver que habéis mejorado.

Yo no tenía ni idea de lo qué era apropiado decir, si es que había algo que decir. Bajé aún más la cabeza.

Él permaneció de rodillas, como un servidor.

—Me han dicho que no recordáis nada de vuestros atacantes, lady Katherine. ¿Es cierto?

—Sí —murmuré.

—¿Ni de vuestros sirvientes, de adonde podrían haber huido?

Sacudí la cabeza, los ojos todavía bajos.

Él se volvió hacia Eliwys.

—Tengo noticias de los renegados, lady Eliwys. He encontrado su pista. Había muchos, y tenían caballos.

Temí que anunciara que había capturado a algún pobre campesino que recogía leña y lo había ahorcado.

—Os pido permiso para perseguirlos y vengar a la dama —prosiguió Gawyn, mirando a Eliwys.

Eliwys parecía incómoda, alerta, como había estado antes.

—Mi esposo nos ordenó que permaneciéramos aquí hasta que él regresara, y que vos os quedarais con nosotras para protegernos. No.

—No habéis cenado —señaló lady Imeyne, con un tono que zanjaba el asunto.

Gawyn se levantó.

—Os agradezco la amabilidad, señor —dije rápidamente—. Sé que fuisteis vos quien me encontró en el bosque. —Inspiré, y tosí—. Os lo suplico, ¿podéis decirme el lugar donde me hallasteis, dónde está?

Intenté decir muchas cosas y demasiado rápido. Empecé a toser, jadeé para tomar aliento, y me doblé de dolor.

Para cuando pude controlar la tos, Imeyne había colocado carne y queso en la mesa para Gawyn, y Eliwys había vuelto a coser, así que sigo sin saber nada.

No, eso no es cierto. Sé por qué Eliwys parecía tan alerta cuando él entró y por qué Gawyn inventó una historia acerca de una banda de renegados. Y también sé qué significaba toda aquella conversación acerca de
«daltrisses»
.

Lo vi de pie en la puerta, contemplando a Eliwys, y no necesité un intérprete para descifrar la expresión de su rostro. Salta a la vista: está enamorado de la esposa de su señor.

14

Dunworthy durmió hasta el día siguiente.

—Su secretario quería despertarlo, pero no le dejé —dijo Colin—. Me pidió que le diera esto. —Le tendió un arrugado montón de papeles.

—¿Qué hora es? —preguntó Dunworthy, sentándose en la cama con dificultad.

—Las ocho y media. Todas las campaneras y los retenidos están en el salón, desayunando. Gachas de avena. —Hizo un sonido de asco—. Fue absolutamente necrótico. Su secretario dice que debemos racionar los huevos con bacon por la cuarentena.

—¿Las ocho y media de la mañana? —preguntó Dunworthy, parpadeando ciegamente ante la ventana. Estaba tan oscuro como cuando se quedó dormido—. Santo Dios, se suponía que debía haber regresado al hospital para interrogar a Badri.

—Lo sé —asintió Colin—. Tía Mary dijo que le dejara dormir, que no podría interrogarlo de todas formas porque le están haciendo pruebas.

—¿Llamó por teléfono? —preguntó Dunworthy, buscando a tientas sus gafas en la mesilla de noche.

—Yo fui esta mañana para que me hicieran un análisis de sangre. Tía Mary me pidió que le dijera que sólo tenemos que ir una vez al día para los análisis.

Dunworthy se caló las gafas y miró a Colín.

—¿Te dijo si han identificado el virus?

—Ah-ah —respondió Colin, alrededor de un trozo de chicle. Dunworthy se preguntó si lo había tenido en la boca toda la noche, y en ese caso por qué no había disminuido de tamaño—. Le envió las gráficas de contacto. —Le tendió los papeles—. La señora que vimos en el hospital también llamó. La de la bici.

—¿Montoya?

—Sí. Preguntó si sabía usted cómo ponerse en contacto con la esposa del señor Basingame. Le dije que la llamaría usted. ¿Cuándo llega el correo?

—¿El correo? —dijo Dunworthy, rebuscando entre los impresos.

—Mi madre no me compró los regalos a tiempo para que me los trajera en el metro. Prometió que me los enviaría por correo. La cuarentena no lo retrasará, ¿verdad?

Algunos de los papeles que le había tendido Colin estaban pegados, sin duda por los periódicos exámenes que el joven hacía de su chicle, y la mayoría de ellos no parecían gráficas de contacto, sino informes de Finch: uno de los conductos de calefacción de Salvin estaba estropeado.

El Ministerio de Sanidad ordenaba a todos los habitantes de Oxford y alrededores que evitaran el contacto con las personas infectadas. La señora Basingame estaba en Torquay durante la Navidad. Se estaban quedando sin papel higiénico.

—No lo cree, ¿verdad? ¿Piensa que lo retrasará? —preguntó Colin.

—¿Retrasar qué?

—¡El correo! —repitió Colin, disgustado—. La cuarentena no lo retrasará, ¿eh? ¿A qué hora se supone que debe llegar?

—A las diez —Dunworthy agrupó todos los informes en un montón y abrió un gran sobre marrón—. Normalmente llega un poco más tarde en Navidad, por todos los paquetes y tarjetas.

Las hojas grapadas del sobre tampoco eran las gráficas de contactos, sino el informe de William Gaddson sobre los paraderos de Badri y Kivrin, claramente mecanografiados y organizados según la mañana, tarde y noche de cada día. Parecía mucho más ordenado que ningún trabajo que hubiera entregado en su vida. Era sorprendente lo que la influencia de una madre podía conseguir.

—No veo por qué —prosiguió Colin—. Quiero decir que no es como si fueran personas, ¿eh? Así que no puede ser contagioso. ¿Adonde lo traen, al salón?

—¿Qué?

—El correo.

—A la casa del portero —respondió Dunworthy, al tiempo que leía el informe sobre Badri.

Había vuelto a la red el martes por la tarde, después de estar en Balliol. Finch habló con él a las dos, cuando le preguntó dónde estaba el propio Dunworthy, y otra vez un poco después de las tres, cuando le dio la nota. Entre las dos y las tres, John Yi, un estudiante de tercer curso, le vio cruzar el patio hacia el laboratorio, al parecer buscando a alguien.

A las tres, el portero de Brasenose dejó entrar a Badri. Trabajó en la red hasta las siete y media, luego volvió a su apartamento y se vistió para el baile.

Dunworthy telefoneó a Latimer.

—¿Cuándo estuvo usted en la red el martes por la tarde?

Latimer parpadeó asombrado desde la pantalla.

—El martes… —dijo, mirando alrededor como si hubiera pasado algo por alto—. ¿Eso fue ayer?

—El día antes del lanzamiento. Fue usted al Bodleian por la tarde.

Él asintió.

—Ella quería saber cómo se dice: «Socorredme, pues unos ladrones me han asaltado.»

Dunworthy supuso que se refería a Kivrin.

—¿Se reunió Kivrin con usted en el Bodleian o en Brasenose?

Él se llevó las manos a la barbilla, reflexionando.

—Estuvimos trabajando hasta tarde, decidiendo la forma de los pronombres. En el siglo
XIV
la decadencia de las inflexiones pronominales estaba avanzada, pero no era completa.

—¿Fue Kivrin a la red para reunirse con usted?

—¿La red? —preguntó Latimer, dubitativo.

—Al laboratorio de Brasenose —estalló Dunworthy.

—¿Brasenose? El servicio de Nochebuena no es en Brasenose, ¿verdad?

—¿El servicio de Nochebuena?

—El vicario me dijo que deseaba que yo leyera la bendición. ¿Se celebra en Brasenose?

—No. Se reunió usted con Kivrin el martes por la tarde para trabajar en su pronunciación. ¿Dónde se reunió con ella?

—La palabra «ladrones» fue muy difícil de traducir…

Era inútil.

—El servicio de Navidad es en St. Mary the Virgin’s a las siete —espetó Dunworthy, y colgó.

Telefoneó al portero de Brasenose, que todavía estaba decorando su árbol, y le pidió que buscara a Kivrin en el libro de entradas. No había estado allí el martes por la tarde.

Introdujo la gráfica de contactos en la consola y las adiciones del informe de William. Kivrin no había visto a Badri el martes. Por la mañana estuvo en el hospital y luego con Dunworthy. Por la tarde, estuvo con Latimer y Badri se marcharía al baile en Headington antes de que salieran del Bodleian.

A partir de las tres del lunes estuvo en la enfermería, pero seguía habiendo un agujero entre las doce y las dos y media del lunes en que podría haber visto a Badri.

Escrutó las hojas de contacto que habían vuelto a rellenar. La de Montoya sólo tenía unas cuantas líneas. Había marcado sus contactos del miércoles por la mañana, pero ninguno para el lunes y el martes, y no había introducido ninguna información acerca de Badri. Dunworthy se preguntó por qué, y recordó que había llegado después de que Mary diera las instrucciones para rellenar los impresos.

Tal vez Montoya había visto a Badri antes del miércoles por la mañana, o sabía dónde había pasado el lapso entre el mediodía y las dos de la tarde del lunes.

—Cuando llamó la señora Montoya, ¿te dio su número de teléfono? —le preguntó a Colin. No hubo respuesta. Alzó la cabeza—. ¿Colin?

No estaba en la habitación, ni en la salita, aunque su mochila sí estaba, con el contenido esparcido por la alfombra.

Dunworthy buscó el número de Montoya en Brasenose y llamó, sin esperar ninguna respuesta. Si ella aún estaba buscando a Basingame, eso significaba que no había recibido permiso para ir a la excavación y sin duda se encontraba en el Ministerio o el Fondo Nacional, insistiéndoles para que lo declararan «de valor irreemplazable».

Se vistió y se dirigió al salón, buscando a Colin. Seguía lloviendo, el cielo era del mismo gris oscuro que las piedras del pavimento y la corteza de los fresnos. Esperaba que las campaneras y los demás retenidos hubieran desayunado temprano y hubieran regresado a sus habitaciones, pero era una falsa esperanza. Oyó el agudo parloteo de las voces femeninas antes de cruzar medio patio.

—Gracias a Dios que está usted aquí, señor —suspiró Finch, quien se reunió con él en la puerta—. Acaban de llamar del Ministerio. Quieren que aceptemos otros veinte retenidos más.

—Dígales que no podemos. —Dunworthy estudió la multitud—. Tenemos órdenes de evitar contacto con personas infectadas. ¿Ha visto al sobrino de la doctora Ahrens?

—Estaba aquí —respondió Finch, mirando por encima de las cabezas de las mujeres, pero Dunworthy ya le había localizado. Se encontraba de pie al fondo de la mesa donde estaban sentadas las campaneras, untando de mantequilla varias tostadas.

Dunworthy se dirigió a él.

—Cuando llamó la señora Montoya, ¿te dijo dónde podría localizarla?

—¿La de la bicicleta? —preguntó Colin, mientras esparcía mermelada sobre las tostadas.

—Sí.

—No.

—¿Quiere desayunar, señor? —dijo Finch—. Me temo que no quedan huevos ni bacon, y nos estamos quedando sin mermelada —miró a Colin—, pero hay gachas de avena y…

—Sólo té —replicó Dunworthy—. ¿No mencionó desde dónde telefoneaba?

—Siéntese —invitó la señora Taylor—. Quería hablar con usted sobre nuestra
Chicago Surprise
.

—¿Qué dijo Montoya exactamente? —preguntó Dunworthy a Colin.

—Que a nadie le importaba que su excavación se estropeara y se perdiera un vínculo de valor incalculable con el pasado, y qué tipo de persona se iba a pescar en pleno invierno —respondió Colin, rebañando mermelada de los lados del cuenco.

—Nos estamos quedando sin té —se lamentó Finch, al tiempo que servía a Dunworthy una taza muy clara.

Dunworthy se sentó.

—¿Quieres un poco de cacao, Colín? ¿O un vaso de leche?

—No necesito nada, gracias —contestó Colín, pegando las tostadas por la parte de la mermelada—. Voy a llevarme esto a la puerta mientras espero el correo.

—Telefoneó el vicario —dijo Finch—. Me pidió que le recordara que no tiene que ir a repasar la ceremonia hasta las seis y media.

—¿Van a mantener el servicio de Nochebuena? —dijo Dunworthy—. No creo que venga nadie, dadas las circunstancias.

—Dijo que el Comité Intereclesiástico votó por mantenerlo de todas formas —dijo Finch, sirviendo un cuarto de cucharada de leche en el pálido té y tendiéndoselo—. Consideran que si se celebra la ceremonia como de costumbre, servirá para elevar la moral.

—Vamos a tocar varias piezas con las campanas —dijo la señora Taylor—. No es un buen sustituto para un repique, claro, pero algo es algo. El sacerdote de Santa Re-Formada va a leer la Misa en Tiempos de Peste.

—Ah —dijo Dunworthy—. Eso ayudará a elevar la moral.

—¿Tengo que ir? —preguntó Colin.

—No tienes nada que hacer fuera con este tiempo —dijo la señora Gaddson, que apareció como una arpía con un gran cuenco de gachas grises. Lo colocó delante de Colin—. Y no tienes nada que hacer quedando expuesto a los gérmenes en una iglesia llena de corrientes de aire. —Le puso una silla detrás—. Siéntate y cómete las gachas.

Colin miró a Dunworthy, implorante.

—Colin, me he dejado el número de la señora Montoya en la habitación —dijo Dunworthy—. ¿Podrías ir a buscarlo?

—¡Sí! —exclamó Colin, y se levantó de la silla como una bala.

—Cuando ese niño venga con la gripe hindú —refunfuñó la señora Gaddson—, espero que recuerde usted que fue quien le animó con sus pobres hábitos alimenticios. Está claro cuál es la causa de esta epidemia: una nutrición deficiente y una completa falta de disciplina. Es una desgracia la forma en que está dirigido este colegio. Pedí que me pusieran con mi hijo William y en cambio me han asignado una habitación en otro edificio completamente distinto y…

—Me temo que tendrá que hablarlo con Finch —dijo Dunworthy. Se levantó y envolvió las tostadas con mermelada de Colin en una servilleta—. Me esperan en el hospital —anunció, y escapó antes de que la señora Gaddson empezara otra vez.

Volvió a sus habitaciones y llamó a Andrews. La línea estaba ocupada. Llamó a la excavación, por si Montoya había recibido el permiso para abandonar la cuarentena, pero no hubo respuesta. Llamó de nuevo a Andrews. Sorprendentemente, la línea estaba libre. Sonó tres veces antes de que atendiera el comestador automático.

—Soy el señorJDunworthy —dijo. Vaciló y luego dio el número de sus habitaciones—. Necesito hablar con usted urgentemente. Es importante.

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