El libro del día del Juicio Final (28 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Sí —replicó lady Imeyne, consiguiendo expresar impaciencia, desdén y disgusto en una sola sílaba.

La mujer del senescal la ignoró. Se acercó a la cama y luego se apartó, la primera persona que mostró alguna indicación de que yo podía ser contagiosa.

—¿Tiene la fiebre (algo)?

El intérprete no entendió la palabra, ni yo tampoco, dado su peculiar acento. ¿Fluorina? ¿Florentina?

—Tiene una herida en la cabeza —señaló Imeyne con brusquedad—. Ha enfebrecido sus pulmones.

La mujer del senescal asintió.

—El padre Roche nos contó cómo Gawyn y él la encontraron en el bosque.

Imeyne se envaró ante el uso familiar del nombre de Gawyn, y la esposa del senescal sí captó este detalle y corrió a cocer la corteza de sauce. Incluso hizo una reverencia a lady Imeyne cuando se marchó por segunda vez.

Rosemund entró para sentarse conmigo después de que Imeyne se fuera. Creo que le habían encomendado que me vigilara para que no intentara escapar de nuevo, y le pregunté si era verdad que el padre Roche estaba con Gawyn cuando me encontró.

—No —respondió—. Gawyn se encontró al padre Roche en el camino mientras os traía y os dejó a su cuidado para poder buscar a vuestros atacantes, pero no los encontró, y el padre Roche y él os trajeron aquí. No tenéis que preocuparos por eso. Gawyn ha traído vuestras cosas a la mansión.

No recuerdo que el padre Roche estuviera allí, excepto en la habitación, pero si fuera cierto, y Gawyn no me encontró demasiado lejos del lugar de recogida, tal vez sepa dónde es.

(Pausa)

He estado pensando en lo que dijo lady Imeyne. «La herida de la cabeza le ha enfebrecido sus pulmones.» No creo que nadie aquí se dé cuenta de que estoy enferma. Dejaron a las niñas en la habitación sin preocuparse, y ninguno de ellos parece tener miedo, excepto la mujer del senescal, y en cuanto lady Imeyne le dijo que tenía los «pulmones enfebrecidos» se acercó a la cama sin vacilación.

Pero obviamente le preocupaba la posibilidad de que mi enfermedad fuera contagiosa, y cuando le pregunté a Rosemund por qué no había ido con su madre a ver al campesino, me contestó, como si estuviera muy claro: «Me prohibió ir. El campesino está enfermo.»

No creo que sepan que sufro una enfermedad. No tengo ninguno de los síntomas en forma de marcas, como sarpullidos o bubas, y supongo que achacan mi fiebre y mis delirios a mis heridas. Las heridas a menudo se infectaban, y había casos frecuentes de gangrena. No habría ningún motivo para mantener a raya a los niños si se tratara de una persona herida.

Por otra parte, ninguno de ellos se ha contagiado. Han transcurrido cinco días, y si es un virus, el período de incubación debería ser sólo de doce a cuarenta y ocho horas. La doctora Ahrens me dijo que el momento más contagioso es antes de que aparezca ningún síntoma, así que tal vez no era contagioso cuando las niñas empezaron a venir. O tal vez es algo que ya han tenido, y son inmunes. La mujer del senescal preguntó si yo había tenido la fiebre ¿florentina? ¿flantina?, y el señor Gilchrist está convencido de que hubo una epidemia de influenza en 1320. Tal vez eso es lo que tengo.

Es por la tarde. Rosemund está sentada junto a la ventana, cosiendo una pieza de lino con lana roja oscura, y Blackie está a mi lado. He estado pensando en cuánta razón tenía usted, señor Dunworthy. Yo no estaba preparada en absoluto, y todo es completamente distinto a lo que yo me había imaginado. Pero se equivocaba al afirmar que no es como un cuento de hadas.

Donde quiera que miro veo cosas de cuento de hadas. La caperuza roja de Agnes, y la jaula de la rata, y cuencos de gachas, y las casitas de paja y estacas de los campesinos que podrían ser derribadas a soplidos por un lobo si se lo propusiera.

El campanario se parece al lugar donde estuvo prisionera Rapunzel; y Rosemund, inclinada sobre su bordado, con su cabello negro y su gorra blanca y sus mejillas arreboladas parece clavadita a Blancanieves.

(Pausa)

Creo que la fiebre me ha vuelto a subir. Huelo a humo en la habitación. Lady Imeyne está rezando, arrodillada junto a la cama con su Libro de las Horas. Rosemund me dijo que habían vuelto a llamar a la esposa del senescal. Lady Imeyne la desprecia. Debo de estar muy grave para que Imeyne tenga que mandarla llamar. Me pregunto si irán a buscar al sacerdote. Si lo hacen, debo preguntarle si sabe dónde me encontró Gawyn. Hace mucho calor aquí dentro. Esta parte no se parece en nada a un cuento de hadas. Sólo mandan llamar a un sacerdote cuando alguien se está muriendo, pero Probabilidad dice que había una posibilidad del setenta y dos por ciento de morir de neumonía en el siglo
XIV
. Espero que venga pronto, para decirme dónde está el lugar y cogerme de la mano.

13

Dos casos más, ambas estudiantes, llegaron mientras Mary interrogaba a Colin para saber cómo había atravesado el perímetro.

—Fue muy fácil —dijo Colin, indignado—. Intentan impedir que la gente salga, no que entre.

Estaba a punto de contar los detalles cuando llegó la administradora.

Mary había hecho que Dunworthy la acompañara al Pabellón de Admisiones para ver si podía identificarlos.

—Y tú quédate aquí —le advirtió a Colin—. Ya has causado bastantes problemas por una noche.

Dunworthy no reconoció a ninguno de los otros dos casos, pero no importaba. Estaban conscientes y lúcidas, y ya estaban dando al encargado los nombres de sus contactos cuando Mary y él llegaron. Dunworthy las observó detenidamente y sacudió la cabeza.

—Puede que estuvieran entre la multitud de High Street, no podría asegurarlo.

—No importa. Puedes irte a casa si quieres.

—Pensaba esperar a hacerme el análisis de sangre.

—Oh, pero si todavía no son… —dijo ella, mirando su digital—. Santo Dios, son más de las seis.

—Iré a ver a Badri, y luego volveré a la sala de espera.

Badri estaba dormido, según informó la enfermera.

—Yo no lo despertaría.

—No, claro que no —dijo Dunworthy, y volvió a la sala de espera.

Colin estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, rebuscando en su mochila.

—¿Dónde está mi tía Mary? Está un poco enfadada porque he venido, ¿verdad?

—Creía que estabas a salvo en Londres —explicó Dunworthy—. Tu madre le dijo que habían detenido tu tren en Barton.

—Es verdad. Hicieron que todo el mundo se bajara y se subiera a otro tren que volvía a Londres.

—¿Y te perdiste en el trasbordo?

—No. Oí a esa gente hablando de la cuarentena, y cómo había una horrible enfermedad y que todo el mundo se iba a morir y todo… —Se interrumpió para seguir rebuscando en la mochila. Sacó y volvió a meter un montón de cosas, vids y un vidder de bolsillo, y un par de zapatillas sucias y gastadas. Desde luego, era pariente de Mary—. Y no quería quedarme con Eric y perderme lo más emocionante.

—¿Eric?

—El compañero de mi madre —sacó un enorme chicle rojo, arrancó unos trocitos de papel, y se lo metió en la boca. Formó un bulto como de paperas en su mejilla—. Es la persona más necrótica del mundo —dijo alrededor del chicle—. Tiene un apartamento en Kent y no hay absolutamente nada que hacer.

—Así que te bajaste del tren en Barton. ¿Qué hiciste entonces? ¿Venir andando hasta Oxford?

Se sacó el chicle de la boca. Ya no era rojo. Tenía un tono azul verdoso. Colin lo miró con ojo crítico y volvió a metérselo en la boca.

—¡Pero qué dice! Barton está muy lejos de Oxford. Cogí un taxi.

—Sí, claro —dijo Dunworthy.

—Le dije al conductor que iba a informar de la cuarentena para el periódico de mi colegio y que quería sacar vids del bloqueo. Tenía mi vidder encima, ya ve, así que pareció lo más lógico. —Alzó el vidder de bolsillo para ilustrarlo, y luego lo volvió a guardar en la mochila y empezó a rebuscar de nuevo.

—¿Te creyó?

—Eso creo. Me preguntó a qué colegio iba, pero yo le respondí, muy ofendido, «Tendría que saberlo», y él dijo que St. Edward’s, y yo dije, «Por supuesto». Supongo que me creyó. Me llevó al perímetro, ¿no?

Y yo preocupado por lo que haría Kivrin si no aparecía ningún viajero amistoso, pensó Dunworthy.

—¿Qué hiciste entonces, contarle a la policía la misma historia?

Collin sacó un jersey de lana verde, formó una bola con él, y lo puso encima de la mochila abierta.

—No. Cuando lo pensé, me pareció una historia muy pobre. ¿De qué hay que tomar imágenes, después de todo? No es como un incendio, ¿no? Así que me dirigí al agente como si fuera a preguntarle algo sobre la cuarentena, y luego me escabullí y me deslicé bajo la barrera.

—¿No te persiguieron?

—Pues claro que sí. Pero sólo unas cuantas calles. Intentan impedir que la gente salga, no que entre. Y luego caminé un rato hasta que encontré una cabina.

Al parecer había estado lloviendo sin parar, pero Colin no lo mencionó, y no había ningún paraguas plegable entre los artículos que sacó de su mochila.

—Lo difícil fue encontrar a la tía Mary —suspiró. Se tumbó y apoyó la cabeza en la mochila—. Fui a su apartamento, pero no estaba allí. Se me ocurrió que a lo mejor aún estaba en la estación de metro esperándome, pero la habían cerrado. —Se sentó en el suelo, manoseó el jersey de lana, y volvió a tumbarse—. Y luego recordé que es médica, y pensé que estaría en el hospital.

Volvió a sentarse, ahuecó la mochila de nuevo, se tumbó y cerró los ojos. Dunworthy se recostó en su incómoda silla, envidiando al joven. Probablemente Colin estaba ya dormido, sin asustarse en lo más mínimo por su aventura.

Había paseado por todo Oxford en plena noche, o tal vez había cogido nuevos taxis o sacado una bicicleta plegable de su mochila, completamente solo en medio de una helada lluvia de invierno, y ni siquiera estaba nervioso por la aventura.

Kivrin se encontraba bien. Si la aldea no estaba donde se suponía que debía estar, caminaría hasta encontrarla, o cogería un taxi, o se tumbaría en alguna parte con la cabeza sobre la capa doblada, y dormiría el imperturbable sueño de los jóvenes.

Llegó Mary.

—Las dos fueron a un baile en Headington anoche —dijo, y bajó la voz cuando vio a Colin.

—Badri estuvo allí también —susurró Dunworthy.

—Lo sé. Una de ellas bailó con él. Estuvieron allí desde las nueve hasta las dos, lo cual nos da entre veinticinco y treinta horas dentro de un período de incubación de cuarenta y ocho. Si Badri es quien las infectó.

—¿No crees que fuera él?

—Creo que lo más probable es que los tres fueran contagiados por la misma persona, probablemente alguien a quien Badri vio antes, por la tarde, y las dos chicas después.

—¿Un portador?

Ella sacudió la cabeza.

—La gente normalmente no transmite los mixovirus sin contraer también la enfermedad, pero podría tener una manifestación leve o haber estado ignorando los síntomas.

Dunworthy pensó en Badri desplomándose contra la consola y se preguntó cómo era posible ignorar los síntomas.

—Y si esa persona estuvo en Carolina del Sur hace cuatro días… —continuó Mary.

—Ahí tienes tu enlace con el virus americano.

—Y puedes dejar de preocuparte por Kivrin. No asistió al baile en Headington. Por supuesto, es más probable que la conexión esté a varios enlaces de distancia.

Frunció el ceño, y Dunworthy pensó que varios enlaces no habían acudido al hospital o llamado al médico. Varios enlaces que habían ignorado todos los síntomas.

Al parecer, Mary estaba pensando lo mismo.

—Esas campaneras tuyas… ¿cuándo llegaron a Inglaterra?

—No lo sé. Pero no llegaron a Oxford hasta esta tarde, después de que Badri estuviera en la red.

—Bueno, pregúntaselo de todas formas. Cuándo aterrizaron, dónde han estado, si alguna de ellas ha sufrido alguna enfermedad. Alguna podría tener conocidos en Oxford y haber llegado antes. ¿No tienes ningún estudiante americano en el colegio?

—No. Montoya es americana.

—No lo había pensado. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Todo el trimestre. Pero podría haber estado en contacto con algún americano de visita.

—Se lo preguntaré cuando venga a hacerse el análisis de sangre —dijo ella—. Me gustaría que interrogaras a Badri sobre los americanos que conoce, o sobre estudiantes que hayan estado en Estados Unidos de intercambio.

—Está dormido.

—Y tú deberías dormir también. No me refiero a ahora mismo. —Le palmeó el brazo—. No hay necesidad de esperar hasta las siete. Enviaré a alguien para que te extraiga sangre y te haga un PB, así podrás irte a dormir. —Le cogió la muñeca y miró el monitor temp—. ¿Escalofríos?

—No.

—¿Dolor de cabeza?

—Sí.

—Eso es porque estás agotado. —Le soltó la muñeca—. Enviaré a alguien ahora mismo.

Miró a Colin, tendido en el suelo.

—Habrá que hacerle análisis a Colin también, al menos hasta que estemos seguros de que se transmite por vaporización.

Colin dormía con la boca abierta, pero todavía tenía el chicle en la mejilla. Dunworthy se preguntó si podría ahogarse.

—¿Qué hay de tu sobrino? ¿Quieres que me lo lleve a Balliol?

Ella se lo agradeció sinceramente.

—¿De verdad? Me sabe mal que tengas que cargar con él, pero dudo que pueda llegar a casa hasta que esto quede bajo control. —Suspiró—. Pobrecillo. Espero no estropearle demasiado las Navidades.

—Yo no me preocuparía demasiado al respecto.

—Bueno, te lo agradezco mucho. Me encargaré de las pruebas inmediatamente.

Se marchó. Colin se sentó en el suelo al instante.

—¿Qué tipo de pruebas? —preguntó—. ¿Significa eso que tengo el virus?

—Sinceramente, espero que no —dijo Dunworthy, pensando en la cara roja de Badri, su respiración entrecortada.

—Pero podría ser.

—Las posibilidades son muy remotas. Yo no me preocuparía.

—No estoy preocupado. —Colin extendió el brazo—. Creo que tengo un sarpullido —dijo ansiosamente, señalando una peca.

—Eso no es un síntoma del virus. Recoge tus cosas. Te llevaré conmigo a casa después de las pruebas. —Recogió la bufanda y el abrigo de las sillas donde los había colocado.

—¿Cuáles son los síntomas, entonces?

—Fiebre y dificultad para respirar —dijo Dunworthy. La bolsa de la compra de Mary estaba en el suelo, junto a la silla de Latimer. Decidió que lo mej or sería llevársela.

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