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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (61 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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El portero cerró el postigo; un instante después salió de la casa y se dirigió a la puerta.

—¿Eran los adornos de Navidad? —preguntó—. Dijeron que estaban infectados.

—No. Abra la puerta y déjeme entrar.

—No sé si debería hacerlo, señor —dudó, parecía incómodo—. El señor Gilchrist…

—El señor Gilchrist ya no está al cargo —Dunworthy sacó el papel doblado y lo introdujo a través de la reja de metal.

El portero lo desplegó y lo leyó, de pie bajo la lluvia.

—El señor Gilchrist ya no es decano en funciones —dijo Dunworthy—. El señor Basingame me ha autorizado a hacerme cargo del lanzamiento. Abra la puerta.

—El señor Basingame —dijo el portero, examinando la firma ya corrida—. Iré a buscar las llaves.

Entró en la casa, llevándose el papel consigo. Dunworthy se acurrucó contra la puerta, intentando mantenerse a salvo de la fría lluvia, tiritando.

Le había preocupado que Kivrin durmiera en el frío suelo, y estaba en medio de un holocausto, donde la gente moría congelada porque no quedaba nadie en pie para cortar leña, y los animales agonizaban en los campos porque no quedaba nadie vivo para hacerlos entrar en los corrales. Ochenta mil muertos en Siena, trescientos mil en Roma, más de cien mil en Florencia. Media Europa.

El portero salió por fin con un gran llavero y se acercó a la puerta.

—Enseguida abro, señor —le dijo, mientras rebuscaba entre las llaves.

Sin duda Kivrin habría regresado al punto de encuentro en cuanto advirtió que estaba en 1348. Habría aguardado allí todo el tiempo, esperando a que abrieran la red, frenética porque no habían ido a buscarla.

Si se había dado cuenta. No tendría ningún modo de saber que estaba en 1348. Badri le había dicho que el deslizamiento sería de varios días. Ella habría comprobado la fecha con los días sagrados de Adviento y habría pensado que estaba exactamente donde se suponía que debía estar. Nunca se le ocurriría preguntar el año. Pensaría que estaba en 1320, y todo el tiempo la peste iría avanzando hacia ella.

La cerradura de la puerta se abrió con un chasquido, y Dunworthy la empujó para poder pasar.

—Traiga las llaves —ordenó—. Necesito que abra el laboratorio.

—Esa llave no está aquí —objetó el portero, y desapareció de nuevo en la casa.

El túnel de comunicación estaba helado y la lluvia entraba de lado, todavía más fría. Dunworthy se acurrucó junto a la puerta, intentando recibir algo del calor de la vivienda, y hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta para detener el temblor.

Le habían preocupado los asesinos y ladrones, y desde el principio ella había estado en 1348, donde apilaban a los muertos en las calles, donde quemaban a judíos y forasteros en la hoguera, presas del pánico.

Le había preocupado que Gilchrist no hubiera hecho comprobaciones de parámetros, tanto que había contagiado a Badri su ansiedad, y Badri, ya febril, había vuelto a calcular las coordenadas.
Muy preocupado
.

De repente se dio cuenta de que el portero tardaba demasiado, que debía de estar advirtiendo a Gilchrist.

Se dirigió a la puerta, y en aquel momento el portero salió, con un paraguas y haciendo comentarios acerca del frío. Ofreció la mitad del paraguas a Dunworthy.

—Ya estoy mojado del todo —dijo Dunworthy, y se encaminó hacia el patio.

La puerta del laboratorio tenía una banda de plástico amarillo cruzándola. Dunworthy la arrancó mientras el portero buscaba en sus bolsillos la llave de la alarma, pasándose el paraguas de una mano a otra.

Dunworthy miró hacia las habitaciones de Gilchrist, que daban al laboratorio. Había luz en la sala de estar, pero no detectó ningún movimiento.

El portero encontró la tarjeta magnética que desconectaba la alarma. Luego empezó a buscar la llave de la puerta.

—Sigo sin estar convencido de que deba abrir el laboratorio sin la autorización del señor Gilchrist —murmuró.

—¡Señor Dunworthy! —gritó Colin desde el otro lado del patio. Los dos se volvieron. El muchacho venía corriendo, calado hasta los huesos con el libro bajo el brazo, envuelto en su bufanda—. No… alcanzó… zonas de Oxfordshire… hasta… marzo —jadeó, deteniéndose entre palabras para recuperar el aliento—. Lo siento. He venido… corriendo todo el camino.

—¿Qué zonas? —preguntó Dunworthy.

Colin le tendió el libro y se dobló, con las manos en las rodillas, inspirando ruidosamente.

—No… lo… dice.

Dunworthy deslió la bufanda y abrió el libro por la página que Colin había señalado, pero tenía las gafas demasiado mojadas por la lluvia para poder leer, y las páginas abiertas se empaparon rápidamente.

—Dice que empezó en Melcombe y se dirigió al norte, a Bath, y luego al este —informó Colin—. Llegó a Oxford por Navidad y a Londres en octubre del año siguiente, pero partes de Oxfordshire no la tuvieron hasta final de primavera, y unas cuantas aldeas aisladas se salvaron hasta julio.

Dunworthy miró las páginas ilegibles, sin verlas.

—Eso no nos dice nada.

—Lo sé —asintió Colin. Se enderezó, todavía respirando con dificultad—, pero al menos no dice que la peste se extendiera por todo Oxfordshire en Navidad. Tal vez Kivrin está en una de esas aldeas que no cayeron hasta julio.

Dunworthy secó las páginas mojadas con la bufanda y cerró el libro.

—Se desplazó hacia el este desde Bath —dijo en voz baja—. Skendgate está al sur de la carretera de Oxford a Bath.

El portero se había decidido al fin por una llave. La insertó en la cerradura.

—Volví a llamar a Andrews, pero no contestaron.

El portero abrió la puerta.

—¿Cómo piensa dirigir la red sin un técnico? —dijo Colin.

—¿Dirigir la red? —preguntó el portero, con la llave todavía en la mano—. Pensé que quería obtener datos del ordenador. El señor Gilchrist no le permitirá dirigir la red sin un permiso previo. —Cogió la autorización de Basingame y la examinó.

—Yo lo autorizo —replicó Dunworthy, y entró en el laboratorio.

El portero se le quedó mirando, con el paraguas abierto, buscando el cierre en el mango.

Colin se agachó para pasar por debajo del paraguas y siguió a Dunworthy.

Gilchrist debía de haber desconectado la calefacción. El laboratorio estaba tan frío como el exterior, pero las gafas de Dunworthy, a pesar de estar mojadas, se empañaron. Se las quitó y trató de limpiarlas con su chaqueta empapada.

—Tome —le ofreció Colin, y le tendió un pedazo de papel—. Es papel higiénico. Lo he estado recogiendo para el señor Finch. De todas formas, será difícil encontrarla aunque aterricemos en el lugar adecuado, y usted mismo dijo que conseguir el tiempo y lugar exactos era sumamente complicado.

—Ya tenemos el tiempo y lugar exactos —declaró Dunworthy, quien se estaba limpiando las gafas con el papel higiénico. Volvió a ponérselas. Todavía estaban sucias.

—Me temo que tendré que pedirle que se marche —intervino el portero—. No puedo permitir que entre sin la autorización del señor Gilchrist… —se interrumpió.

—Oh, vaya —murmuró Colin—. Es el señor Gilchrist.

—¿Qué significa esto? —barbotó Gilchrist—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Voy a traer a Kivrin de vuelta.

—¿Con qué permiso? Esta red es de Brasenose, y usted ha entrado ilegalmente. —Gilchrist se volvió hacia el portero—. Le di órdenes de que el señor Dunworthy no entrara.

—El señor Basingame lo autorizó —alegó el portero. Mostró el papel mojado.

Gilchrist se lo arrancó de la mano.

—¡Basingame! —Lo miró—. Ésta no es su firma —exclamó furiosamente—. Entrada ilegal y ahora falsificación, señor Dunworthy. Voy a presentar cargos. Y cuando regrese el señor Basingame, pienso informarle de su…

Dunworthy dio un paso hacia él.

—Y yo pienso informar al señor Basingame de cómo su decano de Historia en funciones se negó a abortar un lanzamiento, que intencionadamente puso en peligro a una historiadora, que se negó a permitir el acceso a este laboratorio, y como resultado de eso no se pudo determinar la localización temporal de la historiadora. —Indicó la consola—. ¿Sabe qué dice este ajuste? ¿Este ajuste que durante diez días usted ha impedido leer a mi técnico por culpa de un montón de imbéciles que no entienden de viajes en el tiempo, incluido usted? ¿Sabe lo que dice? Kivrin no está en 1320, sino en 1348, en plena Peste Negra. —Se volvió y señaló las pantallas—. Y lleva allí dos semanas. Por culpa de su estupidez. Por culpa de… —Se interrumpió.

—No tiene derecho a hablarme de esa forma —sostuvo Gilchrist—. Y ningún derecho a estar en este laboratorio. Le exijo que se marche inmediatamente.

Dunworthy no respondió. Avanzó hacia la consola.

—Llame al censor —ordenó Gilchrist al portero—. Quiero que los echen.

La pantalla no sólo estaba en blanco, sino apagada, igual que las luces de funcionamiento de la consola. El interruptor general estaba desconectado.

—Ha desconectado la energía —dijo Dunworthy, y su voz sonó tan cascada como la de Badri—. Ha apagado la red.

—Sí —asintió Gilchrist—, y veo que hice bien, ya que por lo visto se cree usted con derecho a manipularla sin autorización.

Dunworthy extendió una mano hacia la pantalla apagada, a ciegas, temblando un poco.

—Ha apagado la red —repitió.

—¿Se encuentra bien, señor Dunworthy? —dijo Colin, y dio un paso al frente.

—Pensé que podría intentar entrar y abrir la red —prosiguió Gilchrist—, ya que no parece tener ningún respeto por la autoridad de Medieval. Corté la energía para impedir que eso pasara, y parece que hice bien.

Dunworthy había oído hablar de gente anonadada por las malas noticias. Cuando Badri le dijo que Kivrin estaba en 1348, no logró absorber lo que significaba, pero esta noticia pareció golpearlo con fuerza física. No podía respirar.

—Ha desconectado la red —jadeó—. Ha perdido el ajuste.

—¿Perder el ajuste? Tonterías. Sin duda hay archivos de seguridad y todo eso. Cuando se conecte de nuevo la energía…

—¿Significa eso que no sabemos dónde está Kivrin? —preguntó Colin.

—Sí —respondió Dunworthy, y mientras caía pensó voy a golpear la consola como Badri, pero no fue así. Cayó casi suavemente, como un hombre sin aliento, y se desplomó como un amante en los brazos extendidos de Gilchrist.

—Lo sabía —oyó decir a Colin—. Esto le ha pasado por no haber recibido la potenciación. Tía Mary me va a matar.

26

—Eso es imposible —dijo Kivrin—. No puede ser 1348.

Pero de repente todo encajaba; la muerte del capellán de Imeyne, y que no tuvieran ningún criado, el hecho de que Eliwys no quisiera enviar a Gawyn a Oxford para averiguar quién era ella. «Hay mucha enfermedad allí», había dicho lady Yvolde, y la Peste Negra golpeó Oxford en la Navidad de 1348.

—¿Qué ha pasado? —exclamó, y su voz escapó al control—. ¿Qué ha pasado? Se suponía que debía ir a 1320. ¡1320! ¡El señor Dunworthy me dijo que no debería venir, que en Medieval no sabía lo que se llevaban entre manos, pero no han podido enviarme al año equivocado! —Se detuvo—. ¡Tenéis que marcharos! ¡Es la Peste Negra!

Todos la miraron tan asombrados que pensó que el intérprete había vuelto a hablar en inglés.

—Es la Peste Negra —repitió—. ¡El mal azul!

—No —dijo Eliwys en voz baja.

—Lady Eliwys, debéis llevar a lady Imeyne y al padre Roche al salón.

—No puede ser —murmuró ella, pero cogió a lady Imeyne por el brazo y la condujo fuera. Imeyne se abrazaba a su pócima como si fuera un relicario. Maisry corrió tras ellas, con las manos sobre las orejas.

—Debéis salir también —le dijo Kivrin a Roche—. Yo me quedaré con el clérigo.

—Poooor… —murmuró el clérigo desde la cama, y Roche se volvió a mirarlo. El clérigo luchaba por levantarse, y Roche se acercó a él.

—¡No! —exclamó Kivrin, y le agarró por la manga—. No os acerquéis. —Se interpuso entre el sacerdote y la cama—. La enfermedad del clérigo es contagiosa —dijo, esperando que el intérprete lo tradujera—. Infecciosa. Se propaga por las pulgas y… —Se interrumpió, intentando describir la infección por vaporización—, por los humores y exhalaciones de los afectados. Es una enfermedad letal, que mata a casi todos lo que se acercan.

Lo miró ansiosamente, preguntándose si había comprendido algo de lo que le había dicho, si podría comprenderlo. En el siglo
XIV
no se sabía nada de los gérmenes, ni cómo se propagaban las enfermedades. Los contemporáneos creían que la Peste Negra era un juicio de Dios. Pensaban que se propagaba por las brumas venenosas que flotaban por el campo, por la mirada de un muerto, por arte de magia.

—Padre —llamó el clérigo, y Roche trató de acercarse a él, pero Kivrin se lo impidió.

—No podemos dejarlo morir —objetó el sacerdote.

Pero ellos sí lo han hecho, pensó Kivrin. Huyeron y lo han dejado allí. La gente abandonaba a sus propios hijos, y los médicos se negaban a acudir, y todos los sacerdotes huían.

Se agachó y cogió una de las tiras de tela que lady Imeyne había rasgado para su pócima.

—Cubrios la nariz y la boca con esto —dijo.

Se la tendió y él la miró, frunciendo el ceño, y luego la dobló y se la llevó a la cara.

—Atadla —indicó Kivrin, y cogió otra tira. La dobló en diagonal y se la colocó sobre la nariz y la boca como si fuera la máscara de un bandido, y se la ató por detrás—. Así.

Roche obedeció y miró a Kivrin. Ella se hizo a un lado y el sacerdote se inclinó sobre el clérigo y le colocó la mano sobre el pecho.

—No le toquéis más de lo necesario —advirtió ella.

Contuvo la respiración mientras Roche lo examinaba, temiendo que se sobresaltara de nuevo y agarrara a Roche, pero el enfermo no se movió. De las bubas de la axila había empezado a manar sangre y un lento pus verdoso.

Kivrin cogió a Roche por el brazo.

—No le toquéis —dijo—. Debe de haberse reventado mientras luchábamos con él.

Secó la sangre y el pus con una tercera tira de tela de Imeyne y vendó la herida con otra, sujetándola con fuerza al hombro. El clérigo no se quejó, y cuando ella le miró vio que estaba contemplando el techo, inmóvil.

—¿Está muerto? —preguntó.

—No —dijo Roche. Le colocó de nuevo la mano sobre el pecho, y Kivrin comprobó que se alzaba y caía lentamente—. Debo traer los sacramentos —dijo a través de la máscara, y sus palabras resultaron casi tan confusas como las del clérigo.

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