Read El libro del día del Juicio Final Online

Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (75 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
10.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ella abrió la puerta.

—No quiero visitas —le advirtió a Colin.

—Volveré —susurró el niño y pasó esquivándola.

Ella lo miró fijamente.

—No, si yo tengo algo que decir.

Al parecer, lo tenía. Colin no regresó hasta después que terminara su turno, y sólo para traerle a Badri el enlace remoto e informarle a Dunworthy sobre las vacunas contra la peste. Finch había telefoneado al ministerio. La vacuna tardaba dos semanas en dar inmunidad total, y siete días para la parcial.

—Y el señor Finch quiere saber si no debería ser vacunado contra el cólera y el tifus.

—No hay tiempo —dijo él. Tampoco lo había para vacunarse contra la peste. Kivrin ya llevaba allí más de tres semanas, y cada día que pasaba reducía sus posibilidades de sobrevivir. Y a él no iban a darlo de alta.

En cuanto Colin se marchó, llamó a la enfermera de William y le dijo que quería ver a su médico.

—Estoy listo para que me den de alta —aseguró.

Ella se echó a reír.

—Estoy completamente recuperado. Esta mañana he recorrido el pasillo tres veces.

Ella sacudió la cabeza.

—Las recaídas en este virus son enormemente altas. No puedo correr el riesgo. —Le sonrió—. ¿Adonde está tan decidido a ir? Sea lo que fuere, seguro que puede pasar otra semana sin usted.

—Es el principio del trimestre —alegó él, y advirtió que era cierto—. Por favor, dígale a mi médico que quiero verlo.

—El doctor Warden sólo le dirá lo mismo que yo.

Pero al parecer transmitió el mensaje, porque el médico volvió después del té.

Obviamente, era un jubilado que había vuelto al trabajo para ayudar con la epidemia. Contó una larga y absurda historia acerca de estados médicos durante la Pandemia y luego dijo, temblequeando:

—En mis tiempos manteníamos a la gente en el hospital hasta que se recuperaban del todo.

Dunworthy no intentó discutir con él. Esperó hasta que el médico y la vieja enfermera se perdieron tambaleándose pasillo abajo, compartiendo recuerdos de la Guerra de los Cien Años, y entonces se enganchó su sonda portátil y se dirigió a la cabina telefónica junto a Admisiones para que Finch le informara de sus progresos.

—La hermana no dejará instalar un teléfono en su habitación —dijo Finch—, pero tengo noticias sobre la peste. Una aplicación de inyecciones de estreptomicina junto con gammaglobulina y potenciación de leucocitos-T proporcionará inmunidad temporal y puede iniciarse doce horas antes de la exposición.

—Bien, búsqueme a un médico que me las aplique y autorice mi alta. Un médico joven. Y envíeme a Colin. ¿Está preparada la red?

—Casi, señor. He conseguido las autorizaciones necesarias para el lanzamiento y la recogida, y he localizado un enlace remoto. Iba a buscarlo ahora.

Colgó y Dunworthy regresó a la habitación. No le había mentido a la enfermera. Se encontraba más recuperado a cada momento, aunque sentía una presión en las costillas inferiores cuando llegó a la habitación. La señora Gaddson estaba allí, buscando ansiosamente en su Biblia plagas, fiebres y pestilencias.

—Léame Lucas 11, versículo 9 —pidió Dunworthy.

Ella lo buscó.

—«Y yo os digo: Pedid y se os dará —leyó, mirándolo con recelo—; buscad, y encontraréis, llamad y se os abrirán las puertas.»

La señora Taylor llegó al final de la hora de visita, con una cinta métrica.

—Colin me envió a tomarle las medidas —dijo—. La vieja bruja de ahí fuera no le deja entrar en la planta. —Le pasó la cinta alrededor de la cintura—. Tuve que decirle que iba a visitar a la señora Piantini. Extienda el brazo. —Ella estiró la cinta—. Se encuentra mucho mejor. Puede que incluso toque
When at Last My Sauvior Cometh
de Rimbaud con nosotras el día quince. Actuaremos para Santa Re-Formada, ya sabe, pero el ministerio ha ocupado su iglesia, así que el señor Finch ha sido tan amable de cedernos la capilla de Balliol. ¿Qué número de zapatos usa?

Ella anotó sus medidas, le aseguró que Colin iría a visitarlo al día siguiente y le dijo que no se preocupara, que la red estaba casi lista. Se marchó, posiblemente para visitar a la señora Piantini, y volvió unos minutos después con un mensaje de Badri.

«Señor Dunworthy, he hecho veinticuatro comprobaciones de parámetros —decía—. Las veinticuatro muestran un deslizamiento mínimo, once muestran un deslizamiento de menos de una hora, cinco de menos de cinco minutos. Voy a hacer comprobaciones de divergencia y DAR para intentar averiguar qué pasa.»

Yo ya sé lo que pasa, pensó Dunworthy. Es la Peste Negra. La función del deslizamiento era impedir interacciones que pudieran afectar la historia. Un deslizamiento de cinco minutos significaba que no había anacronismos, ningún encuentro crítico que el continuo debiera impedir. Significaba que el lanzamiento se realizaba a una zona deshabitada. Significaba que la peste había estado allí y que todos los contemporáneos habían muerto.

Colin no fue a verlo por la mañana, y después del almuerzo Dunworthy se acercó a la cabina telefónica y llamó a Finch.

—No he podido encontrar a un médico dispuesto a aceptar nuevos casos. He llamado a todos los médicos y enfermeros del perímetro. Muchos de ellos siguen con gripe —se disculpó Finch—, y varios…

Se interrumpió, pero Dunworthy supo qué había querido decir. Varios han muerto, incluyendo la que sin duda habría ayudado, la que le habría administrado las vacunas y dado el alta a Badri.

«Tía Mary no habría abandonado», había dicho Colin. No lo habría hecho, a pesar de la hermana y la señora Gaddson y el dolor bajo las costillas. Si estuviera aquí, le habría ayudado en todo lo posible.

Regresó a su habitación. La hermana había colocado en su puerta un enorme cartel que decía: «No se permite ninguna visita», pero ella no estaba en su mesa, ni en su habitación. Dentro le esperaba Colin, con un gran paquete mojado.

—La enfermera está en el pabellón —sonrió el niño—. La señora Piantini se desmayó muy convenientemente. Tendría que haberla visto. Es muy hábil. —Jugueteó con la cuerda—. La otra enfermera acaba de entrar en su turno, pero no tiene que preocuparse tampoco por ella. Está en la habitación de las sábanas con William Gaddson. —Abrió el paquete. Estaba lleno de ropa: un largo jubón negro y polainas negras, que no parecían ni remotamente medievales, y unas medias negras de mujer.

—¿De dónde has sacado esto? ¿De un montaje de Hamlet?


Ricardo
III
—dijo Colin—. Keble lo representó el trimestre pasado. Le quité la joroba.

—¿Hay una capa? —preguntó Dunworthy, rebuscando entre las ropas—. Dile a Finch que me consiga una capa. Una capa larga que lo oculte todo.

—Vale —asintió Colin, ausente. Estaba distraído con la cinta de su chaqueta verde. Se abrió, y Colin se la quitó de los hombros—. ¿Bien? ¿Qué le parece?

Lo había hecho considerablemente mejor que Finch. Las botas no eran adecuadas (parecían un par de Wellingtons de jardinero), pero la saya de arpillera marrón y los pantalones grises e informes parecían la ilustración de un siervo del libro.

—Los pantalones tienen cremallera —señaló—, pero debajo de la camisa no se ve. Lo copié de un libro. Se supone que soy su escudero.

Dunworthy tendría que haberlo esperado.

—Colin, no puedes venir conmigo.

—¿Por qué no? Yo le ayudaré a encontrarla. Soy muy hábil encontrando cosas.

—Es imposible. La…

—Oh, ahora va a decirme lo peligrosa que es la Edad Media, ¿no? Bueno, esto también es bastante peligroso, ¿no? Mire qué le pasó a tía Mary. Habría estado más segura en la Edad Media, ¿no? He estado haciendo montones de cosas peligrosas. Llevando medicinas a la gente y colocando carteles en los pabellones. Mientras usted estuvo enfermo, hice todo tipo de cosas peligrosas que ni siquiera sabe…

—Colin…

—Es usted demasiado viejo para ir solo. Y tía Mary me pidió que le cuidara. ¿Y si sufre una recaída?

—Colin…

—A mi madre no le importa que vaya.

—Pero a mí sí. No puedo llevarte conmigo.

—Entonces tengo que sentarme aquí a esperar —se lamentó amargamente—, y nadie me dirá nada, y no sabré si está usted vivo o muerto. —Cogió su chaqueta—. Es una injusticia.

—Lo sé.

—¿Puedo ir al laboratorio, al menos?

—Sí.

—Todavía pienso que debería dejarme ir —insistió. Empezó a doblar los leotardos—. ¿Dejo aquí su disfraz?

—Será mejor que no. La hermana podría confiscarlo.

—¿Qué está pasando aquí, señor Dunworthy? —preguntó la señora Gaddson.

Los dos dieron un respingo. La mujer entró en la habitación con su Biblia en ristre.

—Colin ha estado recogiendo ropa —explicó Dunworthy, ayudándole a hacer un paquete—. Son para los retenidos.

—Pasar ropa de una persona a otra es un modo excelente de propagar la infección —le dijo ella a Dunworthy.

Colin recogió el paquete y se marchó.

—¡Y permitir que un niño entre aquí y pille algo! Se ofreció a venir y acompañarme a casa desde el hospital anoche, y le dije: «¡No permitiré que arriesgues tu salud por mí!»

Se sentó junto a la cama y abrió la Biblia.

—No me parece prudente que ese jovencito le visite. Pero supongo que es lo que cabría esperar dada la manera en que dirige su colegio. En su ausencia, el señor Finch se ha convertido en un auténtico tirano. Me echó con malos modos ayer, cuando solicité otro rollo de papel higiénico…

—Quiero ver a William —dijo Dunworthy.

—¡Aquí! —estalló—. ¿En el hospital? —Cerró la Biblia de golpe—. No lo permitiré. Sigue habiendo muchos casos infecciosos y el pobre Willy…

Está en la habitación de las sábanas con mi enfermera, pensó él.

—Dígale que deseo verlo cuanto antes.

Ella agitó la Biblia ante Dunworthy. Era la viva imagen de Moisés anunciando las plagas de Egipto.

—Pienso informar al decano de Historia de su fría indiferencia por el bienestar de sus alumnos —amenazó, y se marchó.

La oyó quejarse en voz alta a alguien en el pasillo, presumiblemente la enfermera, porque William apareció casi de inmediato, ordenándose el pelo.

—Necesito inyecciones de estreptomicina y gammaglobulina —le dijo Dunworthy—. También necesitaré que me den de alta, igual que Badri Chaudhuri.

El asintió.

—Lo sé. Colin me dijo que intentaría recuperar a su historiadora. —Pareció reflexionar—. Conozco a una enfermera…

—Una enfermera no puede poner una inyección sin la autorización de un médico, y en Altas también necesitarán autorización.

—Conozco a una chica en Archivos. ¿Para cuándo lo quiere?

—Cuanto antes.

—Me pondré en marcha. A lo mejor tardo un par o tres de días —dijo, y se marchó—. Vi a Kivrin una vez. Fue a Balliol para verle. Es muy bonita, ¿verdad?

Tengo que acordarme de advertirle sobre él, pensó Dunworthy, y se dio cuenta de que había empezado a confiar en poder rescatarla a pesar de todo. Aguanta, pensó, ya voy. Sólo dos o tres días.

Pasó la tarde caminando arriba y abajo por el pasillo, intentando recuperar fuerzas. El pabellón de Badri tenía un cartel de «No se permite ninguna visita» en cada puerta, y la hermana le miraba con un ojo azul acuoso cada vez que se acercaba a ellas.

Colin entró, empapado y sin aliento, con un par de botas para Dunworthy.

—Tiene guardias por todas partes —dijo—. El señor Finch dice que la red está lista, pero no encuentra a nadie para proveer ayuda médica.

—Pídele a William que se encargue de eso. Se ocupa de las altas y de la inyección de estreptomicina.

—Lo sé. Tengo que entregarle un mensaje suyo a Badri. Enseguida vuelvo.

No volvió, ni tampoco apareció William. Cuando Dunworthy se acercó al teléfono para llamar a Balliol, la hermana lo cogió a medio camino y lo escoltó de regreso a su habitación. O sus defensas reforzadas incluían a la señora Gaddson, o ésta todavía estaba enfadada con Dunworthy por causa de William. No apareció en toda la tarde.

Justo después del té, una bonita enfermera a la que nunca había visto antes entró con una jeringuilla.

—Han llamado a la hermana a una emergencia.

—¿Qué es eso? —preguntó él, señalando la jeringuilla.

Ella tecleó en la consola con un dedo de su mano libre. Miró la pantalla, tecleó unos cuantos caracteres más, y se acercó para inyectarlo.

—Estreptomicina —dijo.

No parecía nerviosa o furtiva, lo cual significaba que de algún modo William debía de haber conseguido la autorización. Inyectó la larga jeringuilla en la cánula, le sonrió, y salió. Había dejado la consola conectada. Dunworthy se levantó de la cama y fue a leer lo que había en la pantalla.

Era su historial. Lo reconoció porque se parecía al de Badri y era igual de ilegible. La última entrada decía: «icu 1580269114-1-551805150/
RPT
1 800
CRSIMSTMC
4
ML
/
Q
6
H
NHS
40-21 1-7
M
AHRENS

Se sentó en la cama. Oh, Mary.

William debía de haber obtenido su código de acceso, quizá gracias a su amiga de Archivos, y lo había introducido en el ordenador. Sin duda Archivos iba retrasado, atascado con el papeleo de la epidemia, y todavía no había recibido la noticia de la muerte de Mary. Encontrarían el error algún día, aunque sin duda el ingenioso William ya habría dispuesto que se borrara.

Corrió hacia atrás la pantalla de su historial. Había entradas de
M
.
AHRENS
hasta el 8-1-55, el día en que ella murió. Debía de haberle atendido hasta que ya no pudo más. No le extrañaba que su corazón se hubiera detenido.

Desconectó la pantalla para que la hermana no pudiera ver la entrada y volvió a la cama. Se preguntó si William había preparado firmar también las altas con el mismo nombre. Eso esperaba. Ella habría querido ayudar.

No fue a verlo nadie en toda la noche. La hermana entró para comprobar su taquiobrazalete y darle el temp de las ocho, e introdujo los datos en la consola, pero no pareció advertir nada. A las diez entró una segunda enfermera, también muy guapa, repitió la inyección de estreptomicina y le dio una de gammaglobulina.

Dejó la pantalla conectada, y Dunworthy se tumbó y vio el nombre de Mary. No se creía capaz de dormir, pero lo hizo. Soñó con Egipto y el Valle de los Reyes.

BOOK: El libro del día del Juicio Final
10.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

LaRose by Louise Erdrich
No One Heard Her Scream by Dane, Jordan
Talk of the Village by Rebecca Shaw
English Rider by Bonnie Bryant
The Baby Bargain by Dallas Schulze
His Desire, Her Surrender by Mallory, Malia
Carbonel and Calidor by Barbara Sleigh
Guarding Grayson by Cathryn Cade
La siembra by Fran Ray
The Sylph Hunter by L. J. McDonald