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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (64 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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Rosemund abrió los ojos.

—No me dejéis —sollozó.

—Debo traer ayuda.

Rosemund sacudió la cabeza.

—¡Padre Roche! —llamó Kivrin, aunque sabía que no la oiría a través de la pesada puerta. Lady Eliwys entró en ese momento y corrió hacia ellas.

—¿Tiene el mal azul?

No.

—Se ha caído —dijo Kivrin. Puso la mano sobre el brazo extendido y desnudo de Rosemund. Lo tenía caliente. Rosemund había vuelto a cerrar los ojos y respiraba despacio, regularmente, como si se hubiera quedado dormida.

Kivrin le subió la pesada manga hasta el hombro. Le alzó el brazo para examinar la axila, y Rosemund trató de retirarlo, pero Kivrin la sujetó con fuerza.

No le pareció tan grande como la del clérigo, pero era de un color rojo intenso y ya estaba dura al contacto. No, pensó Kivrin. No. Rosemund gimió y trató de retirar el brazo, y Kivrin lo soltó amablemente, arreglando la manga.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Agnes desde las escaleras—. ¿Está Rosemund enferma?

No puedo dejar que pase esto, pensó Kivrin. Tengo que conseguir ayuda. Todos han quedado expuestos, incluso Agnes, y aquí no hay nada para ayudarlos. Las antimicrobiales no se descubrirán hasta dentro de seiscientos años.

—Tus pecados han provocado esto —acusó Imeyne.

Kivrin alzó la cabeza. Eliwys miraba a Imeyne, pero parecía ausente, como si no la hubiera oído.

—Tus pecados y los de Gawyn.

—Gawyn —dijo Kivrin. Él podía enseñarle dónde estaba el lugar de encuentro, y entonces iría a buscar ayuda. La doctora Ahrens sabría qué hacer. Y también el señor Dunworthy. La doctora Ahrens le daría vacunas y estreptomicina para que las trajera—. ¿Dónde está Gawyn?

Eliwys la miraba ahora, el rostro lleno de ansia, lleno de esperanza. El nombre de Gawyn por fin la ha hecho reaccionar, pensó Kivrin.

—Gawyn. ¿Dónde está?

—Se ha ido —dijo Eliwys.

—¿Adonde? Debo hablar con él. Tenemos que ir a buscar ayuda.

—No hay ninguna ayuda —replicó lady Imeyne. Se arrodilló junto a Rosemund y cruzó las manos—. Es el castigo de Dios.

Kivrin se levantó.

—¿Adonde ha ido?

—A Bath —dijo Eliwys—. A buscar a mi esposo.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(070114-070526)

He decidido que lo mejor es anotar todo esto. El señor Gilchrist dijo que con la apertura de Medieval esperaba obtener información de primera mano acerca de la Peste Negra, y supongo que de esto se trata.

El primer caso fue el clérigo que vino con el enviado del obispo. No sé si al llegar estaba ya enfermo. Tal vez sí, y por eso vinieron aquí en vez de ir a Oxford, para deshacerse de él antes de que los contagiara. Estaba decididamente enfermo la mañana de Navidad cuando se fueron, lo cual significa que la noche antes, cuando entró en contacto con al menos la mitad de la aldea, ya era contagioso.

Ha transmitido la enfermedad a la hija de lord Guillaume, Rosemund, que cayó enferma el… ¿veintiséis? He perdido el sentido del tiempo. Los dos muestran las típicas bubas. La del clérigo se ha reventado y supura. La de Rosemund es dura y crece. Es casi del tamaño de una castaña. La zona de alrededor está inflamada. Los dos tienen fiebres altas y deliran intermitentemente.

El padre Roche y yo los hemos aislado en la habitación y le hemos dicho a todos que se queden en sus casas y eviten contactar con los demás, pero me temo que es demasiado tarde. Casi todos los de la aldea estuvieron en el banquete de Navidad, y toda la familia estuvo aquí dentro con el clérigo.

Ojalá supiera si la enfermedad es contagiosa antes de que aparezcan los síntomas y de cuánto es el período de incubación. Sé que la peste tiene tres formas: bubónica, neumónica y septicémica, y sé que la forma neumónica es la más contagiosa, ya que puede transmitirse por la tos o la respiración y por el contacto. El clérigo y Rosemund parecen tener la bubónica.

Estoy tan asustada que apenas puedo pensar. Me abruma. Me controlo durante un rato, y de repente el temor me domina y tengo que agarrarme al marco de la puerta para no salir corriendo de la habitación, de la casa, de la aldea, para alejarme de todo.

Sé que he recibido vacunación contra la peste, pero también recibí la potenciación de leucocitos-T y las antivirales, y pillé no sé qué, y cada vez que el clérigo me toca, doy un respingo. El padre Roche olvida constantemente ponerse la máscara, y tengo miedo de que se ponga enfermo, o Agnes. Y temo que el clérigo se muera. Y Agnes. Y tengo miedo de que alguien de la aldea contraiga la peste neumónica, y de que Gawyn no regrese, y de no poder localizar el lugar de recogida antes del encuentro.

(Pausa)

Estoy un poco más calmada. Parece que el hablar con usted me ayuda, aunque no pueda oírme. Rosemund es joven y fuerte. Y la peste no mató a todo el mundo. En algunas aldeas no murió nadie.

27

Subieron a Rosemund a la habitación, y le prepararon un jergón en el suelo en el estrecho espacio junto a la cama. Roche la cubrió con una sábana de lino y se encaminó al altillo del granero para traer mantas.

Kivrin temía que Rosemund quisiera huir al ver al clérigo, con su grotesca lengua y la piel ennegrecida, pero apenas lo miró. Se quitó la saya y los zapatos y se tendió graciosamente en el estrecho jergón. Kivrin quitó de la cama la manta de piel de conejo y la tapó con ella.

—¿Gritaré y atacaré a la gente como el clérigo? —preguntó Rosemund.

—No —dijo Kivrin, y trató de sonreír—. Intenta descansar. ¿Te duele algo?

—El estómago —respondió Rosemund, y se llevó la mano a la cintura—. Y la cabeza. Sir Bloet me dijo que la fiebre hace danzar a los hombres. Pensé que era una patraña para asustarme. Dijo que bailaban hasta que les salía sangre por la boca y se morían. ¿Dónde está Agnes?

—En el desván, con tu madre.

Kivrin le había dicho a Eliwys que se llevara a Agnes e Imeyne al desván y se encerraran allí, y Eliwys lo hizo sin dirigir siquiera otra mirada a Rosemund.

—Mi padre vendrá muy pronto —murmuró Rosemund.

—Ahora debes callar y descansar.

—Abuela dice que es un pecado mortal temer a tu marido, pero yo no puedo evitarlo. Me toca de forma indecorosa y me cuenta relatos de cosas que no pueden ser verdad.

Espero que tenga una larga agonía, pensó Kivrin. Espero que ya esté contagiado.

—Mi padre ya está en camino.

—Intenta dormir.

—Si sir Bloet estuviera aquí ahora, no se atrevería a tocarme —musitó la niña, y cerró los ojos—. Sería él quien tendría miedo.

Roche entró con un puñado de mantas y volvió a marcharse. Kivrin las apiló encima de Rosemund, la arropó, y devolvió al clérigo la piel que le había quitado de la cama.

El clérigo permanecía tranquilo, pero el rumor que hacía al respirar había comenzado de nuevo, y de vez en cuando tosía. Tenía la boca abierta, y la parte inferior de la lengua estaba cubierta de espuma blanca.

No puedo dejar que Rosemund acabe así, pensó Kivrin, sólo tiene doce años. Tengo que hacer algo. Algo. El bacilo de la peste era una bacteria. La estreptomicina y las sulfamidas eran eficaces, pero Kivrin no podía fabricarlas, y no sabía dónde estaba el lugar de recogida.

Y Gawyn se había marchado a Oxford. Claro. Eliwys había corrido hacia él, lo había abrazado, y él habría ido a cualquier sitio, habría hecho cualquier cosa por ella, aunque significara traer a su marido a casa.

Intentó calcular cuánto tiempo tardaría Gawyn en ir a Bath y volver. Estaba a setenta kilómetros de distancia. Cabalgando rápido, podría llegar en un día y medio. Tres días, ida y vuelta. Si no se retrasaba, si lograba encontrar a lord Guillaume, si no caía enfermo. La doctora Ahrens había dicho que las víctimas de la peste que no recibían atención morían al cabo de cuatro o cinco días, pero no imaginaba que el clérigo fuera a durar tanto. La fiebre le volvía a subir.

Había metido el cofre de lady Imeyne bajo la cama cuando subieron a Rosemund. Lo sacó y buscó entre las hierbas y polvos. Los contemporáneos usaban remedios caseros como verrugas de san Juan y dulcamara durante la peste, pero resultaron tan inútiles como el polvo de esmeraldas.

La coniza podría ayudar, pero no encontró ninguna de las flores rosas o moradas en las bolsitas de lino.

Cuando Roche volvió, Kivrin le pidió que fuera a buscar ramas de sauce del arroyo, y las puso en un té amargo.

—¿Qué es esto? —le preguntó Roche, tras probarlo y hacer una mueca.

—Aspirina —dijo Kivrin—. Al menos eso espero.

Roche le dio una taza al clérigo, a quien no le importaba ya el sabor, y eso pareció bajarle un poco la temperatura, pero Rosemund estuvo con fiebre toda la tarde, hasta que tiritó con escalofríos. Para cuando Roche se marchó a decir vísperas, casi estaba demasiado caliente para tocarla.

Kivrin la destapó e intentó bañarle los brazos y piernas en agua fría para que le bajara la temperatura, pero Rosemund se apartó de ella, furiosa.

—No me parece digno que me toquéis de esta forma, señor —dijo, mientras le castañeteaban los dientes—. Tened por seguro que se lo diré a mi padre cuando regrese.

A la mortecina luz parecía peor: con la cara pálida y atormentada. Murmuraba, repitiendo el nombre de Agnes incesantemente, y una vez preguntó temerosa:

—¿Dónde está? Ya tendría que haber llegado.

Tienes razón, pensó Kivrin. La campana había anunciado vísperas hacía media hora. Seguramente Roche estará en la cocina, se dijo, preparándonos sopa. O habrá ido a decirle a Eliwys cómo se encuentra Rosemund. Pero se levantó y se subió a la ventana y se asomó al patio. Empezaba a hacer frío, y el cielo oscuro estaba nublado. No había nadie en el patio, ninguna luz ni sonido en ninguna parte.

Roche abrió la puerta, y Kivrin se bajó de la ventana con una sonrisa.

—¿Dónde habéis estado? Me… —se interrumpió.

Roche llevaba sus hábitos y traía el aceite y el viático. No, pensó ella, mirando a Rosemund. No.

—He estado con Ulf el molinero —dijo—. Le he oído en confesión.

Gracias a Dios que no es Rosemund, pensó Kivrin, y entonces advirtió lo que él estaba diciendo. La peste ya había llegado a la aldea.

—¿Estáis seguro? ¿Tiene los bultos de la peste?

—Sí.

—¿Cuántos más viven en su casa?

—Su esposa y dos hijos —respondió él, cansado—. Le ordené a ella que se pusiera una máscara y envié a sus hijos a cortar sauces.

—Bueno —dijo ella. No había nada de bueno en todo aquello. No, eso no era cierto. Al menos era peste bubónica y no neumónica, así que seguía habiendo una posibilidad de que la mujer y los dos hijos no la contrajeran. ¿Pero a cuántas otras personas había contagiado Ulf, y quién le había contagiado a él? Ulf no habría tenido ningún contacto con el clérigo. Debía de haberla contraído a través de uno de los criados.

—¿Hay más enfermos?

—No.

Eso no significaba nada. Sólo mandaban llamar a Roche cuando estaban muy graves, cuando tenían miedo. Ya podía haber tres o cuatro casos más en la aldea. O tal vez una docena.

Se sentó junto a la ventana, intentando decidir qué hacer. Nada, pensó. No hay nada que puedas hacer. La peste barrió una aldea tras otra, mató a familias enteras, a ciudades enteras. Entre un tercio y la mitad de Europa.

—¡No! —gritó Rosemund, y se esforzó por levantarse.

Kivrin y Roche se lanzaron hacia ella, pero ya se había tendido. La cubrieron, aunque Rosemund volvió a destaparse.

—Se lo diré a madre, Agnes, niña mala —murmuró—. Déjame salir.

Hizo más frío durante la noche. Roche trajo más carbones para el brasero, y Kivrin se subió de nuevo a la ventana para colocar el lino encerado, pero seguía haciendo frío. Kivrin y Roche se acurrucaron por turnos ante el brasero, intentando dormir un poco, y despertaron tiritando como Rosemund.

El clérigo no tiritaba, pero se quejaba de frío, con palabras pastosas y confusas, como de borracho. Tenía los pies y las manos fríos, inertes.

—Deben acercarse al fuego —dijo Roche—. Debemos llevarlos al salón.

No lo entiendes, pensó ella. Su única esperanza estribaba en mantener a los pacientes aislados, en no dejar que la infección se extendiera. Pero ya se había extendido, pensó, y se preguntó si las extremidades de Ulf se estaban enfriando y en cómo encendería un fuego. Ella misma se había sentado en una de sus chozas, junto a una de sus hogueras. No serviría ni para calentar a un gato.

Los gatos también murieron, pensó, y miró a Rosemund. Los temblores sacudían su pobre cuerpecillo, y ya parecía más delgada, más agotada.

—La vida se les escapa —observó Roche.

—Lo sé —asintió ella, y empezó recoger las mantas—. Decidle a Maisry que esparza paja sobre el suelo del salón.

El clérigo pudo bajar las escaleras, con la ayuda de Kivrin y Roche, pero el sacerdote tuvo que bajar a Rosemund en brazos. Eliwys y Maisry colocaban paja al otro lado del salón. Agnes aún dormía, e Imeyne se arrodillaba en el mismo lugar de la noche anterior, con las manos cruzadas ante el rostro.

Roche acostó a Rosemund y Eliwys empezó a taparla.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Rosemund roncamente—. ¿Por qué no está aquí?

Agnes se agitó. Despertaría de un momento a otro y se acercaría al jergón de Rosemund, para observar al clérigo. Kivrin tenía que idear algún sistema para mantener a la niña apartada. Miró las vigas, pero eran demasiado altas, incluso bajo el altillo, para colgar cortinas, y todas las colchas y mantas disponibles ya estaban siendo utilizadas. Empezó a volcar los bancos para formar una separación.

Roche y Eliwys fueron a ayudarla, y volcaron la mesa y la apoyaron contra los bancos.

Eliwys regresó junto a Rosemund y se sentó a su lado. La niña dormía, con el rostro enrojecido por la luz del fuego.

—Debéis poneros una máscara —dijo Kivrin.

Eliwys asintió, pero no se movió. Le apartó a Rosemund el pelo enmarañado de la cara.

—Era la preferida de mi esposo —dijo.

Rosemund estuvo durmiendo casi toda la mañana. Kivrin apartó el tronco de Navidad del hogar y apiló leños cortados en el fuego. Destapó los pies del clérigo para que le llegara el calor.

Durante la Peste Negra, el médico del Papa le hizo sentarse en una habitación entre dos grandes hogueras, y no contrajo la enfermedad. Algunos historiadores pensaban que el calor había matado al bacilo de la peste. Lo más probable era que el hecho de permanecer apartado de su contagioso rebaño le hubiera salvado, pero merecía la pena intentarlo. Merecía la pena intentar cualquier cosa, pensó, mirando a Rosemund. Apiló más madera.

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