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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (62 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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No, pensó Kivrin, presa de pánico otra vez. No vayas. ¿Y si se muere? ¿Y si vuelve a levantarse?

Roche se incorporó.

—No temáis. Volveré.

Salió rápidamente, sin cerrar la puerta, y Kivrin se acercó a cerrarla. Oyó sonidos procedentes de abajo: las voces de Eliwys y Roche. Tendría que haberle dicho que no hablara con nadie.

—Quiero ir con Kivrin —lloriqueó Agnes y Rosemund le contestó con furia, gritando por encima del llanto.

—Se lo diré a Kivrin —la amenazó la niña pequeña, furiosa, y Kivrin empujó la puerta y la cerró por dentro.

Agnes no debe entrar aquí, ni Rosemund, ni nadie. No deben quedar expuestos. No había cura para la Peste Negra. La única manera de protegerlos era impedir que la contrajeran. Intentó recordar frenéticamente lo que sabía acerca de la peste. La había estudiado en Siglo Catorce, y la doctora Ahrens habló sobre el tema cuando la vacunó.

Había dos tipos distintos, no, tres: uno iba directamente a la sangre y mataba a la víctima en cuestión de horas. La peste bubónica se propagaba por las pulgas de las ratas, y ésa era la que producía las bubas. El otro tipo era neumónica, y no tenía bubas. La víctima tosía y vomitaba sangre, y ese tipo se propagaba por el aire y era sumamente contagiosa. Pero el clérigo tenía la peste bubónica, y ésa no era tan contagiosa. No se contagiaría por simple contacto: la pulga tenía que saltar de una persona a otra.

Tuvo una vivida imagen del clérigo cayendo sobre Rosemund, arrastrándola al suelo. ¿Y si cae enferma?, pensó. No puede, no puede contraerla. No hay cura.

El clérigo se agitó en la cama, y Kivrin se acercó a él.

—Tengo sed —dijo, humedeciéndose los labios con la lengua hinchada. Kivrin le trajo un cuenco de agua, y él dio unos cuantos sorbos ansiosos, luego se atragantó y se la escupió encima.

Kivrin retrocedió y se arrancó la máscara empapada. Es la bubónica, se dijo, frotándose frenéticamente el pecho. Este tipo no se contagia por la saliva. Además, no puedes contraer la peste, te han vacunado. Pero también había recibido las antivirales y su potenciación de leucocitos-T. Tampoco tendría que haber contraído el virus ni haber aterrizado en 1348.

—¿Qué ha pasado? —susurró.

No podía ser el deslizamiento. Al señor Dunworthy le preocupó que no hicieran comprobaciones, pero incluso en el peor de los casos, el lanzamiento sólo se habría desviado unas semanas, no años. Algo tenía que haber fallado en la red.

El señor Dunworthy dijo que Gilchrist no sabía qué estaba haciendo: algo había salido mal y ella había aparecido en 1348, ¿pero por qué no habían abortado el lanzamiento en cuanto advirtieron que la fecha estaba equivocada?

Él señor Gilchrist tal vez no tuviera el sentido común necesario para sacarla de allí, pero Dunworthy sí. Ni siquiera quería que hiciera el salto. ¿Por qué no había vuelto a abrir la red?

Porque yo no estaba allí, pensó. Habrían tardado al menos dos horas en conseguir el ajuste. Para entonces ya se había perdido en el bosque. Pero Dunworthy habría mantenido la red abierta. No la habría vuelto a cerrar y esperado al encuentro. La habría mantenido abierta para ella.

Casi corrió a la puerta y levantó la barra. Tenía que encontrar a Gawyn. Tenía que obligarlo a decirle dónde estaba el lugar.

El clérigo se incorporó y pasó la pierna desnuda por encima de la cama como si quisiera seguirla.

—Ayudadme —murmuró, y trató de mover la otra pierna.

—No puedo ayudaros —contestó ella, furiosa—. No pertenezco a este lugar. —Sacó la barra de sus huecos—. Debo encontrar a Gawyn.

Pero en cuanto lo dijo, recordó que no estaba allí, que había ido a Courcy con el enviado del obispo y sir Bloet.

Con el enviado del obispo, que tenía tanta prisa que por poco se lleva a Agnes por delante.

Soltó la barra y se volvió hacia él.

—¿Tenían los otros la peste? —inquirió—. ¿La tenía el enviado del obispo?

Recordó su cara gris y cómo tiritaba cuando se arrebujó en su capa. Los contagiaría a todos: a Bloet y su regañona hermana y las muchachas charlatanas. Y también a Gawyn.

—Sabíais que estabais enfermo cuando llegasteis, ¿verdad? ¿Lo sabíais?

El clérigo le tendió los brazos, como un niño.

—Ayudadme —pidió, y cayó hacia atrás, con la cabeza y el hombro casi fuera de la cama.

—No merecéis ninguna ayuda. Habéis traído la peste aquí.

Llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó, airada.

—Roche —contestó él a través de la puerta, y Kivrin sintió una oleada de alivio, de alegría por su regreso, pero no se movió. Miró al clérigo, todavía tendido a medias en la cama. Tenía la boca abierta, y su lengua hinchada le ocupaba toda la boca.

—Dejadme entrar. He de oír su confesión.

Su confesión.

—No —dijo Kivrin.

Él volvió a llamar, esta vez con más fuerza.

—No puedo dejaros entrar. Es contagioso. Podríais caer enfermo.

—Está en peligro de muerte —insistió Roche—. Debe ser perdonado para poder entrar en el cielo.

No va a ir al cielo, pensó Kivrin. Ha traído la peste.

El clérigo abrió los ojos. Los tenía inflamados e inyectados en sangre, y había un leve rumor en su respiración. Se está muriendo, pensó ella.

—Katherine —rogó Roche.

Se está muriendo, y tan lejos de casa. Como yo. También había traído una enfermedad consigo, y si nadie había sucumbido a ella, no era porque ella se hubiera esforzado en evitarlo. Todos la habían ayudado: Eliwys, Imeyne y Roche. Podría haberlos contagiado a todos. Roche le había administrado los últimos sacramentos, le había sostenido la mano.

Kivrin levantó amablemente la cabeza del clérigo y lo acomodó en la cama. Luego se dirigió a la puerta.

—Os dejaré administrarle los últimos sacramentos —dijo, abriéndola una rendija—, pero primero he de hablaros.

Roche se había puesto sus vestiduras y se había quitado la máscara. Llevaba el santo óleo y el viático en una cesta. Los depositó en el cofre al pie de la cama, sin dejar de observar al clérigo, cuya respiración se volvía cada vez más dificultosa.

—He de oír su confesión.

—¡No! Primero debéis escucharme. —Kivrin respiró hondo—. El clérigo tiene la peste bubónica —dijo, escuchando atentamente la traducción—. Es una enfermedad terrible. Casi todos los que la contraen mueren. Se propaga por las ratas y el aliento de los enfermos, y sus ropas y pertenencias.

Le miró con ansiedad, deseando que comprendiera. Él también parecía ansioso, y no menos asombrado.

—Es una enfermedad terrible. No es como el tifus o el cólera. Ya ha matado a centenares de miles de personas en Italia y Francia, a tantas que en algunos sitios no queda nadie para enterrar a los muertos.

El sacerdote permaneció inexpresivo.

—Habéis recordado quién sois y de dónde venís —dijo, y no era una pregunta.

Cree que huía de la peste cuando Gawyn me encontró en el bosque, pensó ella. Si lo admito, pensará que he sido yo quien la ha traído. Pero no había nada acusador en su mirada, y tenía que hacerle comprender.

—Sí —dijo, y esperó.

—¿Qué debemos hacer?

—Tenéis que impedir que los demás entren en esta habitación, y decidles que se queden en la casa y que no dejen entrar a nadie. Advertid a los aldeanos que se queden también en sus casas, y si ven una rata muerta que no se acerquen a ella. No se celebrarán más fiestas ni bailes en el prado. Los aldeanos no deben acercarse a la mansión, al patio ni a la iglesia. No deben reunirse en ninguna parte.

—Le pediré a lady Eliwys que mantenga a Agnes y Rosemund en casa, y les diré a los aldeanos que no salgan.

El clérigo emitió un sonido estrangulado desde la cama, y los dos se volvieron a mirarlo.

—¿No podemos hacer nada para ayudar a los que ya tienen esta peste? —preguntó él, pronunciando torpemente la palabra.

Kivrin había intentado recordar qué remedios usaban los contemporáneos. Llevaban ramilletes de flores y bebían esmeraldas en polvo y aplicaban sanguijuelas a las bubas, pero nada de eso servía, y la doctora Ahrens había dicho que no importaba con qué lo hubieran intentado, porque sólo los antimicrobiales como la tetraciclina o la estreptomicina habrían funcionado, y eso no se descubrió hasta el siglo
XX
.

—Debemos darle líquido y mantenerlo caliente —dijo.

Roche miró al clérigo.

—Seguramente Dios le ayudará.

No lo hará, pensó ella. No lo hizo. Media Europa.

—Dios no puede ayudarnos contra la Peste Negra.

Roche asintió y cogió el santo óleo.

—Debéis poneros la máscara —señaló Kivrin, y se arrodilló para recoger el último trozo de tela. Se lo colocó a Roche sobre la nariz y la boca—. Llevadlo siempre cuando lo atendáis —dijo, esperando que Roche no advirtiera que ella no llevaba la suya.

—¿Es Dios quien nos ha enviado esto? —preguntó Roche.

—No. No.

—¿El Diablo entonces?

Era tentador decir que sí. La mayor parte de Europa creyó que el responsable de la Peste Negra era Satan. Y buscaron a los agentes del Diablo, torturaron a judíos y leprosos, lapidaron a ancianas, quemaron a niñas en la hoguera.

—Nadie lo ha enviado —respondió Kivrin—. Es una enfermedad. No es culpa de nadie. Dios nos ayudaría si pudiera, pero…

¿Pero qué? ¿No puede oírnos? ¿Se ha marchado? ¿No existe?

—No puede venir —terminó Kivrin mansamente.

—¿Y nosotros debemos actuar en Su nombre? —dijo Roche.

—Sí.

Roche se arrodilló ante la cama. Inclinó la cabeza sobre las manos y luego volvió a alzarla.

—Sabía que Dios os había enviado entre nosotros por una buena causa.

Ella también se arrodilló y cruzó las manos.


Mittere dignens sanctum Angelum
—rezó Roche—. Envíanos a Tu santo ángel del cielo para guardarnos y proteger a todos los que se reúnen en esta casa.

—No dejes que Roche la contraiga —murmuró Kivrin al grabador—. No dejes que Rosemund se ponga enferma. Que el clérigo muera antes de que alcance Sus pulmones.

La voz de Roche entonando los ritos era igual que cuando ella estuvo enferma, y esperó que reconfortara al clérigo como la había consolado a ella. No podía decirlo. El enfermo era incapaz de confesarse, y la unción pareció hacerle daño. Dio un respingo cuando el aceite le tocó las palmas y su respiración pareció hacerse más fuerte mientras Roche rezaba. El clérigo levantó la cabeza y lo miró. Sus brazos mostraban las diminutas magulladuras purpúreas que indicaban que las venas bajo la piel se estaban rompiendo, una por una.

Roche se volvió y miró a Kivrin.

—¿Son estos los últimos días, el fin del mundo que los apóstoles de Dios predijeron?

Sí, pensó Kivrin.

—No —dijo—. No. Son sólo malos tiempos. Tiempos terribles, pero no todo el mundo morirá. Y vendrán tiempos maravillosos después de esto. El Renacimiento y la reforma de clases y la música. Tiempos maravillosos. Se inventarán nuevas medicinas, y la gente no tendrá que morir de esto ni de viruela o neumonía. Y todo el mundo tendrá comida suficiente, y sus casas serán cálidas incluso en invierno. —Pensó en Oxford, decorado para la Navidad, las calles y tiendas iluminadas—. Habrá luces por todas partes, y campanas que no habrá que tocar.

Sus palabras habían calmado al clérigo. Su respiración se tranquilizó, y se quedó dormido.

—Ahora debéis apartaros de él —ordenó Kivrin, y condujo a Roche a la ventana. Le acercó el cuenco—. Lavaos las manos siempre después de tocarlo.

Apenas había agua en el cuenco.

—Debemos lavar los cuencos y cucharas que usemos para darle de comer —prosiguió mientras él se lavaba las manazas—, y debemos quemar las ropas y vendas. La peste está en ellas.

Roche se secó las manos en la falda de su sotana y bajó para decirle a Eliwys lo que tenía que hacer. Volvió con una pieza de lino y un cuenco de agua fresca. Kivrin rasgó el lino en tiras y se ató una sobre la nariz y la boca.

El cuenco de agua no duró mucho. El clérigo despertó de su sueño y pidió de beber varias veces. Kivrin le sostuvo la copa, intentando mantener a Roche apartado de él cuanto fuera posible.

Roche fue a decir vísperas y a tocar la campana. Kivrin cerró la puerta tras él y prestó atención a los sonidos de abajo, pero no oyó nada. Tal vez están dormidas, pensó, o enfermas. Pensó en Imeyne inclinada sobre el clérigo con su pócima, en Agnes de pie ante la cama, en Rosemund bajo él.

Es demasiado tarde, pensó, caminando arriba y abajo junto a la cama, todos han quedado expuestos. ¿De cuánto era el período de incubación? ¿Dos semanas? Eso era el tiempo que tardaba la vacuna en hacer efecto. ¿Tres días? ¿Dos? No lo recordaba. ¿Y cuánto tiempo había sido contagioso el clérigo? Trató de recordar junto a quién se había sentado en el banquete de Navidad, con quién había hablado, pero Kivrin no le había prestado atención. Observaba a Gawyn. El único recuerdo claro que tenía era de que había agarrado la falda de Maisry.

Fue a la puerta y la abrió.

—¡Maisry! —llamó.

No obtuvo respuesta, pero eso no significaba nada. Maisry probablemente estaba dormida o escondida, y el clérigo tenía la peste bubónica, que se propagaba por las pulgas, no la neumónica. Era posible que no hubiera contagiado a nadie, pero en cuanto Roche regresó, lo dejó con el clérigo y llevó el brasero abajo para coger carbones calientes. Y para asegurarse de que todas seguían sanas.

Rosemund y Eliwys estaban sentadas junto al fuego, con el bordado en el regazo, y lady Imeyne estaba junto a ellas, leyendo el Libro de las Horas. Agnes jugaba con su carrito, empujándolo de un lado a otro sobre las losas de piedra y hablándole. Maisry dormía en uno de los bancos cerca de la mesa, con la cara enfurruñada incluso en sueños.

Agnes atropello el pie de Imeyne con el carrito y la anciana la miró de mal talante.

—Te quitaré el juguete si no sabes jugar tranquila, Agnes —la regañó, y lo brusco de su reprimenda, la sonrisita rápidamente reprimida de Rosemund, el sano tono sonrosado de sus caras a la luz del fuego resultaron inefablemente tranquilizadores para Kivrin. Era como cualquier otro día en la mansión.

Eliwys no cosía. Cortaba el lino en largas tiras con las tijeras y miraba constantemente hacia la puerta. La voz de Imeyne, al leer el Libro de las Horas, tenía un tono de preocupación, y Rosemund, mientras rasgaba el lino, miraba ansiosamente a su madre. Eliwys se levantó y se dirigió a la puerta. Kivrin se preguntó si había oído llegar a alguien, pero un momento después volvió a su asiento y continuó su tarea con el lino.

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