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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (63 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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Kivrin bajó las escaleras en silencio, pero no lo suficiente. Agnes abandonó su carrito y se le acercó corriendo.

—¡Kivrin! —gritó, y se abalanzó hacia ella.

—¡Cuidado! —advirtió Kivrin, manteniéndola a raya con la mano libre—. Son carbones calientes.

No estaban calientes, por supuesto. Si lo hubiesen estado, no habría bajado para cambiarlos por otros, pero Agnes retrocedió unos cuantos pasos.

—¿Por qué lleváis una máscara? ¿Me contaréis una historia?

Eliwys se había levantado también, e incluso Imeyne se volvió a mirarla.

—¿Cómo está el clérigo del obispo? —preguntó Eliwys.

En pleno tormento, quiso decir.

—La fiebre le ha bajado un poco —respondió en cambio—. Todas debéis manteneros apartadas de mí. La infección podría estar en mi ropa.

Las mujeres se levantaron, incluso Imeyne, que cerró el Libro de las Horas sobre su relicario, y se apartaron del hogar para observarla.

El tronco de Navidad estaba todavía en el fuego. Kivrin usó su falda para quitar la tapa del brasero y arrojó los carbones grises al borde del hogar. Se levantó ceniza, y uno de los carbones golpeó el tronco, rebotó y rodó por el suelo.

Agnes se echó a reír, y todas observaron cómo rodaba el carbón por el suelo hasta quedar bajo un banco, excepto Eliwys, que se había vuelto hacia la puerta.

—¿Ha regresado Gawyn con los caballos? —preguntó Kivrin, y entonces se arrepintió de haberlo hecho. Ya sabía la respuesta por la expresión forzada de Eliwys, y la pregunta hizo que Imeyne se volviera a mirarla fríamente.

—No —contestó Eliwys sin volver la cabeza—. ¿Creéis que los otros miembros de la partida del obispo estaban también enfermos?

Kivrin pensó en la tez grisácea del obispo, en la expresión abotargada del fraile.

—No lo sé.

—El tiempo empeora —observó Rosemund—. Tal vez Gawyn prefirió pasar allí la noche.

Eliwys no respondió. Kivrin se arrodilló junto al fuego y agitó los carbones con el pesado atizador, sacando las ascuas a la superficie. Intentó pasarlas al brasero, usando el atizador, y luego renunció a ello y los recogió con la tapa del brasero.

—Tú nos has traído esto —la acusó Imeyne.

Kivrin levantó la cabeza. El corazón le latía con fuerza, pero Imeyne no se dirigía a ella. Miraba a Eliwys.

—Son tus pecados los que nos han traído este castigo.

Eliwys se volvió a mirar a Imeyne, y Kivrin esperó que en su rostro asomara la sorpresa o la furia, pero no fue así. Miraba a su suegra sin interés, como si su mente estuviera en otra parte.

—El Señor castiga a los adúlteros y a toda su casa —manifestó Imeyne—, y ahora te castiga. —Agitó el Libro de las Horas delante de su cara—. Es tu pecado lo que ha traído la peste.

—Fuisteis vos quien mandó llamar al obispo —adujo Eliwys fríamente—. No estabais contenta con el padre Roche. Fuisteis vos quien los trajo aquí, y a la peste con ellos.

Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

Imeyne permaneció en pie, envarada, como si hubiera recibido un golpe, y regresó al banco donde estaba sentada. Se puso de rodillas y sacó el relicario de su libro y se pasó la cadena por los dedos.

—¿Me contaréis una historia ahora? —le preguntó Agnes a Kivrin.

Imeyne apoyó los codos en el banco y apretó la frente contra sus manos.

—Contadme una historia de la doncella valiente.

—Mañana. Te contaré una historia mañana —prometió Kivrin, y se llevó el brasero escaleras arriba.

Al clérigo le había vuelto a subir la fiebre. Deliraba, gritando los versículos de la misa de difuntos como si fueran obscenidades. Pedía agua incesantemente, y Roche primero, y luego Kivrin, fueron al patio para traer más.

Kivrin bajó de puntillas las escaleras, llevando el cubo y una vela. Esperaba que Agnes no la viera, pero todas estaban dormidas excepto lady Imeyne. Estaba de rodillas rezando, con la espalda recta e inmisericorde. Tú nos has traído esto.

Kivrin salió al oscuro patio. Sonaban dos campanas, levemente descompasadas, y se preguntó si eran vísperas o si anunciaban un funeral. Había un cubo medio lleno de agua junto al pozo, pero lo vació y sacó agua fresca. Dejó el cubo junto a la puerta de la cocina y entró a buscar algo de comer. Las gruesas telas que usaban para cubrir la comida cuando la transportaban a la casa yacían en un extremo de la mesa. Recogió en una pan y un trozo de carne fría y la ató por las esquinas, y después recogió el resto y lo llevó todo escaleras arriba. Comieron sentados en el suelo delante del brasero y al primer bocado Kivrin se sintió reconfortada.

El clérigo también parecía haber mejorado. Volvió a quedarse dormido, y luego lo asaltó un sudor frío. Kivrin lo lavó con uno de los burdos paños de cocina; él suspiró como si le sentara bien, y acabó durmiéndose. Cuando volvió a despertar, le había bajado la fiebre. Acercaron el cofre a la cama y colocaron una lámpara de sebo encima, y Roche y ella se sentaron junto al enfermo por turnos, y descansaron en el asiento de la ventana. Hacía demasiado frío para dormir, pero Kivrin se acurrucó contra el alféizar de piedra y echó una cabezada, y cada vez que despertaba el clérigo parecía algo más recuperado.

Había leído en Historia de la Medicina que si se abrían las bubas a veces se salvaba al paciente. A él ya no le supuraba la herida y tampoco hacía ruido al respirar. Tal vez no moriría después de todo.

Algunos historiadores pensaban que la Peste Negra no había matado a tanta gente como indicaban los registros. El señor Gilchrist opinaba que las estadísticas habían sido muy exageradas por el miedo y la ignorancia, e incluso si eran correctas, la peste no había matado a la mitad de cada aldea. Algunos lugares sólo tuvieron uno o dos casos. En algunas aldeas no había muerto nadie.

Habían aislado al clérigo en cuanto comprendió qué enfermedad era, y ella había conseguido que Roche no se acercara demasiado. Habían tomado todas las precauciones posibles. Y no se había convertido en neumónica. Tal vez con eso bastaría, y lo habían detenido a tiempo. Tenía que decirle a Roche que cerrara la aldea, que impidiera que entrara nadie, y tal vez la peste pasaría de largo. Había sucedido. Aldeas enteras habían quedado intactas, y en algunas partes de Escocia la peste no llegó jamás.

Debió de quedarse dormida. Cuando despertó, amanecía y Roche se había marchado. Miró hacia la cama. El clérigo yacía completamente inmóvil, con los ojos abiertos, y ella pensó ha muerto y Roche ha ido a cavar su tumba, pero vio que las mantas subían y bajaban sobre el pecho del enfermo. Le buscó el pulso. Era tan rápido y débil que apenas lo sintió.

La campana empezó a sonar y Kivrin advirtió que Roche debía de haber ido a decir maitines. Se puso la máscara sobre la nariz y se inclinó sobre la cama.

—Padre —dijo suavemente, pero él no dio ninguna muestra de oírla. Le puso la mano en la frente. La fiebre había vuelto a bajarle, pero el tacto de la piel no parecía normal. Estaba seca, como de papel, y las hemorragias de las piernas y brazos se habían oscurecido y extendido. Su lengua hinchada asomaba entre los dientes, horriblemente amoratada.

Olía fatal, un hedor nauseabundo que ella percibía incluso a través de la máscara. Kivrin se subió al asiento de la ventana y desató el lino encerado. El aire fresco olía maravillosamente, fresco y penetrante, y se asomó al alféizar e inhaló profundamente.

No había nadie en el patio, pero mientras se embebía del aire fresco y límpido, Roche apareció en la puerta de la cocina, con un cuenco humeante. Se dirigió a la puerta de la casa, y al hacerlo, apareció lady Eliwys. Le dijo algo a Roche, y él se dirigió a la dama y entonces se detuvo y se puso la máscara antes de responderle. Intenta mantenerse apartado de la gente por todos los medios, pensó Kivrin. Entró en la casa, y Eliwys se dirigió al pozo.

Kivrin ató la tela a un lado de la ventana y buscó algo para agitar el aire. Se bajó del alféizar, cogió uno de los trapos que había traído de la cocina y se subió de nuevo.

Eliwys estaba todavía junto al pozo, llenando el cubo. Se detuvo, agarrada a la cuerda, y se volvió a mirar hacia el portón. Gawyn estaba entrando, llevaba a su caballo de la brida.

Se detuvo al verla; Gringolet chocó con él y sacudió la cabeza, molesto. La expresión de Gawyn era la misma de siempre, llena de esperanza y anhelo, y Kivrin sintió un arrebato de furia porque no había cambiado, ni siquiera ahora. No lo sabe, pensó. Acaba de regresar de Courcy. Sintió piedad por él, de que tuviera que enterarse, de que Eliwys debiera decírselo.

Eliwys subió el cubo hasta el borde del pozo y Gawyn dio un paso más hacia ella, sujetando la brida de Gringolet, y entonces se detuvo.

Lo sabe, pensó Kivrin. Sí que lo sabe. El enviado del obispo ha caído, y él ha vuelto a casa para advertirlas. De pronto se dio cuenta de que no había traído los caballos consigo. El fraile tiene la peste, y los demás han huido.

Vio cómo Eliwys colocaba el pesado cubo en el borde de piedra del pozo, sin moverse. Gawyn haría cualquier cosa por ella, pensó Kivrin, cualquier cosa, la rescataría de un centenar de asesinos en el bosque, pero no puede salvarla de esto.

Gringolet, por llegar al establo, sacudió la cabeza. Gawyn le acarició el hocico para tranquilizarlo, pero era demasiado tarde. Eliwys ya lo había visto.

Soltó el cubo, que aterrizó con un golpe que incluso Kivrin oyó, y se arrojó en sus brazos. Kivrin se llevó la mano a la boca.

Llamaron a la puerta. Kivrin fue a abrirla. Era Agnes.

—¿No me contaréis una historia ahora? —dijo. Estaba muy desaliñada. Nadie la había peinado desde el día anterior. El cabello le asomaba por debajo de la gorrita de lino, y era evidente que había dormido junto al hogar. Llevaba una mancha de ceniza en una manga.

Kivrin resistió la urgencia de limpiarla.

—No puedes entrar —advirtió, manteniendo la puerta apenas entreabierta—. Te pondrías enferma.

—No hay nadie para jugar conmigo. Madre ha salido y Rosemund todavía duerme.

—Tu madre sólo ha ido a buscar agua. ¿Dónde está tu abuela?

—Rezando. —Extendió la mano hacia su falda, y Kivrin se apartó.

—No me toques —ordenó bruscamente.

Agnes hizo un puchero.

—¿Por qué estáis enfadada conmigo?

—No estoy enfadada contigo —dijo Kivrin, con más amabilidad—. Pero no puedes entrar. El clérigo está muy enfermo, y todos los que se acerquen a él pueden… —no había ninguna posibilidad de explicar el contagio a Agnespreguntó Agnes, intentando asomarse a la puerta.

—Creo que sí.

—¿Y vos?

—No —contestó, y advirtió que ya no estaba asustada—. Rosemund despertará pronto. Pídele a ella que te cuente una historia.

—¿Morirá el padre Roche?

—No. Ve y juega con tu carrito hasta que despierte Rosemund.

—¿Me contaréis una historia cuando se muera el clérigo?

—Sí. Vete abajo.

Agnes bajó tres escalones de mala gana, agarrándose a la pared.

—¿Moriremos todos? —preguntó.

—No —respondió Kivrin. No si puedo evitarlo. Cerró la puerta y se apoyó contra ella.

El clérigo continuaba inconsciente, todo su ser volcado hacia el interior en una batalla con un enemigo completamente desconocido para su sistema inmunológico, y contra el que no tenía defensas.

Volvieron a llamar a la puerta.

—Vete abajo, Agnes —dijo Kivrin, pero era Roche, con el cuenco de comida que había cogido en la cocina y un puñado de ascuas. Las echó al brasero y se arrodilló para soplarlas.

Le tendió el cuenco a Kivrin. Estaba tibio y olía fatal. Se preguntó qué le había puesto para bajar la fiebre.

Roche se levantó y cogió el cuenco, y trataron de darle de comer al clérigo, pero el guiso le resbalaba por la lengua hinchada y por las comisuras de la boca.

Alguien llamó a la puerta.

—Agnes, te he dicho que no puedes entrar aquí —espetó Kivrin impaciente, tratando de limpiar las mantas.

—Abuela me envía para deciros que vayáis.

—¿Está enferma lady Imeyne? —preguntó Roche. Se dirigió a la puerta.

—No. Es Rosemund.

El corazón de Kivrin empezó a latir desbocado.

Roche abrió la puerta, pero Agnes no entró. Se quedó en el rellano, mirándole la máscara.

—¿Está enferma Rosemund? —preguntó Roche con ansiedad.

—Se ha caído.

Kivrin bajó corriendo las escaleras.

Rosemund estaba sentada en uno de los bancos junto al hogar, y lady Imeyne le hacía compañía.

—¿Qué ha pasado? —demandó Kivrin.

—Me he caído —dijo Rosemund, atónita—. Me he hecho daño en el brazo. —Lo mostró. Tenía el codo extrañamente doblado.

Lady Imeyne murmuró algo.

—¿Qué? —dijo Kivrin, y advirtió que la anciana estaba rezando. Buscó a Eliwys. No estaba allí. Sólo Maisry se agazapaba aterrada junto a la mesa, y Kivrin pensó que a lo mejor Rosemund había tropezado con ella.

—¿Tropezaste con algo? —preguntó.

—No —contestó Rosemund, todavía aturdida—. Me duele la cabeza.

—¿Te diste un golpe?

—No. —Se subió la manga—. Me golpeé el codo con las piedras.

Kivrin le subió la manga hasta el codo. Tenía una magulladura, pero no había sangre. Se preguntó si se lo habría roto. Lo sujetaba en un ángulo extraño.

—¿Duele? —preguntó, moviéndolo con suavidad.

—No.

Dobló el brazo.

—¿Y esto?

—No.

—¿Puedes mover los dedos?

Rosemund los movió uno por uno, con el brazo todavía torcido. Kivrin frunció el ceño, asombrada. Podía ser una luxación, pero no creía que pudiera moverlo tan fácilmente.

—Lady Imeyne, ¿podéis llamar al padre Roche?

—No será de ninguna ayuda —despreció Imeyne, pero se encaminó hacia las escaleras.

—No creo que esté roto —le dijo Kivrin a Rosemund.

La niña bajó el brazo, jadeó, y volvió a subirlo. El color desapareció de su rostro y unas perlas de sudor aparecieron en el labio superior.

Tiene que estar roto, pensó Kivrin, e intentó cogerlo de nuevo. Rosemund lo retiró y, antes de que Kivrin se diera cuenta de lo que sucedía, se cayó al suelo.

Esta vez se dio en la cabeza. Kivrin la oyó golpear la piedra. Se arrodilló junto a ella.

—Rosemund, Rosemund. ¿Me oyes?

Ella no se movió. Había movido el brazo herido al caer, como para protegerse, y cuando Kivrin se lo tocó, la jovencita dio un respingo, pero no abrió los ojos. Kivrin buscó a Imeyne, pero la anciana no estaba en las escaleras.

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