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Authors: José Donoso

El lugar sin límites (11 page)

BOOK: El lugar sin límites
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…los puños que no tiene sólo le sirven para arrebujarse en la parcela desteñida de su vestido. Matar a Pancho con ese vestido. Ahorcarlo con él. La Lucy salió al patio como si hubiera estado esperando ese momento.

—Psssstttt.

Miró para todos lados.

—Lucy, aquí…

En el salón el disco se repite y se repite.

—¿Qué estái haciendo ahí como gallina clueca?

—Anda para el salón.

—Ya voy. ¿Hay gente?

—Pancho y Octavio.

La Japonesita y Pancho que cruzan bailando la puerta, despiertan el rostro de la Lucy.

—¿Está sola?

—Anda, te digo.

¿Qué derecho tiene la puta de mierda de la Lucy a censurarla a ella porque espera escondida en el gallinero? Mañana le cobrará la plata que le debe de un vestido, porque se estaba haciendo la lesa, claro, sabiendo lo que a ella le gustan los hombres, y cree que por eso la tienen que tolerar. Es una asilada como todas las otras. No tiene derecho. Y la Japonesita también… ¿Qué derecho? ¿Derecho a qué? Papá ¡Qué papá! No me hagas reírme, por favor, mira que tengo los labios partidos y me duelen cuando me río… papá. Déjame tranquila. Papá de nadie. La Manuela nomás, la que puede bailar hasta la madrugada y hacer reír a una pieza llena de borrachos y con la risa hacer que olviden a sus mujeres moquillentas mientras ella, una artista, recibe aplausos, y la luz estalla en un sinfín de estrellas. No tenía para qué pensar en el desprecio y en las risas que tan bien conoce porque son parte de la diversión de los hombres, a eso vienen, a despreciarla a una, pero en la pista, con una flor detrás de la oreja, vieja y patuleca como estaba, ella era más mujer que todas las Lucys y las Clotys y las Japonesitas de la tierra… curvando hacia atrás el dorso y frunciendo los labios y zapateando con más furia, reían más y la ola de la risa la llevaba hacia arriba, hacia las luces.

Que la Japonesita grite allá adentro. Que aprenda a ser mujer a la fuerza, como aprendió una. Está buena la fiesta. La Lucy baila con Octavio, pero ella es la única capaz de hacer que la fiesta se transforme en una remolienda de padre y señor mío, ella, porque es la Manuela. Aunque tiemble aquí en la oscuridad rodeada de guano de gallina tan viejo que ya ni siquiera olor le queda. Esas no son mujeres. Ella va a demostrarles quién es mujer y cómo se es mujer. Se quita la camisa y la dobla sobre el tramo de la escalera. Y los zapatos… sí, los pies desnudos como una verdadera gitana. También se quita los pantalones, y queda desnudo en el gallinero, con los brazos cruzados sobre el pecho y eso tan extraño colgándole. Se pone el vestido de española por encima de la cabeza y los faldones caen a su alrededor como un baño de tibieza porque nada puede abrigarla como estos metros y metros de fatigada percala colorada. Se entalla el vestido. Se arregla los pliegues alrededor del escote… un poco de relleno aquí donde no tengo nada. Claro, es que una es tan chiquilla, la gitanilla, un primor, apenas una niñita que va a bailar y por eso no tiene senos, así, casi como un muchachito, pero no ella, porque es tan femenina, el talle quebrado y todo… la Manuela sonríe en la oscuridad del gallinero mientras se pone detrás de la oreja la amapola de gasa que le prestó la Lucy. Haz lo que quieras con la Japonesita. Total, qué tiene que ver ella con el asunto. Ella no es más que la gran artista que ha venido a la casa de la Japonesa a hacer su número, loca, loca, quiere divertirse, siente las manos pesadas de Pancho pulsándola esa noche como quien no quiere la cosa cuando nadie lo está mirando, agarrones, sí señor, agarrones y de los buenos. Que hagan lo que quieran con ella, treinta hombres. Ojalá tuviera una otra edad para aguantar. Pero no. Duelen las encías. Y las coyunturas, ay, cómo duelen las coyunturas y los huesos y las rodillas en la mañana, qué ganas de quedarse en la cama para siempre, para siempre, y que me cuiden. Con tal que la Japonesita se decida esta noche. Que se la lleve Pancho. Que haga circular su sangre pálida por ese cuerpo de pollo desplumado, sin vello siquiera donde debía tenerlo porque ya es grande, pobre, no sabe lo que se pierde, las manos de Pancho que aprietan mi linda, no seas tonta, no pierdas la vida, y yo que soy tu amiga, yo, la Manuela, voy a ir a bailar para que todo sea alegre como debe ser y no triste como tú porque cuentas peso y peso y no gastas nada… y esa flor que tengo en el pelo. La Manuela avanza a través del patio entallándose el vestido. Tan flaca, por Dios, a nadie le voy a gustar, sobre todo porque tengo el vestido embarrado y las patas embarradas y se quita una hoja de parra que se le pegó en el barro del talón y avanza hasta la luz y antes de entrar escucha oculta detrás de la puerta, mientras se persigna como las grandes artistas antes de salir a la luz.

CAPÍTULO X

En el fundo El Olivo, a don Céspedes le daban todo el vino que quería, tome nomás don Céspedes que para eso está, le repetía el patrón, pero él era sobrio. A veces un vasito antes de echarse a dormir en la revoltura de sacos, entre los barriles de madera curada por cosechas y cosechas de vino. Era del mismo vino que el patrón le vendía a la Japonesita a precio de costo, por pura amistad y para que la pobre chiquilla hiciera un poco de ganancia, pero a nadie más, ni aunque le rogaran. A veces, muy tarde en la noche, cuando don Céspedes no lograba dormir por uno de los dolores que ya nunca abandonaban alguna región de su cuerpo, calzaba sus ojotas y echándose la manta sobre los hombros cruzaba la viña, pasaba el canal de los Palos por el tronco caído de un sauce, atravesaba el límite de zarzamora y alambrado por boquetes conocidos sólo por él, y llegaba a la casa de la Japonesita donde se instalaba silencioso en una de las mesas cerca de la pared, a tomarse una jarra de vino tinto, del mismo que tenía al alcance de su mano en la llavería.

Octavio lo vio entrar. La Japonesita no quería bailar con él, de modo que mientras esperaba que la Lucy y Pancho terminaran su baile llamó a don Céspedes, que se trasladó a su mesa. Octavio iba a preguntarle algo al viejo, pero no lo hizo porque lo vio quedarse tieso en su silla, mirando fijo a un punto preciso de la oscuridad, como si ese punto contuviera el plano detallado de toda la noche.

—Los perros…

—¿Qué dice, don Céspedes?

—Que soltaron los perros en la viña.

Se quedaron escuchando.

—No oigo nada.

—Ni yo tampoco.

—Pero andan. Yo los siento. Ahora van correteando hacia el norte, para el potrero de los Largos, donde están las vacas… y ahora…

Una bandada de queltegües cruzó por encima del pueblo.

—…y ahora vienen corriendo para acá, para la Estación.

La Japonesita y Octavio trataron de penetrar la noche con su atención, pero no pudieron traspasar la canción estridente para lanzarse al campo y recoger de allí la minucia de los ruidos y el soplo de las distancias. Octavio se sirvió un vaso de vino.

—¿Y quién soltó los perros?

—Don Alejandro. Es el único que los suelta.

—¿Y por qué?

—Cuando anda raro… y esta noche andaba raro. Me dijo que se iba a morir, cuando estuvo a conversar conmigo en la llavería esta noche, que un médico le dijo. Cosas raras dijo… que no quedará nada después de él porque todos sus proyectos le fracasaron.

—Futre goloso… ¿Si él, que es millonario, es un fracasado, qué nos deja a nosotros los pobres?

—Apuesto que anda en la viña con ellos.

—¿Y para qué los suelta si no quedó ni un racimo después de la vendimia y nadie va a estar entrándose?

—Quién sabe. A veces entran a otras cosas.

—¿A qué?

—Hay que andar con mucho cuidado con los perros. Son mañosos. Pero a mí no me muerden… Qué me van a estar mordiendo a mí cuando ni carne me queda.

Gris al otro lado de la llama de carburo, cerrado como alguien al que ya nada puede sucederle, la Japonesita lo vio envidiable en su inmunidad. Ni los perros lo mordían. Seguro que ni las pulgas de su jergón lo picaban. Alguien dijo una vez que don Céspedes ni comía ya, que las sirvientas de la casa de don Alejo a veces se acordaban de su existencia y lo buscaban por todas partes, por las bodegas y los galpones, y le llevaban un pan o queso o un plato de comida caliente que él aceptaba. Pero después volvían a olvidarse y ya quién sabe con qué se alimentaba el pobre viejo, durmiendo en sus sacos en cualquier parte dentro de las bodegas, perdido entre los arados y las maquinarias y los fardos de paja y trébol, encima de un montón de papas.

Pancho y la Lucy se sentaron a la mesa.

—Esto parece velorio…

Nadie contestó.

—Anímese pues, compadre, que si no me llevo a la Lucy…

Y miró a la Japonesita para ver cómo reaccionaba: estaba mirando el mismo punto de la oscuridad que don Céspedes. Le tocó un pecho, demasiado pequeño, como una pera pasmada, de esas que se encuentran sin perfume, incomibles, caídas bajo los árboles. Pero los ojos. Retiró la mano y se quedó mirando. Dos redomas iluminadas por dentro. Cada ojo brillaba entero tragado por el iris traslúcido y Pancho sintió que si se inclinaba sobre ellos podría ver, como en un acuario, los jardines submarinos del interior de la Japonesita. No era agradable. Era raro. Si fuera por él la dejaría allí mismo. ¿Pero por qué la iba a dejar? ¿Porque el viejo lo mandó, porque don Alejo le advirtió que no se acercara a ella? Pero si no somos bandidos, don Alejo, somos igual a usted, así es que no nos mire tan en menos, no vaya a creer…

—¿Vamos a bailar, mijita?

La Lucy cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero al abrirlos de nuevo no supo cuánto tiempo había transcurrido desde que los cerró ni a qué trozo del tiempo inmenso, estirado, se asomaba ahora. Pasó una bandada de queltegües. ¿Otra vez? ¿O era otra parte de la misma vez que creyó oír hacía rato? Los ladridos de los perros, cercanos algunos, lejanísimos otros, dibujaban las distancias del campo en la noche. Un jinete galopó por un camino, y de pronto la Lucy, que trataba de oír sólo el bolero de la victrola, se enredó en la angustia de no saber quién era ese jinete ni de dónde venía ni para dónde iba y cuánto rato duraría ese galope tenue ahora, muy tenue, pero galopando siempre hacia el interior de sus oídos, hasta quedar clavado allí. Le sonrió a Octavio Porque vio que estaba molesto.

—Puchas que está aburrido…

Don Céspedes bostezó y luego se quedó escuchando.

—Ese es el Sultán…

—¿Y cómo conoce a cada uno de los perros?

—Yo se los crío a don Alejo y los conozco desde chicos. Desde que nacen. De veras. Cuando don Alejo ve que alguno de sus perros negros anda mal, que se pone flojo o muy manso o se manca de una mano, nos encerramos, don Alejo y yo, con el perro, y lo mata de un pistoletazo… yo lo sostengo para que le pegue bien el balazo y después lo entierro. Y cuando la perra que guardamos encerrada en el fondo de la huerta está en celo, les damos yohimbina a los perros, y nos encerramos de nuevo, don Alejo y yo, con ellos en el galpón, y los brutos se pelean por la perra, se vuelven locos, quedan heridos a veces, hasta que se la montan y ya está. De los cachorros se deja los mejores, y si ha matado a uno de los grandes se queda con uno nada más, y a los otros los voy a echar yo al canal de los Palos en un saco. Cuatro, le gusta tener siempre cuatro. La señora Blanca se enoja porque hacemos esto, dice que no es natural, pero el caballero se ríe y le dice que no se meta en cosas de hombres. Y los perros, aunque sean otros, se llaman siempre igual. Negus, Sultán, Moro, Otelo, siempre igual desde que don Alejo era chiquillito así de alto nomás, los mismos nombres como si los perros que él matara siguieran viviendo, siempre perfectos los cuatro perros de don Alejandro, feroces le gusta que sean, si no, los mata. Y ahora los soltó en la viña. Claro, el caballero andaba triste…

Mientras don Céspedes hablaba, Pancho y la Japonesita se sentaron y se quedaron oyéndolo.

—¿Qué tiene que ver que esté triste?

—Es que se va a morir…

—¡Hasta cuándo con don Alejo…!

Hasta cuándo. Hasta cuándo. Que se muriera. A él qué le importaba, que se fueran a la mierda él y su digna esposa. ¿Él y su compadre no podían divertirse un rato, entonces, sin oír el nombre de don Alejo, don Alejo? Que doña Blanca se fuera a la mierda, doña Blanca que le había enseñado a leer y que a veces le daba alfeñiques que guardaba en un tarro de té Mazawatte en la despensa. Esa despensa. Hilera tras hilera de frascos de mermeladas con etiquetas blancas escritas con su aguda letra de las monjas que él, Pancho Vega, escribía hasta el día de hoy — Ciruela — Durazno — Damasco — Frambuesa — Guinda — y los frascos llenos de peras en conservas y las cerezas en aguardiente y los damascos flotando en el almíbar amarillo. Y más allá las hileras de moldes de loza blanca en forma de castillo: de manzana o de membrillo, y a la Moniquita siempre le daban la torre del castillo donde el dulce era liso y brillante. Que se fueran a la mierda. La mano de Pancho subía por la pierna de la Japonesita y nadie decía ni una palabra mientras los oídos de la Lucy registraban la noche para descubrir otro jinete que reviviera su miedo. Él había pagado toda la deuda y el camión era suyo. Su camión colorado. Acariciar a su camión colorado y no a la Japonesita con su olor a ropa, y esa bocina ronca el papú habla igual que el papá decía la Normita. Suyo. Más suyo que su mujer. Que su hija. Si quería, podía correrlo por el camino longitudinal que era recto como un cuchillo, esta noche por ejemplo, podía correrlo como un salvaje, tocando la bocina a todo lo que daba, apretando lentamente el acelerador para penetrar hasta el fondo de la noche y de pronto, porque sí, porque don Alejo ya no podía controlarlo, yo daría vuelta al volante un poquito más, doblar apenas las muñecas, pero lo suficiente para que el camión salga del camino, salte y me vuelque y quede como un borrón de fierros humeantes y silenciosos al borde del camino. Si quiero. Si se me antoja, y a nadie tengo que explicarle nada. La pierna de la Japonesita comenzó a entibiarse bajo su mano.

La Japonesita se estaba tomando un vaso de vino. Esperó que la Lucy saliera a bailar con Octavio para empinárselo entero, como a escondidas. Vino. Todos los hombres que venían a su casa tenían olor a vino y todas las cosas sabor a vino. Y durante la vendimia el olor a vino invadía al pueblo entero y después, el resto del año, quedaban los montones de orujo pudriéndose en las puertas de las bodegas. Asco. Ella tiene ese mismo olor a vino, como los hombres, como las putas, como el pueblo. Había tan poco más que hacer que tomar vino. Como la Cloty, que cuando no tenía clientes le decía oye Japonesita apúntame otra botella de tinto del más baratito y se metía en la cama y tomaba y tomaba hasta que al día siguiente amanecía hecha una calamidad, trabajando como mula desde temprano, la nariz colorada y el estómago descompuesto. Pero a mi madre jamás le sentí olor a vino. Y la Japonesa Grande era buena para el frasco, eso lo sabían hasta las piedras. Olía a jabón Flores de Pravia aunque en el salón hubiera bebido litros de vino, y entonces mi mamá se prendía como una antorcha y no había quién la hiciera dejar de hablar y de reírse y de bailar. ¿Cómo lo haría? Su calor llenaba la cama cuando caía a la cama y ella la tenía que desvestir, ella o la Manuela. Hasta la tumba en que la acostaron en el cementerio de San Alfonso debía estar caliente y ella ya no volvería a sentir nunca más ese calor. Sólo la mano de Pancho abandonada sobre su muslo porque se estaba quedando dormido mientras miraba a la Lucy bailando pegada a Octavio. Pero Pancho estaba borracho. Como todos los hombres que nació viendo en esta casa. Y jugó entre pantalones debajo de las mesas mientras ellos bebían, oyendo improperios y oliendo sus vómitos en el patio, jugando entre las sábanas sucias apiladas junto a la artesa, esas sábanas en que esos hombres habían dormido con esas mujeres. Pero si la mano de Pancho lograba encenderla como a su madre, entonces podría descansar de todo, su padre se lo dijo. ¿Quién era esa sombra que contaba los pesos para nada? La mano que avanzaba por su muslo se lo iba diciendo porque ahora no le tenía miedo y la Manuela se lo había dicho, le había preguntado quién eres, y la mano que remontaba su muslo mientras el hombre a quien pertenecía bostezaba podía darle la respuesta, esa mano que era la repetición de la mano de los hombres que siempre habían venido a esta casa, quería encenderla, ese pulgar romo de uña comida, sí, lo vi, esos dedos cubiertos de vello y la uña cuadrada avanzando y ella no quería pero ahora sí, sí, para saber quién eres Japonesita, ahora lo sabrás y esa mano y ese calor de su cuerpo pesado y entonces, aunque él se vaya, quedará algo siquiera de esta noche…

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