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Authors: José Donoso

El lugar sin límites

BOOK: El lugar sin límites
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La máscara, el maquillaje que reformula las identidades: José Donoso ha buscado siempre en sus relatos, obsesivamente, ese otro rostro posible de los seres y las cosas.

El lugar sin límites
, novela que llevó al cine el mexicano Arturo Ripstein, juega eficazmente con el engañoso espejo de los sexos —la Manuela— en un prostíbulo de pueblo, especie de infierno anodino donde confluyen no sólo las pasiones eróticas sino además los sórdidos juegos de poder y dominación que suelen marcar los territorios degradados.

Metáfora de la postergación y el encierro, esta novela muestra una marginalidad contra la cual el doble filo de las apariencias parece la única estrategia posible, aunque signifique tentar a la muerte.

José Donoso

El lugar sin límites

ePUB v1.1

Ninguno
20.06.12

Título original:
El lugar sin límites

José Donoso, 1967.

Editor original: Ninguno (v1.0)

ePub base v2.0

Para Rita y Carlos Fuentes

Fausto
: Primero te interrogaré acerca del infierno. Dime, ¿dónde queda el lugar que los hombres llaman infierno?

Mefistófeles
: Debajo del cielo.

Fausto
: Si, pero ¿en qué lugar?

Mefistófeles
: En las entrañas de estos elementos. Donde somos torturados y permaneceremos siempre.

El infierno no tiene límites, ni queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno es aquí donde estamos y aquí donde es el infierno tenemos que permanecer…

M
ARLOWE
,
Doctor Fausto

CAPÍTULO PRIMERO

La Manuela despegó con dificultad sus ojos lagañosos, se estiró apenas y volcándose hacia el lado opuesto de donde dormía la Japonesita, alargó la mano para tomar el reloj. Cinco para las diez. Misa de once. Las lagañas latigudas volvieron a sellar sus párpados en cuanto puso el reloj sobre el cajón junto a la cama. Por lo menos media hora antes que su hija le pidiera el desayuno. Frotó la lengua contra su encía despoblada: como aserrín caliente y la respiración de huevo podrido. Por tomar tanto chacolí para apurar a los hombres y cerrar temprano. Dio un respingo, —¡claro!— abrió los ojos y se sentó en la cama: Pancho Vega andaba en el pueblo. Se cubrió los hombros con el chal rosado revuelto a los pies del lado donde dormía su hija. Sí. Anoche le vinieron con ese cuento. Que tuviera cuidado porque su camión andaba por ahí, su camión ñato, colorado, con doble llanta en las ruedas traseras. Al principio la Manuela no creyó nada porque sabía que gracias a Dios Pancho Vega tenía otra querencia ahora, por el rumbo de Pelarco, donde estaba haciendo unos fletes de orujo muy buenos. Pero al poco rato, cuando había casi olvidado lo que le dijeron del camión, oyó la bocina en la otra calle frente al correo. Casi cinco minutos seguidos. estaría tocando, ronca e insistente, como para volver loca a cualquiera. Así le daba por tocar cuando estaba borracho. El idiota creía que era chistoso. Entonces la Manuela le fue a decir a su hija que mejor cerraran temprano, para qué exponerse, tenía miedo que pasara lo de la otra vez. La Japonesita advirtió a las chiquillas que se arreglaran pronto con los clientes o que los despacharan: que se acordaran del año pasado, cuando Pancho Vega anduvo en el pueblo para la vendimia y se presentó en su casa con una pandilla de amigotes prepotentes y llenos de vino —capaz que hasta hubiera corrido sangre si en eso no llega don Alejandro Cruz que los obligó a portarse en forma comedida y como se aburrieron, se fueron. Pero decían que después Pancho Vega andaba furioso por ahí jurando:

—A las dos me las voy a montar bien montadas, a la Japonesita y al maricón del papá…

La Manuela se levantó de la cama y comenzó a ponerse los pantalones. Pancho podía estar en el pueblo todavía… Sus manos duras, pesadas, como de piedra, como de fierro, sí, las recordaba. El año pasado al muy animal se le puso entre ceja y ceja que bailara español. Que había oído decir que cuando la fiesta se animaba con el chacolí de la temporada, y cuando los parroquianos eran gente de confianza, la Manuela se ponía un vestido colorado con lunares blancos, muy bonito, y bailaba español. ¡Cómo no! ¡Macho bruto! ¡A él van a estar bailándole, mírenlo nomás! Eso lo hago yo para los caballeros, para los amigos, no para los rotos hediondos a patas como ustedes ni para peones alzados que se creen una gran cosa porque andan con la paga de la semana en el bolsillo… y sus pobres mujeres deslomándose con el lavado en el rancho para que los chiquillos no se mueran de hambre mientras los lindos piden vino y ponche y hasta fuerte… no. Y como había tomado de más, les dijo eso, exactamente. Entonces Pancho y sus amigos se enojaron. Empezaron por trancar el negocio y romper una cantidad de botellas y platos y desparramar los panes y los fiambres y el vino por el suelo. Después, mientras uno le retorcía el brazo, los otros le sacaron la ropa y poniéndole su famoso vestido de española a la fuerza se lo rajaron entero. Habían comenzado a molestar a la Japonesita cuando llegó don Alejo, como por milagro, como si lo hubieran invocado. Tan bueno él. Si hasta cara de Tatita Dios tenía, con sus ojos como de loza azulina y sus bigotes y cejas de nieve.

Se arrodilló para sacar sus zapatos de debajo del catre y se sentó en la orilla para ponérselos. Había dormido mal. No sólo el chacolí, que hinchaba tanto. Es que quién sabe por qué los perros de don Alejo se pasaron la noche aullando en la viña… Iba a pasarse el día bostezando y sin fuerza para nada, con dolores en las piernas y en la espalda. Se amarró los cordones lentamente, con rosas dobles… al arrodillarse, allá en el fondo, debajo del catre, estaba su maleta. De cartón, con la pintura pelada y blanquizca en los bordes, amarrada con un cordel: contenía todas sus cosas. Y su vestido. Es decir, lo que esos brutos dejaron de su vestido tan lindo. Hoy, junto con despegar los ojos, no, mentira, anoche, quién sabe por qué y en cuanto le dijeron que Pancho Vega andaba en el pueblo, le entró la tentación de sacar su vestido otra vez. Hacía un año que no lo tocaba. ¡Qué insomnio, ni chacolí agriado, ni perros, ni dolor en las costillas! Sin hacer ruido para que su hija no se enojara, se inclinó de nuevo, sacó la maleta y la abrió. Un estropajo. Mejor ni tocarlo. Pero lo tocó. Alzó el corpiño… no, parece que no está tan estropeado, el escote, el sobaco… componerlo. Pasar la tarde de hoy domingo cosiendo al lado de la cocina para no entumirme. Jugar con los faldones y la cola, probármelo para que las chiquillas me digan de dónde tengo que entrarlo porque el año pasado enflaquecí tres kilos. Pero no tengo hilo. Arrancando un jironcito del extremo de la cola se lo metió en el bolsillo. En cuanto le sirviera el desayuno a su hija iba a alcanzar donde la Ludovinia para ver si entre sus cachivaches encontraba un poco de hilo colorado, del mismo tono. O parecido. En un pueblo como la Estación El Olivo no se podía ser exigente. Volvió a guardar la maleta debajo del catre. Sí, donde la Ludo, pero antes de salir debía cerciorarse de que Pancho se había ido, si es que era verdad que anoche estuvo. Porque bien podía ser que hubiera oído esos bocinazos en sueños como a veces durante el año le sucedía oír su vozarrón o sentir sus manos abusadoras, o que sólo hubiera imaginado los bocinazos de anoche recordando los del año pasado. Quién sabe. Tiritando se puso la camisa. Se arrebozó en el chal rosado, se acomodó sus dientes postizos y salió al patio con el vestido colgado al brazo. Alzando su pequeña cara arrugada como una pasa, sus fosas nasales negras y pelosas de yegua vieja se dilataron al sentir en el aire de la mañana nublada el aroma que deja la vendimia recién concluida.

Semidesnuda, llevando una hoja de periódico en la mano, la Lucy salió como una sonámbula de su pieza.

—¡Lucy!

Va apurada: tan traicioneros los vinos nuevos. Se encerró en el retrete que cabalga a la acequia del fondo del patio, junto al gallinero. Pero no, no voy a mandar a la Lucy. A la Clotilde si.

—¡Oye, Cloty!

…con su cara de imbécil y sus brazos flacuchentos hundidos en el jaboncillo de la artesa entre el reflejo de las hojas del parrón.

—Mira, Cloty…

—Buenos días.

—¿Dónde anda la Nelly?

—En la calle, jugando con los chiquillos de aquí del lado. Tan buena con ella que es la señora, sabiendo lo que una es y todo…

Puta triste, puta de mal agüero. Se lo dijo a la Japonesita cuando asiló a la Clotilde hacía poco más de un mes. Y tan vieja. Quién iba a querer pasar para adentro con ella. Aunque en la noche, embrutecidos por el vino y con la piel hambrienta de otra piel, de cualquier piel con tal que fuera caliente y que se pudiera morder y apretar y lamer, los hombres no se daban cuenta ni con qué se acostaban, perro, vieja, cualquier cosa. La Clotilde trabajaba como una mula, sin protestar ni siquiera cuando la mandaban a arrastrar las javas de Cocacola de un lado para otro. Anoche le fue mal. Tenía entusiasmo el huaso gordo, pero cuando la Japonesita anunció que iba a cerrar, en vez de irse a la pieza con la Cloty dijo que iba a salir a la calle a vomitar y no volvió. Por suerte que ya había pagado el consumo.

—Quiero mandarla. ¿No ves que si Pancho anda por ahí no voy a poder ir a misa? Dile a la Nelly que se asome en toditas las calles y que me venga a avisar si ve el camión. Ella sabe, ese colorado. ¿Cómo me voy a quedar sin misa?

La Clotilde se secó las manos en su delantal.

—Ya voy.

—¿Hiciste fuego en la cocina?

—Todavía no.

—Entonces convídame unas brasitas para hacerle el desayuno a la niña.

Al agacharse sobre el brasero de la Clotilde para tomar carbones con una lata de conservas achatada, a la Manuela le crujió el espinazo. Va a llover. Ya no estoy para estas cosas. Hasta miedo al aire de la mañana le tenía ahora, miedo a la mañana sobre todo cuando le tenía miedo a tanta cosas y tosía, al agor en la boca del estómago y a los calambres en las encías, en la mañana temprano cuando todo es tan distinto a la noche abrigada por el fulgor del carburo y del vino y de los ojos despiertos, y las conversaciones de amigos y desconocidos en las mesas, y la plata que va cayendo peso a peso, en el bolsillo de su hija, que ya debía estar bien lleno. Abrió la puerta del salón, puso los carbones sobre las cenizas del brasero y encima colocó la tetera. Cortó un pan por la mitad, lo enmantequilló y mientras preparaba el platillo, la cuchara y la taza, canturreó muy despacito:

…tú la dejaste ir

vereda tropical…

Hazla voooolver

Aaaaaaaaaaaaaaa mí…

Vieja estaría pero se iba a morir cantando y con las plumas puestas. En su maleta, debajo del catre, además de su vestido de española tenía unas plumas lloronas bastante apolilladas. La Ludo se las regaló hacía años para consolarla porque un hombre no le hizo caso… cuál hombre sería, ya no me acuerdo (uno de los tantos que cuando joven me hicieron sufrir). Si la fiesta se componía, y la rogaban un poquito, no le costaba nada ponerse las plumas aunque pareciera un espantapájaros y nada tuvieron que ver con su número de baile español. Para que la gente se riera, nada más, y la risa me envuelve y me acaricia y los aplausos y las felicitaciones y las luces, venga a tomar con nosotros mijita, lo que quiera, lo que quiera para que nos baile otra vez. ¡Qué tanto miedo al tal Pancho Vega! Estos hombrones de cejas gruesas y voces ásperas eran todos iguales: apenas oscurece comienzan a manosear. Y dejan todo impregnado con olor de aceite de maquinarias y a galpón y a cigarrillos baratos y a sudor… y los conchos de vino avinagrándose en el fondo de los vasos en las siete mesas sucias en la madrugada, mesas rengas, rayadas, todo claro, todo nítido ahora en la mañana y todas las mañanas. Y al lado de la silla donde estuvo sentado el gordo de la Clotilde, quedó un barrial porque el muy bruto no dejó de escupir en toda la noche —muela picada, dijo.

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