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Authors: José Donoso

El lugar sin límites (5 page)

BOOK: El lugar sin límites
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—Apuesto que no viene nadie esta noche.

La Manuela se paró. Sostuvo su vestido pegado al cuerpo, el escote con el mentón, la cintura con las manos.

—¿Cómo me queda?

—Bien.

La lluvia cesó. En el gallinero oyeron hincharse el pavo de la Lucy: el pago de un enamorado que no tuvo otra cosa con qué pagarle. El vestido quedó perfecto.

—Apuesto que no viene nadie esta noche.

Esta vez lo dijo la Manuela. La Japonesita levantó la cabeza como si le hubieran tocado un resorte.

—Usted sabe que va a venir Pancho Vega.

La Manuela se picó un dedo con la aguja y se lo chupó.

—¿Yo? ¿Que va a venir Pancho Vega?

—Claro. ¿Para qué está arreglando su vestido, entonces?

—Pero si no está en el pueblo.

—Usted me dijo que anoche oyó la bocina…

—Sí, pero yo no…

—Usted sabe que va a venir.

Inútil negarlo. Su hija tiene razón. Pancho va a venir esta noche aunque llueva o truene. Tomó su vestido, la percala viejísima entibiada por el fuego. Todo el santo día dele que te dele a la aguja, preparándolo, preparándose. Vamos a ver si es tan macho como dice. Me las va a pagar. Si pasa algo esta noche no va a quedar nadie en todo el pueblo que no lo sepa, nadie, a ver si le gusta decir las cosas que dice de las pobres locas, hasta las piedras lo van a saber. La Manuela dejó su vestido, puso la vela encima de la mesa del lavatorio, debajo del pedazo de espejo. Comenzó a peinarse. Tan poco pelo. Apenas cuatro mechas que me rayan el casco. No puedo hacerme ningún peinado. Ya pasaron esos días.

—Oye…

La Japonesita levantó la cabeza.

—¿Qué?

—Ven para acá.

Se cambió a una silla de totora frente al espejo. La Manuela tomó sus cabellos lacios, frunció los ojos para mirarla, tienes que tratar de ser bonita, y comenzó a escarmenárselos —qué sacas con ser mujer si no eres coqueta, a los hombres les gusta, tonta, a eso vienen, a olvidarse de los espantapájaros con que están casados, y con el pelo así, ves, así es como se usa, así queda bien, con un poco caído sobre la frente y lo demás alto como una colmena se llama, y la Manuela se lo escarmena y se ponen una cinta aquí, no tienes una cinta bonita, yo creo que tengo una guardada en la maleta, si quieres te la presto, te la voy a poner aquí. A una de las nietas de don Alejo la vi así en el verano, ves que te queda bien esta línea, no seas tonta, aprovecha… ves, así…

La Japonesita cedió tranquilamente. Sí. Seguro que venía. Ella lo sabe tan claramente como lo sabe la Manuela. El año pasado, cuando trató de abusar con ella, sintió su aliento avinagrado en su mejilla, en su nariz. Bajo las manos de su padre que le rozaban la cara de vez en cuando, el recuerdo agarrotó a la Japonesita. La había agarrado con sus manos ásperas como un ladrillo, el pulgar cuadrado, de uña roída, tiznado de aceite, ancho, chato, hundido en su brazo, haciéndola doler, un moretón que le duró más de un mes…

—Papá…

La Manuela no contestó.

—¿Qué vamos a hacer si viene?

La Manuela dejó la peineta. Frente al espejo el pelo de la Japonesita quedó escarmenado como el de un bosquimano.

—Usted me tiene que defender si viene Pancho.

La Manuela tiró las horquillas al suelo. Ya estaba bueno. ¿Para qué seguía haciéndose tonta? ¿Quería que ella, la Manuela, se enfrentara con un machote como Pancho Vega? Que se diera cuenta de una vez por todas y que no siguiera contándose el cuento… sabes muy bien que soy loca perdida, nunca nadie trató de ocultártelo. Y tú pidiéndome que te proteja: si voy a salir corriendo a esconderme como una gallina en cuanto llegue Pancho. Culpa suya no es por ser su papá. Él no hizo la famosa apuesta y no había querido tener nada que ver con el asunto. Qué se le iba a hacer. Después de la muerte de la Japonesa Grande te he pedido tantas veces que me des mi parte para irme, qué sé yo dónde, siempre habrá alguna casa de putas donde trabajar por ahí… pero nunca has querido. Y yo tampoco. Fue todo culpa de la Japonesa Grande, que lo convenció —que se iban a hacer ricos con la casa, que qué importaba la chiquilla, y cuando la Japonesa Grande estaba viva era verdad que no importaba porque a la Manuela le gustaba estar con ella… pero hacía cuatro años que la enterraron en el cementerio de San Alfonso porque este pueblo de porquería ni cementerio propio tiene y a mí también me van a enterrar ahí, y mientras tanto, aquí se queda la Manuela. Ni suelo en la cocina: barro. ¿Así es que para qué la molestaba la Japonesita? Si quería que la defendieran, que se casara, o que tuviera un hombre. Él… bueno, ya ni para bailar servía. El año pasado, después de lo de Pancho, su hija le gritó que le daba vergüenza ser hija de un maricón como él. Que claro que le gustaría irse a vivir a otra parte y poner otro negocio. Pero que no se iba porque la Estación El Olivo era tan chica y todos los conocían y a nadie le llamaba la atención, tan acostumbrados estaban. Ni los niños preguntaban porque nacían sabiendo. No hay necesidad de explicar eso, dijo la Japonesita, y el pueblo se va a acabar uno de estos días y yo y usted con este pueblo de mierda que no pregunta ni se extraña de nada. Una tienda en Talca. No. Ni restaurante ni cigarrería ni lavandería, ni depósito de géneros, nada. Aquí en El Olivo, escondiéndonos… bueno, bueno, chiquilla de mierda, entonces no me digas papá. Porque cuando la Japonesita le decía papá, su vestido de española tendido encima del lavatorio se ponía más viejo, la percala gastada, el rojo desteñido, los zurcidos a la vista, horrible, ineficaz, y la noche oscura y fría y larga extendiéndose por las viñas, apretando y venciendo esta chispita que había sido posible fabricar en el despoblado, no me digái papá, chiquilla huevona. Dime Manuela, como todos. ¡Que te defienda! Lo único que faltaba. ¿Y a una, quién la defiende? No, uno de estos días tomo mis cachivaches y me largo a un pueblo grande como Talca. Seguro que la Pecho de Palo me da trabajo. Pero eso lo había dicho demasiadas veces y tenía sesenta años. Siguió escarmenando el pelo de su hija. —¿Para qué te voy a defender? Acuéstate con él, no seas tonta. Es regio. El hombre más macho de por aquí y tiene camión y todo y nos podía llevar a pasear. Y como puta vas a tener que ser algún día, así que…

…que la forzara. Esta noche por fin, aunque tuviera que correr sangre. Pancho Vega o cualquier otro, eso ella lo sabía. Pero hoy Pancho. Un año llevaba soñando con él. Soñando que la hacía sufrir, que le pegaba, que la violentaba, pero en esa violencia, debajo de ella o adentro de ella, encontraba algo con qué vencer el frío del invierno. Este invierno, porque Pancho era cruel y un bruto y le torció el brazo, fue el invierno menos frío desde que la Japonesa Grande murió. Y los dedos de la Manuela tocándole la cabeza, palpándole la mejilla junto a la oreja para falsificar la coquetería de rizo, tampoco eran tan fríos… era un niño, la Manuela. Podía odiarlo, como hace un rato. Y no odiarlo. Un niño, un pájaro. Cualquier cosa menos un hombre. El mismo decía que era muy mujer. Pero tampoco era verdad. En fin, tiene razón. Si voy a ser puta mejor comenzar con Pancho.

La Manuela terminó de arreglar el pelo de la Japonesita en la forma de una colmena. Mujer. Era mujer. Ella se iba a quedar con Pancho. Él era hombre. Y viejo. Un maricón pobre y viejo. Una loca aficionada a las fiestas y al vino y a los trapos y a los hombres. Era fácil olvidarlo aquí, protegido en el pueblo —sí, tiene razón, mejor quedarnos. Pero de pronto la Japonesita le decía esa palabra y su propia imagen se borroneaba como si le hubiera caído encima una gota de agua y él entonces se perdía de vista a sí misma, mismo, yo misma no sé, él no sabe ni ve a la Manuela y no quedaba nada, esta pena, esta incapacidad, nada más, este gran borrón de agua en que naufraga.

Al dar los últimos toques al peinado la Manuela sintió a través del pelo que su hija se iba entibiando. Como si de veras le hubiera entregado la cabeza para que se la embelleciera. Esa ayuda ella podía y quería dársela. La Japonesita estaba sonriendo.

—Prenda otra vela para verme mejor…

La prendió y la puso al otro lado del espejo. La Japonesita, con sus dedos, tocó apenas su propia imagen en el jirón de vidrio. Se dio vuelta:

—¿Me veo bien?

Sí, si Pancho Vega no fuera tan bruto entonces ella se enamoraría de él y sería su amante un tiempo hasta que la dejara para irse con otra, porque así son de brutos los hombres, y después yo sería distinta. Y tal vez no tan avara, pasó la Manuela, tan amarrada con mi plata, que al fin y al cabo harto trabajo me cuesta ganármela. Y yo tal vez no sentiré tanto frío. Un poco de dolor o amargura cuando el bruto de Pancho se fuera, pero qué importaba, nada, si ella, y ella también, quedaba más clara.

Era una de esas noches en que la Manuela hubiera preferido irse a acostar, doblar el vestido, tomar una cápsula, y después, ya, otro día. No ver a nadie hoy porque todo su calor parecía haberse trasvasijado a la Japonesita dejándola a ella, a la Manuela, sin nada. Afuera, las nubes se perseguían por el cielo inmenso que comenzaba a despejarse, y en el patio, la artesa, el gallinero, el retrete, todos los objetos hasta el más insignificante, adquirieron volúmenes, lanzando sombras precisas sobre el agua que ya se consumía bajo el cielo overo. Tal vez, después de todo, no vendría Pancho… tal vez todo no fuera más que una broma de don Alejo, que era tan aficionado a las bromas. Tal vez por último ni siquiera vendría don Alejo con este frío —él mismo dijo que estaba enfermo y que los médicos lo molestaban con exámenes y dietas y regímenes. Tocó su vestido desmayado sobre la suciedad de las papas, y en el silencio oyó el ronquido de la Lucy al otro lado del patio. Vio su propia cara en el espejo, sobre la cara de su hija, que se miraba extática —las velas, a cada lado, eran como las de un velorio. Su propio velorio tendría así de luz en el mismo salón donde, cuando el calor de la fiesta fundía las durezas de las cosas, ella bailaba. Se iba a quedar eternamente en la Estación El Olivo. Morir aquí, mucho, mucho antes de que muriera esa hija suya que no sabía bailar pero que era joven y era mujer y cuya esperanza al mirarse en el espejo quebrado no era una mentira grotesca.

—¿De veras me veo bien?

—Para lo fea que eres… más o menos…

CAPÍTULO V

Le pusieron una jarra de vino, del mejor, al frente, pero no lo probó. Mientras hablaba, la Japonesita se sacó una de las horquillas que sostenían su peinado y con ella se rascó la cabeza. Los perros se quedaron echados en el barro de la acera, gruñendo de vez en cuando junto a la puerta o dándole un rasguñón que casi la derribaba.

—Negus, tranquilo… Moro…

La Manuela también se sentó a la mesa. Se sirvió un vaso de vino tinto, de éste que su hija reservaba para las grandes ocasiones y que nunca le convidaba. La Cloty, la Lucy, la Elvira y otra puta más tomaban mate en un rincón, donde no las pescara el viento que entraba por las rendijas de las puertas y del techo. Cébame otro. No va a venir nadie esta noche. Bostezaban. Seguramente va a cerrar apenas se vaya el caballero y nosotras nos vamos a poder ir a dormir. Elvira, cambia el disco, ponme «Bésame mucho», ay no, otra cosa mejor, algo más alegre. La Elvira le dio cuerda a la victrola encima del mostrador, pero antes de poner otro disco comenzó a limpiarla con un trapo, ordenando a su lado el montón de discos.

Las noticias que trajo don Alejo Cruz fueron malas: no iban a electrificar el pueblo. Quién sabe hasta cuándo. Quizá nunca. El Intendente decía que no tenía tiempo para preocuparse de algo tan insignificante, que el destino de la Estación El Olivo era desaparecer. Ni toda la influencia de don Alejo sumada a la de todos los Cruz convenció al Intendente. Tal vez dentro de un par de años, pero sin seguridad. Que entonces le volviera a hablar del asunto a ver si las cosas se veían más despejadas. Equivalía a un no rotundo. Y don Alejo se lo dijo así, claramente, a la Japonesita. Trató de convencerla de lo lógico que era que el Intendente pensara así, dio razones y explicaciones aunque la Japonesita no dijo ni una sílaba de protesta —sí, pues chiquilla, tan pocos toneleros que quedan, un par creo y viejazos ya, y la demás gente, tú ves, es tan poca y tan pobre, y el tren que ya ni para aquí siquiera, los lunes nomás, para que tú te subas en la mañana y te bajes en la tarde cuando vas a Talca. Hasta la bodega de la estación se está cayendo y hace tanto tiempo que no la uso que ni olor a vino le queda.

—Si hasta la Ludo me dijo esta mañana cuando le fui a pedir hilo colorado, cuando lo encontré a usted, don Alejandro, que estaba pensando irse a Talca. Claro, tiene a su Acevedo en un nicho perpetuo allá y con misas todos los días y una hermana que tiene…

—¿La Ludo? No sabía. Qué raro que la Blanca no me dijo nada y estuvo a verla hace poco. ¿Cómo está la Ludo? ¿Es de ella la casa…?

—Claro, si Acevedo se la compró cuando…

Entonces la Manuela se acordó que la Ludo le había dicho que don Alejo quería comprársela, de modo que sabía muy bien de quién era la propiedad. Lo miró, pero cuando sus ojos se encontraron con los del senador los retiró, y mirando a las putas hizo señas para que acercaran el brasero. La Lucy lo puso entre la Japonesita y don Alejo y ella volvió a ofrecerle vino.

—No me desprecie, pues, don Alejo. Es de la cosecha que a usted le gusta. Ni a usted le queda de éste…

—No, gracias, mijita. Me voy. Se está haciendo tarde.

Tomó su sombrero, pero antes de pararse se quedó un rato todavía y cubrió con su manota la mano de la Japonesita, que dejó caer la horquilla en una poza de vino en la mesa.

—Ándate tú también. ¿Para qué te quedas?

La Manuela se encendió para terciar.

—Eso digo yo, don Alejo. ¿Para qué nos quedamos?

Las putas dejaron de murmurar en el rincón y miraron a la Japonesita como esperando una sentencia. Ella se arrebujó con su chal rosado, haciendo un movimiento de negación con la cabeza, muy lento, muy definitivo, que la Manuela conocía.

—No seas tonta. Ándate a Talca a poner un negocio con la Manuela. Platita tienes harta en el banco. Yo sé porque el otro día le estuve preguntando el estado de tu cuenta al gerente, que es primo mío, y ya quisiera yo… eso me dijo él, muchas propiedades y muchas deudas, pero la Japonesita lo tiene todo saneado. Un restorán cómprate, por ejemplo. Si te hace falta yo pido un préstamo para ti en el banco y te hago de aval. Te dan la plata en un par de días, todo arreglado entre amigos, entre gente conocida. Anímate, mujer, mira que esto no es vida. ¿No es cierto, Manuela?

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