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Authors: José Donoso

El lugar sin límites (7 page)

BOOK: El lugar sin límites
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—Mi plata que me va a costar. Pero algún gusto tengo que darme, y todo sea para que El Olivo tenga el futuro que nos promete el flamante diputado don Alejandro Cruz, aquí, presente, orgullo de la zona…

Claro que la Japonesa se daba muchos gustos. Ya no era tan joven, es cierto, y los últimos años la engordaron tanto que la acumulación de grasa en sus carrillos le estiraba la boca en una mueca perpetua que parecía —y casi siempre era— sonrisa. Sus ojos miopes, que le valieron su apodo, no eran más que dos ranuras oblicuas bajo las cejas dibujadas muy altas. En sus mocedades había tenido amores con don Alejo. Murmuraban que él la trajo a esta casa cuando la dueña era otra, muerta hacía muchos años. Pero sus amores eran cosa del pasado, una leyenda en la que se enraizaba la realidad actual de una amistad que los unía como a conspiradores. Don Alejo solía pasar largas temporadas de trabajo o en el fundo sin ir a la ciudad hasta después de la vendimia, o para la poda o la desinfección, muchas veces sin su esposa y sin su familia, lo que le resultaba aburrido. Entonces, en la noche, después de comida, echaba sus escapaditas a la Estación para tomar unas cuantas copas y reírse un rato con la Japonesa Grande. En esas temporadas ella se encargaba de tener una mujer especial para don Alejo, que nadie más que él tocaba. Era generoso. La casa que ocupaba la Japonesa era una antiquísima propiedad de los Cruz y se la daba en un arriendo anual insignificante. Y todas las noches, invierno o verano, la gente de los fundos de alrededor, los administradores y los viñateros y los jefes mecánicos, y a veces hasta los patrones menos orgullosos y los hijos de los patrones, que era necesario echar cuando aparecían los padres, solían ir a la casa de la Japonesa en la Estación El Olivo. No tanto para meterse en cama con las mujeres, aunque siempre había jóvenes y frescas, sino para entretenerse un rato hablando con la Japonesa o tomándose una jarra o jugando una mano de monte o de brisca en un ambiente alegre pero seguro, porque la Japonesa no abría las puertas de su casa a cualquiera. Siempre gente fina. Siempre gente con los bolsillos llenos. Por eso es que ella pertenecía al partido político de don Alejo, el partido histórico, tradicional, de orden, el partido de la gente decente que paga las deudas y no se mete en líos, esa gente que iba a su casa a divertirse y cuya fe en que don Alejo haría grandes cosas por la región era tan inquebrantable como la de la Japonesa.

—Tengo derecho a darme mis gustos.

El gran gusto de su vida fue dar la fiesta esa noche. Apenas llegó la Manuela, la Japonesa se adueñó de él. Creyó que el bailarín de quien le habían hablado era más joven: éste andaba pisando los cuarenta, igual que ella. Mejor, porque los chiquillos jóvenes, cuando los clientes se emborrachaban, le hacían la competencia a las mujeres: mucho lío. Como la Manuela llegó temprano en la mañana y no iba a tener nada que hacer hasta tarde en la noche, al principio anduvo mirando por ahí, hasta que la Japonesa le hizo seña de que se acercara.

—Ayúdame a poner estas ramas aquí en la tarima.

La Manuela tomó el asunto de la decoración en sus manos: tanta rama no, dijo, las hermanas Farías son demasiado gordas y con tanta arpa y guitarra y además las ramas, no se van a ver. Mejor poner ramas arriba nomás, ramas de sauce amarradas con cinta de papel de color, que cayeran como una lluvia verde, y al pie de la tarima, enmarcado también en ramas frescas de sauce llorón, el retrato de don Alejo más grande que se pudiera conseguir. La Japonesa quedó feliz con el resultado. Manuela, ayúdame a colgar las guirnaldas de papel; Manuela, dónde será mejor ubicar el poyo para asar los lechones; Manuela, échale una mirada al aliño de las ensaladas; Manuela, esto; Manuela, lo otro; Manuela, lo de más allá. Toda la tarde y a cada orden o pedido de la Japonesa, la Manuela sugería algo que hacía que las cosas se vieran bonitas o que el condimento para el asado quedara más sabroso. La Japonesa, ya tarde, se dejó caer en una silla en el medio del patio, bastante borracha, con los ojos fruncidos para ver mejor, dando órdenes a gritos, pero tranquila porque la Manuela lo hacía todo tan bien.

—Manuela, ¿trajeron la frutilla para el borgoña?

—Manuela, pongamos más flores en ese adorno.

La Manuela corría, obedecía, corregía, sugería.

—Lo estoy pasando regio.

La Pecho de Palo le había dicho que la Japonesa era buena gente, pero no tanto como esto. Tan sencilla ella, dueña de casa y todo. Cuando la Japonesa fue a su pieza a vestirse la Manuela la acompañó para ayudarla: al rato salió muy elegante con su vestido de seda negra escotado en punta adelante, y todo el pelo reunido en un moño discreto pero lleno de coquetería. El vino comenzó a correr apenas llegaron los primeros invitados, mientras el aroma de los lechones que comenzaban a dorarse y del orégano y el ajo recalentado de las salsas y de las cebollas y pepinos macerándose en los jugos de las ensaladas se extendieron por el patio y el salón.

Don Alejo llegó a las ocho, bastante achispado. Entre aplausos abrazó y besó a la Japonesa, cuyo rimmel se le había corrido con la transpiración o con el llanto emocionado. Entonces las hermanas Farías se subieron a la tarima y comenzó la música y el baile. Muchos hombres se quitaron las chaquetas y quedaron en suspensores. El floreado de los vestidos de las mujeres se oscureció con sudor debajo de los brazos. Las hermanas Farías parecían inagotables, como si a cada tonada les dieran cuerda de nuevo y no existiera ni el calor ni la fatiga.

—Que pongan otra jarra…

La Japonesa y don Alejo no tardaron en despacharse la primera y ya pedían la segunda. Pero antes de comenzarla el diputado sacó a bailar a la dueña de casa mientras los demás les hacían rueda. Después se fueron a sentar otra vez. La Japonesa llamó a la Rosita, traída especialmente de Talca para don Alejo.

—¿Ve pues, don Alejo? Mire estas nalgas, toque, toque, como a usted le gustan, blanditas, puro cariño. Para usted se la traje, yo sabía que le iba a gustar, no voy a conocer sus gustos… Ya, déjeme, mire que estoy vieja para esas cosas. Sí, ve, y la Rosita ya no es tan joven, porque sé que usted le hace ascos a las chiquillas muy chiquillas…

El diputado palpó las nalgas ofrecidas y después la hizo sentarse a su lado y le metió la mano por debajo de la falda. El Jefe de Estación quiso bailar con la Japonesa, pero ella le dijo que no, que esta noche se iba a dedicar a atender a su invitado de honor. Ella misma escogió las presas más doradas del lechón vigilando a don Alejo para que comiera bien hasta que salió a bailar con la Rosita, sus bigotes manchados con salsa y orégano y el mentón y los dedos embarrados con la grasa. La Manuela se acercó a la Japonesa.

—Quiubo…

—Siéntate…

—¿Y don Alejo?

—Si cabes. No dice nada el futre.

—Bueno.

—¿Te serviste de todo?

—Estaba rico. Un vasito de vino me falta.

—Toma de ése.

—¿A qué hora voy a bailar?

—Espera a que se caliente un poco la fiesta.

—Sí, es mejor. El otro día anduve bailando en Constitución. Regio me fue y me quedé a pasar el fin de semana en la playa. ¿Tú no vas nunca a Constitución? Tan bonito, el río y todo y tan buen marisco. La dueña de la casa donde estuve te conoce. Olga se llama y dice que es medio gringa. Nada de raro porque es harto pecosa, por aquí en los brazos. No si soy de aquí yo, nací en un fundo cerca de Maule, sí, ahí mismito, ah, así que tú también has andado por ese lado. Bah… somos compatriotas. No. Me fui al pueblo y después trabajaba con una chiquilla y recorrimos todos los pueblos para el Sur, sí, le iba bien, pero no creas que a mí me iba tan mal, claro que para callado. Pero era joven entonces, ya no. Qué sé yo qué será de ella, hasta en un circo trabajamos una vez. Pero no nos fue nada de bien. Yo prefiero este trabajo. Claro, una se cansa de tanto andar y todos los pueblos son iguales. No, si la Pecho de Palo se está poniendo muy mañosa. Más de sesenta, muchísimo más, cerca de los setenta. ¿No te has fijado cómo tiene las piernas de várices? Y tan lindas piernas que dicen que tenía. En la maleta traje el vestido. Sí. Es de lo más bonito. Colorado. Me lo vendió una chiquilla que trabajaba en el circo. Ella lo había usado poquito, pero necesitaba plata, así que me lo vendió. Yo lo cuido como hueso de santo porque es fino, y como yo soy tan negra el colorado me queda regio. Oye… ¿Ya?

—Espera.

—¿En cuánto rato más?

—Como en una hora.

—¿Pero me cambio?

—No. Mejor la sorpresa.

—Bueno.

—Puchas que estái apurada.

—Claro. Es que me gusta ser la reina de la fiesta.

Dos hombres que oyeron el diálogo comenzaron a reírse de la Manuela, tratando de tocarla para comprobar si tenía o no pechos. Mijita linda… qué será esto. Déjeme que la toquetee, ándate para allá roto borracho, que venís a toquetearme tú. Entonces ellos dijeron que era el colmo que trajeran maricones como éste, que era un asco, que era un descrédito, que él iba a hablar con el Jefe de Carabineros que estaba sentado en la otra esquina con una de las putas en la falda, para que metiera a la Manuela a la cárcel por inmoral, esto es una degeneración. Entonces la Manuela lo rasguñó. Que no se metiera con ella. Que él podía delatar al Jefe de Carabineros por estar medio borracho. Que tuviera cuidadito porque la Manuela era muy conocida en Talca y tenía muy buen trato con la policía. Una es profesional, me pagaron para que haga mi show…

La Japonesa fue a buscar a don Alejo y lo trajo apurada para que interviniera.

—¿Qué te están haciendo, Manuela?

—Este hombre me está molestando.

—¿Qué te está haciendo?

—Me está diciendo cosas…

—¿Qué cosas?

—Degenerado… y maricón…

Todos se rieron.

—¿Y no eres?

—Maricón seré, pero degenerado no. Soy profesional. Nadie tiene derecho a venir a tratarme así. ¿Qué se tiene que venir a meter conmigo este ignorante? ¿Quién es él para venir a decirle cosas a una, ah? Si me trajeron es porque querían verme, asique… Si no quieren show, entonces bueno, me pagan la noche y me voy, yo no tengo ningún interés en bailar aquí en este pueblo de porquería lleno de muertos de hambre…

—Ya, Manuela, ya… toma…

Y la Japonesa lo hizo tomarse otro vaso de tinto.

Don Alejo dispersó el grupo. Se sentó a la mesa, llamó a la Japonesa, echó a alguien que quiso sentarse con ellos, y sentó a un lado suyo a la Rosita y al otro a la Manuela: brindaron con el borgoña recién traído.

—Porque sigas triunfando, Manuela…

—Lo mismo por usted, don Alejo.

Cuando don Alejo salió a bailar con la Rosita, la Japonesa acercó su silla a la de la Manuela.

—Le caíste bien al futre, niña. Eso se nota de lejos. No, no hay nadie como don Alejo, es único. Aquí en el pueblo es como Dios. Hace lo que quiere. Todos le tienen miedo. ¿No ves que es dueño de todas las viñas, de todas, hasta donde se alcanza a ver? Y es tan bueno que cuando alguien lo ofende, como éste que te estuvo molestando, después se olvida y los perdona. Es bueno o no tiene tiempo de preocuparse de gente como nosotros. Tiene otras preocupaciones. Proyectos, siempre. Ahora nos está vendiendo terrenos aquí en la Estación, pero yo lo conozco y no he caído todavía. Que todo se va a ir para arriba. Que para el otro año va a parcelar una cuadra de su fundo y va a hacer una población, va a vender propiedades modelo, dice, con facilidades de pago, y cuando haya vendido todos los sitios de su parcelación va a conseguir que pongan electricidad aquí en el pueblo y entonces sí que nos vamos a ir todos para arriba como la espuma. Entonces vendrían de todas partes a mi casa, que tú sabes que tiene nombre, de Duao y de Pelarco… Me agradaría y mi casa sería más famosa que la de la Pecho de Palo. Ay, Manuela, qué hombre éste, tan enamoradaza que estuve de él. Pero no se deja agarrar. Claro que tiene señora, una rubia muy linda, muy señora, distinguida ella te diré, y otra mujer más en Talca y qué sé yo cuántas más en la capital. Y todas trabajando como chinas por él en las elecciones. Si hubieras visto a Misia Blanca, hasta sin medias estaba, y la otra mujer, la de Talca, también, trabajando por él, para que saliera. Claro, a todos nos conviene. Y el día de las elecciones él mismo vino con un camión y a todos los que no querían ir a votar los echó arriba a la fuerza y vamos mi alma, a San Alfonso a votar por mí, y les dio sus buenos pesos y quedaron tan contentos que después andaban preguntando por ahí cuándo iba a haber más elecciones. Claro que hubieran votado por él de todas maneras. Si es el único candidato que conocen. Los otros por los cartelones de propaganda nomás, mientras que don Alejo, a él sí que sí. ¿Quién no lo ha visto pasar por estos caminos en su tordillo, rumbo a la feria de los lunes en San Alfonso? Y además de su platita, a los que votaron por él les dio sus buenos tragos de vino y mató un novillo, dicen, para tener asado todo el día, y de San Alfonso los hizo traer para acá en camión otra vez, tan bueno el futre dicen que decían, pero después desapareció porque se tuvo que ir a la capital a ver cómo fue la cosa… Mira cómo baila el Jefe de Estación con esa rucia… La Japonesa fruncía los ojos para alcanzar a ver los extremos del patio: cuando no podía ver algo, le decía a la Manuela que le soplara si la rucia todavía está bailando con el mismo, y con quién está ahora el sargento Buendía y si las cocineras están poniendo más lechón al fuego, mira que ahora pueden no tener hambre, pero en poquito rato más van a querer comer otra vez.

Don Alejo se acercó a la mesa. Con sus ojos de loza azulina, de muñeca, de bolita, de santo de bulto, miró a la Manuela, que se estremeció como si toda su voluntad hubiera sido absorbida por esa mirada que la rodeaba, que la disolvía. ¿Cómo no sentir vergüenza de seguir sosteniendo la mirada de esos ojos portentosos con sus ojillos parduscos de escasas pestañas? Los bajó.

—¿Quiubo, mijita?

La Manuela lo miró de nuevo y sonrió.

—¿Vamos, Manuela?

Tan bajo que lo dijo. ¿Era posible, entonces…?

—Cuando quiera, don Alejo…

Su escalofrío se prolongaba, o se multiplicaba en escalofríos que le rodeaban las piernas, todo mientras esos ojos seguían clavados en los suyos… hasta que se disolvieron en una carcajada. Y los escalofríos de la Manuela terminaron con un amistoso palmotazo de don Alejo en la espalda.

—No, mujer. Era broma nomás. A mí no me gusta…

Y tomaron juntos, la Manuela y don Alejo, riéndose. La Manuela, todavía envuelta en una funda de sensaciones, tomó sorbitos cortos, y cuando todo pasó, sonrió apenas, suavemente. No recordaba haber amado nunca tanto a un hombre como en este momento estaba amando al diputado don Alejandro Cruz. Tan caballero él. Tan suave, cuando quería serlo. Hasta para hacer las bromas que otros hacían con jetas mugrientas de improperios, él las hacía de otra manera, con una sencillez que no dolía, con una sonrisa que no tenía ninguna relación con las carcajadas que daban los otros machos. Entonces la Manuela se rió, tomándose lo que le quedaba de borgoña en el vaso, como para ocultar detrás del vidrio verdoso un rubor que subió hasta sus cejas depiladas: ahí mismo, mientras empinaba el vaso, se forzó a reconocer que no, que cualquier cosa fuera de esta cordialidad era imposible con don Alejo. Tenía que romper eso que sentía si no quería morirse. Y no quería morir. Y cuando dejó de nuevo el vaso en la mesa, ya no lo amaba. Para qué. Mejor no pensar.

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