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Authors: José Donoso

El lugar sin límites (4 page)

BOOK: El lugar sin límites
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—¿Y por qué no llama a don Augusto para que me vuelva a dar esos fletes tan buenos?

—¿Qué te costaba cumplir conmigo, si eran tan buenos?

Pancho no contestó. La lluvia se iba juntando en las pozas de la calzada: imposible cruzar. Llegó el cura y la gente entró en la capilla. Pancho no contestó porque no quería contestar. No tenía que darle cuentas a nadie, menos a este futre que creía que porque había nacido en su fundo… Hijo, decían, de don Alejo. Pero lo decían de todos, de la señorita Lila y de la Japonesita y de qué sé yo quién más, tanto peón de ojo azul por estos lados, pero yo no. Meto la mano al fuego por mi vieja, y los ojos, los tengo negros y las cejas, a veces me creen turco. Yo no le debo nada. Había trabajado de chico como tractorista y después aprendió a manejar el auto, a escondidas, robándoselo a don Alejo con los nietos del caballero que eran de su misma edad… Nada más. Lo único que le debía era que aprendió a manejar. Le faltaban varias cuotas para saldar su deuda. Hasta entonces, callado. Que la Ema esperara. Tal vez en otro barrio, y después todo lo que quisiera, la libertad, él solo, sin tener que rendirle cuentas a nadie… y me pierdo para siempre de este pueblo de mierda. Pero el viejo fue a decir delante de Octavio —que me atrasé en los pagos. Para que después se le salga y los creídos de los hermanos de la Ema, los otros, no Octavio que es mi compadre, los otros anden diciendo cosas de uno por ahí.

—¿Quiubo? ¿Por qué?

Regresó don Céspedes con las charchas. Los perros, alborotados, gimieron, lamiéndole los pies, las manos, saltándole hasta casi botarlo.

—Tíreles una charcha, don Céspedes…

La piltrafa sanguinolenta voló y los perros saltaron tras ella y después los cuatro juntos cayeron hechos un nudo al suelo, disputándose el trozo de carne caliente aún, casi viva. Lo desgarraron, revoleándolo por la tierra y ladrándole, babosos los hocicos colorados y los paladares granujientos, los ojos amarillos fulgurando en sus rostros estrechos. Los hombres se apegaron a los muros. Devorada la charcha los perros volvieron a danzar alrededor de don Alejo, no de don Céspedes que fue quien los alimentó, como si supieran que el caballero de manta es el dueño de la carne que comen y de las viñas que guardan. Él los acaricia —sus cuatro perros negros como la sombra de los lobos tienen los colmillos sanguinarios, las pesadas patas feroces de la raza más pura.

—No. Hasta que me pagues todas las cuotas que faltan. No tengo ninguna confianza en ti. Estoy viejo y me voy a morir y no quiero dejar asuntos sueltos por ahí…

—Pero cómo quiere, pues, don Alejo…

El suelo era un barrial ensangrentado. Los perros lo husmeaban, resoplando en busca de algún resto que lamer. Pancho Vega apretó los dientes. Miró a Octavio que le guiñó un ojo, no se agite compadre, espérese, que vamos a arreglar este asunto entre nosotros. Pero era duro este gallo jubilado. Oyeron las campanillas de la iglesia.

—¿No vas a ir a misa, Pancho?

No contestó.

—Cuando eras chico, para las misiones, ayudabas. A la pobre Blanca le gustaba tanto verte, tan piadoso, tan lindo que eras. Y esas confesiones tan largas, nos moríamos de la risa… ¿Y usted, don Céspedes?

—Cómo no, patrón…

—¿Ves? ¿Cómo don Céspedes va a misa?

Pancho miró a Octavio, que le dijo que no con la cabeza.

—Don Céspedes es inquilino suyo.

Y tragó para poder agregar:

—Yo no.

—Pero tú me debes plata y él no.

Era cierto. Mejor no acordarse ahora. Mejor ir a misa sin alegar. ¿Qué me cuesta? Cuando estoy en la casa el domingo, la Ema viste a la Normita con el abrigo celeste con piel blanca y me dice que vaya con ellas a la misa de once y media que es la mejor y yo voy porque no me importa nada y me gusta saludar a la gente del barrio, a veces me gusta y hasta tengo ganas, otras no, pero voy siempre, nosotros tan elegantes. Voy con don Alejo que me mira desde la puerta exigiéndomelo. Pero Pancho no puede dejar de decirle:

—No. No voy.

Octavio sonrió satisfecho por fin. Salieron los perros negros. Pero antes de salir, don Alejo se dio vuelta.

—Ah. Se me olvidaba decirte. Me contaron que andas hablando de la Manuela por ahí, que se la tienes jurada o qué sé yo qué. Que no sepa yo que te has ido a meter donde la Japonesita a molestar a esa gente, que es gente buena. Ya sabes.

Salió seguido de sus perros, que cruzaron la calzada salpicando en el barro y esperaron bajo el alero, detrás de la cortina de lluvia. Don Céspedes, sombrero en mano, mantuvo la puerta de la capilla abierta: entraron los perros al son de las campanillas y detrás, don Alejo.

CAPÍTULO IV

La Japonesita no adivinó inmediatamente por qué don Alejandro tenía tanta urgencia de hablar con ella. Al principio, cuando la Manuela le dio el mensaje, se sorprendió, porque el Senador siempre caía a visitarla sin avisar, como quien llega a su propia casa. Pronto, sin embargo, se dio cuenta de que tanto protocolo no podía significar más que una cosa: que por fin iba a participarle los resultados definitivos de sus gestiones para la electrificación del pueblo. Hacía tiempo que estaba empeñado en que lo hicieran. Pero la respuesta a la solicitud se iba retrasando de año en año, quién sabe cuántos ya, y siempre resultaba necesario aplazar el momento oportuno para acercarse a las autoridades provinciales. El Intendente se hallaba siempre de viaje o estamos haciendo gastos demasiado importantes en otra región por el momento o el secretario de la Intendencia pertenece al partido enemigo y es preferible esperar.

Pero el lunes anterior, al cruzar la Plaza de Armas de Talca en dirección al Banco, la Japonesita se encontró con don Alejandro dirigiéndose a la Intendencia. Se pararon en la esquina. Él le compró un paquete de maní caliente, de regalo, dijo, pero mientras conversaban se lo comió casi todo él, moliendo las cascaras que al caer iban quedando prendidas en los pelos de su manta de vicuña allí donde la alzaba un poco su panza. Dijo que ahora sí: todo estaba listo. En media hora más tenía entrevista con el Intendente para echarle en cara su abandono de la Estación El Olivo. La Japonesita se quedó vagando por la plaza en espera de la salida de don Alejo con los resultados de la famosa entrevista. Luego, como tuvo otras cosas que hacer y llegó la hora del tren, ya no lo vio. Durante toda la semana estuvo averiguando si el caballero había vuelto al fundo, pero esa semana no le tocó ir ni de pasada, ni una sola vez. Se conformó con quedarse pensando, esperando.

Pero hoy sí. Por fin. La Japonesita permaneció en la cocina después del almuerzo, cuando cada puta se fue a refugiarse en su covacha y la Manuela acompañó a la Lucy a su pieza. En vez de avivar con otro leño el rescoldo que quedaba en el vientre de la cocina se fue acercando más y más al fuego que palidecía, arrebozándose más y más y más con un chal: tengo los huesos azules de frío. Ya oscurecía. El agua no amainaba, cubriendo poco a poco los trozos de ladrillo que la Cloty puso para cruzar el patio. Al otro lado, frente a la puerta de la cocina, la Lucy tenía abierta la puerta de su pieza y la vio encender una vela. La Japonesita, de vez en cuando, levantaba la cabeza para echar una mirada y ver de qué se reían tanto con la Manuela. Las últimas carcajadas, las más estridentes de toda la tarde, fueron porque la Manuela, con la boca llena de horquillas para el peinado moderno que le estaba haciendo a la Lucy, se tentó de la risa y las horquillas salieron disparadas y las dos, la Lucy y la Manuela, anduvieron un buen rato de rodillas, buscándolas por el suelo.

Quedaba un poco de luz afuera. Pero desganada, sin fuerza para vencer a las tinieblas de la cocina. La Japonesita extendió una mano para tocar una hornalla: algo de calor. Con la electricidad todo esto iba a cambiar. Esta intemperie. El agua invadía la cocina a través de las chucas formando un barro que se pegaba a todo. Tal vez entonces la agresividad del frío que se adueñaba de su cuerpo con los primeros vientos, encogiéndolo y agarrotándolo, no resultara tan imbatible. Tal vez no fuera creciendo esta humedad de mayo a junio, de junio a julio, hasta que en agosto ya le parecía que el verdín la cubría entera, su cuerpo, su cara, su ropa, su comida, todo. El pueblo entero reviviría con la electricidad para ser otra vez lo que fue en tiempos de la juventud de su madre. El lunes anterior, mientras esperaba a don Alejo, se metió en una tienda que vendía Wurlitzers. Muchas veces se había parado en la vitrina para mirarlos separada de su color y de su música por su propio reflejo en el vidrio de la vitrina. Nunca había entrado. Esta vez sí. Un dependiente con las pestañas desteñidas y las orejas traslúcidas la atendió, dándole demostraciones, obsequiándole folletos, asegurándole una amplia garantía. La Japonesita se dio cuenta de que lo hacía sin creer que ella era capaz de comprar uno de esos aparatos soberbios. Pero podía. En cuanto electrificaran el pueblo iba a comprar un Wurlitzer. Inmediatamente. No, antes. Porque si don Alejo le traía esta tarde la noticia de que el permiso para la electrificación estaba dado o que se llegó a firmar algún acuerdo o documento, ella iba a comprar el Wurlitzer mañana mismo, mañana lunes, el que tuviera más colores, ése con un paisaje de mar turquesa y palmeras, el aparato más grande de todos. Mañana lunes hablaría con el muchacho de las pestañas desteñidas para pedirle que se lo mandara. Entonces, el primer día que funcionara la electricidad en el pueblo, funcionaría en su casa el Wurlitzer.

A la Manuela mejor no decirle nada. Bastaría insinuarle el proyecto para que enloqueciera, dándole por hecho, hablando, exigiendo, sin dejarla en paz, hasta que terminaría por decidirse a no comprar nada. En el cuarto de enfrente se estaba desvistiendo para probarse el vestido colorado a la luz de la vela. A su edad no le tenía miedo al frío. Igual a mi madre, que en paz descanse. Aún en los días más destemplados, como éste por ejemplo, ella, grande y gorda, con los senos pesados como sacos repletos de uva, se escotaba. En el ángulo inferior del escote, donde comenzaban a hincharse sus senos, llevaba siempre un pañuelo minúsculo, y durante una conversación o tomando su botellón de tinto o mientras preparaba las sopaipillas más sabrosas del mundo, sacaba su pañuelo y se enjugaba el sudor casi imperceptible que siempre le brotaba en la frente, en la nariz, y sobre todo en el escote. Decían que la Japonesa Grande murió de algo al hígado, de tanto tomar vino. Pero no era verdad. No tomaba tanto. Mi madre murió de pena. De pena porque la Estación El Olivo se iba para abajo, porque ya no era lo que fue. Tanto que habló de la electrificación con don Alejo. Y nada. Después anduvieron diciendo que el camino pavimentado, el longitudinal, iba a pasar por El Olivo mismo, de modo que se transformaría en un pueblo de importancia. Mientras tuvo esta esperanza mi mamá floreció. Pero después le dijeron la verdad, don Alejo creo, que el trazado del camino pasaba a dos kilómetros del pueblo y entonces ella comenzó a desesperarse. La carretera longitudinal es plateada, recta como un cuchillo: de un tajo le cortó la vida a la Estación El Olivo, anidado en un amable meandro del camino antiguo. Los fletes ya no se hacían por tren, como antes, sino que por camión, por carretera. El tren ya no pasaba más que un par de veces por semana. Quedaban apenas un puñado de pobladores. La Japonesa Grande recordaba, hacia el final, que en otra época la misa de doce en el verano atraía a los breaks y a los victorias más encopetados de la región, y la juventud elegante de los fundos cercanos se reunía al atardecer, en caballos escogidos, a la puerta del correo para reclamar la correspondencia que traía el tren. Los muchachos, tan comedidos de día como acompañantes de sus hermanas, primas o novias, de noche se soltaban el pelo en la casa de la Japonesa, que no cerraba nunca. Después, llegaban sólo los obreros del camino longitudinal, que hacían a pie los dos kilómetros hasta su casa, y después ni siquiera ellos, sólo los obreros habituales de la comarca, los inquilinos, los peones, los afuerinos que venían a la vendimia. Otra clase de gente. Y más tarde ni ellos. Ahora era tan corto el camino a Talca que el domingo era el día más flojo —se llegaba a la ciudad en un abrir y cerrar de ojos, y ya no se podía pretender hacerle la competencia a casas como la de la Pecho de Palo. Siquiera electricidad, decía, siquiera eso, yo la oía quejarse siempre, de tantas cosas, de la hoguera en el estómago, quejarse monótonamente, suavemente, al final, tendida en la cama, hinchada, ojerosa. Pero no, nunca, nada, a pesar de que don Alejo le decía que esperara pero un buen día ya no pudo esperar más y comenzó a morirse. Y cuando murió la enterramos en el cementerio de San Alfonso porque en El Olivo ni cementerio hay. El Olivo no es más que un desorden de casas ruinosas sitiado por la geometría de las viñas que parece que van a tragárselo. ¿Y él de qué se ríe tanto? ¿Qué derecho tiene a no sentir el frío que a mí me está trizando los huesos?

—¡Papá!

Lo gritó desde la puerta de la cocina. La Manuela se paró en el marco iluminado de la puerta de la Lucy. Flaco y chico, parado allí en la puerta con la cadera graciosamente quebrada y con la oscuridad borroneándole la cara, parecía un adolescente. Pero ella conocía ese cuerpo. No daba calor. No calentaba las sábanas. No era el cuerpo de su madre: ese calor casi material en que ella se metía como en una caldera, envolviéndose con él, y que secaba su ropa apercancada y sus huesos y todo…

—¿Qué?

—Venga.

—¿Para qué me quieres?

—Venga nomás.

—Estoy ocupada con la Lucy.

—¿No le digo que lo necesito?

La Manuela, cubriéndose con el vestido de española, cruzó como pudo el lago del patio, chapoteando entre las hojas flotantes desprendidas del parrón. La Japonesita se había sentado de nuevo junto al fuego que se extinguía.

—Tan oscuro, niña. Parece velorio.

La Japonesita no contestó.

—Voy a echarle otro palo al fuego.

No esperó a que diera llama.

—¿Prendo una vela?

¿Para qué? Ella podía estar tardes enteras, días enteros en la oscuridad, como ahora, sin sentir nostalgia por la luz, añorando, eso sí, un poco de calor.

—Bueno.

La Manuela encendió y después de dejar la vela encima de la mesa junto a las papas, se puso los anteojos y se sentó a coser al lado de la luz. La Lucy había apagado. Iba a dormir hasta la hora de la comida. Así era fácil matar el tiempo. Eran las cinco. Faltaban tres horas para la comida. Tres horas y ya estaba oscuro. Tres horas para que comenzara la noche y el trabajo.

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