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Authors: José Donoso

El lugar sin límites (10 page)

BOOK: El lugar sin límites
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—¿De quién son esos ladrillos?

Octavio no contestó. Don Alejo se detuvo sorprendido ante el silencio, y ellos también, Octavio sosteniendo la mirada del senador durante un instante.

¿Era posible? Pancho se dio cuenta de que Octavio no contestaba la pregunta de don Alejo porque si llegaba a saber de quién eran esos ladrillos podía llamar por teléfono, bastaba eso, para que no se los dieran. Él conocía a todo el mundo. Todo el mundo lo respetaba. Tenía los hilos de todo el mundo en sus dedos. Pero su cuñado Octavio, su compadre, el padrino de la Normita, le estaba haciendo frente: Octavio era nuevo en la zona y no le tenía miedo al viejo. Y porque no quería, no le contestaba. Dieron una vuelta entera por el corredor sin hablar. El parque estaba callado pero vivo, y el silencio que dejaron sus voces se fue recamando de ruidos casi imperceptibles, la gota que caía de la punta del alero, llaves tintineando en el bolsillo de Octavio, el escalofrío del jazmín casi desnudo atravesando por goterones, los pasos lentos que concluyeron en la puerta de la casa.

—Hace frío…

—Claro. Con tanto fresco.

Pancho se estremeció con las palabras de su cuñado: don Alejo lo miro a punto de preguntarle qué quería decir con eso, pero no lo hizo, y comenzó a contar los billetes que Octavio le entregó.

—Tres por lo menos…

—¿Qué dice?

—Frescos… tres…

Pancho le arrebató la palabra a su cuñado antes de que continuara entusiasmado por sus triunfos. ¿Eran triunfos? Don Alejo estaba demasiado tranquilo. Quizás no había oído.

—No, no, nada, don Alejo. Bueno, si está conforme no lo molestamos más y nos vamos. Estamos quitándole el tiempo. Y con este frío. Salúdeme a Misia Blanca, por favor. ¿Está bien?

Don Alejo los acompañó hasta el extremo del corredor para despedirlos. Cruzando el barro hacia el camión se dieron vuelta y vieron a los cuatro perros junto a él en las gradas.

—Cuidadito con los perros…

Don Alejo se rió fuerte.

—Cómetelos, Sultán…

Y los cuatro perros se lanzaron detrás de ellos. Apenas tuvieron tiempo para subir al camión antes de que comenzaran a arañar las puertas. Al girar hacia la salida los focos alumbraron un momento la figura de don Alejo en lo alto de las gradas y después los focos que avanzaban fueron tragándose, de par en par, las palmeras de la salida del fundo. Pancho dio un suspiro.

—Ya está.

—No me dejaste decirle en su cara que es un fresco.

—Si es buena gente el futre.

Pero fresco. Octavio se lo había venido contando cuando venían hacia el pueblo y entonces le creyó, pero ahora era más difícil creerlo. Que lo sabían hasta las piedras del camino por donde regresaban a la Estación. Que no fuera idiota, que se diera cuenta de que el viejo jamás se había preocupado de la electricidad del pueblo, que era puro cuento, que al contrario, ahora le convenía que el pueblo no se electrificara jamás. Que no fuera inocente, que el viejo era un macuco. Las veces que había ido a hablar con el Intendente del asunto era para distraerlo, para que no electrificara el pueblo, yo se lo digo porque sé, porque el chofer del Intendente es amigo mío y me contó, no sea leso, compadre. Claro. Piénselo. Quiere que toda la gente se vaya del pueblo. Y como él es dueño de casi todas las casas, si no de todas, entonces, qué le cuesta echarle otra habladita al Intendente para que le ceda los terrenos de las calles que eran de él para empezar y entonces echar abajo todas las casas y arar el terreno del pueblo, abonado y descansado, y plantar más y más viñas como si el pueblo jamás hubiera existido, sí, me consta que eso es lo que quiere. Ahora, después que se le hundió el proyecto de hacer la Estación El Olivo un gran pueblo, como pensó cuando el longitudinal iba a pasar por aquí mismo, por la puerta de su casa…

Inclinado sobre el manubrio, Pancho escudriña la oscuridad porque tiene que escudriñarla si no quiere despeñarse en un canal o injertarse en la zarzamora. Cada piedra del camino hay que mirarla, cada bache, cada uno de estos árboles que yo iba a abandonar para siempre. Creí que quedaba aquí esto con mis huellas, para después pensar cuando quisiera en estas calles por donde voy entrando, que ya no van a existir y no voy a poder recordarlas porque ya no existen y yo ya no podré volver. No quiero volver. Quiero ir hacia otras cosas, hacia adelante. La casa en Talca para la Ema y la escuela para la Normita. Me gustaría tener dónde volver no para volver sino para tenerlo, nada más, y ahora no voy a tener. Porque don Alejo se va a morir. La certidumbre de la muerte de don Alejo vació la noche y Pancho tuvo que aferrarse de su manubrio para no caer en ese abismo.

—Compadre.

—¿Qué le pasa?

No supo qué decir. Era sólo para oír su voz. Para ver si realmente quería ser como Octavio, que no tenía dónde volver y no le importaba. Era el hombre más macanudo del mundo porque se hizo su situación solo y ahora era dueño de una estación de servicio y del restaurancito del lado en el camino longitudinal, por donde pasaban cientos de camiones. Hacía lo que quería y le pasaba para la semana a su mujer, no como la Ema, que le sacaba toda la plata, como si se la debiera. Octavio era un gran hombre, gran, gran. Era una suerte haberse casado con su hermana. Uno sentía las espaldas cubiertas.

—Quedó a mano, entonces. Mejor no tener nada que ver con ellos. Son una mugre, compadre, se lo digo yo, usted no sabe en las que me han metido estos futres de porquería.

Iban llegando al pueblo.

—¿A dónde vamos?

—A celebrar.

—¿Pero a dónde?

—¿A dónde cree, pues, compadre?

—Donde la Japonesita.

—Adonde la Japonesita, entonces.

CAPÍTULO IX

La Japonesita apagó el chonchón.

—Es él.

—¿Otra vez?

Después que cerraron las puertas del camión transcurrió un minuto espeso de espera, tan largo que parecía que los hombres que bajaron se hubieran extraviado en la noche. Cuando por fin golpearon en la puerta del salón, la Manuela apretó su vestido de española.

—Me voy a esconder.

—Papá, espere…

—Me va a matar.

—¿Y yo?

—Qué me importa. A mí me la tiene jurada. No tengo nada que ver con lo que te pase a ti.

Salió corriendo al patio. Si se salvaba de ésta seguro que se moría de bronconeumonía como todas las viejas. ¿Qué tenía que ver ella con la Japonesita? Que se defendiera si quería defenderse, que se entregara si quería entregarse, ella, la Manuela, no estaba para salvar a nadie, apenas su propio pellejo, y menos que nadie a la Japonesita que le decía «papá», papá cuando una tenía miedo de que Pancho viniera a matarla por loca. Lo mejor era escabullirse por el sitio del lado para ir a pasar la noche donde la Ludovinia, caliente siempre en su dormitorio, y cama de dos plazas, no, no, nada de meterse en cama con mujeres, ya sabía lo que podía pasarle. Pero a la Ludo quizá le quedaran sopaipillas de la hora del almuerzo y se las calentara en el rescoldo y le diera unos matecitos y pudieran ponerse a hablar de cosas tan lindas como los sombreros de Misia Blanca cuando se usaban los sombreros y olvidarse de esto, porque esto sí que no se lo iba a contar a la Ludo para que no le preguntara y no tener que hablar. Hasta que esto retrocediera entrando en la oscuridad que se lo va tragando y entonces una le diría a la Ludo que sí, fíjate, mañana tal vez pudiera decírselo, fíjate que la chiquilla por fin se decidió y se llevó al hombre para la pieza, ya estaba bueno de leseras, ahora sí que nos vamos a quedar tranquilas, y toda la oscuridad rodeando todo hasta que fuera hora de dormir y poder ir dejándose caer gota a gota, dentro del charco del sueño que crecería hasta llenar entero el cuarto tibio de la Ludo.

La luz se encendió de nuevo en el salón. Un hombre apareció en el rectángulo. La aguja de la victrola comenzó a raspar un disco. Octavio se apoyó en el marco de la puerta. La Manuela dio un paso atrás, abrió la reja del gallinero y se escondió debajo de la mediagua junto a la escalerilla blanqueada por la caca de las gallinas, y el pavo de la Lucy comenzó a rondar, inflado, furioso, todas las plumas erizadas. La Manuela se metió una mano debajo de la camisa para calentársela: cada uno de los pliegues de su piel añeja era como de cartón escarchado, y la retiró. Ahora bailaban. La Japonesita cruzó el rectángulo de luz, prendida a Pancho Vega.

En un rato más iban a comenzar a registrar la casa para buscarla. ¡Si la Japonesita fuera lo suficientemente mujer para entretenerlos, para desviar sus bríos hacia ella misma, que tanto los necesitaba! Pero no. Iban a registrar. La Manuela lo sabía, iban a sacar a las putas de sus cuartos, a deshacer la cocina, a buscarla a ella en el retrete, tal vez en el gallinero, a romperlo todo, los platos y los vasos y la ropa, y a ellas, y a ella si llegaban a encontrarla. Porque a eso habían venido. A mí no van a engañarme. Esos hombres no habían brotado así nomás de la noche para acudir a la casa y acostarse con una mujer cualquiera y tomar unas jarras de vino cualesquiera, no, vinieron a buscarla a ella, para martirizarla y obligarla a bailar. Sabían que a ella se le había puesto entre ceja y ceja que no quería bailar para ellos, tal como el año pasado se le puso a Pancho que sí, que tenía que bailarle, roto bruto, viene por ella, la Manuela lo sabe. Mientras tanto se conformaba con bailar con la Japonesita. Pero después iba a buscarla a ella. Sí, podía haberme ido donde la Ludo. Pero no. La Japonesita bailaba, raro, porque no bailaba nunca, ni aunque le rogaran. No le gustaba. Ahora sí. La vio girar frente a la puerta abierta de par en par, pegada a él, como derretida y derramada sobre Pancho, con sus bigotes negros escondidos en el cuello de la Japonesita, sus bigotes sucios, el borde de abajo teñido de vino y nicotina. Y agarrándole el nacimiento de las nalgas, sus manos manchadas de nicotina y de aceite de máquina. Y Octavio parado en el vano de la puerta, fumando, esperando: después lanzó el cigarrillo a la noche y entró. El disco se detuvo. Una carcajada. Un grito de la Japonesita. Una silla cae. Algo le están haciendo. La mano de la Manuela metida de nuevo entre su piel y su camisa justo donde late el corazón, aprieta hasta hacerse doler, como quisiera hacerle doler el cuerpo a Pancho Vega, por qué grita de nuevo la Japonesita, ay, ay, papá que no me llame, que no me llame así otra vez porque no tengo puños para defenderla, sólo sé bailar, y tiritar aquí en el gallinero.

…Pero una vez no tirité. El cuerpo desnudo de la Japonesa Grande, caliente, ay, si tuviera ese calor ahora, si la Japonesita lo tuviera para así no necesitar otros calores, el cuerpo desnudo y asqueroso pero caliente de la Japonesa Grande rodeándome, sus manos en mi cuello y yo mirándole esas cosas que crecían allí en el pecho como si no supiera que existían, pesadas y con puntas rojas a la luz del chonchón que no habíamos apagado para que ellos nos miraran desde la ventana. Por lo menos esa comprobación exigieron. Y la casa sería nuestra. Mía. Y yo en medio de esa carne, y la boca de esa mujer borracha que buscaba la mía como busca un cerdo en un barrial aunque el trato fue que no nos besaríamos, que me daba asco, pero ella buscaba mi boca, no sé, hasta hoy no sé por qué la Japonesa Grande tenía esa hambre de mi boca y la buscaba y yo no quería y se la negaba frunciéndola, mordiéndole los labios ansiosos, ocultando la cara en la almohada, cualquier cosa porque tenía miedo de ver que la Japonesa iba más allá de nuestro pacto y que algo venía brotando y yo no… Yo quería no tener asco de la carne de esa mujer que me recordaba la casa que iba a ser mía con esta comedia tan fácil pero tan terrible, que no comprometía a nada pero… y don Alejo mirándonos. ¿Podíamos burlarnos de él? Eso me hacía temblar. ¿Podíamos? ¿No moriríamos, de alguna manera, si lo lográbamos? Y la Japonesa me hizo tomar otro vaso de vino para que pierdas el miedo y yo tomándomelo derramé medio vaso en la almohada junto a la cabeza de la Japonesa cuya carne me requería, y otro vaso más. Después ya no volvió a decir casi nada. Tenía los ojos cerrados y el rimmel corrido y la cara sudada y todo el cuerpo, el vientre mojado sobre todo, pegado al mío y yo encontrando que todo esto está de más, es innecesario, me están traicionando, ay qué claro sentí que era una traición para apresarme y meterme para siempre en un calabozo porque la Japonesa Grande estaba yendo más allá de la apuesta con ese olor, como si un caldo brujo se estuviera preparando en el fuego que ardía bajo la vegetación del vértice de sus piernas, y ese olor se prendía en mi cuerpo y se pegaba a mí, el olor de ese cuerpo de conductos y cavernas inimaginables, ininteligibles, manchadas de otros líquidos, pobladas de otros gritos y otras bestias, y este hervor tan distinto al mío, a mi cuerpo de muñeca mentida, sin hondura, todo hacia afuera lo mío, inútil, colgando, mientras ella acariciándome con su boca y sus palmas húmedas, con los ojos terriblemente cerrados para que yo no supiera qué sucedía adentro, abierta, todo hacia adentro, pasajes y conductos y cavernas y yo allí, muerto en sus brazos, en su mano que está urgiéndome para que viva, que sí, que puedes, y yo nada, y en el cajón al lado de la cama el chonchón silbando apenas casi junto a mi oído como en un largo secreteo sin significado. Y sus manos blandas me registran, y me dice me gustas, me dice quiero esto, y comienza a susurrar de nuevo, como el chonchón, en mi oído y yo oigo esas risas en la ventana: don Alejo mirándome, mirándonos, nosotros retorciéndonos, anudados y sudorosos para complacerlo porque él nos mandó hacerlo para que lo divirtiéramos y sólo así nos daría esta casa de adobe, de vigas mordidas por los ratones, y ellos, los que miran, don Alejo y los otros que se ríen de nosotros, no oyen lo que la Japonesa Grande me dice muy despacito al oído, mijito, es rico, no tenga miedo, si no vamos a hacer nada, si es la pura comedia para que ellos crean y no se preocupe mijito y su voz es caliente como un abrazo y su aliento manchado de vino, rodeándome, pero ahora importa menos porque por mucho que su mano me toque no necesito hacer nada, nada, es todo una comedia, no va a pasar nada, es para la casa, nada más, para la casa. Su sonrisa pegada en la almohada, dibujada en el lienzo. A ella le gusta hacer lo que está haciendo aquí en las sábanas conmigo. Le gusta que yo no pueda: con nadie, dime que sí, Manuelita linda, dime que nunca con ninguna mujer antes que yo, que soy la primera, la única, y así voy a poder gozar mi linda, mi alma, Manuelita, voy a gozar, me gusta tu cuerpo aterrado y todos tus miedos y quisiera romper tu miedo, no, no tengas miedo Manuela, no romperlo sino que suavemente quitarlo de donde está para llegar a una parte de mí que ella, la pobre Japonesa Grande, creía que existía pero que no existe y no ha existido nunca, y no ha existido nunca a pesar de que me toca y me acaricia y murmura… no existe. Japonesa bruta, entiende, no existe. No mijita, Manuela, como si fuéramos dos mujeres, mira, así, ves, las piernas entretejidas, el sexo en el sexo, dos sexos iguales, Manuela, no tengas miedo al movimiento de las nalgas, de las caderas, la boca en la boca, como dos mujeres cuando los caballeros en la casa de la Pecho de Palo les pagan a las putas para que hagan cuadros plásticos… no, no, tú eres la mujer, Manuela, yo soy la macha, ves cómo te estoy bajando los calzones y cómo te quito el sostén para que tus pechos queden desnudos y yo gozártelos, sí tienes Manuela, no llores, sí tienes pechos, chiquitos como los de una niña, pero tienes y por eso te quiero. Hablas y me acaricias y de repente me dices, ahora sí Manuelita de mi corazón, ves que puedes… Yo soñaba mis senos acariciados, y algo sucedía mientras ella me decía sí, mijita, yo te estoy haciendo gozar porque yo soy la macha y tú la hembra, te quiero porque eres todo, y siento el calor de ella que me engulle, a mí, a un yo que no existe, y ella me guía riéndose, conmigo porque yo me río también, muertos de la risa los dos para cubrir la vergüenza de las agitaciones, y mi lengua en su boca y qué importa que estén mirándonos desde la ventana, mejor así, más rico, hasta estremecerse y quedar mutilado, desangrándome dentro de ella mientras ella grita y me aprieta y luego cae, mijito lindo, qué cosa más rica, hacía tanto tiempo, tanto, y las palabras se disuelven y se evaporan los olores y las redondeces se repliegan, quedo yo, durmiendo sobre ella, y ella me dice al oído, como entre sueños: mijita, mijito, confundidas sus palabras con la almohada. No le contemos a nadie mira que es una vergüenza lo que me pasó, mujer, no seas tonta, Manuela, que te ganaste la casa como una reina, me ganaste la casa para mí, para las dos. Pero júrame que nunca más, Japonesa por Dios que asco, júrame, socias, claro, pero esto no, nunca más porque ahora ya no existe ese tú, ese yo que ahora estoy necesitando tanto, y que quisiera llamar desde este rincón del gallinero, mientras los veo bailar allá en el salón…

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