Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Las mismas nociones liberales que defendía John Ball se hallaban en las canciones de los trovadores, pequeñas semillas que a Colin también lo conducían a cuestionar el orden divino. ¿Por qué Dios dispuso que unos pocos bebieran buen vino en copas de plata y lucieran finas pieles, mientras otros se envolvían en cuero mal curtido y bebían agua sucia de un vaso de madera? ¿De verdad Dios había decidido quién debía servir y quién debía ser servido? ¿O era el orden divino simplemente una gran confabulación, urdida por reyes y obispos, para controlar a los pobres? Según la Iglesia, era una herejía afirmar que Dios creó a todos los hombres iguales o que cada uno debía obtener su propia recompensa.
El sacerdote loco elevó la voz con cadenciosa indignación moral:
—Cuando Eva tejía y Adán era labrador, ¿quién era a la sazón el señor?
Palabras conocidas, palabras de igualdad. Palabras radicales según las cuales ricos y pobres, nobles y siervos venían de un mismo origen. Colin había oído esas mismas palabras cantadas bajo la tarima de los señores muchas veces. El señor y sus invitados siempre aplaudían, asintiendo con aprobación, como si semejantes críticas no fueran destinadas a ellos, sino a otra nobleza en otra Inglaterra. Pero ahora, en boca de John Ball, cuyos ojos febriles parecían los de un profeta loco, esas palabras parecían más peligrosas. Colin había visto una vez cómo se lo llevaban al cepo por alterar el orden; quería mantenerse lo más lejos posible de ese hombre. Pero John Ball estaba a menos de treinta pies del carro y buscaba público. «¡Huid de la ira que se avecina!», clamaba. Sí, claro, ¿y adónde iba a huir? No al fondo del carro. Retrocedió para ocultarse entre las sombras, pero al moverse llamó la atención del cura. John Ball calló en medio de una frase, bajó los brazos y los cruzó, escondiendo las manos dentro de sus grandes mangas de monje.
Colin intentó desviar la vista para no mirar al sacerdote, que lo observaba fijamente. Pero cada vez que apartaba la mirada, una cadena invisible lo obligaba a volver a fijarla en él. El sacerdote tenía mechones de pelo cano pegados en el cuello y la cara. El agua resbalaba desde los ojos y le caía de la nariz como lágrimas. Colin sintió que su mirada penetraba en el carro y lo atraía.
El sacerdote empezó a acercarse. Demasiado tarde para cerrar la portezuela. Habría sido como darle un portazo en las narices.
—Cuando Eva tejía y Adán era labrador, ¿quién era a la sazón el señor? Haríais bien, joven, en escuchar estas palabras.
—Ya las he oído. —¿Lo imaginaba o había cesado el movimiento chirriante del carro? Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás; ya había iniciado una conversación con el infame John Ball—. Yo mismo he cantado esas palabras acompañado de mi laúd.
Eso sí era una mentira. Nunca las había cantado; su repertorio sólo incluía canciones de amor. Pero sus compañeros sí las cantaban.
—Ya, pero ¿las habéis cantado desde el alma? ¿Os encendieron el corazón? —Se golpeó el pecho—. ¿Veis al campesino muerto de hambre en su choza de barro cuando las cantáis? ¿Oléis el hedor del pus que mana de sus heridas abiertas en los pies envueltos en trapos? ¿Sentís el peso del rey en su espalda, la rodilla de la Iglesia en su cuello, el dolor en su corazón?
Colin no supo cómo contestar a unas palabras tan virulentas. Detrás de él oyó una risa burlona y una carcajada. Tosió para que el sacerdote no las oyera. La lluvia penetró en el carro arrastrada por una ráfaga de viento.
—Está entrando la lluvia, padre. Debo cerrar la portezuela. Os invitaría a resguardaros de la lluvia, pero el carro está... lleno.
Los ojos del anciano eran del color de un mar agitado.
—¡El antiguo orden será destruido! ¿Acaso no descendemos todos de Adán y Eva? No habrá vasallos ni señores, Dios no consentirá semejantes abusos en su nombre. Esta vez no serán inundaciones. Nos desprenderemos del yugo de los malvados clérigos y príncipes. ¡Esta vez el castigo vendrá en forma de fuego!
—Sí, padre, lo recordaré.
De pronto se acordó del fuego en la lonja. El pecado ¿de quién? ¿Qué pecador?
El predicador sacó un panfleto húmedo del interior de su sotana y se lo dio antes de alejarse, murmurando y cabeceando, sin importarle la lluvia, sin más pecadores que escucharan sus advertencias que los que tenía en la cabeza. Colin echó un vistazo al panfleto y le costó descifrar las palabras en la penumbra. Sobre el oficio pastoral, de John Wycliffe. No estaba en francés ni en latín, sino en inglés, pero eso también era lógico si el mensaje iba dirigido a las clases bajas. Iba a romperlo y tirarlo al barro con el resto de la basura de los comediantes, pero volvió a mirarlo y luego lo dobló y se lo guardó en la camisa. Tal vez debía leerlo, al menos el sacerdote loco le había dado algo en qué pensar para apartar a Rose de su cabeza por un momento.
A sus espaldas, oyó la pandereta y la voz burlona de Jack el del Sombrero de Plumas.
—Cuando Eva tejía y Adán era labrador... Ay, lo siento en el alma.
Y le respondió una risa aguda. —Eso que sientes no es tu alma.
—¿Será la tuya?
—Está un poco más abajo que mi alma, creo. —Otra carcajada.
Cielo santo, ¿iban a empezar otra vez? Colin desató la portezuela y la dejó caer. Se cerró con un sonoro golpe y el carro se sumió en la oscuridad.
—Oye —protestaron los del fondo.
El carro olía a moho y almizcle. Colin se envolvió en una manta, hundió la cara en las manos y esperó que parara de llover.
Las lluvias también llegaron a Blackingham, provocando inundaciones en Norwich y Aylsham e incluso en lugares situados tan al sur como Cambridge. Los ríos Yare, Ouse y Wensum, normalmente poco profundos, se desbordaron, y el agua llegó a las ciénagas y los pantanos llenos de turba, donde los únicos viajeros eran las anguilas y las culebras acuáticas que surcaban las anchas aguas y atravesaban los lagos dejando estelas curvas y silenciosas a su paso. Las inundaciones trajeron consigo sufrimiento, barro y desesperación.
En abril, un gran número de peregrinos acostumbraba coger la carretera para ir a Canterbury y Walsingham; los que iban a Norwich eran menos porque la ciudad no albergaba reliquias de santos antiguos, aunque algunos peregrinos realizaban el viaje para ver a la mujer santa de San Julián. Pero ese año todos los caminos del norte de Cambridge eran ríos de barro desiertos. Sólo algún que otro carretero maldecía y tiraba de su carreta por el lodazal para liberar las ruedas del barro.
Era poco el tráfico que iba y venía de la prisión. Kathryn no había vuelto a ver a Finn desde aquel doloroso encuentro. Agnes le contó que el enano había llevado un mensaje para Rose, pero había insistido en entregárselo en mano. El hombrecillo no había dejado ningún mensaje para ella.
Rose estaba encantada.
—He recibido un mensaje de mi padre —dijo a Kathryn—. Teníais razón, dice que se alegra por el bebé, que no está nada enfadado. ¡Qué alivio! —Sus dientes blancos resplandecían en contraste con la piel aceitunada— Medio Tom ha esperado a que yo escribiera una respuesta. Mi padre me pedía un bucle de mi pelo, ¿lo veis? —Señaló un mechón más corto que se rizaba junto a su cara— He pensado que si me lo cortaba aquí, cada vez que caiga el mechón ante mis ojos me acordaré de mi padre y rezaré un padre nuestro por él.
Rose rebosaba salud. Había empezado a mejorar desde el día en que Kathryn le dijo que había visto a Finn, que estaba bien y que había preguntado por su bonita hija. Le había presentado una imagen más halagüeña de sus circunstancias, sin mencionarle el dolor que había visto en sus ojos. Le había mentido, diciendo que se dieron un festín juntos a base de sidra caliente y galletas de azúcar, y le prometió llevarla a verlo después de nacer el bebé: sí, le había dicho lo del bebé, y no, no estaba enfadado con ella, aunque quizá lo estaba un poco con Colin. Al oír el nombre de Colin, Rose se mordió el labio inferior y cerró los ojos. Kathryn casi sintió el ardor de las lágrimas contenidas en sus propios ojos. Pero Rose pronto había recuperado el buen humor.
A partir de entonces la muchacha volvió a mostrar su antiguo talante alegre. Incluso recobró el apetito. Las reservas del invierno se estaban agotando, pero Kathryn se aseguró de que la chica tuviera algo más para comer que carne seca o salada y centeno mohoso. Ordenó matar dos corderos, muy a pesar de Simpson, que se atrevió a discutir su orden, proponiendo una vieja oveja estéril. Pero ¿a él qué le importaba? También le había dicho a Agnes que preparara el postre favorito de Rose, crema de maíz, al menos una vez a la semana.
La joven tenía una barriga proporcionadamente redonda; apuntaba hacia arriba. Iba a ser niña, pensó Kathryn.
Un día de abril, cuando Kathryn creyó que el constante tamborileo de la lluvia la enloquecería, nació su nieta.
—No respira —dijo Rose entrecortadamente después de que la comadrona cortara el cordón y tendiera al pequeño bebé, todavía mojado y pegajoso, sobre su pecho.
La comadrona cogió a la recién nacida por las piernas y la sostuvo boca abajo —sin hacer caso del grito de Rose— y la obligó a expulsar la mucosidad de los pulmones. Kathryn sintió un profundo alivio al oír el llanto débil pero insistente.
—Sujetadla bien, para que oiga los latidos de vuestro corazón —indicó la comadrona después de limpiar y envolver a la recién nacida en una manta.
—Quiero llamarla Jasmine —dijo Rose a Kathryn mientras mecía a su hija— Mi padre decía que mi madre olía a jazmín.
—Es un nombre bonito, Rose, pero ¿no sería mejor ponerle uno más normal, como Anne o Elizabeth?
—Podría llamarla Rebekka, como mi madre.
Rose parecía tan joven, pensó Kathryn, poco más que una niña, pese a haber soportado los dolores del parto mejor que algunas mujeres. Había chillado una sola vez, cuando la niña coronó. Le había apretado la mano a Kathryn con tal fuerza que le había salido un moretón en la muñeca. Rose todavía tenía el pelo húmedo del sudor, con un rizo, del mechón que se había cortado para su padre, pegado a la mejilla. Kathryn le acarició la frente y le apartó el rizo, pensando en la ancha frente de Finn. Pensando también en los problemas que tendría una niña con un nombre judío, en cómo les complicaría la vida a todos.
—Jasmine es un nombre más bonito que Rebekka, creo. Y honra el recuerdo de tu madre. Le pega a tu niña; es tan pequeña y bonita como una flor de jazmín.
Nacida cuatro semanas antes de tiempo según las cuentas de Kathryn, la criatura era tan diminuta que Kathryn casi podía sostenerla con las manos ahuecadas. Después de mamar, la cogió de los brazos de su madre y envolvió los miembros, el pequeño y frágil torso, incluso la cabeza, en suaves vendas de tela para prevenir desviaciones de los huesos blandos.
—Es un poco pequeña —dijo la comadrona cuando Kathryn le pagó—, pero tiene energía. No debéis preocuparos por su alma. Cuando coronaba, la he bautizado en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Le he puesto un nombre cristiano, Anna, por la madre de la Virgen. Siempre bautizo a todas las recién nacidas con ese nombre. Ha llegado al mundo con un nombre cristiano y lo abandonará igual. Aunque si vive, claro está, querréis hacerlo en una iglesia como Dios manda.
«Es una niña cristiana —pensó Kathryn—. La hija de Colin», y advirtió con alivio que la pelusilla en la cabeza de la criatura al secarse adquiría un tono rubio rojizo claro. No era una niña judía.
—Con tu bautizo será suficiente, ¿no? —preguntó.
—Ah, sí, claro. —La comadrona sacó un frasco de agua bendita del bolsillo—. La bendijo el propio padre Benito y me enseñó lo que hay que decir en caso de que peligre la vida del bebé.
Tras la marcha de la comadrona, Kathryn se quedó vigilando junto a la cama de Rose. ¿La muchacha había sido bautizada? ¿Acaso Finn no habría insistido en ello? Pero entonces pensó en lo mucho que Finn había amado a su hija. A lo mejor ella no se había convertido. ¿Se habría casado con ella en cualquier caso? Mientras pensaba en la pequeña cruz de filigrana que colgaba del cuello de Rose se quedó dormida, ya más tranquila.
Cuando la recién nacida quiso comer otra vez —como Rose se había dormido y Kathryn cabeceaba junto a la cama, parecía que habían pasado sólo unos minutos—, su madre no tenía nada, ni siquiera la clara sustancia viscosa que precedía a la leche. Jasmine protestó con un leve gemido, apretando el pezón hinchado del pecho derecho de Rose con su boquita en forma de pimpollo.
—Prueba con el izquierdo.
Pero Jasmine lloró más fuerte, arrugando de rabia el rostro pequeño y rosado. Rose, todavía débil por el largo parto, también rompió a llorar. «Dos niñas llorando», pensó Kathryn, y suspiró. Estaba agotada, casi tanto como si ella hubiera dado a luz.
—Ahora debes descansar, Rose —le dijo— Ya tendrás más leche. Cuidaremos de la niña hasta que estés mejor. Mientras, le daremos leche de oveja con un trapo o buscaremos una nodriza en el pueblo.
Se maldecía por haber dejado marchar a la comadrona.
Ella habría sabido dónde encontrar una nodriza. Kathryn no sabía ni por dónde empezar.
No advirtió la presencia de la fregona que recogía las sábanas manchadas en un rincón hasta que Magda le tocó suavemente el codo.
—P-perdón, mi señora, a lo mejor se conforma con chupar la punta de vuestro dedo hasta que encontréis l-leche. Mirad, así.
Y antes de que Kathryn pudiera detenerla, Magda cogió a la niña llorosa y le metió la punta del dedo en la boca. Le canturreó suavemente «Lulay, lulay» mientras el bebé chupaba el dedo hasta dormirse. La chica la acostó con cuidado en la cuna.
Kathryn estaba atónita.
—Lo has hecho muy bien, Magda. Creo que podrás ayudarnos con la niña.
La criada se ruborizó de orgullo e hizo una rápida reverencia. —Por favor, mi señora, si necesitáis una nodriza, mi madre todavía tiene leche. ¿Queréis que vaya a buscarla?
«¡Que si quiero que vaya a buscarla!», Kathryn habría llorado de alivio. Sabía que algunas campesinas todavía amamantaban a sus hijos mucho después de la edad del destete, en la creencia de que no se quedarían embarazadas mientras dieran de mamar. Otras, desnutridas, se quedaban sin leche demasiado pronto y se les morían los hijos. Al menos podía evitar que le sucediera eso a la nieta de Finn.
—Sí, por favor, ve corriendo —ordenó a Magda—. Dile a tu madre que se le pagará bien. —y cogiéndole la mano a Rose—: ¿Lo ves, Rose? Ya tenemos una nodriza. Tú ahora descansa, ya verás como todo irá bien. Yo vigilaré a tu bebé hasta que vuelva Magda.