El maestro iluminador (40 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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En realidad, nunca habían hablado de temas espirituales. Mejor dicho, no habían hablado de nada. Era su confesor, y nada más. Él acudía a diario a la ventana de la capilla a través de la cual decía misa. Su relación giraba en torno a ese ritual.

—El obispo no suele tratar conmigo —respondió.

—Vino a verme el martes pasado. Pensé que a lo mejor lo visteis entonces.

—El martes tuve que ir a la prisión del castillo para celebrar el oficio de difuntos por un ahorcado.

La mano de ella se detuvo en la mejilla herida. ¿Se atrevería a preguntar cómo se llamaba?

—¿Los últimos ritos para un condenado? ¿Eso es habitual?

—Cuando el criminal pide la confesión, la Iglesia intenta complacerlo.

—¿Y este hombre... quién..., qué crimen cometió?

—Cazó ciervos del rey.

O sea que no era Finn, sino un pobre campesino, un padre, un marido o un hijo ajusticiado por haber tenido la osadía de abastecerse de carne para su mesa. Siguió curando la herida.

—Rezaré por el alma de ese pobre hombre —dijo mientras tapaba el tarro del ungüento— Llevaos esto y ponéoslo en la herida todos los días. Me temo que os quedará una pequeña cicatriz como recordatorio de que hay que tener cuidado cuando se podan espinos.

—¿Espinos? Ah, sí, eso haré, tendré más cuidado.

—Habéis tenido suerte de que esa rama no os haya dado en un ojo.

—Sí, desde luego —dijo, y como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Tengo un paño del altar para zurcir. Se le han salido los hilos del bordado... Estos acólitos son unos descuidados. Os lo dejaré en la ventana de la capilla para que lo cosáis. Cuando hayáis acabado de leer los libros que os envió el obispo, claro.

—Lo haré inmediatamente.

El padre se levantó para marcharse y de pronto vaciló. ¿Iba a decir algo del obispo? ¿Estaba buscando las palabras para abordar cuestiones de ortodoxia?

—Anacoreta...

—¿Sí?

—En cuanto a vuestra gata...

—Ah, sí, mi gata, Jezabel. ¿Qué le pasa?

—Seguramente no volverá hasta dentro de mucho tiempo. —Una pausa. Parecía mirar más allá de ella, hacia el interior de la capilla en sombras por la ventana a través de la cual le administraba la comunión— Os conseguiré otro gato.

Al día siguiente, un gato viejo apareció en la ventana de su jardín. Era un animal gordo, lento y perezoso, un cazador de ratones retirado procedente de la cocina del priorato de Carrow. Se pasaba casi todo el día dormitando en la ventana del jardín, sin prestar la menor atención a los ratones que correteaban por la capilla.

XIX

Once santos varones convirtieron el mundo entero a la religión verdadera; por lo que las actuales generaciones deberían convertirse más fácilmente, puesto que ahora tenemos muchos maestros, sacerdotes y predicadores, y un Papa por encima de todos.

WILLIAM LANGLAND.

La visión de Pedro el labrador (siglo
XIV
)

Medio Tom había intentado ver a Finn dos veces en las últimas dos semanas. Cada jueves había realizado el arduo trayecto hasta el mercado, no porque tuviera gran cosa que vender —tanto compradores como vendedores escaseaban en invierno—, sino porque no perdía la esperanza de ver a su amigo. Y cada jueves lo habían echado, una vez el guardia hosco que lo maltrató en La Hija del Mendigo, cuando Finn acudió en su ayuda, y la otra un alguacil impaciente que afirmó no saber nada del preso. Ninguno de los dos tuvo la menor paciencia con un enano de las tierras pantanosas.

Esta vez estaba decidido y tenía un plan. El miércoles recorrió el largo camino hasta Blackingham, y no lo hizo sólo para comer el potaje de la vieja cocinera —que últimamente le había cogido manía— o para ver a la bonita fregona que tanto lo había asustado con sus cantos en el árbol de las abejas. No podía añadir pulgadas a su altura, pero sí a su condición social vistiendo la librea de una casa noble. Una casa ducal lo habría convertido en gigante. Pero como no conocía a ningún duque, tendría que conformarse con la casa de un caballero.

«Coge el de un mozo bajito», le había dicho a Magda cuando conspiraron para robar el uniforme de la lavandería de Blackingham.

Ahora, tras volver ella con el trofeo robado, estaban los dos solos en la oscura y acogedora cocina, con el gran fuego y el aroma del guiso que se cocía en la chimenea. Ella se rió cuando él se puso el uniforme azul, pero a él no le importó. Agitó los brazos en el aire, sacudiendo la tela sobrante como un bufón, para inspirar más risas. Para él, sus carcajadas eran tan embriagadoras como el hidromiel e igual de excepcionales, pues rara vez se las ofrecía a nadie.

—No inspiráis ningún respeto con esa pinta de espantapájaros —dijo ella con lágrimas de regocijo en las mejillas— Seguro que os enviarán a la mazmorra con maese Finn.

Medio Tom nunca la había oído pronunciar tantas palabras juntas. Empezó a saltar a la pata coja, tropezando con las perneras demasiado largas, esperando que dijera algo más. Pero ella frunció la boca en un gesto de concentración y, tras coger el cuchillo de la cocina, le ordenó que se subiera a un taburete.

Se dispuso a cortar la tela sobrante: primero las mangas, después las perneras.

—No os mováis o la librea de lady Kathryn se manchará de sangre.

El permaneció inmóvil, como si estuviera observando a ciervos comer en el bosque, temiendo respirar para no asustarla y romper el hechizo de su proximidad. Quería alargar la mano y tocarle el pelo, pero no se atrevió. Oyó el chirrido de la pesada puerta de roble al abrirse: Agnes volvía. No vería con buenos ojos ninguna señal de afecto por parte de un medio hombre hacia la muchacha a quien trataba como a una hija.

—¿Se puede saber qué tonterías estáis tramando? —preguntó la cocinera dejando en el suelo un cesto de nabos.

Magda dejó de cortar y rasgar.

—Hace frío. Deberíais haberme enviado a mí al sótano a cogerlos.

—¿Por qué se ha disfrazado? Ya ha pasado la Navidad, ya no es tiempo de payasadas. —Recogió los trozos de tela del suelo y los observó— ¡Cielos, niña, estás destrozando una librea de Blackingham! ¿Cómo se te ocurre? Esta excelente tela azul no es barata. Lady Kathryn nos la hará pagar con nuestro pellejo..., aunque el de uno que yo me sé tampoco es que valga gran cosa —añadió, y lo fulminó con la mirada.

Medio Tom le explicó su plan.

Con los brazos en jarras y la frente arrugada, Agnes reflexionó. Medio Tom le sonreía. Pese a su brusquedad —cómo echarle en cara que quisiera vigilar su tesoro—, el enano no dudaba de la bondad de su corazón.

—Es la única manera —insistió.

—Está bien. Iré a buscar mi aguja para coser los dobladillos —dijo la cocinera— Guarda los retales, Magda, es una tela demasiado buena para tirarla.

Al día siguiente Medio Tom se presentó ante el capitán de la prisión en la torre de homenaje.

—Traigo un mensaje de la señora de Blackingham para el preso Finn.

El oficial lo miró de arriba abajo sin levantarse de la silla. Medio Tom agitó un rollo de pergamino ante sus narices; en realidad no era ninguna carta, sino un viejo pedido de suministros para la cocina de Blackingham. Magda lo había ayudado a fundir el lacre otra vez para que no se notara que ya se había roto. El capitán intentó cogerlo. Medio Tom lo escondió a su espalda.

—Lady Kathryn dice que sólo Finn puede romper el sello. Trata de asuntos privados entre un hombre y su hija. Lady Kathryn pide que se me autorice a ver al preso para que su hija sepa que no lo maltratan.

El oficial pareció pensárselo, pero no se movió. .

—Lady Kathryn es amiga de sir Guy de Fontaigne —añadió Medio Tom.

—¿El sheriff ha dado su aprobación?

—Si tiene que pedirla, tendrá que explicar que os habéis negado a acceder a su petición, ¿no? —Suspiró de manera exagerada— y es posible que entonces se enfade.

El capitán sonrió.

—Negociáis como un hombre hecho y derecho. —Se levantó—. Seguidme.

El enano lo siguió por la escalera curva. Después de subir dos pisos, el capitán utilizó las grandes llaves que colgaban de su cinturón para abrir una puerta de reja de hierro y ordenó a Medio Tom que esperara en el pasillo.

—Es un favorito del obispo. Si están jugando al ajedrez, a su ilustrísima no le gustará que lo molesten.

—¿El obispo?

—Sí, viene a verlo al menos una vez por semana. Mantienen acaloradas discusiones sobre teología.

Medio Tom no sabía qué significaba «teología». ¿Por qué un obispo iba a visitar a un prisionero si no era para interrogarlo? Una sensación de pavor se posó en los hombros del enano como la capucha de un monje. Había oído historias, historias terribles, acerca de potros, poleas, jaulas con púas y hierros de marcar. Tenía que estar loco para meterse en la boca del lobo. Pero estaba en deuda con el iluminador, que al menos se hallaba en un lugar por encima del nivel del suelo, a juzgar por el número de escalones que habían subido.

El capitán no tardó en volver y le indicó que entrara en la habitación al final del pasillo. Allí no había una puerta de hierro, sino de madera, y estaba abierta.

—Golpead esta reja cuando queráis marchar. Hay un guardia al pie de la escalera.

Medio Tom casi lloró de alivio cuando asomó la cabeza por el umbral de la puerta. La habitación, cálida y amueblada con una cama y un escritorio, estaba limpia y llena de luz, que entraba por una alta ventana y se derramaba sobre la mesa. Enseguida reconoció a Finn, más delgado y encorvado de lo que recordaba. Pero era él, sentado ante un escritorio y pincel en mano, como si no estuviera encarcelado.

El enano se aclaró la garganta. El iluminador alzó la mirada y sonrió de oreja a oreja.

—¡Medio Tom! Viejo amigo, pasa. —Finn se levantó con movimientos rígidos— ¡Dichosos los ojos que te ven! ¿Tienes noticias de Blackingham? Ven, siéntate en mi silla, yo me quedaré de pie. —Acercó la silla al fuego de carbón e hizo una mueca de dolor— Te ha enviado lady Kathryn, lo sé por la librea.

Medio Tom no supo qué decir y se rió tímidamente.

—El uniforme es sólo un truco. Intenté verte un par de veces y no pude, así que «pedí prestado» el uniforme, con una pequeña ayuda.

—Ah, creía que... —Una mirada adusta y cansada asomó a sus ojos, y una expresión de decepción en su rostro.

—Pero volveré a Blackingham. Me han pedido noticias tuyas.

Finn sonrió débilmente como si supiera que Medio Tom sólo lo decía por amabilidad.

—¿Y mi hija? ¿Está bien?

—No he oído lo contrario, aunque estoy seguro de que echa de menos a su padre. —Se sentó en el suelo, con cuidado de no ensuciar la librea— Coge tú la silla. ¿Dónde se sienta el obispo cuando viene de visita?

—El obispo trae su propia silla.

—¿Te duele algo, Finn? Veo que no mueves el costado. —Medio Tom se acordó de los instrumentos de tortura que había evocado su imaginación poco antes.

—Un pequeño regalo de despedida de Sykes. ¿Te acuerdas del guardia en La Hija del Mendigo?

—Estoy en deuda contigo.

—Sólo me debes lo que un amigo le debe a otro. Pero sí hay algo en lo que puedes ayudarme.

—¿A fugarte? Cuenta conmigo.

—No, viejo amigo, no pienso fugarme, eso no es posible. Pero antes permíteme que te ofrezca un refrigerio. Mi criado ha traído viandas más que suficientes para compartir. A ver qué hay aquí. —Retiró el trapo de un cesto junto a la chimenea. Un sabroso aroma a caldo de carne y verduras inundó la habitación.

—¿Tienes criado?

Finn soltó una risa amarga.

—Mis circunstancias han cambiado mucho en las últimas dos semanas. Parece que soy un valioso esclavo.

Medio Tom examinó el escritorio: los tarros de pintura y los pinceles, el alto panel de madera apoyado contra un rincón donde ya se había pintado un fondo azul.

—¿Estás pintando para el obispo?

—Henry Despenser quiere un retablo de cinco paneles para la catedral. Esa pieza es el hilo del que pende mi vida. Pienso estirarlo hasta que sea tan fino como el hilo de oro de la redecilla de una dama.

Medio Tom negó con la cabeza, rechazando el plato de comida que el iluminador le ofreció. No sabía si ésa sería la única comida caliente que tendría Finn en una semana.

—Vamos, come. Tengo todo lo que quiero, el obispo alimenta bien a sus animales domésticos.

—¿Seguro?

—Seguro. A menudo tiro las sobras por la ventana para que las aprovechen los peces del río. Creo que quedan decepcionados, que esperan algo vivo.

—Aquí el río es más profundo. Un hombre puede tirarse y sobrevivir si sabe nadar —sugirió Medio Tom.

—Tengo que pensar en mi hija, no puedo ponerla en peligro. En eso intervienes tú.

—Pide lo que quieras.

—Sólo que actúes de mensajero entre mi hija y yo, que le asegures que su padre sigue sano y salvo. Tengo una carta para ella. —una extraña expresión, como un postigo al cerrarse, asomó a su cara— Y otra para lady Kathryn. Ya están escritas. Esperaba encontrar un mensajero en quien confiar.

Buscó en un arcón donde guardaba pinturas y pinceles, y sacó dos rollos de pergamino bien apretados. Medio Tom los cogió y, cuando se los fue a guardar bajo la elegante túnica con cinturón, se alegró de que hubiese un pequeño bolsillo en el forro precisamente para eso.

—Serán entregadas hoy mismo.

Finn cerró los ojos por un momento y su cara se relajó.

—Hay algo más —dijo.

—Sólo tienes que decirlo.

—Los papeles de Wycliffe. Estoy convencido de la importancia de una traducción al inglés. Al obispo y los suyos no les asiste el derecho a ser los únicos que tienen acceso a Dios. Intenta conseguirme un ejemplar del Evangelio según san Juan de Wycliffe y tráemelo...

Medio Tom sonrió, metió la mano entre la túnica azul y sacó un paquete envuelto con el sello de Oxford.

—Maese Wycliffe me lo dio cuando hice la última entrega —le dijo tendiéndoselo.

—Muy bien. Ahora podré ocupar mis días con algo mejor que los caprichos del obispo. Pero no puedo permitir que encuentren las traducciones. Es posible que registren la celda en cualquier momento. Así que con la excusa de que traes y llevas mensajes de Blackingham, si puedes recoger el texto iluminado, no tendrás que ir a Oxford más que una vez. Haré copias sencillas que podrás dar a cualquier sacerdote lolardo para su divulgación.

—¿Div…?

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