El maestro iluminador (41 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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—Para repartirlas. Los sacerdotes las repartirán para que la gente pueda leer las Escrituras por su cuenta.

—¿Y si el obispo te visita inesperadamente y te descubre? —Medio Tom de pronto imaginó de nuevo potros de tortura y poleas.

—Sus criados siempre vienen antes que él. Pero debo hacerte una advertencia, amigo. Este trabajo será peligroso para cualquiera que se involucre. El obispo se muere por acusar de herejía a Wycliffe y sus seguidores. Wycliffe tiene la protección del duque, tú no.

—Soy lo bastante listo para no cruzarme en el camino del obispo.

—Lo sé. Por eso estás aquí, ¿no?

—Sí, y volveré. Lo prometo.

Se puso en pie y dio un par de palmadas a la túnica, tocando las cartas escondidas en el forro. Finn también se levantó y le tendió la mano.

—Te estaré esperando, amigo.

Un mirlo se posó en el marco de la ventana, picoteó una miga y luego levantó el vuelo. Medio Tom miró a Finn mientras éste contemplaba al pájaro y sintió su anhelo de libertad como si fuera suyo.

El carruaje ya había salido de Norwich y se dirigía a Castle Acre cuando Colin divisó al contorsionista que corría tras ellos. «¡Un momento, conductor!», gritó alguien. El forzudo tendió un brazo y ayudó a su compañero a subir al carro. Tras sentarse encima de una pila de mantas, le dio una palmada a Colin en la rodilla y le dijo que había entregado su mensaje.

Hacía un mes que Colin intentaba enviar un mensaje a su madre, pero los comediantes habían encontrado un lugar de su agrado y se habían entretenido. Su calendario era un tanto flexible.

—Una casa bonita, muchacho, y generosa. Pero estaba todo un poco desierto. Tuve que ir a la cocina para encontrar a alguien. La vieja cocinera me dio esto.

Extendió un trapo manchado de aceite, y Colin reconoció el familiar olor del pan con levadura de Agnes. Se le tensó la garganta de añoranza. Tenía que haber llevado el mensaje él mismo o, mejor aún, tenía que haber vuelto a casa y dicho a su madre que lo había pensado mejor. Pero el fantasma de John le tocó el hombro. Cerró los ojos ante la visión de las cuencas de los ojos vacías y negras del pastor, una visión que no tenía desde que se había unido a la compañía.

—¿Había alguien más en la cocina?

—Sólo un enano que se iba y una moza rubia muy bonita que llegaba. También era muy simpática.

Glynis. Colin sintió que le ardía el rostro en la oscuridad del carro cubierto. Supo a qué se refería con «simpática» por la manera jovial y lasciva con que el comediante pronunció la palabra. Colin se pellizcó con fuerza para ahuyentar las tentaciones del demonio, la familiar agitación no deseada.

—¿Has dejado mi carta?

El carro traqueteaba y se sacudía por el camino lleno de baches. Alguien a su lado derramó su cerveza y gritó maldiciendo al cochero para que tuviera cuidado.

—Sí, muchacho, he dejado la carta. Tu pobre madre estará llorando como una Magdalena porque su niño se ha fugado con una compañía de comediantes. Pero no te preocupes, cuidaremos de ti y te entregaremos a los monjes en primavera, sano y salvo.

—Y mucho más sabio —intervino otro.

Los comediantes no parecían notar el frío mientras se pasaban una jarra de cerveza. Colin nunca había bebido verdadera cerveza, sólo vino aguado y cerveza sin lúpulo. Con razón le gustaba tanto a Alfred. Tenía un sabor amargo, pero calentaba el estómago y animaba a sus compañeros. En el fondo del carro, alguien empezó a tocar una flauta dulce. Otro recogió las agudas y melodiosas notas y se puso a cantar. A Colin le gustaba la música; como la cerveza, suavizaba el borde afilado de la nostalgia de su hogar.

Kathryn se encontraba a solas en la cocina, adonde había ido a pedir un remedio para los tobillos hinchados de Rose. Al no encontrar a la cocinera ni la fregona, se dispuso a prepararlo ella misma y en ese preciso momento oyó que se abría la puerta a sus espaldas. Se dio la vuelta esperando ver a Agnes. Un enano, engalanado con la librea brillante y mal adaptada de Blackingham, le hizo una reverencia. La borla de su gorro de pico rozó el suelo.

—Traigo una misiva para su señoría.

El enano metió la mano dentro de su túnica y sacó un rollo de pergamino.

Kathryn ya había visto a ese enano, al menos un par de veces, cuando llevaba mensajes para Finn. Y tampoco se sorprendió de verlo con la librea de Blackingham. Agnes le había contado lo del uniforme desaparecido. Kathryn no había expresado su aprobación, aunque se alegró al enterarse. Había hecho averiguaciones discretas a través del sheriff, que le había informado con aspereza de que el preso estaba vivo y en espera de juicio en la prisión del castillo. Pero eso había sido dos semanas antes, una eternidad.

El enano tosió como para recordarle que seguía allí. Ella cogió el pergamino, pero no lo abrió. No llevaba sello oficial; un aviso de ejecución llevaría un sello, sin duda. Le temblaba todo el cuerpo. Apoyó la cadera en la mesa para sostenerse. El gorro de pico del hombrecillo bailoteaba mientras él se movía nervioso ante el fuego: una llama azul brincando sobre un fondo amarillo. ¿Por qué no se estaba quieto? Apretó el pergamino con los dedos. Con lo fácil que era abrirlo y leer su contenido, y sin embargo, no podía.

—Esto..., ¿esto es para mí? —¿Para quién si no? A menos que fuera para Rose.

—Sí, mi señora. Y hay otra para la señorita Rose. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un segundo rollo.

Bien. Así que ya estaba. El mensaje que había anhelado, el mensaje que había temido.

—¿De la prisión del castillo? —Las palabras se le agolpaban en la garganta.

—Sí, mi señora, del propio maese Finn.

—¿Lo has visto?

—Sí, con mis propios ojos.

—¿Y está…está bien?

—Ha sufrido mucho estas semanas. Pero está vivo, y en mejores condiciones que un preso común.

Kathryn se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Soltó una larga exhalación y preguntó:

—¿Qué aspecto tiene?

El enano paró de moverse y la miró con ojos de búho.

—Tiene el aspecto de un hombre que ha sufrido mucho.

—¿Tiene..., tiene señales en el cuerpo?

—¿Señales?

—Cicatrices, quemaduras... —explicó con un ronco susurro.

—No, mi señora. Camina un poco tieso por un dolor en las costillas, pero ya se le pasará. Aunque yo diría que está muy delgado.

—¿Preguntó...? ¿Preguntó por su hija?

—Sí, mi señora. Su preocupación por ella le causa mucho dolor. Ha pedido que...

La puerta se abrió, empujada por una corriente de aire frío, y entró Agnes con dos palomas decapitadas en la mano derecha. La sangre caía de sus cuellos retorcidos en un cuenco que llevaba en la mano izquierda. La fregona cerró la puerta y sonrió al ver al enano delante de la chimenea. Cruzaron una mirada. Kathryn se acordó del papel desempeñado por la criada en la sustracción del uniforme. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Magda. La muchacha le hizo una graciosa reverencia y Kathryn la saludó con un gesto.

—Agnes, veo que Blackingham tiene otro mozo a su servicio. Dale un refresco y dile a Simpson que lo aloje esta noche. —y al enano—: Si vas a llevar mi librea, al menos debo saber tu nombre.

—Me llaman Medio Tom.

—Bien, Medio Tom, me complacería que hoy te quedaras a dormir. —Sopesó el pergamino, su ligereza no dejaba traslucir el peso de las palabras que contenía— Es posible que el mensaje que has traído requiera una respuesta. Lo pensaré en la intimidad de mi alcoba. —Cogió el otro pergamino— y le daré esto a la hija del iluminador.

De pronto se acordó del motivo de su presencia en la cocina.

—Agnes, la chica vuelve a sentirse mal. Envía a Magda con la infusión de semillas en cuanto esté lista. —Y a Medio Tom—; Podrás acceder otra vez al iluminador, ¿no es así? ¿Para llevarle una respuesta mañana?

—Sí, mi señora. Gracias a la insignia de vuestra casa.

Cuando Kathryn llegó a su alcoba, se sentó en la cama, agarrándose a las colgaduras para controlar el temblor. Los dos rollos de pergamino estaban a su lado encima de la colcha. Según el enano, el que llevaba una cinta azul era el suyo; el de Rose tenía la cinta roja. No cogió ninguno de los dos. En lugar de eso, acarició el tupido brocado de una de las cortinas colgadas de los postes con cintas de seda. En otros tiempos, tiempos más felices, esas cortinas estaban sueltas para proporcionar intimidad a sus ocupantes. Una profunda tristeza se apoderó de ella al recordarlo. «Nunca creí que volvería a encontrar semejante felicidad», había dicho él, respirando junto a su pelo, su cuerpo abrazado al suyo. Eso había sido la primera vez. No podía soportar el recuerdo.

Con manos trémulas cogió el pergamino con la cinta azul, lo desenrolló y lo sostuvo bajo el hachón encendido para aliviar la penumbra de media tarde. Los trazos de la pluma, aunque no tan vigorosos como los recordaba, eran inconfundiblemente suyos: la larga línea descendente de las líneas verticales, el grácil floreo de las mayúsculas. Pasó los dedos por el encabezamiento, se lo acercó brevemente a los labios y luego, sintiéndose ridícula —¿es que pretendía adivinar su significado con su sabor?—, leyó el contenido:

Prisión del castillo

Segundo mes del año de Nuestro Señor de 1380

Mi señora:

[¿Acaso su nombre le era tan odioso que no podía siquiera escribirlo?]

Os escribo en una situación desesperada, herido por la traición de quien antes había sido objeto del más ardiente deseo de mi corazón.

[«Antes», dijo «antes». No quiso seguir leyendo, pero tampoco podía apartar los ojos.]

Herido mortalmente por un puñal de palabras traicioneras, me veo además obligado a soportar una existencia que se ha vuelto odiosa por la pérdida de toda esperanza. No ofenderé los oídos de mi señora con los aburridos detalles de mi sufrimiento a manos de mis carceleros. Dado que la señora de Blackingham no ha realizado ninguna indagación ni intervención, ni ha defendido oportunamente mi inocencia, sólo puedo interpretar su abandono como una señal de indiferencia ante mi destino, o peor aún, la creencia de que soy culpable de los crímenes por los que ha dado testimonio en mi contra. Tanto una posibilidad como otra son motivo de un mayor dolor que el que pueda causar cualquier verdugo. Sólo me queda una razón para aferrarme a esta desgraciada existencia: no quiero que mi hija sea huérfana. Por tanto, os ruego, Kathryn, en nombre de ese amor que en su día compartimos [aquí las letras se desdibujaban, ¿sería por las lágrimas de ella o por la mano de él?], que deis cobijo y apoyo a mi hija hasta que yo disponga de otro alojamiento para ella. No carezco de recursos ni siquiera en estas circunstancias y os compensaré por su manutención.

Quisiera pediros otra cosa; sí, incluso os lo ruego en mi desesperación. Os pido que proporcionéis a Rose una escolta y un caballo para que pueda visitarme. Debo verla con mis propios ojos y asegurarle que su padre no la ha abandonado.

Y luego sólo su nombre como una raya que atravesaba el papel. Sin ninguna bendición, ninguna palabra de afecto. Sólo «Finn el Iluminador», escrito con tal fuerza que sin duda partió la punta de la pluma.

Kathryn volvió a enrollar el pergamino, lo ató con la cinta azul y lo colocó al lado del otro. Ninguno de los dos llevaba sello. Volvió a leer la carta. Cómo le dolió que él se sintiera obligado a pagarle la manutención de Rose. «¿Es que sólo piensas en los beneficios?», le había preguntado él la última vez que estuvieron juntos, cuando dejó las monedas de plata junto a la cama, cuando ella lo echó porque había amado a una mujer judía. Alisó la colcha con manos trémulas. Ahora no lo echaría de su cama ni aunque se hubiera acostado con mil judías.

Cogió el otro rollo y toqueteó la cinta roja que lo sujetaba.

A esa hora Rose estaría durmiendo. Con dedos temblorosos, desató la cinta y devoró con los ojos las afectuosas palabras con que Finn se dirigía a su hija, sin el menor rastro de desesperación; aquí sólo expresiones de consuelo valientes y dulces, diciéndole que ya se arreglaría todo, pidiéndole que fuera a verlo mientras él no pudiese ir a verla a ella. Hablaba de España. «¿Te gustaría ir a Andalucía?» Palabras soñadoras para infundirse esperanza y consolar a su hija, ¿o de verdad pretendía marcharse, alejarse de Blackingham, alejarse de ella?

La antorcha se apagó, la mortecina luz del sol poniente apenas entraba en la habitación en penumbra. Metió la carta enrollada de Rose dentro de la suya y las guardó en el arcón. La muchacha no haría más que angustiarse si supiera que su padre quería verla. Era fuerte y obstinada, capaz de recorrer ella sola las doce millas hasta Norwich. Sin duda eso le provocaría un aborto, y aunque sería una bendición, ella no podía permitir que le ocurriera nada a la hija de Finn, no mientras estuviera bajo sus cuidados. Ya le remordía bastante la conciencia.

Se tumbó en la cama en la habitación a oscuras, intentando ahuyentar el dolor que le palpitaba en la cabeza. Al día siguiente le diría a Rose que había venido un mensajero de su padre para decir que estaba bien, que le enviaba su afecto y esperaba verla en primavera. No mencionaría la carta.

Con los ojos cerrados, permaneció tumbada hasta que Glynis llamó a la puerta —¿minutos, horas más tarde?— con la cena.

La sirvienta puso una nueva vela en el hachón y la encendió con las brasas chisporroteantes de la chimenea.

—Tengo un mensaje para la señora —dijo, sacando un papel doblado del bolsillo.

Kathryn se sentó, se apartó el pelo de la cara y los mechones grasientos le resultaron extraños entre los dedos.

—Dame el mensaje. No la comida.

—Lo trajo un chico muy agradable. Dijo que era de una compañía de comediantes de Colchester.

—Espero que Agnes los haya echado. No necesitamos actores ni juerguistas.

Desplegó el papel: estaba manchado, arrugado y olía a sudor.

—¿Deseáis algo más, mi señora?

—Decidle a la cocinera que mañana por la mañana ordene al enano que se vaya. No tengo que darle ningún mensaje.

¿Qué podía decirle a Finn? Ella sabía que él no había matado al sacerdote, pero también sabía que, aun cuando lo hubiese creído culpable, no lo habría delatado a no ser por su temor por Alfred. No había cambiado nada, no permitiría que los rizos de su hijo acabaran en el tajo del verdugo, ni siquiera en nombre de la justicia. Además, no había suficientes pruebas para condenar a Finn. «En mejores condiciones que un preso común», había dicho el enano. Finn ya tenía amigos. Era listo, sobreviviría; Alfred tal vez no. Era el heredero de una propiedad codiciada tanto por la Corona como por la Iglesia.

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