El maestro iluminador (42 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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Si al menos su hijo viniera y declarara su inocencia, pero sir Guy lo había enviado con un contingente de hombres a formarse para cumplir con el sueño del obispo de librar una guerra santa contra el papa francés. «Si empieza la guerra de verdad, puedo llamarlo para que vuelva», pensó. Guy de Fontaigne la había tentado con esa promesa, ofreciéndosela como una ciruela para congraciarse o para demostrarle su poder sobre ella; el sheriff no daba nada gratis. Kathryn no le pediría ningún favor, todavía no.

Glynis recogió la bandeja y, cuando salía por la puerta, preguntó:

—¿Debo volver para ayudaros antes de acostaros?

—Esta noche no.

La muchacha no pudo reprimir una sonrisa, advirtió Kathryn, envidiando la energía con que salió de la habitación mientras hacía planes, seguro, para pasar la noche libre con algún mozo de cara sucia. También envidió su ilusión.

Cuando Glynis se marchó, dirigió su atención a la carta.

¡La letra de Colin! Leyó su contenido con avidez y luego, soltándola, apoyó la cabeza en las manos. Otro motivo de preocupación.

Había creído que su hijo menor estaba a salvo con los benedictinos. Pero, por lo visto, se le negaba incluso ese pequeño consuelo. Andaba por ahí en pleno invierno con una pandilla de comediantes disolutos, una oveja retozando entre lobos mientras la semilla que había plantado en el vientre de Rose se convertía en una criatura. Pero al menos estaba a salvo de daño, aunque sólo Dios sabía qué males podía sufrir su alma en semejante compañía.

Una brasa se movió entre los rescoldos y crepitó. Kathryn se volvió hacia la pared y se rindió al dolor de cabeza. Era ni más ni menos lo que merecía.

XX

La madre puede soportar que su hijo sufra unas cuantas caídas, y que sufra de diferentes maneras, para su propio provecho... y aunque es posible que una madre terrenal soporte que su hijo perezca, nuestra Madre Jesús celestial nunca soportará que nosotros, sus hijos, perezcamos.

JULIÁN DE NORWICH.

Revelaciones Divinas

Transcurrieron varias semanas antes de que Kathryn se armara de valor para recorrer las doce millas hasta la prisión del castillo. Había pasado en vela todas y cada una de esas noches, hurgando en los cajones de su mente, buscando las palabras para explicarlo. No había encontrado nada, pero lo menos que podía hacer por Finn era asegurarle que se ocuparía de Rose y decirle por qué su hija no podía ir a verlo. Lo que no sabía era cómo se lo diría, pero si al menos podía verlo, si él pudiera mirarla a los ojos, tal vez leería en ellos el amor que todavía sentía por él. Tal vez no. Pero tras intentarlo, quizá volvería a poder dormir.

Dos veces se había recogido el pelo con la redecilla de oro, se había puesto la capa ribeteada de piel y había montado su palafrén. Las dos veces había recorrido las tres millas hasta Aylsham y las dos veces había dado la vuelta, seguida por su mozo a una distancia respetuosa.

Pero ese día amaneció claro y limpio como el hielo que permanecería en el estanque del molino hasta marzo. Ninguna nube invernal amenazaba el horizonte. Su yegua podía abrirse paso sin problemas entre los surcos congelados del camino. Su atención no era requerida en la cocina, la despensa o la bodega, y el día anterior ya había resuelto con Simpson las cuentas de los campesinos. Su bolsa de excusas estaba vacía.

Cuando llegó al cruce de Aylsham, espoleó el caballo y lo encaminó hacia Norwich. Su capa extendida cubría las ijadas del caballo. El ribete de piel de la capucha se agitaba al viento, pero agradecía el frío penetrante, a pesar del escozor en los ojos y el lagrimeo que le producía.

El mozo detuvo su montura en el cruce de Aylsham y aguardó. Al ver que su señora no daba media vuelta, suspiró y, arrebujándose en el jubón, espoleó el caballo para seguirla al galope.

De pie junto a la alta ventana, Finn contemplaba el paisaje para descansar la vista del minucioso trabajo. Tendría que estar pintando el retablo del obispo en lugar del texto de Wycliffe, ya que al día siguiente era viernes, día de visita de Despenser. De hecho, Finn siempre esperaba con impaciencia esas inspecciones. Un hombre que está solo agradece la compañía incluso del demonio. La única otra persona que había visto, salvo sus carceleros y el simplón que lo atendía, era Medio Tom. El enano ya había ido un par de veces más desde su primera visita; una a la vuelta de Blackingham sin ningún mensaje, y la otra para recoger el texto acabado de Wycliffe.

Abajo, el río sinuoso y poco profundo trazaba una curva lisa y helada en el paisaje invernal, como un camino azul y blanco, un camino que él no podía recorrer, del mismo modo que un pájaro no puede viajar montado en una nube. Apenas se veía el extremo del puente que atravesaba el río y conducía a la prisión. No había nadie en el puente salvo un jinete solitario, una mujer, seguida de cerca por un mozo. Unas huellas recientes en la nieve señalaban su avance hacia el puente. Con su vista de pintor, Finn advirtió el marcado contraste entre los colores azul y plateado del uniforme del mozo y el fondo blanco. Azul y plateado. ¡La librea de Blackingham! ¡Rose! ¡Por fin! Se acercó al extremo derecho de la ventana para ver mejor el puente, pero la mujer ya había desaparecido.

Salió a toda prisa de su habitación y bajó por la escalera de caracol hasta la reja. «Calma —se dijo—. Hay muchas casas con la librea azul, y la raya plateada puede ser un efecto óptico producido por la luz.»

Golpeó los barrotes con su taza de peltre.

—¡Llamad a mi lacayo! —gritó en dirección a la garita del centinela—. Hace frío en mi habitación y viene mi hija. Necesito brasas de carbón y sidra caliente. Dos tazas.

Apareció el sargento del tumo de día, abrochándose el pantalón y murmurando.

—Tranquilo. No puede uno ni mear en paz sin que lo agobien. ¿Qué os creéis que es esto? ¿Una posada?

Finn, sin pararse a escuchar sus protestas, gritó por encima del hombro:

—¡Se llama Rose! Decidle al capitán que el obispo me ha dado permiso para verla!

Llegaría en cualquier momento y sin duda tendría hambre. Blackingham estaba lejos. Su sirviente no le llevaría la comida hasta al cabo de tres horas como mínimo, y ella tendría que irse antes.

Atizó las brasas casi apagadas en la chimenea y luego rescató unas galletas de la cena de la noche anterior y unos frutos secos. Roció las galletas rancias con un poco de agua y con unos escasos y preciosos granos de azúcar de caña, las envolvió en un pergamino y luego las puso junto a la chimenea para que se calentaran. Sirvió los frutos secos en un plato que colocó en la mesita delante del fuego. Se sentó a esperar, pero enseguida se levantó de un salto para coger su peine y pasárselo rápidamente por el pelo y la barba. ¿Tenía una camisa limpia?

—He venido a ver al prisionero Finn —dijo Kathryn con toda la autoridad que fue capaz de aparentar— Soy la señora de Blackingham.

Tras entregar las riendas al mozo, descabalgó delante de la torre del homenaje. El guardia se acercó a la puerta del puesto, metió la cabeza y murmuró algo que ella no entendió. Salió un hombre con una espada corta al cinto. Parecía sorprendido, incluso un poco aturullado. Hizo una pequeña reverencia.

—Mi señora, no os esperábamos.

—Pues claro que no me esperabais. Finn el iluminador está aquí, ¿no es así?

—Bueno, sí, pero... —repuso el capitán.

—¿Y permitís visitas?

—A veces permitimos visitas, incluso femeninas. —Lanzó una mirada de advertencia al guardia al oír una risita burlona— Pero no es habitual que una dama...

—El sheriff era amigo de mi marido, el difunto lord Blackingham. Se me aseguró que podría ver al preso. —No era exactamente una mentira.

—Tendré que consultarlo. Tal vez si volvéis...

—¿Es que no veis que me muero de frío? Esto no es un paseo a caballo para ir de caza. A sir Guy no le hará ninguna gracia que hayáis causado molestias a la viuda de un amigo.

El hombre suspiró.

—Os llevaré hasta él.

Cogió una gran anilla con llaves y la condujo por el patio. Se detuvo al pie de una escalera muy curva donde había otro guardia en una pequeña antesala. La puerta al pie de la escalera era una reja de hierro. Al abrirla, rozó el suelo de piedra con un chirrido. Kathryn se estremeció.

—¿Está abierta la puerta de arriba? —preguntó el capitán al guardia.

—Sí. Su señoría ha estado aquí hace un momento golpeando los barrotes.

El capitán indicó a Kathryn que subiera delante de él.

—Por favor —dijo ella—, prefiero ver a maese Finn a solas.

Sonrió, tocándole la manga, aunque nunca se le había dado bien la coquetería. Él vaciló. Ella cogió la bolsa de terciopelo que le colgaba de la cadera, sacó una moneda de plata y se la puso discretamente en la mano. Tenía la garganta seca cuando dijo:

—Os aseguro que no soy peligrosa. Deseo hablar con maese Finn de asuntos privados.

El capitán se encogió de hombros y, con un gesto, le franqueó el paso.

—Es una buena subida. Cuando hayáis acabado, bajad y golpead la reja. —Hizo ademán de irse y de pronto se volvió, por lo que ella temió que cambiase de parecer— Si pasáis por la torre del homenaje antes de marcharos, tengo algo que tal vez os interese.

Hizo una reverencia respetuosa. Luego Kathryn oyó la llave girar en la cerradura. Estaba tan alterada por el encuentro que ni se paró a pensar qué podía querer aquel capitán.

Finn intentaba atizar el fuego con una pluma —no le permitían tener nada más afilado ni más pesado— cuando oyó unos pasos ligeros detrás de él. Arrojó al fuego la pluma, que ardió con llama viva. Al volverse, vio la figura encapuchada de pie en la puerta, perfilándose su silueta contra la luz. Se abalanzó sobre ella y la cogió en sus brazos.

—Querida —dijo—, por fin. No sabes lo que tu padre... —Sintió que ella se tensaba. La soltó y la apartó riéndose— Siento haberte estrujado, pero...

Ella se quitó la capucha de piel que le enmarcaba la cara.

—¡Kathryn!

Primero sintió decepción, después júbilo, pero no quiso que éste se le notara. Lo ocultó en el pozo negro de su corazón, donde se ahogó en la traición de ella. Qué hermosa la veía aún, tan altiva como siempre, con la espalda recta como un palo de escoba, la piel rosada y los ojos brillantes por el frío. Se detestó a sí mismo por eso.

—Creía que eras Rose —dijo. Pronunció las palabras con indiferencia, como si hablara al vacío.

—Ya me lo ha parecido por la calidez de tu abrazo.

—¿Dónde está Rose? ¿Por qué no ha venido contigo? —De pronto el miedo se adueñó de él. Se obligó a respirar acompasadamente—. ¿Está enferma?

—No te preocupes, Finn. Rose está bien, la cuido mucho. ¿Puedo pasar?

—¿La noble señora de Blackingham no teme entrar en la celda de un ladrón y asesino? Espero que hayas dejado tus joyas en casa. ¿No te da miedo que te destroce el cráneo igual que le hice al cura?

Ella permaneció inmóvil como una estatua, mirándolo con profunda tristeza, mordiéndose el labio inferior con tanta fuerza que Finn esperaba ver salir gotas de sangre de esa boca que él, incluso entonces, quería besar. Qué perversa debía de ser su naturaleza para encontrarla todavía atractiva.

—Sé que no eres un ladrón ni un asesino —dijo ella— Sé que eres un buen hombre. —Tenía el rostro demacrado y sombras debajo de los ojos.

—Díselo a tu amigo el sheriff —repuso él, y se volvió, sintiéndose vacío por dentro. Si no la miraba a la cara, el odio, así como el deseo, se desvanecería.

—¿Me das permiso para entrar? —Pronunció las palabras con un suave susurro.

—Todo el permiso que puede dar un hombre condenado.

Retrocedió y ella cruzó el umbral, pero de pronto se paró en seco, palideciendo.

—¿Por qué dices «condenado»?

—Condenado a esto. —Movió los brazos para señalar la estancia.

Ella miró alrededor, deteniéndose la mirada en el camastro y el escritorio.

—Me lo imaginaba peor.

—Era peor —dijo él— Pero he hecho un trato propio de un cobarde. Me he convertido en esclavo del obispo. —Pasó la mano por encima del escritorio con gesto desdeñoso, señalando el panel parcialmente pintado de la Asunción apoyado bajo la ventana—. A cambio de esta fruslería para adornar su altar, se me concede una burda imitación de la vida.

Ella observó la pintura con reverencia.

—No es una fruslería; es hermoso —dijo ella— Tan hermoso como todo lo que haces.

Era extraño que a él esas palabras le resultasen tan gratificantes, que su opinión le importase tanto.

—Me permite mantener la soga apartada del cuello.

Ella se estremeció al oír la palabra «soga», y eso también le resultó gratificante a Finn.

—Siento que mi habitación te parezca fría. Suele estarlo. —«Miserable», se reprochó. «Intentas darle todavía más pena»—. Pero mis modales dejan tanto que desear como mis circunstancias. Por favor, siéntate. —Señaló la única silla— Aunque sea muy grosero estar de pie en tu elevada presencia, sólo hay una silla.

—Finn, basta, por favor.

Él se volvió y contempló por la ventana un trozo de cielo azul con su sol invernal.

Cuando volvió a mirarla, parecía una figura en un cuadro.

Podía pintarla así, sentada con la mitad del cuerpo a la sombra, la túnica azul iluminada por el fuego, la cabeza inclinada, las manos juntas sobre el regazo, tan inmóvil y pálida como el alabastro, desviando la mirada, esperando. Una mujer cuyo corazón era un misterio. «Si le pones un recién nacido en el regazo, pasaría por una Virgen —pensó— Mejor aún, píntala sosteniendo la cabeza ensangrentada de un Cristo herido.»

—¿Por qué, Kathryn? Sólo quiero saber por qué.

Ella levantó la cabeza pero no contestó.

—¿Es porque no soportabas la idea de que hubiéramos estado juntos, no soportabas haberte acostado con un hombre que en su día amó a una judía?

—Ya sabes por qué, Finn. Tuve que elegir.

—Y elegiste mentir.

Ella cerró los ojos, respiró hondo y luego volvió a abrirlos, pero no lo miró.

—Quienquiera que estuviese en posesión de esas perlas mató al sacerdote.

—Por eso cuando mi hija afirmó que Alfred colocó las perlas en mi habitación, supusiste que él era el culpable y me sacrificaste a mí.

—Habría dado mi propia vida, daría mi propia vida por salvarte, ¿es que no lo sabes? Pero... —Parecía estudiar el fuego como si pudiera encontrar una respuesta escrita en las brasas—. Si tuvieras que elegir entre Rose y yo, Finn, ¿a quién elegirías?

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