Y ahora se encontraba con un hombre que decía ser coronel de la KGB y que quería pasarse así por las buenas. Sin advertencia previa. Sin regateos. Sin un maletín repleto de documentos frescos, extraídos del último correo recibido en la
rezidentsia
de la KGB. Y desertando además en el corazón de Inglaterra precisamente, no en Oriente Medio o en Iberoamérica. Y desertando para irse con los norteamericanos, no con los británicos. ¿O acaso se habría aproximado ya a éstos? ¿Habría sido rechazado por ellos? Roth iba analizando rápidamente las distintas posibilidades mientras los minutos transcurrían inexorables.
Las siete y cinco, las dos y cinco en Washington. Todos estarían durmiendo. Podía haber telefoneado a Calvin Bailey, el director de la Oficina de Proyectos Especiales, su jefe. En esos momentos estaría durmiendo, sin lugar a dudas, en Georgetown. Pero el tiempo…, no había tiempo. Apretó un botón en la pared y abrió un pequeño armario empotrado en el que tenía su ordenador personal. Se puso a teclear de inmediato y, con gran rapidez, se abrió paso hasta el ordenador central, en los sótanos de la Embajada en Grosvenor Square. Accionó el modo operativo y pidió al ordenador central que estableciese una lista de todos los altos oficiales de la KGB que fuesen conocidos en Occidente. A continuación le preguntó: ¿
Quién es Piotr Alexándrovich Orlov
?
Una de las cosas más extrañas que se dan dentro del mundo del espionaje es esa atmósfera propia del club privado que existe entre sus miembros. Los pilotos comparten también la misma especie de camaradería, pero a ellos les está permitido. Entre los paracaidistas ocurre lo mismo, y también entre los miembros de las Fuerzas Especiales.
Los profesionales tienen la tendencia a respetarse los unos a los otros, incluso por encima de rivalidades, oposición o franca hostilidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, los pilotos de la
Luftwaffe
y de la RAF rara vez se odiaban entre sí, dejaban esa clase de sentimientos para los fanáticos y los civiles. Los profesionales servirán a sus jefes políticos y a sus burócratas con gran lealtad, pero, a la hora de tomarse unas jarras de cerveza, preferirán hacerlo, por regla general, con aquellos que compartan sus ocultas habilidades, aun cuando éstos pertenezcan al bando contrario.
En el mundo del espionaje se lleva una cuidadosa cuenta de quiénes son las personas que el adversario ha colocado en el teatro de operaciones en los últimos días. Los ascensos y los traslados en las Agencias aliadas, rivales o enemigas son registrados y archivados con suma atención. En cualquier capital del mundo, el residente de la KGB sabrá, seguramente, quiénes son los jefes de las delegaciones británica y estadounidense, y viceversa. En cierta ocasión, en la ciudad de Dar es Salam, el jefe residente de la KGB se acercó, en el transcurso de una fiesta, al director del SIS británico, llevando un whisky con soda en la mano.
—Child —anunció el ruso con gran solemnidad—. Usted sabe quién soy yo y yo sé quién es usted. La nuestra es una profesión harto difícil. No deberíamos ignorarnos uno al otro.
Y los dos hombres brindaron por ello.
El potente ordenador de la CÍA en Londres está directamente comunicado con Langley, en Virginia, así que, como respuesta a la pregunta de Roth, unos diminutos y singulares circuitos empezaron a recorrer las listas de los agentes de la KGB que la CÍA conocía. Había centenares de «confirmados» y millares de «probables». La mayor parte de esa información había sido conseguida de las declaraciones de los mismos desertores, ya que una de las misiones de los agentes de recogida de información consiste en analizar siempre con el desertor recién llegado el
quién es quién
en esos últimos días, quién ha sido trasladado, degradado o promovido, etcétera. Estos conocimientos van aumentando con cada nuevo desertor.
Roth sabía que los británicos, en los últimos cuatro años, habían prestado una valiosa ayuda en ese sentido, revelando centenares de nombres, muchos de ellos nuevos, habiendo otros que eran confirmaciones o simples sospechas. Los británicos atribuían su conocimiento en parte a la interceptación de comunicaciones, en parte al análisis sagaz, y en parte también a desertores como Vladimir Kuzichkin, el hombre del Directorio de Agentes Ilegales que habían logrado sacar en secreto de Beirut. Una vez que el banco de datos de Langley hubo obtenido su peculiar información, no desperdició ni un instante en facilitar su respuesta. Letras verdes empezaron a parpadear en la pequeña pantalla del ordenador personal de Roth.
PIOTR ALEXÁNDROVICH ORLOV, KGB, CORONEL. EN LOS ÚLTIMOS CUATRO AÑOS AL PARECER EN EL TERCER DIRECTORIO, SE CREE QUE SE HACE PASAR POR COMANDANTE DEL GRU DENTRO DEL ESTADO MAYOR CONJUNTO DEL EJÉRCITO EN MOSCÚ. CARGOS ANTERIORES CONOCIDOS: OFICIAL DEL CENTRO DE PLANIFICACIÓN DE OPERACIONES DE MOSCÚ Y PRIMER JEFE DE DIRECTORIO (DIRECTORIO DE ILEGALES) EN YASENEVO.
Roth lanzó un silbido cuando la máquina terminó de comunicarle lo que tenía sobre un hombre llamado Orlov. Entonces apagó el ordenador. Lo que le había dicho la voz al teléfono cobraba ahora sentido. El Tercer Directorio o Directorio de las Fuerzas Armadas de la KGB era el departamento encargado de mantener en todo momento un ojo vigilante sobre la lealtad de las Fuerzas Armadas. La KGB solía infiltrar en ellas a sus agentes del Tercer Directorio presentándolos como oficiales del Servicio de Inteligencia militar. Con ese truco se daba una explicación plausible al porqué de su presencia en todas partes y a todas horas, siempre preguntando y vigilando. Si Orlov se había pasado realmente cuatro años dentro del Estado Mayor conjunto del Ministerio de Defensa soviético en calidad de comandante del Servicio de Inteligencia militar, ese hombre debía de ser una enciclopedia ambulante. Y eso sería también lo que habrían tenido en cuenta a la hora de designarlo como acompañante del grupo de oficiales soviéticos que habían sido invitados a presenciar las maniobras militares británicas en la meseta de Salisbury dentro de los marcos de los nuevos y recientes acuerdos entre la OTAN y el Pacto de Varsovia.
Roth echó una ojeada a su reloj de pulsera. Eran las siete y catorce minutos. No disponía de tiempo para llamar a Langley. Tenía sesenta segundos para tomar una decisión. «Hay demasiado riesgo —pensó—, dile que se vuelva a la residencia de oficiales, que se deslice sigilosamente en su habitación y acepte la sabrosa taza de té que le lleve el camarero británico. Y luego a Heathrow y de allí a Moscú. O trata de persuadirle para que se pase en Heathrow y así tendrás tiempo de ponerte en contacto con Calvin Bailey en Washington.» Pero, en ese momento, sonó el teléfono.
—Mr. Roth, hay un autobús al lado de esta cabina. Es el primero de la mañana. Creo que está recogiendo al personal civil que realiza trabajos de limpieza en el cuartel de Tidworth. Tengo el tiempo justo para regresar a la hora prevista, si es que me veo en la obligación de…
Roth respiró hondo y retuvo el aire en los pulmones. «Hay que tomar una decisión inmediata, chico —se dijo—, y a toda prisa.»
—
OK
, coronel Orlov, nos haremos cargo de usted. Me pondré en contacto con mis compañeros británicos; ellos le pondrán a salvo en menos de treinta minutos…
—¡No! —La respuesta del ruso fue brusca, en un tono que no admitía oposición—. Sólo me entregaré a los norteamericanos\1\2 Quiero salir de este país y llegar cuanto antes a Estados Unidos. Ése es el trato, Mr. Roth. Y no aceptaré ningún otro.
—Pero, coronel…
—¡Le digo que no, Mr. Roth! Quiero que venga a recogerme usted. Dentro de dos horas. En el patio de la estación de Andover. Y desde allí me llevará a la base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Heyford. Me enviará a América en un avión de transporte. Ése es el único trato que estoy dispuesto a aceptar.
—De acuerdo, coronel. Lo haremos como usted quiere. Pasaré a recogerle.
Roth necesitó unos diez minutos para vestirse con ropas de calle, coger el pasaporte, la identificación de la CÍA, dinero y las llaves del coche, y bajar hasta el sótano para meterse en su automóvil.
Un cuarto de hora después de haber colgado el teléfono, Roth ya se había abierto camino por Park Lane y se dirigía hacia el Norte por el Marble Arch para ir a meterse por Bayswater Road. Prefirió esa ruta al atasco seguro si cruzaba Knightsbridge y Kensington.
A las ocho ya había dejado atrás Heathrow y se había desviado hacia el Sur por la M-25, para luego seguir en dirección sudoeste por la M-3 y desviarse después a la izquierda para coger la A-303 hacia Andover. A las nueve y diez minutos entraba en el patio de la estación de ferrocarril. Una larga fila de vehículos pasaba por delante de la estación, dejando pasajeros y abandonando el patio en cuestión de segundos. Los pasajeros se apresuraban a coger los trenes de cercanías. Tan sólo una persona permanecía inmóvil. Estaba apoyada contra una pared, llevaba chaqueta de lana y unos holgados pantalones grises; estaba leyendo un periódico. Roth se le acercó.
—Me imagino que usted será la persona a la que he venido a recoger —dijo en tono afable.
El lector del diario alzó la vista. Sus ojos grises le contemplaron con serenidad. Tendría unos cuarenta y cinco años y las facciones de su rostro expresaban dureza.
—Eso depende de que usted lleve algún tipo de identificación —respondió el hombre.
Era la misma voz que le había hablado por teléfono. Roth le mostró su carnet de la CÍA. Orlov lo examinó con detenimiento y asintió con la cabeza. Roth le indicó por señas dónde tenía su automóvil, que había dejado con el motor en marcha y bloqueando la salida de los otros vehículos. Orlov miró a su alrededor como si se estuviese despidiendo por última vez de un mundo que le era familiar. Luego subió al automóvil.
Roth había pedido al oficial de guardia de la Embajada que alertase a la base de Upper Heyford, anunciándoles que se presentaría allí con un invitado. Roth necesitó unas dos horas más para llegar a la base de las Fuerzas Aéreas norteamericanas situada en el Condado de Oxfordshire. Al llegar se dirigió directamente a la oficina del comandante de la base. Hubo que hacer dos llamadas a Washington y los de Langley se encargaron de aclarar las cosas con el Pentágono, desde donde enviaron instrucciones al comandante de la base. A las quince horas, de Upper Heyford salió un avión de comunicaciones en dirección a la base de las Fuerzas Aéreas norteamericanas en Andrews, en Maryland, con dos pasajeros extras a bordo.
Eso ocurría cinco horas después de que todos los demonios hubieran empezado a desencadenarse entre Tidworth y Londres.
Antes de esto se había producido un jaleo de padre y muy señor mío entre el Ejército británico, el Ministerio de Defensa, el Servicio de Seguridad y la Embajada rusa.
Alrededor de las ocho el grupo de oficiales soviéticos se reunió para desayunar en el comedor de la residencia de oficiales, en un ambiente de lo más relajado con respecto a sus camaradas británicos. A las ocho y veinte ya se habían reunido dieciséis de ellos. Se advirtió la ausencia del comandante Kuchenko, pero no hubo la menor señal de alarma.
Cuando faltaban unos diez minutos para las nueve, los dieciséis rusos se reunieron de nuevo en el vestíbulo principal, llevando esta vez sus equipajes, y de nuevo se advirtió la ausencia del comandante Kuchenko. Enviaron a un camarero para que le comunicara que tenía que darse prisa. El autocar les estaba esperando delante de la puerta.
El camarero regresó para comunicar que no había nadie en la habitación del comandante, aun cuando sus ropas todavía se encontraban allí. Una delegación compuesta por dos oficiales británicos y dos rusos subió a buscarle. Los oficiales comprobaron que la cama había sido usada por la noche, que en el cuarto de baño aún había señales de vapor y que
todas
las ropas de Kuchenko estaban allí, lo que indicaba que él debía encontrarse en algún lugar cercano, en pijama y bata. Fueron a mirar en el cuarto de baño que había al fondo del pasillo (sólo los dos generales rusos habían sido alojados en habitaciones con cuarto de baño), pero no lo encontraron. También registraron los servicios, pero todos estaban vacíos. Para entonces, los rostros de los dos soviéticos, uno de los cuales era el coronel del Servicio de Inteligencia militar, habían perdido todo rastro de afabilidad.
También los británicos comenzaban a preocuparse. Entonces se efectuó un registro a fondo de toda la residencia de oficiales, pero resultó ser igualmente infructuoso. Un capitán del Servicio de Inteligencia militar británico salió del edificio para ir a interrogar a los invisibles «vigilantes» del Servicio de Seguridad. En las anotaciones de éstos podía leerse que dos oficiales en traje de deporte habían salido a correr esa mañana, pero que sólo uno de ellos había regresado. Se realizó una llamada desesperada al puesto de guardia de la puerta principal. En el Diario de Noche estaba anotado que el coronel Arbuthnot había salido del cuartel y que había regresado.
Para resolver ese problema se sacó de su cama al cabo de guardia. Éste contó lo de la doble salida del coronel Arbuthnot, el cual, al serle presentada esa declaración, negó rotundamente haber salido por la puerta principal, entrado de nuevo y vuelto a salir. Un registro en la habitación del coronel reveló que faltaba el chándal blanco, una chaqueta, una camisa, una corbata y unos pantalones. El capitán del Servicio de Inteligencia militar sostuvo una apresurada conversación en susurros con el general británico de mayor graduación, el cual, poniéndose extremadamente serio, pidió a su colega soviético que lo acompañase a su despacho.
Cuando el general ruso salió de allí, tenía el rostro blanco y contraído por la ira y lo primero que hizo fue exigir que le pusieran un vehículo oficial a su disposición para que lo condujese a su Embajada en Londres. La noticia se extendió rápidamente entre los otros quince oficiales rusos, que se pusieron rígidos e inabordables. Eran las diez de la mañana. La larga lista de conversaciones telefónicas acababa de empezar.
El general británico despertó al jefe del Estado Mayor central en Londres y le dio un informe completo de la situación. El jefe de los «vigilantes» también dio otro informe completo de lo sucedido a sus superiores en el Cuartel General del Servicio de Seguridad, situado en Curzon Street, en Londres. Ese informe pasó al subdirector general, el cual sospechó en seguida que ahí se advertía la mano oculta del TSAR, abreviatura cariñosa que a veces utilizaban los hombres del Servicio de Seguridad para referirse a los del Servicio Secreto de Inteligencia. Eran las siglas de:
Those Shits Across the River
(«Esos mierdas de al otro lado del río»).