—Tienes derecho a hacerlo —insistió McCready—. En los últimos tiempos les hemos pasado una cantidad de mercancía enorme.
El pensamiento no expresado flotaba en el aire. Ambos sabían de dónde había salido casi toda la información obtenida durante los últimos cuatro años. Y estaba además el
Manual de guerra soviético
, que habían facilitado a Langley el año anterior.
—Y otra cosa —dijo Sam—. Me gustaría verificar a Orlov. Con
Recuerdo
.
Edwards miró a McCready fijamente.
Recuerdo
era un «beneficio» británico, un ruso que trabajaba para el SIS, pero que ocupaba un cargo tan alto y de tanta importancia, que tan sólo a cuatro hombres en la
Century House
les estaba reservado saber quién era, y no llegaba a la docena el número de personas que estaba al corriente nada más que de su existencia. Los que conocían la identidad de
Recuerdo
eran el Jefe, Edwards, el superintendente del bloque soviético y Sam McCready, el agente encargado del caso y de la «tutela» del ruso.
—¿Es eso prudente? —preguntó Edwards.
—Me parece que está justificado.
—Ten mucho cuidado.
A la mañana siguiente, un automóvil negro se encontraba visiblemente estacionado en un paso de cebra, por lo que el policía de tráfico no titubeó un momento en denunciarlo. Ya había terminado de rellenar el impreso de la multa y se disponía a sujetarlo con el limpiaparabrisas, metido en un sobre de plástico, cuando un hombre esbelto y elegante, vestido de traje gris, salió de una tienda cercana, se quedó mirando la multa y empezó a protestar. Era una de esas escenas comunes en las que nadie se fija, y mucho menos en una calle londinense.
Cualquier espectador que hubiera contemplado la escena a cierta distancia hubiese visto las gesticulaciones habituales del conductor y la expresión de indiferencia del policía de tráfico, el cual se encogía de hombros con calma imperturbable. Tirándole de una manga, el conductor apremió al agente para que se acercase a la parte de atrás del automóvil y viese la matrícula. Y al hacer esto, el policía de tráfico vio que junto al número de la matrícula, había una placa de identificación con las siglas
C.D
., pertenecientes al Cuerpo Diplomático. Era evidente que el policía había pasado por alto esa señal, pero no por eso se mostró impresionado. Los representantes extranjeros del cuerpo diplomático bien podían gozar de inmunidad ante los tribunales, pero no ante las multas de tráfico. El agente hizo ademán de retirarse.
El conductor cogió el sobre del parabrisas y lo agitó en el aire, justo delante de la nariz del policía. Éste le hizo una pregunta. Para probar que era realmente diplomático, el conductor echó mano a su cartera, sacó un documento de identidad y obligó al policía a que lo mirara. El policía echó un vistazo al documento de identidad, volvió a encogerse de hombros y se alejó. En un ataque de rabia, el extranjero estrujó el sobre con la multa, hizo con él una pelota y la tiró dentro de su coche, a través de la ventanilla del conductor que había conservado abierta, antes de meterse en él y sumarse al tráfico.
Lo que un espectador no hubiera podido ver era el trozo de papel que estaba dentro del documento de identidad y en el que se leía:
sala de lectura, Museo Británico, mañana, sin hora
. Tampoco habría advertido que el conductor, tras haber recorrido unos dos kilómetros, alisaba el papel de la multa y leía en el reverso:
El coronel Piotr Alexándrovich Orlov ha desertado y se ha pasado a los estadounidenses. ¿Sabe usted algo de él
?
El Manipulador
acababa de ponerse en contacto con
Recuerdo
.
Las formas de tratar a un desertor, o su «manejo», varían de un caso a otro, según el estado de ánimo del sujeto en cuestión y las costumbres del Servicio Secreto que le ha dado acogida y que se encarga de los interrogatorios. El único elemento que tienen en común todos esos casos es que siempre se trata de un asunto delicado y complejo.
Ante todo, el desertor ha de recibir alojamiento, éste debe estar en un entorno que no parezca amenazador pero que impida su huida, a menudo por su propio bien. Dos años después de lo de Orlov, los Estados Unidos cometieron un grave error con Vitali Urchenko, otro de esos desertores que optan por pasarse sin contactos previos. Dispuestos a crear una atmósfera de normalidad absoluta, los estadounidenses se lo llevaron a comer a un restaurante de la zona residencial de Georgetown, en el distrito de Columbia, no lejos de la ciudad de Washington. El hombre cambió entonces de parecer, se escapó saltando por la ventana del servicio de caballeros, regresó caminando a la Embajada soviética y se entregó. Aquello no le salió bien; fue devuelto a Moscú, donde lo sometieron a brutales interrogatorios antes de fusilarlo.
Aparte las tendencias autodestructivas que el desertor pueda tener, y de las que tendrá que ser protegido, habrá que protegerle también de las posibles represalias. La Unión Soviética, y la KGB en particular, se distinguen por su notoria actitud implacable ante aquellos que consideran traidores, a los que procuran dar caza y liquidar siempre que puedan hacerlo. Cuanto más alto sea el grado del desertor, tanto más grave será el delito de traición, y la persona que ostenta un alto cargo en la KGB está considerada como poseedora de la más alta graduación. Porque los que pertenecen a la KGB forman parte de la flor y nata de la sociedad, y disfrutan de todos los privilegios y lujos en un país en que la inmensa mayoría de sus habitantes pasa hambre y frío. La renuncia a ese modo de vida, el más encopetado que la Unión Soviética puede ofrecer, equivale a dar muestras de una ingratitud que sólo se puede castigar con la pena de muerte. El rancho ofrecía, en apariencia, esa clase de seguridad necesaria.
El principal factor en la complicación de las cosas es el estado mental del desertor. Una vez pasados los primeros momentos de euforia por haber logrado escapar a Occidente, con sus correspondientes descargas de adrenalina, muchos empiezan a desarrollar síntomas de reflexión. Toman conciencia de la tremenda magnitud del paso dado; del hecho de haber perdido para siempre esposa, familia, amigos y patria. Esto puede conducir a una depresión, similar a la del drogadicto, el cual, después de haberse «colocado», comienza la «bajada», precursora del «mono».
Para contrarrestarlo, casi todos los interrogatorios comienzan con un examen lento de la vida del desertor —un
curriculum
completo—, desde el nacimiento y la infancia hasta llegar al momento de la deserción. El hecho de narrar los primeros años de vida, las descripciones del padre y de la madre, de los compañeros de la escuela, de los juegos en los parques durante el invierno, de los paseos por el campo en verano, no sólo no provoca más nostalgia y mayor depresión, sino que tiene un efecto sedante. Mientras tanto, se anota todo, hasta el más ínfimo detalle, hasta el más mínimo gesto.
Algo por lo que los interrogadores muestran siempre gran interés es qué causas movieron al desertor a dar ese paso. ¿Por qué decidió pasarse? (Hay que señalar que la palabra «deserción» jamás es utilizada, ya que implica deslealtad en lugar de la razonable decisión de cambiar los propios puntos de vista.)
En ocasiones, el desertor miente sobre sus motivaciones. Entonces puede declarar que ha sufrido una desilusión profunda ante la corrupción, el cinismo y el nepotismo del sistema que servía y que ha abandonado. Para muchos, ésta es una razón auténtica; de hecho, es la más común para la mayoría. Pero no siempre es la verdadera. Puede ocurrir que el desertor haya metido mano en la caja de caudales y sepa que deberá enfrentarse a un duro castigo por parte de la KGB. O quizá se encontraba a punto de ser llamado a comparecer en Moscú para dar cuenta de una vida de enredos amorosos. O tal vez haya sido degradado, aunque también el odio a un determinado superior puede ser la razón principal de su deserción. Es posible que el Servicio Secreto que acoge al desertor esté enterado de las causas
reales
que indujeron al hombre a dar ese paso. Entonces, las excusas serán escuchadas con suma atención y gran simpatía, aun cuando se sepa que son falsas. Y todo será anotado. Puede ocurrir que el hombre falsee la verdad sobre sus motivaciones por un prurito de vanidad, pero no por ello mentirá necesariamente sobre los secretos del espionaje. ¿O acaso también…?
Otros urden las mentiras por vanagloria, buscando así incrementar su propia importancia en su vida pasada, con el fin de impresionar a sus anfitriones. Éstos comprobarán cada detalle, y, tarde o temprano, conocerán los verdaderos motivos, el
status quo
real del huésped. Pero, de momento, se le escucha con aire de simpatía. El análisis y la verificación de los hechos vendrán después, como en un tribunal de justicia.
Cuando el interrogatorio sobre los temas concretos del espionaje haya finalizado, comenzarán las trampas. Los agentes interrogadores harán muchas preguntas, muchísimas, cuyas respuestas conocen de antemano. Y si
ellos
no las conocen, los analistas, trabajando durante las noches con las grabaciones, no tardarán en hallar esas respuestas al establecer comparaciones y comprobaciones. A fin de cuentas, ya ha habido antes muchos desertores, y los Servicios Secretos occidentales disponen de un inmenso caudal de conocimientos sobre la KGB, el GRU, el Ejército soviético, la Armada y las Fuerzas Aéreas, y hasta del mismo Kremlin, para sacar sus propias conclusiones.
Si se advierte que el desertor ha mentido en lo concerniente a asuntos de los que tenía que saber la verdad, según sus declaraciones anteriores, se convertirá inmediatamente en sospechoso. Puede haber mentido para darse importancia, para impresionar, o porque, en realidad, jamás ha tenido acceso a esa información, aunque haya afirmado continuamente que lo tenía; o porque lo ha olvidado; o…
No es nada fácil mentir al Servicio Secreto anfitrión durante las largas y arduas sesiones de ininterrumpida charla. Los interrogatorios pueden prolongarse durante meses, incluso años, dependiendo de la cantidad de asuntos expuestos por el desertor y que no parecen susceptibles de una verificación ulterior. Si algo de lo que un nuevo desertor dice
está
en contradicción con la verdad comúnmente aceptada, puede ocurrir que esa verdad comúnmente aceptada sea falsa. Entonces, los analistas vuelven a comprobar las fuentes originales de su información. Es posible que hayan estado equivocados durante todo ese tiempo y que el nuevo desertor tenga razón. Los temas cuestionados serán dejados aparte mientras se llevan a cabo las comprobaciones, y luego volverán a ser abordados. Una y otra vez.
A menudo, el desertor no se da cuenta de la trascendencia que tiene una pequeña pieza de información que él transmite como de pasada y a la que no atribuye una particular importancia. Pero, para sus anfitriones, esa aparente bagatela puede ser la pieza perdida del rompecabezas que les ha estado confundiendo durante mucho tiempo.
Aparte del interés por descubrir quiénes conocen ya las respuestas, se desea saber también para quiénes son valiosas las respuestas
verdaderas
. Ése es el auténtico hallazgo. ¿Puede ese nuevo desertor contarnos algo que no sepamos? De ser así, ¿cuánta importancia tiene?
En el caso del coronel Piotr Alexándrovich Orlov, la CÍA llegó a la conclusión en menos de cuatro semanas de que habían topado casualmente con un auténtico filón de oro puro. La «mercancía» del hombre era fantástica.
Ante todo, el coronel se mostró frío y sereno desde un comienzo. Narró a Joe Roth la historia de su vida desde su nacimiento en una humilde choza en las inmediaciones de Minsk, poco después de acabar la guerra, hasta el día que decidió, seis meses antes en Moscú, que no podía soportar por más tiempo una sociedad y un Gobierno a los que había llegado a despreciar. Jamás negó que seguía sintiendo un profundo amor por su patria, por la madre Rusia, y daba muestras de la emoción normal ante el hecho inexorable de haberla abandonado para siempre.
Declaró que su matrimonio con Gaia, una famosa directora de teatro en Moscú, estaba acabado desde hacía unos tres años, y que lo único que quedaba de esa relación era el nombre, y admitió, con el enfado propio de tales casos, las diversas aventuras que su mujer había tenido con apuestos actores jóvenes.
Pasó tres pruebas distintas con el detector de mentiras, relativas a sus antecedentes, experiencias personales, carrera, vida privada y a los cambios en sus convicciones políticas. Y empezó a revelar información de primer orden.
Por una parte, su carrera había sido muy variada. Durante los cuatro años que pasó en el Tercer Directorio, o Directorio de las Fuerzas Armadas, operando dentro del Estado Mayor de Planificación Central en el Cuartel General del Ejército, donde se había hecho pasar por el comandante Kuchenko del Servicio de Inteligencia militar, había ido acumulando amplios conocimientos acerca de las distintas personalidades de los altos cargos militares, de la distribución de las divisiones del Ejército y de las escuadrillas de las Fuerzas Aéreas, así como de la ubicación y características de los barcos de la Armada, tanto en el mar como en los astilleros.
Proporcionó fascinantes revelaciones sobre los reveses sufridos por el Ejército Rojo en Afganistán, habló de la insospechada desmoralización de las tropas soviéticas en aquel teatro de operaciones, y de la creciente desilusión de Moscú con el dictador títere afgano Babrak Kamal.
Antes de haber trabajado para el Tercer Directorio, Orlov había estado en el Directorio de Ilegales, ese departamento adjunto al Primer Directorio y que es responsable del control de los agentes «ilegales» en todo el mundo. Los «ilegales» son los más secretos de todos los agentes que espían contra su propio país (si es que tienen la nacionalidad del país al que delatan) o de todos aquellos que viven en un país extranjero en las condiciones más rigurosas de cobertura. Ésos son los agentes que no gozan de protección diplomática, por lo que su descubrimiento y captura no suele terminar en un mero castigo de ser declarado persona
non grata
y ser expulsado del país, sino en esa terapia mucho más dolorosa del arresto, los interrogatorios duros y, a veces, la ejecución.
Aun cuando sus conocimientos en ese ámbito se remontaban a cuatro años atrás, Orlov parecía poseer una memoria enciclopédica y empezó a poner al descubierto las muchas redes de espionaje que él mismo había ayudado a organizar y a dirigir, sobre todo en la América Central y en Sudamérica, zonas en las que se había especializado.