»Tienes una cita con el director del departamento de ventas al extranjero de las empresas
Zeiss
, de Jena. Aquí está la carta. Este documento es real, y el hombre existe. La firma se parece a la suya, pero la hemos hecho nosotros. La cita es para mañana a las tres de la tarde. Si todo sale bien, podrás acordar la compra de un lote de lentes de precisión de la
Zeiss
y volver a la Zona Oeste en la misma noche. En el caso de que debas realizar conversaciones complementarias, quizá te veas obligado a pasar allí la noche. Bien, todas estas explicaciones son por si los agentes fronterizos te hiciesen demasiadas preguntas y tuvieses que entrar en detalles.
»Es muy poco probable que la Policía de frontera se preocupe por comprobar tus declaraciones con la
Zeiss
. Los de la Policía secreta lo harían seguramente, pero hay demasiados hombres de negocios occidentales que tratan con la
Zeiss
para que uno más sea causa de sospechas. Bien, aquí tienes tu pasaporte, algunas cartas de tu mujer, una entrada, ya usada, para el Palacio de la Ópera de Wurzburgo, tarjetas de crédito, el permiso de conducir y un manojo de llaves, en el que va incluida la del
BMW
. Tu billetera.
»No necesitarás más que este maletín y esta pequeña maleta con la ropa necesaria para pasar una noche. Estúdiate bien el maletín y lo que contiene. La cerradura de seguridad se abre con los números de tu supuesta fecha de nacimiento, 5 de abril de 1934, o sea: el 5-4-34. Todos los documentos que llevas están relacionados con tu intención de comprar productos de la
Zeiss
para tu empresa. Firma como Hans Grauber, con tu propia letra. Las prendas y los utensilios de aseo personal son mercancías genuinas de Wurzburgo, usadas y llevadas a la lavandería, con algunas marcas de tintorerías de Wurzburgo. Y ahora, mi viejo amigo, vayamos a comer algo.
Dieter Aust, director de la oficina del «BND» en Colonia, no vio las noticias de la noche en la televisión. Había salido a cenar. Fue algo de lo que se arrepentiría más tarde.
A eso de la medianoche, Sam McCready era recogido en un
Range Rover
por Johnson, un agente de enlace de la oficina del Servicio Secreto de Inteligencia en Bonn. Los dos partieron de viaje con el fin de llegar al puente del Saale, al norte de Baviera, antes que Morenz.
Martes
Bruno Morenz llamó al servicio de habitaciones para que le subiesen una botella de licor y bebió demasiado. Durmió mal durante dos horas y se despertó a las tres al oír el despertador que se había colocado junto a la cabecera de la cama. A las cuatro abandonaba
Holiday Inn
, entraba en el
BMW
y, en la oscuridad, se dirigió hacia el Sur para coger la autopista.
A la misma hora, Peter Schiller, que dormía en Colonia al lado de su mujer, se despertaba de repente y daba un salto en la cama al caer en la cuenta de qué le había intrigado tanto en el apartamento de Hahnwald. De inmediato telefoneó al indignado Wiechert y le dijo que se reuniese con él a las siete de la mañana en el apartamento de Hahnwald. Los agentes de la policía alemanes han de estar acompañados cuando realizan una investigación.
Bruno Morenz llevaba un considerable adelanto a la hora fijada, por lo que antes de llegar a la frontera se detuvo a matar el tiempo durante veinticinco minutos en el restaurante del área de servicio de Frankenwald. No bebió alcohol, se limitó a tomar café, pero hizo que le llenasen su petaca de licor.
Cuando faltaban cinco minutos para las once de la mañana de ese martes, Sam McCready, con Johnson a su lado, se encontraba ya en un pinar en la cima de una montaña situada al sur del río Saale. Habían dejado el
Range Rover
en el bosque, fuera de la vista. Por entre los árboles podían divisar el puesto fronterizo de la República Federal alemana, situado al fondo, a unos ochocientos metros por debajo de donde ellos se encontraban. Más allá, una brecha abierta en el bosque de la montaña les permitía ver los tejados del puesto fronterizo de la República Democrática Alemana, a otros ochocientos metros de distancia.
Debido a que las autoridades de Alemania Oriental habían construido los puestos de control bien adentrados en su propio territorio, un conductor se hallaría dentro de la Alemania Oriental tan pronto como hubiera pasado el puesto fronterizo de Alemania Occidental. A continuación, una carretera de doble vía, con una alta alambrada a ambos lados. Inmediatamente detrás de la alambrada estaban, jalonadas, las torres de los vigilantes. Por entre los árboles, usando unos prismáticos potentes, McCready veía a los guardias fronterizos apostados detrás de las ventanas, pegados a los cristales y usando sus propios gemelos para escudriñar lo que ocurría en la Zona Occidental. También podía ver sus pistolas ametralladoras. La razón de que hubiera ese corredor de seiscientos metros de ancho dentro de la Alemania Oriental era que cualquier persona que intentase escapar, si es que había logrado atravesar el puesto fronterizo oriental, podía ser acribillada a tiros cómodamente entre las dos alambradas antes de que hubiese conseguido llegar al otro lado.
Cuando faltaban dos minutos para las once de la mañana, Sam McCready divisó, a través de sus prismáticos, el «BMW» negro, que cruzaba el negligente puesto de control de la República Federal Alemana. Luego se dirigió hacia el corredor, custodiado por la organización que controlaba el país, la SSD, la Policía Secreta más temida y más eficaz de todo el Bloque Oriental.
Martes
—Se trata del cuarto de baño, tiene que ser el cuarto de baño —dijo el comisario Schiller, pocos segundos después de las siete de la mañana, cuando se adelantaba al soñoliento y malhumorado Wiechert para entrar en el apartamento.
—Pues a mí todo me pareció en orden —refunfuñó Wiechert—. A fin de cuentas, los chicos del equipo forense lo han registrado todo.
—Ellos buscaban huellas dactilares, no proporción en las medidas —replicó Schiller—. Fíjate en este armario empotrado en la pared del pasillo. Tiene dos metros de ancho. ¿No es así?
—Sobre poco más o menos.
—Ese lado de allá está al mismo nivel que la puerta del dormitorio de la puta. La puerta está al mismo nivel que la pared y el espejo que hay encima de la cabecera de la cama. Y ahora fíjate en que la puerta del cuarto de baño está más allá del armario empotrado. ¿Qué deduces de todo esto?
—Que tengo hambre —contestó Wiechert.
—Cállate. Observa que cuando entras al cuarto de baño y te vuelves hacia la derecha, tendría que haber dos metros hasta la pared del cuarto de baño. Ésa es la anchura exterior del armario, ¿correcto? Bien, compruébalo.
Wiechert entró en el cuarto de baño y miró hacia su derecha.
—Un metro —dijo.
—Exacto. Eso fue lo que me intrigó. Entre el espejo que hay detrás del lavabo y el espejo que hay detrás de la cabecera de la cama falta un metro de espacio.
Schiller se puso a fisgonear dentro del armario y a la media hora encontraba el pestillo de una puerta, una especie de nudo hábilmente disimulado dentro de un hueco practicado en la tabla de madera de pino. Cuando abrió esa pared del armario, Schiller divisó, a duras penas, un interruptor de luz en el interior. Usó un lápiz para accionarlo y se encendió una luz interior, una simple bombilla que colgaba del techo.
—¡Demonios! —exclamó Wiechert, mirando por encima del hombro de Schiller.
El compartimiento secreto medía unos tres metros de largo, lo mismo que el cuarto de baño, pero tan sólo unos noventa y dos centímetros de ancho. Y sin embargo, era más que suficiente. A su derecha tenían la parte posterior del espejo que había encima de la cabecera de la cama, en el cuarto de al lado, un espejo de cristal unidireccional, a través del cual se podía ver todo el dormitorio. Frente al centro del espejo, y de cara al dormitorio, en un trípode había una cámara de vídeo, uno de esos aparatos que forman parte de los equipos de alta tecnología y que daría, sin duda alguna, películas de una gran definición, pese a haber sido tomadas a través de un cristal y con escasa iluminación. El equipo de sonido era también uno de los mejores. Toda la parte interior de la pared del pasillo era una única estantería, desde el suelo hasta el techo, y cada uno de los estantes estaba lleno de cajas con cintas de vídeo. El lomo de cada una de ellas llevaba pegada una etiqueta con un número. Schiller retrocedió.
El teléfono, después de que los hombres del equipo forense lo hubiesen limpiado de huellas dactilares el día anterior, se podía usar. Telefoneó a la Dirección General de Policía y pidió que le pusieran directamente con Rainer Hartwig, el director de la Primera K.
—¡Mierda! —exclamó Hartwig cuando el comisario le hubo comunicado los detalles—. Muy bien hecho. Quédate allí. Te enviaré a dos hombres del departamento de Huellas.
Eran las ocho y cuarto de la mañana. Dieter Aust se estaba afeitando. En el dormitorio, la televisión estaba encendida con el espectáculo matutino. Después transmitieron las noticias. Aust podía escucharlas desde el cuarto de baño. No prestó mucha atención a una reseña acerca de un doble crimen en Hahnwald hasta que el locutor dijo:
—Una de las víctimas, la prostituta de lujo Renate Heimendorf…
En ese momento, el director de la oficina de Colonia del «BND» se hizo un corte profundo en la mejilla izquierda. En diez minutos se encontraba sentado al volante de su automóvil y se dirigía a toda velocidad a su despacho, al que llegó una hora más temprano que de costumbre. Eso desconcertó sobremanera a
Fräulein
Keppel, habituada a estar en la oficina una hora antes que su jefe.
—Ese número —dijo Aust—, el número de contacto que Morenz nos dejó antes de irse de vacaciones, ¿quiere tener la amabilidad de dármelo?
Cuando trató de ponerse en comunicación con su subordinado, escuchó el típico tono del aparato «descolgado». Verificó entonces el número con la telefonista de una popular colonia vacacional en la Selva Negra, pero ésta le informó de que esa línea parecía estar fuera de servicio. Dieter Aust ignoraba que uno de los hombres de McCready había alquilado el chalé y lo había dejado cerrado después de haber descolgado el teléfono. Sin saber qué hacer, y más como la corroboración de una conjetura, por demás aventurada, Aust marcó el número de teléfono del piso de Morenz en Porz, y para su gran asombro, se encontró hablando con
Fräu
Morenz. Debían de haber regresado a casa antes de lo previsto.
—¿Podría hablar con su marido, por favor? Soy el director Aust, la llamo desde la oficina.
—Pero si está con usted,
Herr direktor
—le explicó la mujer, paciente—. Fuera de la ciudad. De viaje. Volverá mañana por la noche.
—¡Ah, sí, claro, ya lo veo! ¡Muchas gracias,
Fräu
Morenz!
Colgó el teléfono, apesadumbrado. Morenz le había mentido. ¿Qué pretendería hacer? ¿Pasar un fin de semana con una amante en la Selva Negra? Era posible, pero no le gustaba nada el asunto. Entonces se puso en comunicación con Pullach, a través de una línea de seguridad, y habló con el subdirector del Directorio de Operaciones, la División para la que ambos trabajaban. El doctor Lothar Herrmann se mostró muy frío. Pero le escuchó con gran atención.
—Así que una prostituta asesinada. Y su chulo. ¿Cómo les mataron?
El director Dieter Aust consultó el
Kólner Stadt-Anzeiger
que tenía sobre el escritorio.
—A tiros.
—¿Tenía Morenz un arma? —preguntó la voz desde Pullach.
—Bueno…, eh…, me parece que sí.
—¿Dónde le fue expedida, por quién y cuándo? —preguntó el doctor Herrmann, para añadir de inmediato—: No importa. He de tenerlo por aquí. No se mueva de ahí, espere mi llamada.
A los diez minutos sonaba el teléfono.
—Se trata de una
Walther PPK
, entregada por la Firma —dijo el doctor Herrmann—. En este centro. Había sido probada en el campo de tiro y en el laboratorio antes de dársela. De eso hace diez años. ¿Dónde está el arma ahora?
—Tendría que estar en su caja fuerte personal —contestó Aust.
—¿Y es así? —preguntó el doctor Herrmann con gran frialdad.
—La buscaré y le llamaré de nuevo —respondió el atemorizado Aust entre susurros. Él tenía la llave maestra para todas las cajas fuertes de su Departamento. Cinco minutos después hablaba de nuevo con el doctor Herrmann.
—No está —dijo—. Se la habrá llevado a su casa, por supuesto.
—Eso está terminantemente prohibido. Al igual que el mentir a un oficial superior, cualquiera que pueda ser la causa. Creo que lo mejor será que yo vaya a Colonia. Espéreme, por favor, en el próximo vuelo que llegue de Munich. No importa cuál sea, estaré en ese avión.
Antes de irse de Pullach, el doctor Herrmann hizo tres llamadas telefónicas. Como resultado de las mismas, un policía de la Selva Negra haría una visita de inspección al chalé designado como lugar de vacaciones, entraría al mismo con la llave que el arrendatario le había facilitado y constataría que si bien el auricular del teléfono no descansaba en su horquilla, la cama no daba muestras de haber sido utilizada. En modo alguno. Esto sería lo que comunicaría en su informe. El doctor Herrmann aterrizó en Colonia a las doce menos cinco.
Bruno Morenz metió el «BMW» por el conjunto de construcciones de hormigón armado que integraban el paso fronterizo de Alemania Oriental y alguien le hizo señas para que se colocase detrás de una larga fila de coches. Un guardia fronterizo, con uniforme verde, asomó el rostro por la ventanilla del conductor.
—
Aussteigen, bitte. Ihre papiere
.
Morenz se apeó del coche y le tendió el pasaporte. Otros guardias se acercaron y rodearon el automóvil, lo que no dejaba de ser normal.
—Abra el capó, por favor, y el maletero.
Morenz hizo lo que le pedían; los otros iniciaron el registro. Un guardia introdujo debajo del coche una carretilla con un espejo encima. Otro se dedicó a examinar la caja del motor. Bruno hizo denodados esfuerzos para no mirar en esa dirección cuando uno de ellos se puso a inspeccionar la batería.
—¿Cuál es el motivo de su viaje a la República Democrática Alemana?
Bruno se volvió hacia el hombre que le había hablado. Unos ojos azules detrás de unas gafas sin montura se le quedaron mirando. Bruno le explicó que se dirigía a Jena con el fin de discutir una posible compra de instrumentos ópticos de la
Zeiss
; que si todo iba bien, regresaría esa misma noche; en caso contrario, volvería a reunirse por segunda vez con el director del departamento de Ventas al Extranjero en la mañana del día siguiente. Rostros impasibles. Le indicaron que pasase al salón de visitantes. «Deja que ellos encuentren los documentos por sí mismos —le había dicho McCready—. No les ofrezcas
demasiado
». Los agentes de la Aduana inspeccionaron minuciosamente su maletín, leyeron con atención las cartas entre la
Zeiss
y la
BKI
de Wurzburgo y registraron la maleta. Morenz rezó por que los sellos y el franqueo fuesen correctos. Lo eran. Entonces le devolvieron el equipaje. Morenz se lo llevó al coche. La inspección del automóvil había terminado. A un lado se encontraba un guardia fronterizo con un gigantesco perro alsaciano. Detrás de las ventanas del edificio, dos hombres vestidos de civil estaban vigilando. Eran de la Policía Secreta.