El manipulador (12 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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—Le deseo que disfrute de su visita a la República Democrática Alemana —le dijo el mayor de los guardias fronterizos, aun cuando no daba la impresión de que deseara lo que decía.

En ese momento se escucharon gritos y voces en las columnas de coches que se extendían a lo largo de las dos vías, separadas por una barrera de hormigón armado. El escándalo se había producido, al parecer, en la fila de los que salían. Todos volvieron para ver qué ocurría. Morenz se encontraba ya sentado al volante de su sedán negro. Se quedó mirando fijamente, angustiado por el terror.

A la cabeza de la columna había una furgoneta. Con matrícula de la República Federal Alemana. Dos guardias sacaban, de la parte trasera, a una chica joven que iba escondida debajo del suelo, en un angosto nicho construido con tal propósito. La chica estaba gritando. Era la novia del joven germanooccidental que conducía la furgoneta. Habían arrastrado al joven fuera del vehículo y lo acosaban, en el centro de un círculo formado por furiosas fauces de perros, a duras penas contenidos, y cañones de fusiles ametralladores. El joven, pálido como la cera, alzó los brazos.

—¡Dejadla en paz, hijos de puta! —vociferó.

Alguien le dio un golpe en el estómago. El joven cayó de bruces, retorciéndose de dolor.

—¡Vamos! ¡Adelante! —ordenó, irritado, el guardia que estaba cerca de Morenz.

Bruno soltó el embrague y el «BMW» dio un salto hacia delante. Cruzó las barreras y se detuvo ante el «Banco del Pueblo» para entregar sus marcos occidentales y recibir, al cambio de uno por uno, la misma cantidad nominal de unos marcos orientales que apenas tenían valor; luego recogió su declaración de cambio de divisas, debidamente sellada. El cajero se encontraba alicaído al parecer. A Morenz le temblaban las manos. De vuelta en su automóvil, miró por el espejo retrovisor y vio cómo se llevaban a empellones al joven y a la chica, que seguía gritando; momentos después desaparecían en una de las edificaciones de hormigón.

Bruno se dirigió hacia el Norte, sudaba profusamente. Sabía que beber alcohol mientras se conducía estaba rigurosamente prohibido en la República Democrática Alemana; no obstante, echó mano de su petaca y tomó un buen trago. Comenzó a sentirse mucho mejor. Tenía que haberse dado cuenta de que había perdido la facultad de dominar sus nervios. Padecía el típico agotamiento; lo único que le hacía mantenerse en pie era la experiencia acumulada en tantos años de entrenamiento. Y también la firme resolución de no dejar en la estacada a su amigo McCready. Por ello condujo con prudencia. No demasiado rápido, pero tampoco muy lento. Echó una mirada al reloj para comprobar la hora. Tenía tiempo. Era mediodía, y la entrevista se celebraría a las cuatro de la tarde. Condujo durante dos horas. Pero ese miedo cerval que se apodera del agente secreto durante una misión en territorio enemigo, cuando piensa que puede pasarse diez años en un campo de trabajos forzados si es descubierto, había empezado a socavar un sistema nervioso que, en realidad, se hallaba reducido a un montón de ruinas.

McCready lo había estado observando mientras entraba en el corredor entre los dos postes fronterizos, luego lo había perdido de vista. No se había enterado del incidente con la chica y el joven porque debido a la curva que había en la colina, sólo podía ver los tejados de la parte de la Alemania Oriental y la bandera que ondeaba sobre ellos, con el escudo del martillo, el compás y los manojos de espigas de trigo. Poco antes de que diesen las doce divisó, muy a lo lejos, el sedán «BMW» negro, que se alejaba por las tierras de Turingia.

En la parte trasera del
Range Rover
, Johnson tenía lo que podía parecer un maletín cualquiera. Dentro llevaba un teléfono portátil, pero diferente de todos los demás. El equipo podía enviar y recibir mensajes en clara conversación, pero desmodulados, con lo que podían comunicarse con el cuartel general de Comunicaciones del Gobierno británico, el famoso GCHQ, situado en las inmediaciones de Cheltenham, en Inglaterra; o con la
Century House
, en Londres, o con la estación del SIS en Bonn. El equipo parecía un teléfono portátil ordinario, con botones numerados para marcar. McCready se lo había llevado consigo con el fin de permanecer en contacto con su propia base de operaciones, e informar del momento en que
el Duendecillo
regresase a casa sano y salvo.

—Ya ha pasado —comentó McCready a Johnson—, ahora sólo nos queda esperar.

—¿Desea comunicárselo a Bonn o a Londres? —preguntó Johnson.

McCready denegó con la cabeza.

—No hay nada que puedan hacer —dijo—. Ahora, nadie puede. Es el turno del
Duendecillo
.

En el apartamento de Hahnwald, los dos hombres del departamento de dactiloscopia habían terminado su trabajo en el recinto secreto y se disponían a marcharse. Dentro de aquella especie de mazmorra habían descubierto tres grupos distintos de huellas dactilares.

—¿Se encuentran entre las diecinueve que encontrasteis ayer? —preguntó Schiller.

—Lo ignoro —dijo el mayor de los técnicos—. Tendré que comprobarlo en el laboratorio. Te lo haré saber. En todo caso, ahora puedes entrar.

Schiller se metió de nuevo en el escondite y examinó las inscripciones en las cajas de las cintas de vídeo. Nada había que indicase su contenido, tan sólo números marcados en las etiquetas de los lomos. Cogió una de las cajas al azar, se dirigió al dormitorio principal y metió la cinta en el vídeo. Con el mando a distancia encendió éste y el aparato de televisión. Entonces apretó el botón de
ejecución
. Se sentó al borde de la desmantelada cama. Dos minutos después se levantó y desconectó los aparatos. Aquel hombre joven estaba perplejo y conmocionado.

—¡
Donnerwetier nochmal
! —susurró Wiechert, de pie en el umbral de la puerta, devorando un gran trozo de
pizza
.

Tal vez aquel senador de Baden-Württemberg no fuese más que un simple político de provincias, pero era bastante conocido a escala nacional por sus frecuentes apariciones en los canales de la Televisión federal, en los que clamaba por una vuelta a los viejos valores morales tradicionales y exigía la proscripción de la pornografía. Sus votantes lo habrían visto en muy variadas poses: acariciando las cabecitas de los niños, dando besitos a recién nacidos, inaugurando celebraciones eclesiásticas o dirigiéndose a un público de damas conservadoras. Pero no lo habrían visto caminando desnudo y a cuatro patas por un aposento, con un collar de perro al cuello, atado con una correa y conducido por una jovencita que vestía únicamente unas botas muy altas y que blandía, amenazante, una fusta.

—Quédate aquí —dijo Schiller—. ¡No te vayas! ¡No se te ocurra moverte! Vuelvo a la Dirección General de Policía.

Eran las dos de la tarde.

A esa misma hora, Bruno Morenz echaba una ojeada a su reloj de pulsera. Debía de encontrarse ahora al oeste del cruce de Hermsdorf, ese gran cruce de carreteras en el que la Autopista Norte-Sur, que parte de Berlín y llega al puerto fronterizo del río Saale, se cruza con la Autopista Este-Oeste, que sale de Dresde hasta Erfurt. Aún le quedaba mucho tiempo por delante. Quería estar en el área de estacionamiento a las cuatro menos diez, para encontrarse allí con Smolensko, y no deseaba llegar antes porque, en ese caso, resultaría muy sospechoso que alguien que conducía un automóvil matriculado en Alemania Occidental estacionara en un lugar como ése durante tanto tiempo.

De hecho, cualquier tipo de parada despertaría la curiosidad. Los hombres de negocios germanooccidentales tienden a ir derechos a su lugar de destino, liquidan sus asuntos y regresan de inmediato. Mejor sería que siguiera conduciendo. Decidió pasar por Jena y Weimar hasta el desvío hacia Erfurt, dar entonces la vuelta y dirigirse otra vez a Weimar. Así mataría el tiempo. En ese momento advirtió que, por detrás, por el carril de adelantamientos, se le acercaba un coche
Wartburg
, de la llamada Policía Popular, cuyo techo iba adornado con dos faros de luces azuladas y un megáfono exterior. Los dos agentes de tráfico que patrullaban por la autopista se le quedaron mirando fijamente, con rostros inexpresivos.

Morenz aferró el volante con fuerza, tratando de dominar el pánico que se había apoderado de él.

«Se han enterado de todo —le decía en su interior una vocecilla traicionera—. Es más que una trampa. Han cogido a Smolensko. Y ahora te atraparán a ti. Te esperaban. Están controlándote, porque has llegado demasiado pronto».

«No seas imbécil», le decía su mente consciente. Pero entonces el recuerdo de Renate acudió a él, y la más amarga desesperación se fue a juntar con el miedo, por lo que éste salió vencedor.

«Escucha, pedazo de cretino —le dijo su mente—, has cometido una estupidez. Pero no fue porque quisieras cometerla. Y además utilizaste tu cabeza. Los cadáveres no serán descubiertos hasta dentro de algunas semanas. Y, para entonces, ya estarás fuera de la Compañía, incluso del país, con tus ahorros, en un país donde te dejarán tranquilo. En paz. Y esto es lo único que ahora necesitas: paz. Tranquilidad. Y tendrán que dejarte en paz debido a lo de las cintas».

El coche de los
vopos
redujo la velocidad y los dos hombres se le quedaron mirando, inquisitivos. Bruno empezó a sudar. Le invadía un miedo cerval. No podía saber que los dos jóvenes policías eran muy aficionados a los coches, y que nunca habían visto hasta entonces el nuevo modelo sedán de la «BMW».

El comisario Schiller se entrevistó durante una media hora con el director de la Brigada de Homicidios, a quien explicó lo que había encontrado. Hartwig se mordió los labios.

—Esto empieza a ponerse de castaño oscuro —dijo el director—. ¿Había comenzado ya a ejercer la extorsión o lo que tenía ahí se lo reservaba para su jubilación? No lo sabemos.

Cogió el teléfono y pidió que le comunicaran con el laboratorio de criminología forense.

—Quiero tener en mi despacho, dentro de una hora, las fotografías de los proyectiles extraídos, y las huellas dactilares, las diecinueve de ayer y las tres de esta mañana, ¿entendido?

El director se puso entonces de pie y se dirigió de nuevo a Schiller:

—En marcha. Volvamos al lugar de los hechos. Quiero ver aquello con mis propios ojos.

Y fue el director Hartwig el que encontró la libreta de apuntes. Nadie podía imaginar cómo una persona podía ser tan desconfiada como para ocultar una libreta en un cuarto que ya se encontraba de por sí perfectamente escondido. La libreta estaba debajo del anaquel inferior de la estantería en la que estaban almacenadas las grabaciones de vídeo.

Como se pudo comprobar, la lista era del propio puño y letra de Renate Heimendorf. Quedaba claro que había sido una mujer muy inteligente y que ésa era su auténtica operación, la cual había empezado con los refinados arreglos que introdujo en el apartamento original y que culminaba en ese mando a distancia, tan inofensivo en apariencia, con el que podía mover a capricho la cámara que tenía emplazada detrás del espejo. Los chicos del equipo forense lo habían visto sobre la cama, pero habían pensado que era un mando de repuesto para el televisor.

Hartwig recorrió la lista de nombres anotados en la libreta, cuya numeración se correspondía a los números que figuraban en los lomos de las cajas con las cintas de vídeo. Reconoció algunos nombres, otros, no. Pensó que los que no había reconocido pertenecerían a personalidades importantes extranjeras. Entre los que había reconocido se encontraban dos senadores, un diputado (del partido gobernante), un financiero, un banquero (de la localidad), tres industriales, el heredero del propietario de una importante fábrica de cerveza, un juez, un cirujano famoso y un personaje de la televisión, muy conocido a escala nacional. Ocho de los nombres parecían anglosajones (¿británicos?, ¿estadounidenses?, ¿canadienses?) y dos eran franceses. Contó el resto.

—Ochenta y un nombres —dijo—. Ochenta y una cintas. ¡Por los clavos de Cristo!, si los nombres que yo he reconocido son más o menos representativos del conjunto total, ahí tiene que haber el material suficiente como para hacer caer a varios Gobiernos estatales, quizás hasta el de Bonn.

—Pues en buen lío nos hemos metido —dijo Schiller—. Aquí hay sólo sesenta y una.

Los dos hombres se pusieron a contarlas de nuevo. Sesenta y una.

—¿No dijiste que en este escondrijo habían encontrado tres grupos de huellas?

—Así es, señor.

—Suponiendo que dos pertenezcan a Heimendorf y a Hoppe, las del tercer grupo deben de ser las de nuestro asesino. Y tengo la terrible impresión de que ese hombre se ha llevado veinte cintas. Vámonos, iré a ver al director con todo esto. Este asunto sobrepasa los límites de un simple asesinato, va mucho más allá.

El doctor Herrmann estaba terminando de almorzar con su subordinado Aust.

—Mi querido Aust, no sabemos absolutamente nada, de momento. Pero sí tenemos motivos para estar preocupados, eso es todo. Es posible que la Policía detenga e inculpe de un momento a otro a un
gángster
, y que Morenz vuelva según había anunciado, después de haber pasado un delicioso fin de semana con una amante en algún otro lugar que no sea la Selva Negra. Quiero decirle que su inmediata expulsión del cuerpo, con pérdida automática de la pensión, es algo que está fuera de toda duda. Pero lo único que quiero, de momento, es que lo busque y averigüe dónde está. Envíe a alguna mujer de nuestra organización a su casa, para que haga compañía a la esposa, por si acaso él llama. Puede utilizar la excusa que más le plazca. Intentaré informarme de cómo van las investigaciones policíacas. Y póngase en contacto conmigo si tiene noticias de él.

Sam McCready estaba sentado en el pescante del
Range Rover
, sintiendo la caricia de los ardientes rayos del sol en lo alto de una montaña desde la que se divisaba, abajo, la corriente del río Saale, mientras saboreaba el café que llevaba en un termo. Johnson depositó su equipo portátil en el suelo. Había estado hablando con Cheltenham, la gigantesca estación de escucha situada al oeste de Inglaterra.

—Nada —dijo—, todo normal. No hay aumento de las comunicaciones radiofónicas en ninguno de los sectores, ni de los rusos, ni del Servicio de Seguridad del Estado, ni de la Policía Popular. Sólo rutina.

McCready echó un vistazo a su reloj. Las cuatro menos diez. En esos momentos aproximadamente Bruno se estaría dirigiendo hacia el área de estacionamiento al oeste de Weimar. Le había dicho que llegase cinco minutos antes, y que no esperase más de veinticinco si Smolensko no estaba allí. Eso sería considerado como un fallo. McCready se mantenía en calma frente a Johnson, pero detestaba las esperas. Lo peor de todo era tener que aguardar a un agente que había cruzado la frontera. La imaginación le juega a uno más de una mala pasada, creando todo un cúmulo de problemas que podrían haber surgido al otro lado, pero que probablemente no han surgido. Por centésima vez, McCready calculó el tiempo que podría durar la operación. Cinco minutos en el estacionamiento a un lado de la carretera; el ruso hacía la entrega; diez minutos más para permitir al ruso que se fuera. Partida a las cuatro y cuarto. Cinco minutos para pasar el manual desde el sobaco, tapado por la chaqueta, al compartimiento situado debajo de la batería; una hora y cuarenta y cinco minutos de viaje —tendría que aparecer por su campo visual a eso de las seis de la tarde…—, otra taza de café.

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