Roth pasó dos días con Orlov en su nueva residencia, repasando los detalles desperdigados en las declaraciones del coronel acerca de sus días en el Directorio de Ilegales concernientes a los agentes soviéticos infiltrados en Gran Bretaña. Como quiera que, por aquel entonces, Orlov se había especializado en el ámbito de Centroamérica y Sudamérica, las islas británicas no eran algo que le hubiesen preocupado principalmente. Pero, a pesar de todo, siguió rebuscando en su memoria. Sin embargo, lo único que recordaba eran nombres en clave. Hasta que, de repente, algo afloró a su memoria, al final del segundo día.
Un funcionario en el Ministerio de Defensa en Whitehall. Desconocía su nombre, pero sabía que el dinero le había sido ingresado siempre en el Midland Bank, de Croydon High Street.
—No es gran cosa —comentó el agente del Servicio de Seguridad, el MI-5, cuando le dieron la noticia. Estaba sentado en el despacho que Timothy Edwards tenía en el Cuartel General del servicio hermano, el SIS—. Puede haber cambiado de trabajo desde entonces —prosiguió—. Quizás haya abierto esa cuenta bajo un nombre falso. Pero lo encontraremos.
El agente regresó a Curzon Street, en Maifair, y empezó a tender sus redes. Los Bancos británicos no están autorizados a mantener una discreción absoluta sobre sus clientes, pero no por eso se muestran dispuestos a revelar a cualesquiera detalles de las cuentas privadas de los mismos. Una institución que siempre encuentra la colaboración de los Bancos, dentro de los marcos legales, es la Inland Revenue.
La Inland Revenue estuvo de acuerdo en cooperar en la investigación, por lo que el director del Midland Bank, en Croydon High Street, situada en las afueras del sur de Londres, fue entrevistado con suma discreción. Era nuevo en su cargo, pero su ordenador, no.
Un agente del Servicio de Seguridad se había presentado a él haciéndose pasar por inspector de la Inland Revenue. Llevaba una lista de todos los funcionarios del Ministerio de Defensa y de los cargos que habían ocupado durante los últimos diez años. De modo sorprendente, el caso se solucionó con increíble rapidez. Un solo funcionario del Ministerio de Defensa tenía cuenta en el Midland Bank, de Croydon High Street. En realidad, el hombre había abierto dos cuentas, y ambas seguían en funcionamiento. Disponía de una cuenta corriente y otra de ahorros, con el dinero depositado a un interés mayor. Se hicieron sendas copias de los extractos de las mismas.
A través de los años, veinte mil libras en total habían sido ingresadas en su cuenta de ahorros, ingresos que había efectuado él en persona, siempre en metálico, y con cierta regularidad. Se llamaba Anthony Milton-Rice.
En la conferencia que se celebró en Whitehall esa misma noche estaban presentes el director y el subdirector general del MI-5 y el subcomisario de la Policía metropolitana encargado de la Rama Especial. En Gran Bretaña, el MI-5 no puede efectuar detenciones. Sólo la Policía puede hacerlo. Cuando el Servicio de Seguridad quiere poner a alguien a buen recaudo, llaman a la Rama Especial para que se encargue de tal honor. La reunión estaba presidida por el presidente del Comité Conjunto de Inteligencia, el cual empezó con una pregunta:
—¿Quién es exactamente Mr. Milton-Rice?
El subdirector general del MI-5 consultó sus notas.
—Funcionario público de segunda clase en la plantilla del Departamento de Compra de material.
—¿No es un cargo bastante insignificante?
—No obstante se trata de un trabajo muy delicado. Sistemas de armamentos, acceso a la evaluación de armas nuevas…
—¡Caramba! —murmuró el presidente—. Y bien, ¿qué deseáis?
—El caso es, Tony —dijo el director general—, que tenemos muy poco en lo que basarnos. Ingresos no justificados en su cuenta durante unos años. Eso no es causa suficiente para detenerle, no basta para condenarlo. Puede alegar que lo ha ganado en las carreras de caballos, que siempre va al hipódromo y que de ese modo consigue el dinero en efectivo. Y, por supuesto, es posible que confiese. Aunque también es posible que no lo haga.
El policía hizo gestos de aprobación. Sin una confesión pasaría muy malos ratos tratando de convencer al Ministerio Público de la Corona de que ordenase la instrucción pertinente sobre el caso. Tenía sus dudas acerca de que pudieran presentar como testigo al hombre que había denunciado a Milton-Rice.
—Lo primero que haremos será ponerle bajo vigilancia —dijo el director general—, las veinticuatro horas del día. Si contacta con los rusos, lo tendremos en el saco, con confesión o sin ella.
Eso fue lo acordado. El Departamento de Vigilancia del MI-5 (con su selecto equipo de agentes, los cuales, en su campo, son reconocidos por todos los Servicios de Inteligencia occidentales como los mejores «seguidores» del mundo) fue puesto en estado de alerta para que tendiese su invisible manto de vigilancia sobre Anthony Milton-Rice a partir de la mañana siguiente, desde el mismo momento en que se aproximase al Ministerio de Defensa, durante las veinticuatro horas de cada día.
Anthony Milton-Rice, como la mayoría de la gente con un trabajo regular, tenía hábitos regulares. Amante de la rutina, los días laborables salía de su casa en Addiscombe a las ocho menos diez y recorría a pie los ochocientos metros que le separaban de la estación de East Croydon, a menos de que estuviese lloviendo a cántaros, en cuyo caso, ese funcionario público solterón cogía el autobús. Todos los días cogía el mismo tren de cercanías, utilizaba su billete de abonado, viajaba hasta Londres y se apeaba en la estación Victoria. Desde allí tenía un corto trayecto en el autobús que baja por Victoria Street hasta la plaza del Parlamento. Allí se apeaba y cruzaba Whitehall hacia el edificio del Ministerio.
La mañana siguiente de la conferencia celebrada acerca de su persona, hizo lo mismo. No se fijó en el grupo de jóvenes que subió al tren en la estación de Norwood Junction. Sólo advirtió su presencia cuando entraron al vagón en que él iba apretujado entre los demás pasajeros. Las mujeres chillaron y los hombres dieron gritos de alarma cuando los adolescentes, entregados a una auténtica orgía de robos y asaltos fortuitos, que se suele llamar «desahogo», se precipitaron a través del vagón, arrancando a las mujeres los bolsos y las joyas, quitando a los hombres las carteras a punta de navaja, golpeando a cualquiera que pareciese resistirse y sin molestar a los que se dejaban saquear sin rechistar.
Cuando el tren entró silbando en la siguiente estación, aquella horda de unas dos docenas de jóvenes matones, que proclamaban a voz en grito su odio contra el mundo, salió del tren y se dio a la fuga, saltando las barreras y desapareciendo por las calles del Crystal Palace. Detrás quedaba un confuso grupo de mujeres histéricas, hombres perturbados y frustrados agentes de la Policía de transportes. No se practicó ninguna detención; el atropello había sido demasiado rápido e imprevisto.
El tren fue retenido en la estación, lo que ocasionó estragos ese día en los horarios de los pasajeros cuando otros trenes fueron a colocarse detrás, mientras los agentes de la Policía de transportes subían a tomar declaraciones. Cuando uno de los policías tocó en el hombro a un pasajero que, con una gabardina de color gris claro, dormitaba en un rincón, el hombre se inclinó lentamente hacia delante y cayó al suelo. Hubo más gritos cuando la sangre que le salía por la herida del puñal que le había atravesado el corazón empezó a manar por debajo de la encorvada figura. Mr. Anthony Milton-Rice estaba bien muerto.
El
Ivan’s Cafe
, nombre realmente apropiado para celebrar un encuentro con un ruso, estaba situado en Crondall Street, del barrio de Shoreditch, y Sam McCready, como siempre, fue el segundo en entrar, pese a que había sido el primero en llegar a la calle donde se encontraba aquel local. Porque, si alguno de los dos había sido seguido, lo más probable era que el perseguido fuese
Recuerdo
, no él. Así que siempre se quedaba en su automóvil una media hora antes de que el ruso se presentase y luego aguardaba un cuarto de hora más para cerciorarse de que su agente en la Embajada soviética no había sido seguido, McCready entró en el
Ivan’s Cafe
, se hizo servir una taza de té en el mostrador y se dirigió hacia una pared junto a la que estaban colocadas dos mesas contiguas.
Recuerdo
ocupaba una de ellas, la de la esquina, y parecía ensimismado en la lectura del
Sporting Life
. McCready abrió el
Evening Standard
y se enfrascó de inmediato en su lectura.
—¿Qué tal fue todo con el bueno del general Drozdov? —preguntó en un murmullo. Su voz se perdió entre la algarabía de los contertulios y en los silbidos de la tetera.
—Amable y enigmático —contestó el ruso, mientras estudiaba la relación sobre el estado físico de los caballos que participarían en la carrera de las quince y treinta en el hipódromo de Sandown—. Me temo que el motivo de su visita era controlarnos. Me enteraré de más cosas si los del Sector K deciden visitarnos, o si mi propio hombre del Sector K empieza a desarrollar una actividad frenética.
El Sector K es la rama interna de la KGB especializada en el contraespionaje y la seguridad, encargada no tanto del espionaje como de vigilar a los demás agentes de la KGB y tratar de descubrir las posibles filtraciones internas.
—¿Has oído hablar de un hombre llamado Anthony MiltonRice? —preguntó McCready.
—No. Nunca. ¿Por qué?
—¿No lo controlabas a través de tu
rezidenstial
? ¿Un funcionario del Ministerio de Defensa?
—Nunca he oído hablar de él. Su mercancía jamás ha pasado por mis manos.
—Pues bien, ahora está muerto. Ya es demasiado tarde para preguntarle quién era su contacto. Si tenía alguno. ¿Podría haber recibido las órdenes directamente de Moscú a través del Directorio de Ilegales?
—Si trabajaba para nosotros, ésa sería la única explicación posible —respondió el ruso entre murmullos—. Pero nunca lo hizo en la sección británica. Al menos no ha sido controlado por la estación londinense. Como te he dicho, nunca hemos comerciado con esa mercancía. Tiene que haber estado en contacto con Moscú a través de un agente de enlace que no perteneciese a la Embajada. ¿Por qué ha muerto?
McCready suspiró.
—Lo ignoro.
Pero lo que sí sabía era que, a pesar de que parecía tratarse de una notable coincidencia, alguien tenía que haberse ocupado de que se produjera. Alguien que, al tanto de los hábitos del funcionario público, había enviado a aquellos asesinos al tren que el hombre solía coger todas las mañanas, los había pagado, dándoles instrucciones para que montasen aquella actuación… Y lo más probable era que Milton-Rice ni siquiera hubiese trabajado para los soviéticos. Pero entonces, ¿cuál era el porqué de aquella denuncia?, ¿de dónde procedía ese dinero? O quizás era cierto que Milton-Rice había estado espiando para Moscú, pero a través de un enlace que
Recuerdo
no conocía, alguien que informaba al Directorio de Ilegales en Moscú. Y lo cierto era que el general Drozdov acaba de estar en la ciudad. Y
él
era el responsable de los ilegales…
—Lo denunciaron —dijo McCready—. A nosotros. Y a continuación fue asesinado.
—¿Quién lo denunció? —preguntó
Recuerdo
.
El ruso removió el té con la cucharilla, aun cuando no tenía la menor intención de beberse esa dulzona mezcla lechosa.
—El coronel Piotr Orlov —contestó McCready en voz muy baja.
—¡Anda! —exclamó
Recuerdo
en un ligero murmullo—. Tengo algo para ti sobre eso. Piotr Alexándrovich Orlov es leal y fiel agente de la KGB. Su deserción es tan falsa como un billete de tres dólares. No es más que un agente infiltrado para pasar información falsa. Un hombre de una extraordinaria preparación, y muy bueno en su trabajo.
—Pues ahora eso está causando problemas —sentenció McCready.
Timothy Edwards escuchaba atentamente. El relato de los hechos y el análisis que de los mismos le hizo McCready se prolongaron durante media hora. Cuando hubo terminado, Edwards le preguntó, sin perder su calma habitual:
—¿Y estás completamente seguro de que puedes confiar en
Recuerdo
?
McCready esperaba esa pregunta.
Recuerdo
llevaba trabajando cuatro años para los ingleses, desde el día que, en Dinamarca, se aproximó por primera vez a un agente del Servicio Secreto de Inteligencia británico y le ofreció sus servicios como agente
in situ
. Sin embargo, no podía olvidar que se trataba de un mundo repleto de sombras e incertidumbres. Siempre cabía la posibilidad, aunque muy remota, de que
Recuerdo
fuese un agente doble y que siguiese siendo leal a Moscú. Es decir, que precisamente él fuese aquello de lo que ahora acusaba a Orlov.
—Han transcurrido cuatro años ya —contestó McCready—. Durante cuatro años hemos estado comprobando todas las informaciones de
Recuerdo
y las hemos comparado con todo lo que sabíamos. Son auténticas.
—Sí, por supuesto —replicó Edwards sin alterarse—. Pero, por desgracia, si nuestros primos llegasen a enterarse de lo que aquí estamos hablando, dirían todo lo contrario: que nuestro hombre miente y que el suyo dice la verdad. En Langley están enamorados de ese Orlov.
—Pienso que no les deberíamos de decir nada sobre
Recuerdo
—argumentó McCready, el cual se sentía en el deber de proteger al ruso de la Embajada en el Kensington Palace Gardens—. Y dicho sea de paso,
Recuerdo
presiente que el tiempo se le acaba. Presiente que en Moscú han empezado a sospechar que tienen una filtración en alguna parte. Si esas sospechas se convierten en convencimiento, sólo será cuestión de tiempo que logren localizarlas en su estación londinense. Cuando
Recuerdo
venga a refugiarse definitivamente con nosotros, podremos arreglar las cosas con nuestros primos. Pero, de momento, sería muy peligroso aumentar el círculo de los que le conocen.
Edwards tomó una decisión.
—Estoy de acuerdo, Sam. Pero he de ir a hablar con el jefe. Esta mañana se encuentra en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Lo cazaré más tarde. Mantente en contacto.
Durante la hora del almuerzo, mientras Edwards tomaba una frugal comida con el jefe en un restaurante situado en la última planta de un edificio oficial, una versión militar del «Grumman Gulfstream III» aterrizaba en la base de las Fuerzas Aéreas estadounidenses en Alconbury, justo al Norte de la ciudad de Huntingdon, en el condado de Carnbridgeshire. Había despegado a medianoche de la base de la guardia Aérea Nacional de Trenton, en Nueva Jersey, sus pasajeros habían llegado de Kentucky, abordado el avión al amparo de la oscuridad y alejados de los edificios de la base.