El manipulador (43 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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A las nueve y dieciocho minutos, el coronel Nikolai Gorodov salió de su apartamento en un edificio de la calle Shabolovsky y se encaminó hacia la plaza Yerdzinski, donde se encontraba la sede del Cuartel General de la KGB. Se veía pálido y demacrado; la causa de su miserable aspecto apareció pronto detrás de él. Dos hombres salieron por el umbral de una puerta y, sin el más mínimo asomo de disimulo, se pusieron a seguirle.

Habría andado unos doscientos metros cuando un «Mercedes» negro se aproximó a la acera por donde caminaba y aminoró la velocidad hasta igualarla a su marcha. Escuchó entonces el zumbido del motor eléctrico que hacía descender el cristal de una ventanilla, y, a continuación, una voz que le susurraba en inglés:

—Muy buenos días, coronel. ¿Sigue usted mi camino?

Gorodov se detuvo y miró hacia donde sonaba la voz. Enmarcado en la ventanilla, oculto tras las cortinillas a las miradas de los dos agentes de la KGB que subían por la acera, estaba Sam McCready. Gorodov mostró sorpresa, pero no expresión de triunfo.

«Ésa era precisamente la mirada que yo esperaba ver», pensó McCready.

Gorodov se recobró y contestó con voz lo bastante alta, como para que los dos esbirros de la KGB lo escucharan.

—¡Gracias, camarada, qué amable de su parte!

A continuación se metió en el automóvil, que salió disparado. Los agentes de la KGB titubearon unos instantes… y lo perdieron de vista. La razón de que hubieran vacilado había que buscarla en la matrícula del «Mercedes», que exhibía las siglas MOC, así como en el hecho de que dentro iban dos personas.

Las matrículas particularmente selectas que llevan las siglas MOC pertenecen a los miembros del Comité Central del Partido, y tendría que ser tan temerario como insensato aquel pobre soldado raso de la KGB que osase detener o importunar siquiera a un miembro del Comité Central. No obstante, anotaron el número de la matrícula y utilizaron sus aparatos de radio portátiles para ponerse en contacto con sus jefes en la oficina central.

Martins había elegido muy bien. El número de matrícula del «Mercedes Benz» pertenecía a un miembro del Comité Central y candidato al Politburó, que, a la sazón, se encontraba por Extremo Oriente, en algún lugar situado en las inmediaciones de Kabarovsk. Hicieron falta cuatro horas para dar con él y enterarse de que él tenía un «Chaika», no un «Mercedes», y que su vehículo se encontraba a buen recaudo en un garaje en Moscú. Pero para entonces era demasiado tarde; el «Mercedes» se encontraba ya de regreso en su estacionamiento en la Embajada británica, con la bandera del Reino Unido ondeando gallardamente en su pequeño mástil.

Gorodov se recostó contra el respaldo del asiento, sabiendo que había quemado definitivamente todas sus naves.

—Si resulta que, a la postre, eres un agente soviético infiltrado, puedo darme por muerto —sentenció McCready.

Gorodov se quedó reflexionando sobre sus palabras y contestó:

—Y si resulta que tú, a la postre, eres un agente soviético, yo seré el hombre muerto.

—¿Por qué regresaste? —preguntó McCready.

—Pues como me di cuenta después, por equivocación —respondió Gorodov—. Te había prometido algo y me di cuenta de que jamás lograría descubrirlo en Londres. Cuando doy mi palabra, me gusta cumplirla. Entonces me llamaron de Moscú con carácter de urgencia para consultarme algunas cosas. La desobediencia a ese llamamiento hubiera implicado tener que pasarme a Occidente sin pérdida de tiempo. No me hubiesen aceptado excusa alguna para mi negativa a regresar, aunque permaneciera en la Embajada. Pensé que podía venir aquí para una semana, encontrar lo que necesitaba y viajar de regreso a Londres.

»Y hasta que no me encontré aquí, no me di cuenta de que ya era demasiado tarde. Me encontraba bajo fuertes sospechas, mi apartamento y mi despacho estaban llenos de micrófonos ocultos, era seguido a todas partes, me prohibieron salir de Yazenevo, y me encomendaron una labor insignificante en la Central de Moscú. Ah, por cierto, tengo algo para ti.

Gorodov abrió su maletín, saco una delgada carpeta de él y se la entregó a McCready. Había cinco folios en su interior, cada uno de ellos con una fotografía y un nombre. La primera tenía escrito debajo el nombre de
Donald Maclean
; la segunda el de
Guy Burgess
. Ambos habían muerto y estaban enterrados en su Moscú adoptiva. En el tercer folio se veía el rostro tan familiar de Kim Philby, aún vivo y radicado en Moscú. El cuarto llevaba la fotografía de un hombre de rasgos ascéticos encima del nombre de
Anthony Biunt
, el cual había caído en desgracia en Inglaterra. McCready pasó la hoja y se fijó en el quinto pliego.

La fotografía era muy vieja. Mostraba a un joven delgado, de larga y revuelta cabellera ensortijada, con gafas redondas que le daban aspecto de búho. Debajo de la foto podían leerse dos palabras:
John Cairncross
. McCready se echó hacia atrás en el asiento y dio un suspiro.

—¡Dios bendito! —exclamó—. ¡Él todo el tiempo!

McCready conocía ese nombre. Cairncross, pese a su juventud, había desempeñado un alto cargo público durante la guerra y después de acabada la misma. Había prestado sus servicios en un sinfín de tareas diversas: secretario privado en el gabinete de guerra del ministro Lord Hankey como secretario particular; en el Servicio Secreto de señales, en Bletchly Park; en el Ministerio de Hacienda y en el Ministerio de Defensa. Tuvo acceso a los secretos nucleares en los últimos años de la década de los cuarenta. A principio de los cincuenta, las sospechas cayeron sobre él, pero no reconoció cargo alguno y fue absuelto. No le pudieron probar nada, por lo que recibió el permiso para integrarse al equipo de la Organización de Alimentación y Agricultura en Roma. En 1986 se encontraba en Francia ya retirado. Una cacería que había durado más de treinta y cinco años terminaba así y nunca más se acusaría a personas inocentes.

—Sam, ¿qué es lo que vamos a hacer exactamente? —preguntó Gorodov sereno.

—Mi horóscopo dice que hoy haré un viaje a occidente —contestó McCready—. Y el tuyo, también.

Entretanto, Thornton estacionaba de nuevo junto a unos árboles en el parque Gorki, cambiaba de puesto con uno de los hombres que iban en el asiento de atrás y se ponía a trabajar. El hombre al que había cedido su puesto se encontraba ahora al volante, haciéndose pasar por el chófer. Nadie hubiese osado entrometerse en los asuntos de unos caballeros que iban en la limusina de un miembro del Comité Central, ni aun en el caso de que lo hubieran visto. Los altos miembros del Partido siempre protegen las ventanillas con cortinas, y en ese caso las llevaban echadas. Thornton trabajaba en su cliente —siempre daba el calificativo de «clientes» a aquellos a los que maquillaba y disfrazaba— en la difusa claridad producida por los rayos solares al filtrarse a través de las cortinas.

Colocó un chaleco inflable a su cliente para darle el robusto volumen del rabino Birnbaum. Luego le ayudo a ponerse la camisa blanca, los pantalones negros, la corbata y la chaqueta. Thornton le fijó los grandes bigotes y la espesa barba encanecida, le tiño los cabellos del mismo color de aquélla y dispuso los dos largos y ensortijados bucles, propios de un rabino ortodoxo, para que colgaran de las sienes de su cliente. Y cuando a todo esto añadió el sombrero negro y un buen apretón de manos, el rabino Birnbaum había sido creado a imagen y semejanza del otro rabino que había llegado en avión el día anterior. Excepto que era una persona distinta. Por último, de nuevo convirtieron el «Mercedes» en un flamante vehículo de la Embajada británica.

Dejaron al rabino a la entrada del «Hotel Nacional», donde el hombre tomó un opíparo almuerzo, que luego pagó con dólares estadounidenses, y abandonó el comedor para salir a coger un taxi que lo llevaría hasta el aeropuerto. Tenía hecha la reserva en el vuelo de la tarde para Londres, y en su billete podía leerse que transbordaría para Nueva York.

Thornton condujo de vuelta el automóvil hasta la Embajada británica, llevando a su otro cliente agazapado en el suelo de la parte trasera y cubierto con una manta. Al llegar, se puso a trabajar de inmediato, utilizando una peluca rubia y un bigote del mismo color, cremas de maquillaje, colorantes, lentes de contacto coloreadas y tinte para manchar los dientes. Diez minutos después de que volviese en su «Montego», Denis Gaunt, sudoroso y ansioso por quitarse la peluca rubia que había estado llevando durante todo el día para despistar a los de la KGB, el segundo cliente salía para el aeropuerto en el «Jaguar», conducido por Barry Martins hasta Scheremetievo.

El rabino atrajo sobre su persona las acostumbradas miradas de curiosidad, pero su documentación estaba en orden. Pasó las formalidades en quince minutos y entró en la sala de espera. Tomó asiento y se puso a leer el
Siddur
, murmurando de vez en cuando algunos rezos en un idioma incomprensible.

El hombre de la peluca y bigote postizo rubios fue prácticamente conducido por su nutrida escolta hasta la salita de espera, tan numerosos eran los agentes de la KGB que se habían reunido para impedir que recibiera un mensaje o algún paquete.

El último en llegar fue el Mensajero de la Reina, con el maletín diplomático encadenado a su muñeca izquierda. Los preciosos utensilios de trabajo de Thornton iban esta vez en su propia maleta; ya no necesitaba que se los llevasen, pues su equipaje no sería registrado.

Denis Gaunt permaneció en la Embajada. Tres días después sería rescatado cuando otro agente del Servicio Secreto de Inteligencia británico entrase a Moscú haciéndose pasar por Mensajero de la Reina y entregase a Gaunt un pasaporte expedido a su propio nombre, Masón. Y después, exactamente en el mismo instante, dos Masón pasarían por el control de pasaportes en dos puntos diferentes del aeropuerto y la «British Airways» registraría dos Masón a bordo por el precio de uno.

Pero esa tarde, los pasajeros con destino a Londres embarcaron a su hora debida y el avión de la «British Airways» salió del espacio aéreo soviético a las diecisiete y quince. Inmediatamente después, el rabino se levantó de su asiento, caminó hasta la sección de fumadores y dijo al hombre de la peluca y el bigote rubios:

—Nikolai, amigo mío, ya estamos en Occidente.

Entonces pidió champán para los dos y para el Mensajero de la Reina. La estratagema había salido bien porque McCready se había dado cuenta que tanto él como Gaunt y Gorodov tenían la misma estatura e idéntica constitución física.

Con la ganancia de tiempo que tuvieron por haber volado hacia el Oeste, aterrizaron en el aeropuerto de Heathrow después de las siete de la tarde. Un grupo de la
Century House
, que había sido alertada por Martins desde Moscú, estaba esperándolos. Nada más salir del avión fueron rodeados y sacados discretamente del aeropuerto.

Haciendo una concesión, Timothy Edwards permitió que McCready llevara a Nikolai Gorodov a su apartamento en Abingdon Villas para que pasara la noche.

—Me temo, coronel —le había dicho—, que los interrogatorios auténticos comenzarán por la mañana. Le hemos preparado una casa de campo muy agradable. No le faltará nada, se lo aseguro.

—Muchas gracias. Lo comprendo —respondió Gorodov.

Después de las diez de la noche, Joe Roth se presentó en el apartamento de McCready después de haber recibido una llamada telefónica de éste rogándole que lo visitara. Cuando llegó, en el vestíbulo del edificio encontró a dos agentes del SIS, particularmente corpulentos, y otros dos más apostados en el corredor, junto a la puerta del modesto apartamento de McCready, lo que le sorprendió mucho.

Después de pulsar el timbre, McCready salió a recibirle. El británico vestía unos pantalones de andar por casa y un jersey, y llevaba un vaso de whisky en una mano.

—Gracias por venir, Joe. Entra. Dentro hay alguien a quien tenía ganas de presentarte desde hace mucho tiempo. No puedes ni imaginarte lo mucho que lo deseaba.

McCready acompañó a su visitante hasta la sala de estar. El hombre que miraba en esos momentos por la ventana se dio media vuelta y le sonrió.

—¡Buenas noches, Mr. Roth! —dijo Gorodov—. No sabe cuánto me alegra encontrarme al fin con usted.

Roth se detuvo como si se hubiese quedado petrificado. Luego se dejó caer en un sillón y aceptó el whisky que McCready le ofrecía. Gorodov tomó asiento frente a él.

—Es preferible que se lo cuentes tú —dijo McCready al ruso—, ya que estás mejor informado que yo.

El ruso saboreó su bebida mientras se preguntaba por dónde empezar.

—El «proyecto Potemkin» comenzó hace unos ocho años —empezó al fin—. La idea original se le ocurrió a un joven oficial, pero el general Drozdov se apresuró a hacerla suya. Así que se convirtió en su baby, como ustedes dicen. El plan consistía en denunciar a un alto agente de la CÍA como espía soviético; pero de un modo tan convincente y con una profusión tal de pruebas, irrefutables en apariencia, que nadie se atreviera a poner en duda esa acusación.

»El objetivo a largo plazo era sembrar la semilla de la discordia en el seno de la Agencia y socavar así la moral entre sus empleados por lo menos durante una década, y, al mismo tiempo destruir las buenas relaciones con el Servicio Secreto de Inteligencia británico.

»En un principio, no se pensó en ningún agente en particular, pero después de haber tomado en cuenta a una media docena de ellos, la elección recayó sobre Calvin Bailey. Hubo dos razones para eso. Una de ellas, era que sabíamos que no se trataba de una persona querida en la Agencia debido a sus peculiaridades personales. Y la segunda, que había prestado sus servicios en Vietnam, un lugar apropiado para un posible reclutamiento.

»Calvin Bailey fue identificado en Vietnam como agente de la CÍA dentro de lo que puede calificarse de mera rutina. Ya sabrá que todos tratamos de identificarnos mutuamente, de saber qué puesto ocupa cada cual, para poder ir siguiendo luego cada uno de sus movimientos y los progresos realizados dentro de la jerarquía, datos que se registran con toda meticulosidad. En ocasiones, la falta de ascenso suele ser fuente de resentimientos, los cuales pueden ser aprovechados muy bien por una persona experta en reclutamiento. En fin, como bien sabe, esto es algo que todos hacemos.

»Pues bien, al igual que la CÍA, en la KGB jamás se tira nada. Cualquier dato ínfimo con valor informativo, cualquier fragmento minúsculo, es recogido y archivado cuidadosamente. La idea se le ocurrió a Drozdov al examinar de nuevo el material que los norvietnamitas nos habían entregado después de la definitiva caída de Saigón en 1975. Muchos de vuestros documentos habían sido quemados, pero algunos se salvaron del fuego gracias a la confusión. Y en uno de esos documentos se mencionaba a un tal Nguyen van Troc como uno de los sudvietnamitas que habían colaborado con los estadounidenses.

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