El problema que se le había presentado esa mañana se solucionó por casualidad gracias a un pequeño anuncio publicado en el
Dublin Press
, un ejemplar del cual tenía extendido sobre su cama, ya que había estado leyéndolo mientras se tomaba el té de la mañana.
Su habitación le hacía también las veces de despacho, y disponía de teléfono propio. Realizó dos llamadas, y, durante la segunda, recibió una calurosa invitación para unirse al grupo cuya próxima peregrinación había sido anunciada en el periódico. A continuación fue a ver a su superior.
—Necesito esa experiencia, Frank —le dijo—. Si me quedo en el despacho, el teléfono no dejará de sonar. Tengo necesidad de paz, y de tiempo para rezar. Si pudieses prescindir de mí, me gustaría ir.
El superior echó una mirada al itinerario y asintió con la cabeza.
—Ve con mi bendición, Dermot. Reza por todos nosotros cuando te encuentres allí.
La peregrinación duraría una semana. El padre O’Brien sabía que no necesitaba ponerse en contacto con el Consejo del Ejército de Liberación con el fin de pedirles permiso para ese viaje. Si a su vuelta tenía noticias, tanto mejor. En caso contrario, no había necesidad de que molestara a los del Consejo. Envió una carta a Londres, en la que adjuntó un cheque para abonar la reserva durante veinticuatro horas, sabiendo que llegaría en un plazo de tres días de la Oficina del Pueblo Libio (Embajada). Esto le daría tiempo a Trípoli para hacer los últimos preparativos.
La peregrinación comenzó con una misa solemne y rezos en el santuario irlandés de Knock, después, los peregrinos se dirigieron al aeropuerto de Shannon, donde tomaron un avión para Lourdes, en las estribaciones del Pirineo francés. Una vez allí, el padre O’Brien se apartó de la masa de peregrinos integrada por hombres y mujeres laicos, monjas y sacerdotes, y se embarcó en el pequeño aeroplano de alquiler que le estaba esperando en el aeropuerto de Lourdes. Cuatro horas más tarde aterrizaban en el aeropuerto de La Valetta, en Malta, donde los libios se hicieron cargo de él. El lujoso jet, como el que utilizan los ejecutivos, sin distintivo especial alguno, aterrizó en una pequeña base militar de las afueras de Sirte, justo veinticuatro horas después de que el sacerdote irlandés hubiese emprendido el viaje desde Shannon. Hakim al-Mansur, cortés y afable como siempre, se encontraba allí para recibirlo.
Debido a las prisas, pues tenía que regresar a Lourdes para reunirse con el grupo de peregrinos, no hubo reunión alguna con el coronel Gaddafi. De hecho, nunca se había tomado en cuenta esta posibilidad. Se trataba, en realidad, de una operación que Hakim al-Mansur había decidido llevar a cabo solo. Los dos hombres se entrevistaron en un saloncito que había sido reservado para ellos en la base, y que estaba custodiado por la guardia personal de Hakim al-Mansur. Cuando terminaron y después de que el irlandés pudiese gozar de unas pocas horas de sueño, el padre Dermot emprendió su viaje de regreso a Lourdes, pasando por Malta. El clérigo se encontraba muy excitado. Si lo que el árabe le había comentado llegaba a realizarse, significaría un paso de gigante en pro de su Causa.
Tres días después, Hakim al-Mansur acudía a su entrevista personal con el Gran Caudillo. Había sido convocado, como siempre, en el último momento, cuando se le indicó dónde estaba el coronel Gaddafi ese día. Desde el bombardeo que había sufrido el año anterior, el caudillo libio tomaba más precauciones que nunca para cambiar su cuartel general de un sitio a otro, y se había pasado cada vez más tiempo en el desierto, a una hora en automóvil de Trípoli.
El coronel Gaddafi se encontraba ese día en lo que al-Mansur denominaba en privado «el elemento beduino», repantigado a sus anchas sobre un montón de cojines en una gran tienda de campaña, decorada con gran primor, emplazada en uno de sus campamentos del desierto, vestido con un sencillo caftán blanco. Parecía más lánguido que nunca mientras escuchaba los informes de dos nerviosos ministros que se sentaban ante él cruzados de piernas. Ambos, hombres de cultura urbana por nacimiento, hubiesen preferido estar cómodamente sentados detrás de sus respectivos escritorios, pero si el Gran Caudillo tenía el capricho de verlos sentados en cuclillas sobre los cojines extendidos en la alfombra, no les quedaba más remedio que acuclillarse sobre los cojines.
Mediante un gesto de su diestra, Gaddafi hizo notar que se daba por enterado de la presencia de Hakim al-Mansur y le indicaba que debería sentarse a un lado y esperar su turno. Una vez que los dos ministros hubieron acabado y salieron, Gaddafi bebió un sorbo de agua y ordenó a al-Mansur que le hiciera un resumen de su informe.
El joven agente le informó de sus planes sin introducir en ellos adornos superfluos o exageraciones. Al igual que todos los que rodeaban al caudillo libio, Hakim al-Mansur sentía cierto temor reverencial hacia Gaddafi. Era un enigma, y los hombres abrigan siempre un temor reverencial por los enigmas, en especial ante aquellos que sólo necesitan hacer un leve gesto con la mano para conducir a cualquiera ante el piquete de ejecución.
Al-Mansur sabía que muchos extranjeros, y en particular los norteamericanos, y a los niveles más altos, creían que Gaddafi estaba loco. Pero él, Hakim al-Mansur, sabía muy bien que no había ni un rasgo de locura en la personalidad de Muammar el-Gaddafi. Si ese hombre hubiese estado trastornado, no hubiera sobrevivido durante dieciocho años detentando el poder supremo e incuestionable en aquel país turbulento, fragmentado y dado a la violencia.
Gaddafi era, de hecho, un político tan hábil como sutil. Había cometido equivocaciones, y alimentado también sus ilusiones, curiosamente con respecto al resto de los países del mundo y a su
status
en ese mundo. Se creía una superestrella solitaria, que ocupaba el centro del escenario universal. Estaba convencido de que sus largos y divagadores discursos eran recibidos con veneración por millones de seres de aquellas «masas» que vivían más allá de sus propias fronteras, cuando los exhortaba a que se desembarazaran de sus dirigentes y aceptaran su supremacía inevitable en la causa justa de la purificación del Islam, de acuerdo con el mensaje divino que él había recibido en persona para cumplir esa misión. Nadie de su séquito personal se hubiera atrevido a contradecirle.
Pero lo cierto era que dentro de Libia su poder era incontestado y virtualmente incuestionable. Gozaba del asesoramiento de un pequeño círculo de consejeros que compartían su intimidad. Los ministros podían ser nombrados y destituidos, pero los hombres que integraban ese reducido círculo, aun cuando sospechase que uno de ellos lo traicionaba, eran merecedores de su absoluta confianza y, de hecho, detentaban el poder real. Tan sólo unos cuantos de ellos sabían algo de los extraños parajes que conformaban «el extranjero».
Y a ese respecto, Hakim al-Mansur, educado en un colegio privado británico, podía ser considerado un experto. Al-Mansur sabía que Gaddafi sentía una cierta debilidad por él. Y era un sentimiento justificado, ya que el jefe del aparato exterior del Mukhabarat había dado prueba de su lealtad, en sus años más jóvenes, al ejecutar personalmente a tres de los opositores políticos de Gaddafi, en sus escondrijos en Europa.
De todos modos, había que tratar con mucho cuidado al dictador beduino. Algunos lo conseguían a base de adulación y lenguaje florido. Al-Mansur sospechaba que Gaddafi consentía esa actitud, pero aceptándola con cierta dosis de reserva. Su propio modo de comportarse era respetuoso, pero jamás ocultaba la verdad. Exponía los hechos con sumo cuidado, aun cuando se guardaba mucho de revelarlos todos, ya que esto podía haber sido una actitud suicida; al-Mansur, tenía la impresión de que detrás de aquella soñadora sonrisa y de aquellos gestos y ademanes, casi todos afeminados, el coronel Muammar el-Gaddafi deseaba que le dijesen la verdad.
Aquel día, en abril de 1987, Hakim al-Mansur habló a su caudillo de la visita del sacerdote irlandés y de la conversación mantenida por los dos. Mientras le estaba informando de ello, uno de los miembros del equipo médico de Gaddafi, que había estado mezclando una pócima en una mesa colocada en un rincón, se acercó a Gaddafi y le ofreció una tacita. El caudillo libio ingirió el brebaje e hizo señas al médico para que se retirara. El hombre cogió sus medicamentos a toda prisa y unos segundos después abandonaba la tienda.
Aun cuando ya había transcurrido un año desde que los aviones estadounidenses bombardearan su residencia particular, el coronel Muammar el-Gaddafi no había logrado recobrarse del todo. Todavía le atormentaban las pesadillas de vez en cuando y sufría los efectos de la hipertensión. El médico le había dado un calmante suave.
—¿Así que han aceptado el cincuenta por ciento de las ganancias sobre el material? —preguntó Gaddafi.
—El sacerdote comunicará esa condición —respondió al-Mansur—. Estoy convencido de que el Consejo Militar dará su aprobación.
—¿Y en cuanto al asunto del embajador estadounidense?
—Eso también.
Gaddafi emitió un profundo suspiro, haciéndolo en el modo que corresponde a un ser sobre cuyos hombros pesa demasiada parte de la carga que el mundo ha de soportar.
—Pero eso no es suficiente —dijo en tono soñador—. Hay que conseguir más. En el continente americano.
—La búsqueda continúa, Excelencia. El problema sigue siendo el mismo. En el Reino Unido contamos con el IRA Provisional, cuyos hombres se encargarán de la justa venganza en vuestro nombre. Los infieles destruirán a los infieles siguiendo los deseos de Vuestra Excelencia. Fue una brillante idea.
La idea de utilizar al IRA Provisional como conducto e instrumento para la venganza personal de Gaddafi contra los británicos había sido, en realidad, del cerebro de Hakim al-Mansur, pero el coronel Gaddafi estaba convencido de que esa iniciativa había sido suya, inspirada por el mismo Alá.
—En Estados Unidos no hay, por desgracia, ninguna red de guerrilleros que podamos utilizar del mismo modo. La búsqueda continúa. Acabaremos por encontrar los instrumentos de vuestra venganza.
El coronel Gaddafi asintió repetidas veces con la cabeza y luego le hizo un gesto indicativo de que la audiencia había terminado.
—Preocúpate de eso —murmuró con suavidad.
La recogida de información para los Servicios de Inteligencia es un oficio extraño. Rara vez suele ocurrir que un único golpe de suerte ofrezca todas las respuestas, por no hablar ya de que resuelva todos los problemas. La búsqueda de una única y maravillosa solución es un empeño específicamente norteamericano. En casi todos los casos, el cuadro va apareciendo como si de uno de esos complicado
puzzles
se tratara, para que los vayamos ensamblando, pieza tras pieza. Por regla general, la última docena de piezas jamás llega a aparecer del todo; un buen analista de Inteligencia sabrá qué cuadro corresponde a cada conjunto de fragmentos confuso.
En algunas ocasiones, las piezas del mismo no surgen en modo alguno de la imagen analizada del rompecabezas en cuestión, sino de otro distinto. Y a veces las piezas son falsas en sí mismas. Entonces nunca encajarán con la precisión que caracteriza a un verdadero rompecabezas con sus bordes perfectamente recortados para que todas y cada una de las piezas puedan ser colocadas en el lugar correspondiente.
Hay hombres en la
Century House
, sede del Servicio Secreto de Inteligencia británico, que son auténticos especialistas en rompecabezas. Rara vez abandonan sus despachos; los recolectores, los agentes de campo, son los encargados de proporcionarles las piezas. El analista procurará ensamblarlas. Antes de que el mes de abril finalizase, dos piezas de un nuevo rompecabezas habían llegado a la
Century House
.
Una de ellas les había sido facilitada por el médico libio que estaba en la tienda cuando Gaddafi tomaba su medicina. El hombre tenía un hijo al que amaba entrañablemente. El joven se encontraba en Inglaterra, donde cursaba la carrera de ingeniero, cuando los agentes del Mukhabarat lo abordaron y le hicieron saber que si quería a su padre debería de realizar una misión para el Gran Caudillo. La bomba que le entregaron para que la depositara en un lugar estratégico explotó antes de tiempo. El padre había logrado ocultar muy bien su rabia y su dolor, y aceptar las condolencias, pero el odio se apoderó de su alma y, desde aquel momento, se dedicó a pasar a los británicos toda la información que le era dado recabar desde su posición en la corte del coronel Muammar el-Gaddafi.
Su informe sobre los fragmentos de la conversación que había logrado captar antes de abandonar la tienda no fue enviado al Reino Unido a través de la Embajada británica en Trípoli, ya que ésta se encontraba vigilada día y noche. Sino que partió para El Cairo, ciudad a la que llegó una semana después. Desde allí fue enviado a Londres a toda prisa, donde lo consideraron lo bastante importante como para ser transmitido directamente a la misma cúpula de la
Century House
.
—¿Qué es lo que está tratando de hacer Gaddafi? —preguntó el Jefe cuando se lo comunicaron.
—Parece ser que ha ofrecido un donativo de explosivos y armas al IRA —respondió Timothy Edwards, el cual había sido ascendido de director adjunto a subdirector ese mismo mes—. Ésa, al menos, parecer ser la única interpretación posible de esa conversación escuchada por casualidad.
—¿Cómo se hizo la oferta?
—A través de un sacerdote irlandés que había viajado expresamente a Libia.
—¿Sabemos quién es?
—No, señor. Podría ocurrir que no se tratara en realidad de un sacerdote. O que quizá fuese una cobertura para un agente del Consejo Militar del IRA. Pero la oferta parece tener su origen en el coronel Gaddafi.
—Perfecto. Bien, tenemos que descubrir la identidad de ese clérigo misterioso. Hablaré con los del
Apartado
y veré si ellos tienen algo. Si ese hombre se encuentra en el Norte, será suyo. Si está en el Sur, o en alguna otra parte, nosotros nos encargaremos de él.
El
Apartado Quinientos
es el término empleado en la jerga de la Casa para referirse al MI-5, el Servicio de Seguridad británico, el aparato de contraespionaje, cuya misión consiste en combatir el terrorismo en Irlanda del Norte como parte del territorio británico. Competencia del SIS son las operaciones de espionaje y de contraespionaje defensivo en todo el mundo, incluyendo la República de Irlanda, el «Sur».