El manipulador (57 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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Rowse terminó su recorrido turístico por el monasterio y salió a la brillante luz del sol para ir a buscar su automóvil. Bill, desde su puesto de observación bajo la sombra de los pinos, en la parte de la montaña donde se hallaba la tumba del presidente Makarios, vigiló sus pasos e informó a Danny que su hombre había emprendido el viaje de regreso. Diez minutos después, McCready se iba en el coche conducido por Marks. Cuando bajaban por la carretera de la colina recogieron a un campesino chipriota que estaba haciendo autostop en la cuneta, así, Bill pudo regresar también a la localidad de Pedhoulas.

A los quince minutos de haber emprendido ese viaje de tres cuartos de hora de duración, el radio transmisor de McCready dio señales de vida. Era Danny.

—Mahoney y sus hombres acaban de entrar en la habitación de nuestro hombre. Ahora la están registrando a fondo. Lo están poniendo todo patas arriba. ¿Quiere que me acerque a la carretera y avise a Rowse?

—No —replicó McCready—, quédate donde estás y mantente en contacto.

—Si aprieto a fondo el acelerador, todavía podríamos alcanzarlo —sugirió Marks.

McCready titubeó y echó una ojeada a su reloj de pulsera. Era un gesto por demás inútil. No había calculado la distancia que les separaba de Pedhoulas ni la velocidad que necesitarían llevar para llegar hasta allí.

—Demasiado tarde —contestó McCready—, nunca lo alcanzaríamos.

—¡Pobre amigo Tom! —exclamó Bill desde el asiento trasero.

Algo poco usual en él con sus subordinados, Sam McCready perdió su habitual compostura.

—Si fallamos, si ese cargamento de mierda llega a su destino, lástima de los pobrecillos que estén de compras en «Harrods», lástima de los pobrecillos turistas que se paseen por Hyde Park, lástima de las pobrecillas mujeres y de los pobrecillos niños que andan repartidos por nuestro ensangrentado país —dijo McCready en un estallido de cólera.

Hubo un profundo silencio durante todo el viaje a Pedhoulas.

La llave de la habitación de Rowse seguía colgada de su gancho correspondiente en la recepción del hotel. Él mismo la cogió, pues no había nadie detrás del mostrador, y subió las escaleras. La cerradura estaba intacta; Mahoney había utilizado la llave y la había dejado de nuevo en recepción. Pero la puerta no estaba cerrada con llave. Rowse pensó que la camarera de la limpieza estaría arreglándole todavía el cuarto y entró.

Nada más poner un pie en la habitación, el hombre que estaba apostado detrás de la puerta lo agarró con fuerza y le hizo salir disparado hacia el centro del aposento. La puerta golpeó a sus espaldas, y un fornido matón le cortó la retirada. Antes del amanecer, el correo había enviado a Nicosia las fotografías que Danny había hecho de aquellos hombres, fotos que fueron transmitidas por
fax
a Londres para su identificación. El fornido matón era Tim O’Herlihy, uno de los asesinos del llamado «Comando Derry». El que estaba apostado junto a la chimenea, un fornido hombrachón de cabello rubio, Eamonn Kane, era uno de los hombres del servicio de orden de West Belfast. Mahoney estaba sentado en la única butaca que había en el cuarto, de espaldas a las ventanas, cuyas cortinas habían sido corridas para atenuar la brillante luz diurna.

Sin decir ni una palabra, Kane asió al tambaleante inglés, le hizo dar unas cuantas vueltas por el cuarto y lo estrelló contra la pared. Con la destreza que concede la práctica le palpó pecho y espalda, pasó sus manos por la camisa de manga corta, para registrarle luego cada pernera del pantalón. Si hubiese llevado encima el transmisor que McCready le había ofrecido, en esos momentos hubiera sido descubierto y el juego finalizado de una vez por todas.

La habitación era un caos, todos los cajones habían sido abiertos y vaciados, el contenido del ropero aparecía esparcido por el suelo. El único consuelo de Rowse era que no tenía nada allí que no hubiera llevado cualquier novelista que estuviera haciendo un viaje de estudios: libretas de apuntes, notas sobre el argumento, mapas turísticos, folletos, máquina de escribir portátil, ropa y artículos de aseo. El pasaporte lo llevaba en el bolsillo trasero de los pantalones. Kane se apoderó de él y se lo pasó a Mahoney, el cual lo examinó con gran atención, pero no encontró nada que no supiera.

—Bien, insolente hombrecillo, ahora quizá me digas qué coño estás haciendo por aquí. —El rostro de Mahoney exhibía su habitual sonrisa encantadora, pero no así su mirada.

—No sé de qué demonios estás hablando —replicó Rowse indignado.

Kane le asestó un puñetazo en el plexo solar. Rowse podría haberlo evitado, pero O’Herlihy se encontraba a sus espaldas y Kane a un lado. La desigualdad de condiciones era manifiesta, incluso sin contar con Mahoney. Esos hombres no eran hermanitas de la caridad precisamente. Rowse gimió, se dobló sobre sí mismo y se apoyó contra la pared mientras respiraba con dificultad.

—¿No lo sabes ahora?, dime, ¿no lo sabes ahora? —preguntó Mahoney, sin levantarse—. Pues bien, por regla general utilizo métodos que no son el de explicar mis palabras, pero por ser quien eres, insolente de mierda, haré una excepción contigo. Un amigo mío, que vive en Hamburgo, te reconoció hace un par de semanas. Tom Rowse, antiguo capitán de un destacamento de las Fuerzas Aéreas Especiales, amigo acérrimo y bien conocido del pueblo irlandés, dedicándose a hacer algunas preguntas de lo más divertidas. Con dos giras turísticas por la Isla Esmeralda a sus espaldas y que se nos presenta en el corazón de Chipre justo cuando mis amigos y yo tratamos de pasar unas vacaciones agradables y tranquilas. Pues bien, una vez más, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

—Escucha —replicó Rowse—, de acuerdo, estuve en la SAS, pero las he dejado ya. No podía seguir en ellas por más tiempo. Denuncié a todos esos hijos de puta. Ya han pasado tres años desde aquello. Estoy fuera, por completo. La sociedad británica no derramará ni una sola lágrima por mí si me asesinan. Ahora me dedico a escribir novelas para ganarme la vida. Novelas de acción. Eso es todo.

Mahoney hizo una seña a O’Herlihy, el cual golpeó a Rowse en los riñones. Éste gritó y cayó de rodillas. Pese a la gran desigualdad de condiciones, el antiguo capitán de la SAS podría haber devuelto el golpe y acabado con uno de ellos al menos, acaso con dos, antes de que ellos terminasen con él. Pero había aceptado el dolor con estoicismo y se había doblado sobre sus rodillas. Pese a la arrogancia que Mahoney manifestaba, Rowse sospechó que el jefe de los terroristas estaba desconcertado. Debía de haber advertido la presencia de Hakim al-Mansur y Rowse conversando en la terraza la noche anterior, antes de que los dos emprendieran su paseo nocturno. Y que Rowse había regresado de aquella aventura. Además, Mahoney estaba a punto de recibir un favor inmenso de al-Mansur. No, el hombre del IRA no era mortífero… aún. Quizá sólo quisiera divertirse un rato.

—Me estás mintiendo, entrometido de mierda, y eso es algo que no me gusta. Ya he oído en otras ocasiones esa historia de estar realizando investigaciones. Ten en cuenta que nosotros, los irlandeses, somos un pueblo muy letrado. Y algunas de las preguntas que has estado haciendo no tienen mucho que ver en realidad con las letras. Y bien, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

—Las novelas de acción… —resolló Rowse—, las obras de acción modernas no pueden ser inventadas del todo. Es imposible despachar al lector con generalizaciones vagas. Hacen falta detalles. Piensa en Le Carré, en Clancy…, ¿acaso crees que no investigaron hasta el último detalle? Ésa es la única manera de escribir en nuestra época.

—Así que en nuestra época, ¿eh?, y ¿qué me dices de cierto caballero del otro lado del mar con el que estuviste charlando anoche?, ¿quizás es uno de tus colaboradores?

—Eso es algo que se quedará entre él y yo. Si quieres saber algo, pregúntaselo.

—¡Claro que sí, entrometido de mierda! Eso es justamente lo que he hecho. Esta misma mañana, por teléfono. Y me ha pedido que te vigile. Si de mí dependiera, ya les habría dicho a mis muchachos que te enterraran en lo alto de una montaña. Pero, como te he dicho, mi amigo me ha pedido que no te quitara el ojo de encima. Cosa que pienso hacer, día y noche, hasta que te largues. Por desgracia, eso ha sido todo lo que me ha dicho. Y ahora, entre nosotros, un poquitín de juerga para recordar los viejos tiempos.

Kane y O’Herlihy se le echaron encima. Mahoney contemplaba la escena. Cuando le fallaron las piernas a Rowse, cayó al suelo, se hizo un ovillo y trató de protegerse el vientre y los genitales. Como Rowse se encontraba demasiado bajo para que pudiesen darle puñetazos, emplearon los pies. Se protegió la cabeza con los brazos para evitar una lesión cerebral sintiendo los puntapiés en espalda, hombros, pecho y costillas. Se vio envuelto en una ola de pánico, hasta que la piadosa oscuridad se apoderó de su persona después de recibir una fuerte patada en la nuca.

Recobró el conocimiento como suelen hacerlo las personas que han sufrido un accidente de tráfico; primero, sintiendo que no estaba muerto, luego con la consciencia del propio dolor. Cubierto con la camisa y los pantalones, su cuerpo era una gran llaga dolorida.

Se quedó tumbado de bruces contra el suelo, y, durante un buen rato, se dedicó a examinar el dibujo de la alfombra. Luego se dio media vuelta y se puso boca arriba; aquello fue un error. Se llevó una mano al rostro. Sintió un bulto en la mejilla, debajo del ojo izquierdo, por lo demás, se trataba sobre poco más o menos del mismo rostro que venía afeitando desde hacía años. Trató de sentarse y lanzó un gemido de dolor. Un brazo le rodeó los hombros y le ayudó a sentarse.

—¿Pero qué diablos ha ocurrido aquí? —preguntó ella.

Mónica Browne estaba arrodillada a su lado y le pasaba un brazo por los hombros. Los frescos dedos de su mano derecha le palparon el bulto bajo el ojo izquierdo.

—Pasaba por aquí, vi la puerta entreabierta y…

—He debido de perder el conocimiento y, al caer… —explicó Rowse.

—¿Ocurrió eso antes o después de que se decidiera a poner patas arriba la habitación?

Rowse miró a su alrededor. Se había olvidado de los cajones tirados por el suelo y de las ropas esparcidas por la habitación. La joven comenzó a desabrocharle la camisa.

—¡Dios mío, vaya caída! —fue todo cuanto dijo. Entonces le ayudó a levantarse y le acompañó hasta la cama. Rowse se sentó al borde. La joven le empujó suavemente hacia atrás, le levantó las piernas y le obligó a tumbarse sobre el colchón.

—No se le ocurra marcharse —dijo la joven, cuya advertencia era a todas luces innecesaria—. Tengo un poco de linimento en mi habitación.

Mónica regresó a los pocos minutos, cerró la puerta tras de sí y echó la llave rápidamente. Terminó de desabotonarle la camisa de algodón de las
Sea Islands
y se la quitó cuidadosamente por los hombros, emitiendo una exclamación de asombro al contemplar las magulladuras, ahora convertidas en deslumbrantes hematomas morados, que adornaban su torso y sus costillas.

Rowse se sintió desvalido, pero la joven parecía saber qué se debía hacer en tales casos. Destapó una botellita, y, con suavidad, le aplicó una generosa capa de linimento por todas las zonas afectadas. Aquello escocía.

—¡Ay! —gritó.

—Esto le hará bien, sirve para bajar la inflamación y cura los moratones. Dese la vuelta.

Le extendió más linimento por los hematomas que tenía en los hombros y en la espalda.

—¿Cómo es que lleva linimento a todas partes? —masculló Rowse—. ¿Acaso terminan así todos sus compañeros de cena?

—Es para los caballos —replicó ella.

—¡Oh, muchas gracias!

—¡Déjese de tonterías! Esto produce el mismo efecto en los hombres estúpidos. Vuélvase.

Rowse hizo lo que ella le ordenó. La joven estaba ahora encima de él, con aquella espléndida melena rubia cayéndole sobre los hombros.

—¿Le han atizado también en las piernas?

—Por todas partes.

Entonces, le desabrochó el botón de los pantalones, le bajó la cremallera de la bragueta y le quitó los pantalones sin el más mínimo rubor. En realidad, no era una operación muy extraña para una joven esposa cuyo marido solía beber demasiado. Además de una hinchazón en una de las espinillas, había otra media docena de zonas tumefactas repartidas por los muslos. Ella le aplicó linimento en aquellas magulladuras. Pasados los primeros instantes de escozor, la sensación fue de inefable placer. El olor que el medicamento desprendía le recordaba sus días de rugby en la escuela. La joven hizo una pausa y dejó la botella en el suelo.

—¿Tiene otra hinchazón aquí? —preguntó.

Rowse se miró los calzoncillos. En absoluto, no era una hinchazón, explicó.

—¡Gracias a Dios! —murmuró la joven. Entonces giró sobre la cintura y logró alcanzar la cremallera que le cerraba la espalda de su vestido de shantung color crema. La luz que se filtraba por las cortinas envolvía la habitación en una atmósfera fresca y de suaves resplandores.

—¿Dónde aprendiste a tratar las magulladuras? —preguntó Rowse.

La paliza que le habían propinado y el masaje recibido a continuación le habían dado sueño. En todo caso, la somnolencia se había apoderado de su cabeza.

—En Kentucky, el bromista de mi hermano era muy aficionado al jockey —contestó la joven—. Tuve que ponerle parches más de una vez.

Cuando su vestido color crema se deslizó blandamente al suelo, dejó al descubierto unas finas bragas de seda. No llevaba sostén. A pesar de la plenitud de sus senos, no lo necesitaba. La joven se volvió hacia él. Rowse tragó saliva.

—Pero esto no lo aprendí de ninguno de mis hermanos —añadió.

Durante unos instantes, Rowse pensó en Nikki y la recordó en la casita de Gloucestershire. Eso era algo que nunca había hecho hasta entonces desde que estaba casado con Nikki. No obstante, razonó para sus adentros, un guerrero tiene a veces necesidad de algo de esparcimiento, y si éste le es ofrecido, no sería de humanos rechazarlo.

Rowse trató de incorporarse y de abrazarla cuando la joven se puso a horcajadas sobre él, pero ella le cogió por las muñecas e hizo que se recostarse de nuevo.

—Descansa —susurró—. Estás demasiado enfermo para participar activamente.

Sin embargo, durante las horas que siguieron, pareció estar muy contenta de haberse equivocado.

Poco después de las cuatro de la tarde, la joven se levantó de la cama, cruzó la habitación y descorrió las cortinas. El sol había pasado ya su azimut y se movía hacia las montañas. Al otro lado del valle, el sargento Danny ajustaba sus prismáticos y exclamaba indignado:

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