—¡Maldita sea! —rugió MacReady, molesto por que el marciano no se limitara a dejarse cazar como una bestia cualquiera—. ¿Quién ha perdido de vista a su pareja?
Todos se encogieron de hombros, intercambiando miradas recelosas. Al parecer, nadie había perdido de vista a su compañero. Pero alguien tenía que haberlo hecho, se dijo Reynolds. Fue entonces cuando recordó, con un escalofrío de pavor, que había sido él. Sí, él había perdido de vista a MacReady durante unos minutos, justo después de la aparición de la criatura. Como si su gesto fuera la continuación de su pensamiento, se volvió hacia el capitán para encañonarlo con la pistola, pero por lo visto MacReady había llegado a la misma conclusión, pues apuntaba a Reynolds con su arma. Los marineros contemplaron la escena, horrorizados. Hubo unos segundos de silencio.
—Si yo fuera el monstruo, Reynolds —dijo entonces MacReady, amartillando su arma—, le suplantaría a usted para no levantar sospechas.
El explorador sonrió con repugnancia.
—Esta vez no perderé el tiempo hablando contigo, seas lo que seas —respondió—. Tres.
El disparo de Reynolds sacudió hacia atrás la cabeza de MacReady. Luego volvió a su posición inicial, y lo miró con expresión confundida, como si no acabara de creer que le hubiese disparado. Finalmente, las piernas se le aflojaron y el oficial se derrumbó sobre el suelo, quedando tumbado entre los presentes cuan largo era. Reynolds lo contempló sorprendido, incrédulo ante la facilidad con que se había deshecho de la criatura.
—¡Dios mío, ha matado al capitán! —exclamó atónito el teniente Blair.
Reynolds se volvió hacia los demás, tranquilizándoles con un gesto de la mano.
—Guarden la calma. No es el capitán MacReady, sino el monstruo. Le perdí de vista unos minutos, el tiempo que la criatura aprovechó para matarlo y adoptar su aspecto —explicó con voz serena. Luego volvió a clavar la mirada en el cadáver del capitán, que yacía boca arriba en medio del círculo que componían entre todos—. Observen con atención y verán cómo recupera su verdadero aspecto.
Todos se callaron sus dudas y contemplaron el cuerpo de MacReady con sumo interés. El capitán lucía un pequeño agujero de bala en medio de su despejada frente, y la muerte había borrado al fin la perenne expresión de disgusto de su rostro, trocándola por un semblante sorprendentemente afable, casi bondadoso, mucho más apropiado para ingresar en el trasmundo sin levantar la inquina ni el miedo en los espíritus que lo habitaban. Pero los segundos transcurrían sin que su aspecto sufriera cambio alguno, y la expectación de los marineros se transformó en aburrimiento. ¿Acaso la criatura conservaba su disfraz una vez muerta?, se preguntó Reynolds, a quien empezaban a incomodarle las cada vez más frecuentes miradas de recelo que le dirigía la tripulación. Se volvió y se encogió de hombros sin saber qué hacer.
—Bueno, puede que tengamos que esperar un poco más… —se excusó.
Allan carraspeó con timidez.
—Recuerde que cuando se transformó en el camarote solo estaba herida… —le recordó.
—Quizá sea eso… —Reynolds dedicó al grupo una sonrisa tranquilizadora—. Seguramente no puede volver a transformarse una vez muerta.
—Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de que no sigue entre nosotros? —preguntó con nerviosismo el teniente Blair.
—Porque yo soy el único que perdió de vista a su pareja —explicó Reynolds.
—Y el capitán MacReady a usted… —El gigante indio dio un paso adelante, con el enorme machete meciéndose perturbador al final de su brazo, mientras sus palabras reverberaban entre las cajas como los truenos de una tormenta lejana.
Reynolds observó alarmado al grupo, sin cosechar otra cosa que miradas desconfiadas, incluso furibundas.
—No creerán que… Oh, Dios mío… —balbució con espanto—. ¡Yo no soy la criatura, maldita sea! Allan, por favor, explíqueles que…
El artillero le dirigió una mirada angustiada, aturdido por la desquiciada y veloz sucesión de los acontecimientos.
—Escúchenme, por favor… —consiguió articular al fin con voz desmayada—, yo he visto a la criatura transformarse en humano. En Carson y en mí mismo. Y aunque es capaz de lograr una réplica exacta, puedo asegurarles que hay algo que la diferencia del original. ¡Este hombre es Reynolds, confíen en mí!
—¿Y cuál es esa diferencia, sargento? —preguntó el teniente Blair observando a Reynolds con desconfianza.
—No sabría decirlo con exactitud… —se disculpó el artillero, tan débilmente que sus palabras se perdieron entre el frenético murmullo de los marineros.
—¡Escuchen! Hay un modo mucho más sencillo de aclarar esto. —La aguda voz de Griffin horadó la oscuridad como un delicado rayo de luz—. Bajemos el cadáver y comprobemos quién es.
Todos guardaron unos segundos de silencio, sorprendidos de que existiera una solución tan obvia.
—¡De acuerdo! —bramó Peters, señalando arbitrariamente a todos los marineros con su machete—. Que una pareja se encargue de bajar el cuerpo, pero por el amor de Dios, la que lo haga esté segura de no haberse perdido de vista el uno al otro en ningún momento. Mientras, los demás vigilaremos al señor Reynolds. Lo siento, señor —se excusó, apuntando con su cuchillo a la garganta del explorador—, pero ahora mismo usted es la mitad sobrante de la única pareja que se separó.
Shepard y Wallace dieron un paso al frente como un solo hombre.
—Nosotros nos ocuparemos —anunció Shepard—. Estamos completamente seguros de que no nos hemos separado ni un segundo, ¿verdad, Wallace?
—Así es, Shepard. Hemos estado unidos en todo momento —contestó el aludido, mirando al frente con una fijeza inquietante.
—Tan unidos como siameses —bromeó Shepard con una voz extraña, semejante a la suya pero al mismo tiempo algo distorsionada, como si la lengua le estorbara en la boca. Y sin transición, para perplejidad de todos los presentes, aquella voz averiada surgió de nuevo, aunque esta vez de la garganta de Wallace—. Tú lo has dicho, Shepard. Tan unidos como un matrimonio. Incluso más: unidos más allá de la muerte…
Confundido, Reynolds alternó su mirada de un marinero a otro, hasta reparar espantado en la tupida telaraña de viscosos filamentos que unía la bota derecha de Shepard con la izquierda de su compañero. En ese instante, supo que había matado a MacReady para nada. Y sintió cómo desde algún lugar inconcreto de su interior, quizá del extremo de la médula espinal, brotaba un terror puro que se propagaba por todo su cuerpo a través de la red de nervios y ganglios, tratando de paralizarlo, de arrebatarle la energía, el ánimo o lo que fuera aquello que lo dotaba de movimiento. El resto de los hombres se encontraban tan aturdidos como él.
Lo que ocurrió entonces es difícil de explicar. Quizá un narrador más versado no tendría problemas para hacerlo —pienso en Wilde o en Dumas—, pero desgraciadamente soy yo a quien le corresponde narrarlo. Aun así, escogeré las palabras con el mayor tiento, confiando en no resultarles al menos demasiado confuso. De repente, antes de que nadie fuese capaz de reaccionar, los cuerpos de Shepard y Wallace comenzaron a deshacerse como figuras de arcilla bajo una lluvia intensa, para fundirse entre ellos, moldeando lentamente una única forma. Los rasgos de los marineros se deformaron y navegaron en un fluido viscoso, como tropezones en un caldo, hasta confundirse en un mejunje delirante de ojos y bocas y cabellos. Pese al miedo que sentía, Reynolds no pudo hacer otra cosa que contemplar hipnotizado el proceso de metamorfosis de la criatura, cada vez más inquieto porque a cada segundo que pasaba el resultado de aquel precipitado gelatinoso resultaba más grande y monstruoso. Y de pronto, como la levadura en el horno, ese ser viscoso empezó a cuajar, a solidificarse en una criatura compacta, provista de un cuerpo alargado, adornado con músculos poderosos, y envuelto casi en su totalidad por un pelaje rojizo, como si estuviese recubierto de algas marinas. Cuando la criatura adquirió consistencia, el explorador pudo apreciar que, efectivamente, sus brazos y piernas estaban rematados por largas y afiladas garras. Un segundo después también observó que lo que juzgó que debía de ser su cabeza, simplemente por encontrarse entre sus hombros, había cristalizado en un rostro de pesadilla, que parecía el resultado de barajar la cabeza de un lobo con la de un cordero, pues disponía tanto de un hocico puntiagudo como de algo semejante a unos cuernos en espiral situados a ambos lados del impresionante cráneo. Entonces la cosa pareció sonreír, descorriendo los labios como un perro y exhibiendo una hilera de finísimos colmillos. Acto seguido se volvió hacia Foster, el marinero que desgraciadamente se hallaba a su derecha, y con un gesto fulminante le hundió una de sus garras en el abdomen, para extraerla al segundo siguiente, arrastrando en el movimiento un puñado de órganos y vísceras que se desparramaron por el suelo produciendo un golpeteo amortiguado. Allan palideció al contemplar aquella granizada de órganos que brincaba entre sus pies, pero apenas tuvo tiempo de soltar siquiera una triste arcada porque la garra del monstruo se lo impidió atrapándolo por la garganta y levantándolo del suelo como si fuera una marioneta. Afortunadamente Peters venció la parálisis que atenazaba al grupo y avanzó hacia la criatura, al tiempo que alzaba su machete. Con resolución, descargó el arma sobre su hombro. La hoja se hundió en él con pasmosa facilidad, obligando a la criatura a proferir un agudo gemido que reverberó entre las cajas y a abrir su garra en un acto reflejo, liberando al artillero. Allan rodó por el suelo, tosiendo y jadeando, mientras el gigante extraía su machete, que salpicó en todas direcciones gotas de una sustancia verdosa, y volvía a enarbolarlo para descargar un nuevo golpe. Esta vez, sin embargo, el marciano reaccionó más rápido. Detuvo el brazo del indio atrapándolo velozmente por la muñeca, y lo dobló sin aparente esfuerzo, como un niño tronchando la rama de un arbusto. Peters se puso lívido de golpe ante el espectáculo de su brazo torcido en un ángulo antinatural, con el hueso asomándole por el codo, pero su sufrimiento fue breve, pues con otro movimiento increíblemente rápido, la criatura lo decapitó de un zarpazo. La cabeza del indio golpeó contra las cajas, produciendo un sonido acolchado, y luego rodó por el suelo, exhibiendo la mueca de incomprensión con la que Peters había recibido aquella muerte vertiginosa. El monstruo se volvió entonces hacia al resto de los marineros, pero Griffin, con una serenidad que sobrecogió a Reynolds, alzó su mosquete, lo encañonó y le disparó en pleno pecho. Debido a la cercanía, el impacto tumbó al marciano hacia atrás. Aquello detuvo momentáneamente la refriega, y los que quedaban en pie contemplaron cómo el monstruo se retorcía en el suelo, esforzándose penosamente para volver a cambiar de forma.
—¡Remátelo, Kendricks! —ordenó el teniente Blair al marinero que había quedado más cerca del marciano.
Kendricks, que se mantenía encogido contra las cajas, con el rostro salpicado de sangre verdusca, tardó en reaccionar. Cuando lo hizo, avanzó hacia el monstruo, pero este, convertido de nuevo en la criatura vagamente arácnida que había huido del camarote de Reynolds, echó a correr hacia la salida de la bodega y se perdió en la oscuridad.
—¿Adónde crees que vas, perra del demonio? —gritó Kendricks, saliendo en su persecución.
El teniente Blair, Griffin y el resto de los marineros lo siguieron, y Reynolds se encontró de pronto solo en la bodega, otra vez con vida, rodeado por los cuerpos de sus compañeros caídos. A la luz que emitía la única linterna que no se había apagado al rodar por el suelo durante la refriega, comprobó que no podía hacer nada por ninguno de ellos, salvo por el joven artillero, que estaba sentado contra la pared de cajas, con la mirada extraviada, ajeno a lo que estaba sucediendo. El primer impulso de Reynolds fue huir de allí en busca de un lugar seguro, abandonando a Allan a su suerte, pero algo se lo impidió. Unos instantes atrás, cuando todos creían que él era la criatura y se disponían a matarle a sangre fría, el artillero había intercedido por él, enfrentándose a toda la tripulación. Y no debía olvidar que también había consentido esconderse en su alacena. Pero ¿era aquella lealtad una razón suficiente para arriesgar su vida por él?, se preguntó con su incombustible espíritu práctico. ¿Desde cuándo se movía su alma por ese tipo de correspondencias? Ya no necesitaba a Allan, podía dejarlo allí. Si cargaba con él en su estado, ambos se convertirían en una presa fácil para el marciano. En ese instante, el artillero levantó la cabeza. A Reynolds le pareció que había logrado vencer su aturdimiento, al menos en parte, porque se las arregló para clavar su mirada en él y musitar su nombre.
—Reynolds, Reynolds…
El explorador se arrodilló a su lado.
—Aquí estoy, amigo —contestó, pasándole un brazo por el hombro para ayudarle a incorporarse.
—¿Dónde están todos? —inquirió Allan con un hilo de voz.
—Bueno, su marciano ya ha revisado el arrumaje de la bodega y ahora se ha marchado a inspeccionar otras partes del barco. Creo que quiere comprobar si es seguro navegar con nosotros —bromeó Reynolds, logrando que el artillero esbozara una débil sonrisa—. ¿Puede levantarse?
Allan asintió débilmente, pero al intentar incorporarse con la ayuda de Reynolds, su tobillo no pudo sostenerle y se desplomó de nuevo emitiendo un gemido de dolor.
—Maldita sea, creo que me lo he torcido. No sé si podré caminar, Reynolds… —anunció con voz ahogada—. ¿Qué demonios podemos hacer?
—No lo sé, Allan —reconoció el explorador, sentándose a su lado con gesto de derrota y apartando un poco la cabeza del indio con la punta del pie—. Si no puede caminar, quizá deberíamos quedarnos aquí y esperar… Este es un lugar tan bueno como cualquier otro. Tal vez los demás consigan cazar al monstruo. Y si regresa, tenemos munición de sobra —declaró, señalando las pistolas que el capitán y Foster tenían todavía enraizadas en sus manos.
—No, Reynolds. Vaya a ayudar a los demás —logró articular el artillero—, yo me las arreglaré. No es necesario que se quede aquí conmigo.
Sin embargo, antes de que el explorador pudiera contestarle, oyeron la voz de Kendricks en la distancia.
—¡Lo he encontrado, teniente! —gritó—. ¡Ese hijo del demonio se ha ocultado en la santabárbara!
—¡Tenga cuidado, Kendricks! —oyó advertir al teniente—. ¡No abra fuego allí dentro!
Reynolds y Allan oyeron a continuación varias descargas de mosquete.