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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (24 page)

BOOK: El mapa del cielo
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—¡Por el amor de dios, Kendricks, le he dicho que…!

Una explosión interrumpió al teniente. Ambos la oyeron desde la bodega, y casi de inmediato sintieron cómo el barco se estremecía violentamente. La pila de cajas en la que estaban apoyados comenzó a temblar, y Reynolds se apresuró a empujar a Allan a un lado, rodando junto a él, antes de que varios cajones llenos de costillares de cordero se derrumbaran sobre el lugar que habían ocupado un momento antes.

—Maldito seas, Kendricks —se quejó Reynolds, incorporándose y levantando trabajosamente al artillero, quien se agarró a él sofocando el alarido de dolor que le provocó apoyarse en su castigado pie—. Vamos, Allan —le animó—. Tenemos que irnos. Ya no es tan buena idea quedarnos aquí. Apóyese en mí.

El eco de la explosión no se había extinguido aún cuando se oyó otra, seguida de un nuevo temblor, y Reynolds comprendió que las cajas de munición y los barriles de pólvora que se almacenaban en la santabárbara habían comenzado a estallar en cadena. Era cuestión de minutos que aquel crescendo de explosiones se volviera realmente peligroso e hiciera estallar el buque en mil pedazos. Tenían que abandonarlo lo antes posible, tal y como le había dicho a Allan. Consciente de ello, tiró del artillero en dirección a la trampilla por la que se accedía hacia la cubierta donde se alojaba la tripulación y los oficiales. Del angosto pasillo que conducía a la santabárbara emergía una enredadera de humo negruzco, que empezó a extenderse por la bodega, emborronándolo todo. Reynolds dio por muertos a los marineros que habían perseguido a la criatura e incluso se atrevió a darla por muerta también a ella, y sin tiempo que perder en oraciones por sus pobres almas si no quería acabar como ellos, apremió a Allan a ascender por la escala. Una vez lograron alcanzar la cubierta inferior, donde no había ningún marinero, el explorador trató de pensar qué hacer a continuación, aunque no tuvo tiempo de darle a Allan ninguna instrucción, pues enseguida volvió a sorprenderlos una explosión, esta vez mucho más poderosa que las anteriores. La sacudida levantó el entarimado de la cubierta por varios sitios, retorció unas cuantas vigas, y los lanzó a ellos por los aires, junto a un puñado de aperos y baúles. El explorador golpeó con fuerza contra una de las paredes y rebotó unos metros por el suelo, quedando tendido entre los escombros, medio atontado. Una bruma oscura empezó a apoderarse de su consciencia.

—Reynolds…

La voz de Allan lo sacó de su aturdimiento. Parpadeó varias veces, tosió y comprobó sorprendido que seguía vivo. Le dolían todos los huesos, pero parecía estar entero. Se incorporó un poco y buscó al artillero con la mirada, intentando localizarlo entre el denso humo que lo difuminaba todo. La explosión había arrancado algunas lámparas de aceite de sus ganchos, y aquí y allá habían brotado pequeñas hogueras que no tardarían en extenderse por todas partes, animadas por aquellos maderos a los que el frío del polo había despojado de cualquier vestigio de humedad. Pero antes de que sus ojos localizaran al artillero, Reynolds distinguió una silueta al fondo de la habitación, que se dirigía hacia la armería con un trotecillo sereno, como un condenado que de tanto visitar el infierno hubiese aprendido a moverse por él con familiaridad. Comprendió que se trataba de Griffin, aquel marinero extraño que según parecía no había seguido a los otros hasta la santabárbara, salvando así la vida, pero que ahora, en vez de abandonar el barco, como sería lógico, pretendía proveerse de armas, como si todavía no diera por perdida la batalla contra la criatura. Reynolds se encogió de hombros. Aquel loco podía hacer lo que quisiera con su vida, él no pensaba discutírselo.

—Reynolds… —volvió a gemir Allan desde algún rincón.

El explorador lo vislumbró entonces, atrapado bajo varios trozos de viga. Al parecer, seguía vivo, pero no lo estaría por mucho tiempo más si él no lo liberaba y lo ayudaba a abandonar el buque. Esta vez, para su propia sorpresa, Reynolds no consideró ni por un segundo la posibilidad de dejarlo allí. Sencillamente se levantó y, medio tambaleándose, corrió hacia él. Cuando llegó a su lado, reparó en que el sargento presentaba una herida en la frente, de la cual manaba profusamente la sangre. No había perdido del todo la conciencia, pero sus ojos, bajo el cabello apelmazado, brillaban temblorosos, como las llamas de un candelabro frente a una ventana abierta. Reynolds lo liberó de los maderos a duras penas, volvió a ponerlo en pie y lo remolcó hacia la escotilla más cercana. La escalada resultó exasperante. Cuando al fin lograron salir a la cubierta del
Annawan
, el frío del exterior se le antojó a Reynolds un bálsamo rejuvenecedor. Pero aún no estaban a salvo. Todavía seguían en el buque. Sin perder tiempo, intentó orientarse y localizar el costado junto al que se hallaba la rampa de hielo. Cuando lo encontró, condujo a Allan hacia allí a empujones, le pasó los brazos por la cintura y se arrojaron por la pendiente mientras a su espalda el barco se estremecía violentamente bajo una nueva explosión.

Una vez sobre la nieve, Reynolds levantó de nuevo a Allan y tiró de él hasta que se alejaron del
Annawan
a una distancia que juzgó prudencial. Se desplomaron exhaustos cerca de la jaula de los perros, que ladraban enloquecidos, y desde allí, tratando de recuperar el aliento, contemplaron fascinados, como si de algún tipo de exhibición se tratara, la lenta e inevitable destrucción del barco. Las explosiones se sucedían a intrigantes intervalos y, dependiendo de su intensidad, causaban rupturas en el casco del buque o se limitaban a mecerlo levemente sobre su pedestal de hielo, con un cuidado de nodriza. Entretanto, el fuego se extendía por los puentes, ávido e imparable. Imponentes llamaradas brotaron del castillo de proa, que enseguida se enroscaron como serpientes ígneas en la arboladura y en los mástiles, componiendo un espectáculo de turbadora belleza, que no dejó de serlo ni cuando contemplaron con espanto cómo algunos hombres se arrojaban desde la cubierta, muchos de ellos envueltos en llamas. Aquellos desdichados se habían escondido en algún lugar del buque huyendo del monstruo, y las explosiones no les habían permitido abandonarlo a tiempo. Afortunadamente, la mampara de la distancia evitaba que el crujido de huesos que debían de producir al estrellarse contra la nieve llegara a sus oídos. Reynolds contempló entonces cómo una densísima masa de humo, semejante a una nube de tormenta, se alzaba desde los puentes, a modo de siniestra obertura a la furiosa explosión que le siguió, lanzando en todas direcciones una colección de fragmentos de madera, hierro y miembros humanos. Reynolds se tendió boca abajo contra la nieve y se llevó las manos a la cabeza, mientras Allan seguía sentado a su lado, admirando el mortífero aguacero con la fascinación de un niño que disfruta de unos fuegos artificiales. Las colinas heladas repitieron y multiplicaron el atronador estrépito de tal manera que incluso el aire mismo pareció astillarse por mil sitios. Cuando el eco se extinguió, solo el bullicio de los perros, que ladraban y se revolvían en su jaula, impidió que les sobreviniera un silencio de ataúd.

Reynolds se incorporó con lentitud, comprobó aliviado que ningún fragmento había impactado en Allan, que continuaba sentado sobre la nieve como si estuviese en un picnic, y estudió la devastación que lo rodeaba sintiendo, pese a todo, una oleada de alegría al comprender que el marciano habría perecido en algún momento de aquella orgía de destrucción. Ya había acabado la pesadilla. Tras la última explosión, el buque había quedado reducido a una escombrera de maderos y hierros retorcidos de la que se levantaba un tirabuzón de humo, y la nieve exhibía un variado muestrario de cadáveres quemados y mutilados. Por pura casualidad, sus ojos se posaron en uno de ellos, que todavía ardía levemente, como una antorcha a punto de extinguirse, mientras se dejaba anegar de nuevo por la absurda e irrefrenable euforia de descubrirse vivo. Sabía que tan solo podría disfrutar de aquella vida escamoteada a la destrucción un puñado de horas más, antes de que el frío y el hambre se la arrebataran para siempre, pero eso no le impidió sonreír, forjar una amplia sonrisa para nadie en mitad de aquella inmensidad blanca, sencillamente porque todavía estaba vivo.

Fue entonces cuando el despojo que Reynolds observaba abstraído comenzó a moverse débilmente. El explorador lo contempló con curiosidad, preguntándose cómo era posible que alguien hubiera sobrevivido a aquella devastación. Pero de pronto, reparó en que la silueta que comenzaba a levantarse en la nieve era de un tamaño demasiado grande para ser un hombre. Sintiendo una mezcla de pánico e impotencia, vio erguirse al marciano, enorme, intacto, indestructible. Había sobrevivido a la explosión sin sufrir un solo rasguño, constató. Las llamas prendían en el pelaje de los hombros, pero eso no parecían afectarle. Una vez en pie, el monstruo olisqueó el aire, paseando una mirada a su alrededor, hasta que distinguió a Reynolds y a Allan a unos veinte metros, sentados en la nieve y vivos, insultantemente vivos. El marciano comenzó a avanzar en su dirección, cojeando sobre el hielo. Reynolds miró a Allan. El artillero también había visto al monstruo, y lo observaba caminar hacia ellos con una expresión desencajada, más allá del pavor.

—Que Dios se apiade de nuestras pobres almas —musitó.

Reynolds volvió de nuevo sus ojos hacia la criatura, que a ese paso no tardaría mucho en llegar hasta ellos. Pero calculó que disponía del tiempo suficiente para realizar un último intento de acabar con ella. Se levantó y, dejando a Allan allí, corrió hacia la jaula de los perros, que ladraban enloquecidos y embestían los barrotes. Destrozó el candado con la culata de su pistola, abrió la puerta y se echó a un lado, rezando por que los perros ladraran de furia y no de miedo. Sintió un infinito agradecimiento al ver que, una vez liberados, la docena de perros enfilaba hacia el marciano gruñendo. Aquella jugada del explorador sorprendió a la criatura, que detuvo su avance y observó cómo la jauría se acercaba a ella. El perro que la encabezaba se abalanzó sobre el marciano de un salto, mostrando toda la rabia que había ido fermentando en ellos desde que el falso Carson subiera al barco. Sin apenas esfuerzo, de un veloz zarpazo, el marciano lo partió en dos en el aire. Sin embargo, eso no amedrentó al resto de sus compañeros. Afortunadamente, la posibilidad de que pudiesen correr la misma suerte que su predecesor no atravesó por sus insignificantes cerebros, y si lo hizo, no debió de importarles, pues saltaron sobre el monstruo con la misma fiereza primordial, como valientes soldados acatando su destino, quizá porque eran incapaces de sustraerse a aquel gesto póstumo de lealtad hacia el hombre, o tal vez porque estaban demasiado acostumbrados a sus amos como para querer cambiar de dueños. Reynolds observó cómo se asían al cuerpo del monstruo con sus poderosas mandíbulas, pero a este le bastaron apenas unos segundos para arrancárselos y arrojarlos lejos o decapitarlos a zarpazos, por lo que el explorador comprendió enseguida que el voluntarioso ataque de los perros no iba a tener más consecuencia que la de entretener al marciano unos pocos minutos. Resignado a seguir huyendo, corrió hacia el artillero y volvió a levantarlo. Echó a correr en la dirección opuesta prácticamente arrastrando a Allan, oyendo a su espalda los gemidos de los perros que iban siendo minuciosamente destripados. Un par de ellos incluso pasaron volando sobre sus cabezas, reducidos a jirones sanguinolentos, y cayeron en la nieve con un golpe sordo.

De repente, Reynolds sintió que no tenía más fuerzas para seguir corriendo, y se detuvo, extenuado. Sin el sostén de sus manos, Allan se dejó resbalar hacia el suelo, y desde allí, arrodillado, lo miró con una mueca de cansancio. ¿Realmente merecía la pena seguir huyendo?, parecía decirle. ¿Acaso no era mejor rendirse, dejarse matar de una vez por la criatura y descansar en paz? Reynolds observó la infinita extensión de hielo que tenían delante y que tan claustrofóbica había llegado a resultarle, y comprendió que no tenía ningún sentido continuar corriendo, salvo para alargar aquella agonía. Aquel monstruo en apariencia invencible acabaría por alcanzarlos tarde o temprano, y los mataría como había hecho con el resto de los miembros de aquella expedición maldita. Tragó aire y, resignado, se volvió hacia el marciano, que caminaba hacia ellos pausadamente por la nieve, con un par de perros muertos prendidos por las mandíbulas a su cuerpo, como adornos macabros. Reynolds tomó la pistola del cinto, la contempló durante unos segundos, sopesando la posibilidad de usarla una última vez, y al final la arrojó sobre la nieve. Ya no eran necesarios gestos heroicos ni desesperados, pues nadie estaba mirando. Aquella función se había desarrollado desde el primer acto sin espectadores, en la intimidad de un pedazo de hielo olvidado.

El monstruo se detuvo a unos diez o doce metros de ellos, los contempló con la cabeza ladeada y lanzó algo parecido a un chillido animal. Ahora que no se servía de las cuerdas vocales de ningún hombre, su voz sonó como realmente era, una especie de graznido, como un cuervo con modales intentando hablar. Reynolds no pudo entenderlo, naturalmente, pero el tono se le antojó triunfal, se preparó para morir despedazado. Agachó la cabeza y dejó caer los brazos, en señal de rendición, de simple agotamiento o incluso de desinterés por su destino. Su mirada se posó entonces en la pistola que tan alegremente había despreciado unos segundos antes, y una idea cuajó en su mente. ¿Por qué entregarse a una muerte lenta y espantosa en manos de aquel ser, cuando podía ocuparse de eso él mismo? Un tiro en la sien, y todo acabaría de una manera rápida y limpia. Sería un final mucho más misericordioso que el que sin duda iba a ofrecerle el marciano. Contempló a Allan, quien se había tendido en el suelo, con la mejilla contra el hielo y la mirada extraviada en horizontes que solo él podía ver. El monstruo, entretanto, seguía acercándose hacia ellos con la lentitud de una araña que disfruta saboreando el miedo de su presa. Aún así, Reynolds dudó que le diera tiempo a disparar a Allan, sacar el frasco de pólvora y la baqueta, cargar de nuevo la pistola, y propinarse luego un tiro en la cabeza antes de que lo alcanzara. No, solo tendría tiempo de matarse él. De todos modos, el artillero parecía haber encontrado refugio en algún lugar más allá de la conciencia o de la cordura, y deseó con todas sus fuerzas que su amigo pudiera permanecer allí escondido hasta el último momento, para sortear de alguna forma el tormento con el que iba a terminar su vida.

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