El mapa y el territorio (12 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: El mapa y el territorio
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El aeropuerto de Shannon, en cambio, encantó a Jed por sus formas rectangulares y nítidas, la altura de sus techos, las asombrosas dimensiones de sus pasillos; operando al ralentí, ya sólo lo usaban las compañías
low cost
y los transportes de tropas del ejército norteamericano, pero visiblemente había sido concebido para un tráfico cinco veces superior. Con su estructura de pilares metálicos, su moqueta rasa, databa probablemente de principios de los años sesenta o incluso fines de los cincuenta. Más todavía que Orly, recordaba aquel período de entusiasmo tecnológico en el cual el transporte aéreo era uno de los logros más innovadores y prestigiosos. A partir de los comienzos de los años setenta, tras los primeros ataques palestinos —más tarde reiterados, de un modo más espectacular y profesional, por los de Al-Qaeda—, el viaje aéreo se había transformado en una experiencia puerilizante y concentracionaria que uno deseaba que acabase cuanto antes. Pero en aquella época, se dijo Jed mientras aguardaba su maleta en el inmenso vestíbulo de llegada —los carros metálicos, cuadrados y macizos, seguramente también eran de esos años—, en la época sorprendente de los Treinta Gloriosos, el viaje en avión, símbolo de la aventura tecnológica moderna, era algo muy distinto. Reservado todavía a los ingenieros y a los
directivos
, a los constructores del mundo del mañana, estaba llamado, como nadie dudaba en el contexto de una social-democracia triunfante, a ser cada vez más accesible para las capas populares, a medida que se desarrollase su
poder adquisitivo
y su
tiempo libre
(lo que, por otra parte, finalmente se había producido, pero a consecuencia de un desvío a través del ultraliberalismo adecuadamente simbolizado por las compañías
low cost
, y a costa de una pérdida total del prestigio anteriormente asociado con el transporte aéreo).

Minutos más tarde, Jed tuvo una confirmación de su hipótesis sobre la edad del aeropuerto. El largo pasillo de salida estaba decorado con fotografías de personalidades eminentes que habían honrado el lugar con su visita: esencialmente, presidentes de Estados Unidos y papas. Juan Pablo II, Jimmy Cárter, Juan XXIII, George Bush padre e hijo, Pablo VI, Ronald Reagan…, no faltaba ninguno. Al llegar al fondo del pasillo, Jed comprobó asombrado que el primero de estos visitantes ilustres no había sido inmortalizado por medio de una foto, sino pura y simplemente por un
cuadro
.

De pie en la pista, John Fitzgerald Kennedy había adelantado al grupito de oficiales: entre ellos se advertía la presencia de dos eclesiásticos; en segundo plano, unos hombres de gabardina pertenecían probablemente a los servicios de seguridad americanos. Con el brazo levantado hacia delante y hacia arriba —cabe imaginar que hacia la multitud agolpada detrás de las barreras—, Kennedy sonreía con ese entusiasmo y ese optimismo cretinos tan difíciles de imitar para los que no son norteamericanos. Jed volvió atrás para examinar detenidamente el conjunto de representaciones de personalidades eminentes. Bill Clinton estaba tan regordete y liso como su más insigne antecesor; era preciso convenir en que los presidentes demócratas americanos parecían, en general, lúbricos usuarios de Botox.

Al volver hacia el retrato de Kennedy, Jed se vio, sin embargo, inducido a una conclusión de otra naturaleza. El Botox no existía en esa época, y el control de las hinchazones y arrugas, que hoy día se obtiene mediante inyecciones transcutáneas, lo ejercía entonces el pincel complaciente del artista. Así pues, en los ultimísimos años cincuenta, y hasta muy a principios de los sesenta, aún era concebible confiar la tarea de ilustrar y exaltar los momentos estelares de un reinado a artistas pintores: al menos a los más mediocres. Indudablemente el cuadro era una birria, bastaba con comparar el tratamiento del cielo con lo que habrían hecho Turner o Constable, hasta los acuarelistas ingleses de segunda fila habrían salido más airosos. No deja de ser cierto que había en aquel cuadro una especie de verdad humana y simbólica, a propósito de John Fitzgerald Kennedy, que no alcanzaba ninguna de las fotos de la galería, ni siquiera la de Juan Pablo II, pese a que estaba muy en forma, sacada sobre la escalerilla del avión en el momento en que abría los brazos de par en par para saludar a una de las últimas poblaciones católicas de Europa.

También el Hotel Oakwood Arms tomaba su decoración de los tiempos pioneros de la aviación comercial: publicidades de época de Air France o Lufthansa, fotografías en blanco y negro de Douglas DC-8 que surcaban la atmósfera límpida, de comandantes de a bordo con uniforme de gala posando orgullosos en su cabina. Jed había visto en Internet que la ciudad de Shannon debía su nacimiento al aeropuerto. Había sido construida en los años sesenta, en un emplazamiento donde nunca había existido ningún poblado ni pueblo. La arquitectura irlandesa, por lo que había podido ver, no poseía ningún carácter específico: era una mescolanza de casitas de ladrillo rojo, similares a las que se encontraban en los arrabales ingleses, y de vastos bungalows blancos, rodeados de un espacio asfaltado y bordeados de césped, a la americana.

Esperaba más o menos tener que dejar un mensaje en el contestador de Houellebecq, hasta ahora sólo se habían comunicado por correo electrónico y al final por sms: no obstante, el escritor respondió, al cabo de varios timbrazos.

«Reconocerá fácilmente la casa, es el césped en peor estado de todas las inmediaciones», le había dicho Houellebecq. «Y quizá de toda Irlanda», había agregado. Entonces Jed había creído que exageraba, pero la vegetación alcanzaba, en efecto, alturas colosales. Jed siguió un sendero de baldosas que serpenteaba a lo largo de una decena de metros entre los arbustos de cardos y las matas de espino, hasta llegar a un terraplén asfaltado sobre el cual había aparcado un todoterreno Lexus RX 350. Como cabía esperar, Houellebecq había elegido la opción bungalow: una gran edificación blanca y nueva, con tejado de pizarra: una casa perfectamente banal, en realidad, abstracción hecha del estado repugnante del césped.

Llamó, aguardó unos treinta segundos y el autor de
Las partículas elementales
salió a abrirle en zapatillas, vestido con un pantalón de pana y un confortable batín de lana cruda. Miró larga y pensativamente a Jed antes de dirigir la mirada al césped, en una meditación apesadumbrada que parecía serle habitual.

—No sé usar el cortacésped —dijo—. Tengo miedo de cortarme los dedos con las cuchillas, parece que es muy frecuente. Podría comprarme una oveja, pero no me gustan. No hay nada más estúpido que una oveja.

Jed le siguió al interior de unas habitaciones embaldosadas y sin muebles, donde había desperdigadas cajas de mudanza. Revestía las paredes un papel pintado liso, de un color blanco hueso; una ligera película de polvo recubría el suelo. La vivienda era muy grande, debía de tener cinco habitaciones como mínimo; no hacía mucho calor, a lo sumo dieciséis grados; Jed intuyó que todas las habitaciones, salvo aquella en la que dormía Houellebecq, estaban vacías.

—¿Acaba de instalarse aquí?

—Sí. Bueno, hace tres años.

Por fin llegaron a un rincón un poco más cálido, una especie de pequeño invernadero de forma cuadrada, con cristales en las paredes de tres lados, que los ingleses llaman
conservatory
. Estaba amueblado con un sofá, una mesa baja y una butaca; una alfombra oriental de saldo decoraba el suelo. Jed había llevado dos portafolios de formato A3; el primero contenía unas cuarenta fotos que ilustraban su trayectoria anterior, sobre todo extraídas de su serie «herramientas» y de su período de «mapas de carretera». En el segundo transportaba sesenta y cuatro negativos que incluían su producción pictórica completa, desde
Ferdinand Desroches, carnicero caballar
hasta
Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática
.

—¿Le gustan los embutidos? —preguntó el escritor.

—Sí… Digamos que no tengo nada en contra.

—Voy a preparar café.

Se levantó con vivacidad y volvió unos diez minutos después con dos tazas y una cafetera italiana.

—No tengo leche ni azúcar —anunció.

—Da igual. No los tomo.

El café estaba bueno. Un silencio absoluto se prolongó entre dos o tres minutos.

—Me gustaban mucho los embutidos —dijo finalmente Houellebecq—, pero he decidido abstenerme de ellos. Verá, creo que no debería estar permitido que los hombres maten cerdos. Le he dicho la mala opinión que tengo de las ovejas; y me reafirmo en ella. Me parece que la misma vaca, y en esto estoy en desacuerdo con mi amigo Benoit Duteurtre, está muy sobrestimada. Pero el cerdo es un animal admirable, inteligente, sensible, capaz de un afecto sincero y exclusivo por su dueño. Y tiene una inteligencia realmente sorprendente, ni siquiera se conocen sus límites. ¿Sabe que han podido enseñarle a dominar las operaciones simples? Bueno, por lo menos la suma, y creo que también la resta en algunos ejemplares muy dotados. ¿El hombre tiene derecho a sacrificar a un animal capaz de aprender las bases de la aritmética? Creo que no, francamente.

Sin esperar respuesta, se enfrascó en el examen del primer portafolio de Jed. Tras una rápida observación de las fotos de pernos y tuercas, estudió las representaciones de los mapas durante un tiempo que a Jed se le antojó infinito; de vez en cuando, imprevisiblemente, pasaba una página. Jed lanzó una ojeada discreta a su reloj: había transcurrido un poco más de una hora desde su llegada. El silencio era total; después, a distancia, resonó el ronroneo cavernoso de un compresor de nevera.

—Son obras antiguas —aventuró Jed, al cabo—. Las he traído sólo para situar mi trabajo. La exposición… incluye únicamente el contenido del segundo archivador.

Houellebecq alzó hacia él una mirada vacía, parecía haber olvidado qué hacía Jed en su casa, la razón de su presencia; sin embargo, obediente, abrió la segunda carpeta. Pasó otra media hora hasta que la cerró con un gesto seco y encendió un cigarrillo. Jed se percató entonces de que no había fumado durante todo el tiempo que había dedicado a mirar sus fotografías.

—Voy a aceptar —dijo—. Verá, nunca he hecho esto, pero sabía que llegaría a hacerlo en un momento u otro de mi vida. Muchos escritores, si se examina de cerca, han escrito sobre pintores, y desde hace siglos. Es curioso. Al mirar su obra hace un momento me preguntaba una cosa: ¿por qué abandonar la fotografía? ¿Por qué volver a la pintura?

Jed reflexionó largo tiempo antes de responder.

—No estoy muy seguro de saberlo —confesó finalmente—. Pero me parece que el problema de las artes plásticas —prosiguió, vacilante— es la abundancia de temas. Por ejemplo, podría muy bien considerar ese radiador como un tema pictórico válido.

Houellebecq se volvió raudamente y lanzó una mirada suspicaz al radiador, como si el aparato fuera a resoplar de alegría ante la idea de que lo pintaran; no ocurrió nada semejante.

—Yo no sé si usted podría hacer algo con el radiador, en el terreno literario —insistió Jed— Bueno, sí, está Robbe-Grillet, se habría limitado a describirlo… Pero no sé, no lo encuentro tan interesante… —Se embrollaba, tenía conciencia de ser confuso y quizá torpe, no sabía si a Houellebecq le gustaba o no Robbe-Grillet, pero sobre todo se preguntaba él mismo, con una especie de angustia, por qué se había desviado hacia la pintura, que varios años después le planteaba todavía problemas técnicos insuperables, mientras que dominaba a la perfección los principios y los trebejos de la fotografía.

—Olvidemos a Robbe-Grillet —zanjó su interlocutor, para su vivo alivio—. Sí, posiblemente se podría hacer algo con ese radiador… Por ejemplo, creo haber leído en Internet que su padre era arquitecto…

—Sí, es cierto; le retraté en uno de mis cuadros, el día en que abandonó la dirección de su empresa.

—La gente compra rara vez individualmente este tipo de radiador. Los clientes suelen ser empresas de construcción como la que dirigía su padre, y compran radiadores por decenas y hasta centenares de unidades. Se podría imaginar muy bien un thriller con un mercado importante de miles de radiadores, para equipar, por ejemplo, todas las aulas de un país; sobornos, intervenciones políticas, la comercial muy sexy de una empresa de radiadores rumanos. En ese contexto encajaría muy bien una larga descripción, de varias páginas, de ese radiador y de modelos de la competencia.

Ahora hablaba velozmente, encendía un cigarrillo tras otro, daba la impresión de que fumaba para calmarse, para reducir el ritmo del funcionamiento cerebral. Jed pensó fugazmente que, habida cuenta de las actividades de su estudio, su padre habría estado en condiciones de comprar masivamente aparatos de aire acondicionado; sin duda lo habría hecho.

—Estos radiadores son de hierro —continuó Houellebecq, animado—. Probablemente de hierro gris, con un índice elevado de carbono, cuya peligrosidad ha sido subrayada muchas veces en informes de expertos. Se podría considerar escandaloso que hayan equipado esta casa moderna con radiadores tan antiguos, con aparatos de saldo, en cierto modo, y en caso de accidente, una explosión, por ejemplo, posiblemente yo podría demandar a los constructores. Supongo que en un caso de este tipo la responsabilidad habría recaído en su padre, ¿no?

—Sí, sin duda alguna.

—¡Aquí tenemos un tema magnífico, incluso condenadamente interesante, un
auténtico drama humano
! —se entusiasmó el autor de
Plataforma
—. A priori, el hierro tiene un pequeño lado decimonónico, aristocracia obrera de los altos hornos, absolutamente obsoleta, en suma, y sin embargo se fabrica todavía, no en Francia, obviamente, sino más bien en países como Polonia y Malasia. Hoy se podría muy bien seguir en una novela el recorrido del mineral de hierro, la fusión reductora del hierro y el coque metalúrgico, la manufactura del material, la comercialización, por último… Podría aparecer en la portada del libro, como una genealogía del radiador.

—En todo caso, me parece que necesita unos personajes…

—Sí, es verdad. Aunque mi verdadero tema fuesen los procesos industriales, sin personajes no podría hacer nada.

—Creo que ahí está la diferencia fundamental. Mientras me he contentado con representar objetos, la fotografía me venía de perillas. Pero cuando decidí abordar el tema de los seres humanos, sentí la necesidad de volver a la pintura; no sabría decirle exactamente por qué. A la inversa, ya no consigo de ninguna manera encontrar interés en las naturalezas muertas; desde la invención de la fotografía, me parece que ya no tiene el menor sentido. En fin, es un punto de vista personal… —concluyó con un tono de excusa.

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